20 de noviembre de 2014

RELATO - MIEDO EN EL ALMA -EL ROSARIO DE MARÍA.


CAP 11- MIEDO EN EL ALMA- EL ROSARIO DE MARÍA



El aroma que desprendía el bizcocho recién sacado del horno, envolvía la pequeña estancia en casa de Mariana. Emilia, junto a ella, preparaba con esmero la llegada de María, querían que se sintiera bien, y que durante unos minutos olvidara la tragedia en la que estaba sumida. Pero Mariana, había advertido en Emilia una desazón inusual, y por ello, una vez dispuesto el bizcocho, invitó a Emilia a sentarse junto a ella.

—Ven, Emilia.

La mujer, se sorprendió.

—¿Dónde quieres que vaya Mariana?—dijo sonriendo guasona.

—Aquí, siéntate conmigo, antes de que llegue María.

Emilia obedeció, preguntándose qué le ocurriría a su querida cuñada, y la siguió hacia aquel rincón tan acogedor, situado en una esquina del pequeño salón, junto a la pequeña ventana, por donde el sol iluminaba todas y cada una de las fotografías que había ido colgando Nicolás, aportando a aquella pared de piedra fría, un poquito de calidez y momentos felices vividos por la familia, y que atrapados en aquellas estáticas imágenes, sonreían sin saber el futuro que les deparaba el destino.

—¿Te pasa algo Mariana?—preguntó, intentando cambiar la situación que intuía se avecinaba, mientras se sentaba lentamente.

—Eso me lo dirás tú.

—¿Yo? Pero qué cosas tienes—sonrió nerviosa.

—Emilia, no disimules conmigo, sé que te pasa algo, y ha de ser de enjundia, por la cara que traes desde que has llegado aquí.

—Eso son tontas tuyas. Yo no tengo ninguna cara.

Mariana, acercó su mano al mentón de Emilia, y con dulzura le dijo.

—Emilia, te conozco desde que éramos niñas, y sé que algo barruntas. Dímelo y te podré ayudar. Los problemas si se comparten parecen más pequeños. Y yo quiero ayudarte, igual que lo hiciste tú, cuando yo lo pasé tan mal. En aquel momento tú eras la que me decías que compartiera con vosotros mi pesar.

Emilia la miró, sus ojos brillaban, no por las palabras de Mariana, que agradecía, sino por la incertidumbre que se había apoderado de ella, desde el momento que tuvo entre sus manos la cajita con aquella sortija.

Suspiró profundamente y respondió.

—Mariana, te agradezco tu interés, pero no es nada malo.

—Bueno—se apresuró a decir Mariana—algo más, sabemos ya… no es nada malo, quiere decir que es algo. Cuéntame mujer.

Emilia dudo, pero sabía que podía confiar en Mariana, y que aquella idea que le rondaba por la cabeza la tenía desazonada. Miró sus manos que permanecían enlazadas junto a las de Mariana, sintiendo las acaricias de su cuñada, llenas de ternura, y decidió explicarle aquella zozobra.

—Verás, Mariana. Hace unos días, pocos días después de la tragedia de Gonzalo, empecé a encontrar por los rincones de la casa de comidas, algún que otro presente escondido para que yo lo encontrara.
Mariana, sonrió.

—¿Y eso te tiene amoscada?—Mariana le regaló una amplia sonrisa— Mi hermano siempre te ha querido bien, y de seguro que estos detalles, los hará para que vuelvas a sonreír. Si es que Alfonso te quiere mucho mujer.

—Sí, Mariana, yo pensé lo mismo. Pero no son de tu hermano—dijo nerviosa.

Mariana, se removió en su asiento, al tiempo que curiosa le preguntaba.

—¿Ah no? Y entonces, ¿quién crees que te deja esos presentes?

—Pues, no lo sé Mariana—Emilia se incorporó de la silla y caminó por la estancia.

—Pero mujer—continuó Mariana—¿Cómo puedes pensar que no es mi hermano? ¿A caso se lo has preguntado?

—No, no Mariana. Como voy a hacer tal cosa. Imagínate, si le digo que estoy recibiendo regalos de alguien, y realmente no son de él.

—Si claro, tienes razón—respondió Mariana, acercándose a su cuñada—y ¿tienes idea de quién te podría estar haciendo esos regalos? ¿Y qué regalos son esos si puede saberse?

Emilia, se giró para mirar a su cuñada.

—Pues… un perfume de jazmín como a mí me gusta, un pañuelo bordado con mis iniciales…cosas.

—Pero, Emilia, mujer ¿Y por esos presentes sabes que no ha sido mi hermano? Él sabe tus gustos mejor que nadie, y si mal no recuerdo, ya lo hizo en su momento, cuando te estaba galanteando... ¿Te acuerdas?

Mariana volvió a sonreír al recordar aquellos años.

—Ese es el problema.

—¿Cuál¿, El que ya lo hizo?

—No Mariana, que he recordado aquel momento, aquellos tiempos, aquellos años—Una tristeza nubló el rostro, y habló más calmada, con la mirada perdida en el horizonte— y cuando encontré el último regalo, el mundo se me vino encima.

Mariana la miró con preocupación.

—Emilia, mujer, me estas asustando. ¿Qué es lo que encontraste?

—¡Un anillo, Mariana! Un precioso y enorme anillo—los ojos de las dos mujeres se quedaron mirando fijamente. Emilia intuía quien podría ser aquel admirador secreto, y Mariana empezó a comprender.

—Pero, Emilia. Un anillo…

—Si Mariana,—interrumpió Emilia agitada— un anillo como el que me regaló Severiano.

—¿Quieres decir que…Severiano, puede estar en Puente Viejo?

—Y no solo eso, si no que ha estado entrando en la casa de comidas, y me ha ido dejando esos regalos por todos los rincones.

—Eso quiere decir, que te ha estado vigilando, y esperando que no hubiera nadie para entrar furtivamente y dejarlos ahí.

—Mariana. Tengo un miedo atroz.

—Dios mío, Emilia, eso no puede ser. Lo hubiéramos visto, alguien en el pueblo lo hubiera visto.—Por un momento reinó un pesado silencio, mezclado con el dulce aroma del bizcocho que esperaba sobre la mesa. Mariana rompió el momento con una pregunta.

—¿Qué piensas Emilia?

—Mariana…Creo que ha venido a por mi hija.




En aquel momento la puerta de la casa se abrió. María entró con Esperanza en su cochecito. Al entrar en el saloncito, las dos mujeres disimularon su desazón y saludaron con una fingida sonrisa a María.

—¡Hola hija mía!, ¿cómo estás cariño?

—Bien madre—respondió mientras la besaba.

—Hola tesoro—dijo Mariana—¿cómo está mi princesita?—preguntó asomándose al cochecito.

—Pues con el traqueteo del camino, se ha quedado dormidita.

—Anda pasa, no te quedes ahí—dijo Emilia mientras empujaba el cochecito mirando embelesada a su nieta y Mariana le indicaba la mesa.

—Ven siéntate aquí.

—Espera tita. Espero que no te disguste, pues he traído a un invitado.

—¿Un invitado?

—Sí, es un galante caballero que conocí el otro día, ha sido muy amable conmigo, y me ha acompañado hasta aquí. Como ha sido tan amable, pensé en invitarle a merendar con nosotras. ¿No te importa verdad tía Mariana? Además madre, dice que la conoce.

Emilia y Mariana se miraron con un nudo en el estómago, el corazón de Emilia se encogió y empezó a palpitar como un caballo desbocado. Mariana respondió.

—¡Pues claro que no me importa, sobrina! Anda, dile que pase.

Emilia y Mariana se quedaron de pie, frente a la mesa, mientras María salía de la casa en busca de aquel misterioso caballero. Instantes después, Severiano cruzaba el umbral de la puerta, María le condujo frente a su madre y su tía, e hizo las presentaciones.

—Madre, tía Mariana, este caballero es Severiano, Severiano Menéndez Garcés.

Las dos mujeres estaban paralizadas, sus sospechas se había hecho realidad. Emilia, sintió como las piernas le flaqueaban y por un momento pensó que iba a perder el sentido, pero se sujetó con fuerza al cochecito de Esperanza que tenía junto a ella, disimulando los sentimientos que en aquel momento fluían libres por todo su ser.

Severiano, sintiendo todo aquel amasijo de sensaciones que inundaban a placer en el interior de Emilia, se acercó a ellas y muy amablemente saludó.

—Buenos días señoras, Mariana. —Inmediatamente después, se acercó lentamente a Emilia sin apartar sus ojos de ella. Cogió su mano entre las suyas y se la acercó a sus labios. —Emilia, ¿Te acuerdas de mi verdad?

De la boca de Emilia Ulloa, tan solo salió un gemido.

—¡Severiano!—y todo desapareció de su alrededor.





—Señor, me envía la señorita Sol para que le diga, que la cena se va a servir en breve.

Martín, miró hacia la voz que le hablaba, y que le había traído de nuevo bajo aquel gran porche blanco, que sujetado por ocho columnas le guarecía de la lluvia que había comenzado a caer en aquel rincón de mundo.

—Ah!, si Blanca. Disculpa. Dile que enseguida les acompaño.

—Si señor.

La muchacha tras la genuflexión de rigor, salió hacia el salón a dar respuesta. Martín, cerró los ojos e intentó llenarse de aquel aroma tan primitivo, el olor a tierra mojada, mezclada con el olor de la frondosa vegetación que rodeaba la hacienda. Se incorporó de su butaca y caminó con lentitud, por aquel enorme pórtico. Aquella olor a hierba mojada, a coco y a mar, le recordaban aromas que le hacían sentir algo especial. Quizá había estado allí anteriormente, o en algún lugar, rodeado de palmeras y vegetación, quizá su familia estaría allí. No sabía que pensar, y tenía ganas de saber, pero comprendió que aquel no era el momento y decidió acompañar a sus anfitriones, que tanto habían hecho por él.

Sol, estaba radiante, como cada noche, lucía sus mejores galas, y todo era por él. Martín lo intuía, pero prefería no pensar en ello. Le sonrió.

—Buenas noches—saludó al entrar en el salón.

—Buenas noches hijo—respondió don Guzmán.

—Buenas noches Martín—contestó alegre Sol—has llegado a punto para cenar.

Todos sonrieron con complacencia y se dispusieron alrededor de la mesa. Al finalizar la suculenta cena, don Guzmán habló.

—Estás muy callado hoy hijo. ¿Te ocurre algo?

—No, señor, no se preocupe. Estoy bien.

—Eso no es cierto—interrumpió Sol—Padre, he intentado que me cuente, pero no me hace caso, pruebe usted.

Don Guzmán le miró, sabía que desde la conversación que tuvieron en sus tierras algo le inquietaba.
—Martín, ¿es por lo que hemos hablado esta mañana?

—¿Que han hablado padre?—volvió a interrumpir Sol. Martín advirtió la inquietud de la muchacha y respondió.

—De mis recuerdos Sol, o mejor dicho de la falta de ellos—con la melancolía, fruto de la incertidumbre Martín miró a don Guzmán y comentó.—En cierto modo si, don Guzmán, en cierto modo la conversación de esta mañana me ha hecho pensar, pero… eso no es todo.

El hombre, sintiendo aquella congoja, invitó a Martín a tomar una copa para poder hablar más distendidos.

—Pues, vamos al pequeño salón y tomemos un brandy mientras me cuentas.

Todos, se dirigieron hacia allí. Sol  les sirvió unas copas de brandy tal como había indicado su padre.

—Tú dirás—dijo Guzmán, mientras le indicaba que tomara asiento.

Martín, miró la copa que Sol le había preparado y que sujetaba entre sus manos, sorbió de ella.  Aquel sabor, que fue sintiendo en su boca, le recordó el brandy que había bebido alguna vez en el Jaral, junto a Tristán, su padre. Aunque él, en aquel preciso momento, solo percibiera su aroma y su sabor.

—¿Este brandy?

—Si hijo, acaso no te gusta.

—Si, por supuesto, es exquisito, pero… yo ya lo he bebido antes.

—Pues hijo, es un brandy excesivamente caro, ¡elixir de los dioses! Le llaman los entendidos. Y sin duda, la persona que te lo ofreció no era cualquier menesteroso, debería ser alguien sibarita de refinado paladar, pocas botellas de este brandy circulan por ahí.

—Pues eso es, don Guzmán—saltó Martín—voy recordando episodios, olores, sabores de una vida que no recuerdo, de un vacío que no lleno y que necesito recuperar.

—Pero es bueno que vayas recordando esas pequeñas cosas Martín—comentó Sol, sentándose junto a él.

—Sí, claro. Pero…

—¿Pero?—preguntó Sol.

Martín la miró.

—Hoy me ha asaltado una gran duda.

—¿Cuál hijo?—preguntó Guzmán.

—Cuando ha estado usted hablando con el padre Gonzalo, les he entendido todo, ¡y hablaban en latín!—Guzmán le miró con sorpresa. Martín continuaba relatando.—El hábito del sacerdote me ha resultado muy familiar, sus gestos, sus explicaciones, y he tenido miles de sensaciones, es como…. Es como si yo mismo hubiera formado parte de él.

—No te entiendo Martín, ¿qué quieres decir, con eso de que formabas parte de él? —Preguntó Sol alarmada.

Martín les miró con la angustia prendida en sus ojos.

—¿Y si yo fuese un sacerdote?

Sol. Cambió de color, y don Guzmán se incorporó de su asiento.

—¡Cómo vas a ser un sacerdote!

—Y ¿cómo sé que no lo soy? Lo perdí todo, en aquella tragedia, documentación, pertenencias, recuerdos. Pero he sentido una cercanía con ese sacerdote, con su hábito incluso con su nombre.

Todos permanecieron en silencio, escuchando todo lo que comentaba Martín. Sol miró de soslayo a su padre y él hizo lo propio.

—Don Guzmán, me puede decir lo que pasó en el Infanta Beatriz.

—Pues hijo mío—dijo Guzmán conmovido, volviéndose a sentar cerca de él—Yo poco te puedo decir, tan solo que te diste un golpe con nuestra embarcación y si no llega a ser por mi hija no lo cuentas.

—Lo sé, y le estoy muy agradecido por ello. —Martín miró a Sol—Y tú, que me puedes contar tú. ¿Cómo salimos los dos del buque?, ¿Cómo es que no estabas con tu padre y estabas conmigo? ¿Es que nos conocimos en la travesía? ¿Te conté algo sobre mí? ¿Cómo fue que te encontré?

—Martín, tranquilo, ya te lo he dicho. Todo era un caos, yo me encontraba sola porque me había separado de mi padre unos minutos, y fue cuando llegué corriendo a buscarle a él cuando nos encontramos los dos en el comedor del barco, entonces explotaron los cristales de los ventanales, y tú me empujaste bajo la mesa, en ese preciso momento, se escuchó un estruendo y el barco se partió en dos. El mar engulló al Infanta Beatriz, y ambos caímos al mar, cuando volvimos a vernos solo estábamos los dos, flotando en el inmenso mar. Luego ya sabes lo que pasó.

—Pero, ¿no me vieron durante la travesía, paseando por cubierta, o comiendo en el comedor? ¿Viajaba en primera, me acompañaba alguien, recuerdan algo? Por Dios, no puedo con esto.

—Pues no hijo, no podemos ayudarte.

—Martín, cálmate por favor. Esto no es bueno para tu memoria. Ya sabes lo que ha dicho el doctor.

Martín, recapacitó ante las palabras de Sol, y comprendió que no tenía sentido volver a hablar de lo mismo, estaba claro que no sabían nada de él y que tendría que esperar a que su cabeza quisiera descubrir lo que por ahora, mantenía velado.

—Está bien, no quiero ser desconsiderado. Ya iré recordando poco a poco. Me imagino, claro.

—Así será, ya lo verás Martín. Cuando menos te lo pienses.

—Puede que tengas razón Sol—Martín dejó la copa que llevaba en su mano y dijo— Ahora si me disculpan, me gustaría ir a descansar.

—Tienes nuestro permiso.

—Buenas noches.

—Que descanses Martín—sonrió Sol.



Martín, se dirigía hacia sus aposentos, pero antes de subir la gran escalinata de mármol blanco que le llevaría hasta allí, pasó frente a la biblioteca, y pensó en ir a buscar algo de lectura, para que le hiciera olvidar, sus olvidados recuerdos y poder descansar de aquel abatimiento en el que estaba inmerso.

Entró en la estancia y miró la gran colección de libros que allí descansaban, observando en silencio todos aquellos tomos colocados con delicado orden. Le llamó la atención un libro que había en una de las estanterías, se acercó a él.

—La isla del tesoro—dijo en voz queda.

Alzó su mano y tiró del libro hacia él. Al hacerlo, calló al suelo una bolsita de terciopelo verde esmeralda, vertiendo parte de lo que ocultaba en su interior. El muchacho se agachó a recogerla para volver a depositarla de nuevo en su lugar. Pero la bolsita  se había abierto al chocar contra el suelo, y mostraba parte de una especie de collar y unas cuentas de marfil. 

Martín, al verlo, se quedó paralizado, con la mirada clavada en las cuentas. A su mente llegaron atropelladamente, imágenes distorsionadas, pero que las sentía puras, y con mucha luz. Acercó su mano temblorosa hasta rozar aquellas pequeñas cuentas y tiró de ellas hasta sacarlas de la bolsita .

—¡Un rosario!—escapó de su boca.



La luz de la sala iluminó aquel hermoso y blanco rosario, que inmediatamente  dibujó en su mente, la imagen de una mujer, que  penetró en su cabeza, como una cuchilla de blanco fuego.

—«Te he traído un obsequio.

—¡Un rosario!

—Sí, bueno, no es un rosario, es... mi rosario, el que llevé en mi primera comunión. La cruz y la cadena son de plata y las cuentas de marfil»


Martín, sintió como el corazón se le aceleraba, como la sangre corría por sus venas llegando a su cabeza a borbotones, y se dejó caer. Sentado en el suelo, con el rosario en la mano, pensaba desordenadamente, ¿Qué significaba aquello? ¿Porque había recordado aquellas palabras, que le producían una paz infinita y al mismo tiempo, aquella desazón? Todo le daba vueltas, y sin darse cuenta, se encontró rozando con sus labios aquel blanco rosario, y en aquel instante sintió una suave caricia en su angustiado corazón. ¿Porque sentía aquella zozobra?  Que hacía aquel rosario que tanto le hacía sentir, guardado allí, entre aquellos libros de aquella enorme librería. Y ¿Quién sería esa mujer que había surgido como un ángel en sus recuerdos?




A más ver..




20-11-2014
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