LA NOCHE DE BODAS Y EL DESPERTAR DE MARÍA.
La
suave brisa, que se filtró por la ventana, me despertó de mi dulce sueño. Miré
a mí alrededor sobresaltada, y pude comprobar con satisfacción, que estaba en
mi habitación, y nos encontrábamos en Jaral, que mi sueño era real, y que todo
era parte de mi vida.
Instintivamente busque con la mirada, la otra parte de mi lecho, donde debería
permanecer mi amor, el tan esperado y deseado amor. Gonzalo; mi vida… parte de
mí. Y ahí estaba, durmiendo plácidamente, respirando profundamente, abandonado
en los brazos de Morfeo. Aquella imagen tan cautivadora como angelical, me hizo
recordar el primer día que dormí junto a él.
Aquellos días, que parecían ahora tan lejanos, cuando en aquel mismo lugar,
viví el despertar de mis más profundos sentimientos, mis primeros anhelos, mis
primeros deseos, y la necesidad de conseguir su amor. Esos sentimientos tan
puros y tan profundos que harían que mi vida, que nuestras vidas, cambiaran por
completo.
Recordé,
con una pícara sonrisa, cuando fingiendo la enfermedad de la gripe, Gonzalo,
“diácono” por aquel entonces, había velado por mí cada minuto de todos los días
que transcurrimos en el Jaral. El mismo lugar que ahora nos cobijaba.
Recordé,
con una sonrisa traviesa, aquella vez que fingiendo la enfermedad de la gripe, Gonzalo,
“diácono” por aquel entonces, había velado por mí cada minuto de todos los días
que transcurrimos en el Jaral. El mismo lugar que ahora nos cobijaba.
Sonreí, al pensar en
aquellos momentos, en aquel primer beso que tanto desee, desde el primer día
que le vi en la plaza, cuando llegó a Puente Viejo, junto con mis guantes de
“glace”. Aquella sonrisa, aquella gallardía, todo él, despertó en mí, unas
sensaciones y unos sentimientos, nunca antes experimentados.
—«¿De veras piensa usted, que vale más un guante que una vida?»
Fueron sus primeras palabras, las primeras que escuché de sus labios. De esos
labios, que no cesé de buscar hasta que tiempo después, pude saborear, y sentir
en mi cuerpo, experimentando la más dulce y excitante de las sensaciones.
Los últimos rayos de luna que se filtraban por la ventana en aquella noche de
julio, acariciaban su cuerpo. Me arrebujé entre las sábanas, y me acomodé en la
almohada, para poder contemplarlo en silencio. Él, se estremeció y cambió de
posición. La sábana que cubría parte de su cuerpo, resbaló sobre su torso
denudo, dejando al descubierto aquel pecho hercúleo y voluptuoso, forjado allá
en las américas y que horas antes me había atrapado, hasta hacerme estremecer.
Aquel pecho en el que a partir de aquel momento, me acunaría cada noche, hasta
caer rendida, y por el que daría la vida.
Gonzalo, bañado por el refulgente resplandor de la luna, estaba hermoso, y por
fin me sentí completa, pues ya éramos el uno del otro, lo que tanto había
deseado por fin era realidad, ahora lo sentía mío. “mi esposo”, susurré junto a
un suspiro que me salió del fondo de mi alma.
Había soñado tanto este momento. Habíamos luchado tanto por llegar hasta aquí.
Él siempre encontraba la forma de reconfortarme ante las adversidades que se
nos habían cruzado a cada paso. Él siempre estuvo ahí, a mi lado, desde el
primer momento, a pesar de todas las cosas que a veces y sin sentir, le había
dicho, para que no sufriera la maldad y animadversión de Fernando
Sentí
un escalofrío, y estrujé aquellas finas sábanas entre mis manos, queriendo
cubrir mi miedo con ellas. Fernando. ¡Dios mío! Cuanto habíamos sufrido por su
perversidad. Cuando daño nos había hecho. Volví a mirar a Gonzalo buscando su paz
y su imagen me tranquilizó, la angustia que había sentido al recordar el
pasado, al recordar la mirada taimada y maliciosa de aquel endriago, ante la
presencia de Gonzalo, se desvaneció y sentí la necesidad de aferrarme a su
cuerpo, buscando protección entre sus brazos, donde desde siempre me había
sentido segura, resguardada, e invencible, para apartar de mi mente, la imagen
de aquel ser tan repugnante y tan maléfico, de aquel engendro, que debería
estar pudriéndose, en algún rincón, del más horrendo de los calabozos, pagando,
por todo el mal que nos había hecho.
Gonzalo, sintiendo mi cuerpo asirse al suyo, despertó. Abrió lentamente sus
ojos, y al encontrarse con los míos, me sonrió. Sentí mi cuerpo temblar
como una hoja, y con una ternura infinita me separó un mechón de pelo que
cubría parte de mi rostro.
—¿Te pasa algo, mi amor?—musitó.
Le respondí con una sonrisa. Acaricié su mejilla, a la vez que le susurré.
—Dime que me quieres. Que nunca te separarás de mí.
Él, se volvió sobre mí, rodeándome con su brazo, y acercándose hasta tal punto,
que me habló rozando mis labios, mientras su mirada penetraba en mi
interior acariciándome el alma.
—Te amo más que a mi vida, y mientras me quede aliento, no dejaré de amarte. Mi
esposa… Mi amor.
Sus
palabras sonaron en mi interior, como canto celestial, sentí la suave presión
de sus labios, al contacto con los míos, y me dejé llevar. Le deseaba, le
deseaba como tantas otras veces, necesitaba sentir su fuerza dentro de mí,
sentir su entrega, su ternura y calidez. Su boca fue buscando en la mía la
respuesta a su deseo, y poco a poco fui llenándome del néctar de su excitada
pasión,.
Me
deslicé entre las sábanas y me acurruque junto a él. Cerré los ojos y respiré
profundamente llenándome del aroma de mi amor, y de los pétalos de rosas que
todavía continuaban acomodados entre las arrugas de nuestras blancas y sedosas
sábanas de raso, que con tanto mimo, habían preparado mi madre, mi abuela,
Mariana, Candela y Aurora para la ocasión.
Todavía en nuestra habitación, resplandecía algún destellante y lánguido haz de
luz, de las blancas velas que habían sido testigos mudos de nuestro amor. De
nuestra apasionada entrega de tan ansiado momento.
Sus manos, dibujaron cada centímetro de mi cuerpo, sus besos tatuaron cada
pliegue de mi piel. Yo acariciaba su figura, sintiendo poco a poco como mi
cuerpo se llenaba de placer, un placer tan intenso que no podía, ni quería
dominar, un placer que me subyugaba hacia él, que me sometía y seducía, hasta
hacerme enloquecer. Y así nos encontró el nuevo día, extenuados de dicha y
amor, entrelazados el uno en el otro, y sabiendo que ahora por fin, ante los
ojos de Dios y de los hombres, éramos un solo ser.
Acurrucada entre sus brazos, y mientras Gonzalo, acariciaba mi mano que
descansaba sobre su pecho, recordaba las palabras que nos dijimos, al llegar al
Jaral tras nuestra maravillosa e inolvidable boda:
—«Ha sido mágico—Le dije, mientras le miraba con embeleso.
—Y más mágica será nuestra noche de bodas—me respondió Gonzalo, mientras se levantaba y tiraba de mí hacia él.
—Gonzalo—le hablé, mirándole con ternura—Prométeme una cosa… que todas nuestras noches serán siempre, noches de bodas.
—Te doy mi palabra—me respondió rodeándome con sus fuertes brazos.
—Y que me levantaré y acostaré todos los días colmada por tus besos.
—Mientras me quede un aliento de vida—respondió, estrechándome contra su cuerpo, hasta que nos fundimos en un dulce beso.
De pronto, Gonzalo dejó de besarme y me cogió en volandas, mientras le preguntaba risueña.
— ¿Gonzalo, que haces?
—Llevarte a la cama en brazos.
— ¡Pero tú estás loco!
—Loco de amor por ti, María.»
Y fue como me prometió. Una mágica,
apasionante y maravillosa noche de bodas, y un despertar exultante de dicha y
plagado de amor.
Nos miramos en silencio, sintiendo una fuerza sobre humana. Ambos sabíamos, que
la lucha había llegado a su fin, y que a partir de aquel momento, todo lo que
nos aconteciera, lo podríamos vencer, porque juntos éramos invencibles, y
porque, y después de lo escarpado del camino, hasta poder bendecir nuestro
amor, por fin lo habíamos conseguido, y ni nada, ni nadie, ya no nos
separaría jamás, pues ya éramos…por siempre y para siempre… marido y mujer.
*************
Espero
que os haya gustado... especialmente a las incondicionales de Martín y María...
a las que nos faltó algo más de pasión entre nuestros PROTAS...
A más ver.
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LA NOCHE DE BODAS Y EL DESPERTAR DE MARÍA.
La
suave brisa, que se filtró por la ventana, me despertó de mi dulce sueño. Miré
a mí alrededor sobresaltada, y pude comprobar con satisfacción, que estaba en
mi habitación, y nos encontrábamos en Jaral, que mi sueño era real, y que todo
era parte de mi vida.
Aquellos días, que parecían ahora tan lejanos, cuando en aquel mismo lugar, viví el despertar de mis más profundos sentimientos, mis primeros anhelos, mis primeros deseos, y la necesidad de conseguir su amor. Esos sentimientos tan puros y tan profundos que harían que mi vida, que nuestras vidas, cambiaran por completo.
Recordé,
con una pícara sonrisa, cuando fingiendo la enfermedad de la gripe, Gonzalo,
“diácono” por aquel entonces, había velado por mí cada minuto de todos los días
que transcurrimos en el Jaral. El mismo lugar que ahora nos cobijaba.
Recordé,
con una sonrisa traviesa, aquella vez que fingiendo la enfermedad de la gripe, Gonzalo,
“diácono” por aquel entonces, había velado por mí cada minuto de todos los días
que transcurrimos en el Jaral. El mismo lugar que ahora nos cobijaba.
—«¿De veras piensa usted, que vale más un guante que una vida?»
Fueron sus primeras palabras, las primeras que escuché de sus labios. De esos labios, que no cesé de buscar hasta que tiempo después, pude saborear, y sentir en mi cuerpo, experimentando la más dulce y excitante de las sensaciones.
Los últimos rayos de luna que se filtraban por la ventana en aquella noche de julio, acariciaban su cuerpo. Me arrebujé entre las sábanas, y me acomodé en la almohada, para poder contemplarlo en silencio. Él, se estremeció y cambió de posición. La sábana que cubría parte de su cuerpo, resbaló sobre su torso denudo, dejando al descubierto aquel pecho hercúleo y voluptuoso, forjado allá en las américas y que horas antes me había atrapado, hasta hacerme estremecer. Aquel pecho en el que a partir de aquel momento, me acunaría cada noche, hasta caer rendida, y por el que daría la vida.
Gonzalo, bañado por el refulgente resplandor de la luna, estaba hermoso, y por fin me sentí completa, pues ya éramos el uno del otro, lo que tanto había deseado por fin era realidad, ahora lo sentía mío. “mi esposo”, susurré junto a un suspiro que me salió del fondo de mi alma.
Había soñado tanto este momento. Habíamos luchado tanto por llegar hasta aquí. Él siempre encontraba la forma de reconfortarme ante las adversidades que se nos habían cruzado a cada paso. Él siempre estuvo ahí, a mi lado, desde el primer momento, a pesar de todas las cosas que a veces y sin sentir, le había dicho, para que no sufriera la maldad y animadversión de Fernando
Sentí
un escalofrío, y estrujé aquellas finas sábanas entre mis manos, queriendo
cubrir mi miedo con ellas. Fernando. ¡Dios mío! Cuanto habíamos sufrido por su
perversidad. Cuando daño nos había hecho. Volví a mirar a Gonzalo buscando su paz
y su imagen me tranquilizó, la angustia que había sentido al recordar el
pasado, al recordar la mirada taimada y maliciosa de aquel endriago, ante la
presencia de Gonzalo, se desvaneció y sentí la necesidad de aferrarme a su
cuerpo, buscando protección entre sus brazos, donde desde siempre me había
sentido segura, resguardada, e invencible, para apartar de mi mente, la imagen
de aquel ser tan repugnante y tan maléfico, de aquel engendro, que debería
estar pudriéndose, en algún rincón, del más horrendo de los calabozos, pagando,
por todo el mal que nos había hecho.
—¿Te pasa algo, mi amor?—musitó.
Le respondí con una sonrisa. Acaricié su mejilla, a la vez que le susurré.
—Dime que me quieres. Que nunca te separarás de mí.
Él, se volvió sobre mí, rodeándome con su brazo, y acercándose hasta tal punto, que me habló rozando mis labios, mientras su mirada penetraba en mi interior acariciándome el alma.
—Te amo más que a mi vida, y mientras me quede aliento, no dejaré de amarte. Mi esposa… Mi amor.
Sus
palabras sonaron en mi interior, como canto celestial, sentí la suave presión
de sus labios, al contacto con los míos, y me dejé llevar. Le deseaba, le
deseaba como tantas otras veces, necesitaba sentir su fuerza dentro de mí,
sentir su entrega, su ternura y calidez. Su boca fue buscando en la mía la
respuesta a su deseo, y poco a poco fui llenándome del néctar de su excitada
pasión,.
Me
deslicé entre las sábanas y me acurruque junto a él. Cerré los ojos y respiré
profundamente llenándome del aroma de mi amor, y de los pétalos de rosas que
todavía continuaban acomodados entre las arrugas de nuestras blancas y sedosas
sábanas de raso, que con tanto mimo, habían preparado mi madre, mi abuela,
Mariana, Candela y Aurora para la ocasión.
Sus manos, dibujaron cada centímetro de mi cuerpo, sus besos tatuaron cada pliegue de mi piel. Yo acariciaba su figura, sintiendo poco a poco como mi cuerpo se llenaba de placer, un placer tan intenso que no podía, ni quería dominar, un placer que me subyugaba hacia él, que me sometía y seducía, hasta hacerme enloquecer. Y así nos encontró el nuevo día, extenuados de dicha y amor, entrelazados el uno en el otro, y sabiendo que ahora por fin, ante los ojos de Dios y de los hombres, éramos un solo ser.
Acurrucada entre sus brazos, y mientras Gonzalo, acariciaba mi mano que descansaba sobre su pecho, recordaba las palabras que nos dijimos, al llegar al Jaral tras nuestra maravillosa e inolvidable boda:
—«Ha sido mágico—Le dije, mientras le miraba con embeleso.
—Y más mágica será nuestra noche de bodas—me respondió Gonzalo, mientras se levantaba y tiraba de mí hacia él.
—Gonzalo—le hablé, mirándole con ternura—Prométeme una cosa… que todas nuestras noches serán siempre, noches de bodas.
—Te doy mi palabra—me respondió rodeándome con sus fuertes brazos.
—Y que me levantaré y acostaré todos los días colmada por tus besos.
—Mientras me quede un aliento de vida—respondió, estrechándome contra su cuerpo, hasta que nos fundimos en un dulce beso.
De pronto, Gonzalo dejó de besarme y me cogió en volandas, mientras le preguntaba risueña.
— ¿Gonzalo, que haces?
—Llevarte a la cama en brazos.
— ¡Pero tú estás loco!
—Loco de amor por ti, María.»
Y fue como me prometió. Una mágica, apasionante y maravillosa noche de bodas, y un despertar exultante de dicha y plagado de amor.
Nos miramos en silencio, sintiendo una fuerza sobre humana. Ambos sabíamos, que la lucha había llegado a su fin, y que a partir de aquel momento, todo lo que nos aconteciera, lo podríamos vencer, porque juntos éramos invencibles, y porque, y después de lo escarpado del camino, hasta poder bendecir nuestro amor, por fin lo habíamos conseguido, y ni nada, ni nadie, ya no nos separaría jamás, pues ya éramos…por siempre y para siempre… marido y mujer.
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Espero
que os haya gustado... especialmente a las incondicionales de Martín y María...
a las que nos faltó algo más de pasión entre nuestros PROTAS...
A más ver.
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RELATO- VIAJE A CUBA
Hoy voy a empezar un relato sobre la historia que vivió Tristán Castro con una misteriosa mujer durante su estancia en la guerra de Cuba. Espero que os guste.
Todo empezó por una misteriosa carta que llega a manos de Martín y Aurora Castro, y que decía así:
......................................
Mi añorado Tristán
Te pido disculpas por volver a ti después de tantos años. Nunca entendí porque no respondiste a mis cartas. Sabía que no me amabas como yo a ti que solo fui refugio de un corazón solitario y herido nunca un verdadero amor. Pero jamás comprendí porque me ignoraste de esa manera no dando respuesta a mis misivas. Al fin perdí la esperanza, y di por hecho que deseabas olvidarme.
A pasado mucho tiempo, y ahora que la muerte me ronda y el tiempo se me agota, no puedo irme sin hacerte saber lo que he ocultado durante tantos años. Hay algo que nunca te dije y que es de vital importancia que sepas. Por el amor que te tuve y el cariño que tú me guardes te pido que te pongas en contacto conmigo a la mayor brevedad. Lo que he de contarte cambiará tu vida para siempre.
Ya sabes dónde encontrarme.
Tuya para siempre
Pilar.
........................................CAP 1- ¿QUIEN ES, PILAR?
Aquella mañana Aurora, Martin y María se habían reunido en el salón del Jaral para poner en orden toda la correspondencia que les había entregado Bosco el día anterior. El corazón acelerado de los muchachos marcaba el ritmo de la velocidad con que los ojos de los jóvenes buscaban con curiosidad las fechas de las misivas para poder leerlas cronológicamente, e intentar entender todo lo que habían leído en la carta que les entregó Hipólito, de mano de doña Pilar.
Fueron abriendo una a una las cartas, y descubrieron con asombro su contenido.
Pilar, era una mujer, que al igual que su padre Tristán había sufrido los avatares de la guerra de Cuba. Durante el día era la dócil hija de un alto cargo militar estadounidense, y en cuanto podía escapar o cuando el manto de la noche ceñía la ciudad, marchaba enfundada en un disfraz, para luchar clandestinamente por la libertad de Cuba y la igualdad de todas las mujeres. De ideas liberales y contrarias a las de su progenitor, Pilar era una mujer valiente, rebelde, que se entregaba a la causa voluntariamente y entregaba todo su amor hacia los demás a manos llenas.
Era una muchacha hermosa, educada, instruida, pero bajo esa dulzura y delicadeza se escondía una mujer corajuda como la que más, a la que no le importaba agarrar una escopeta y echarse al monte para defender la causa del que consideraba su pueblo, y luchar junto a los mambises, para echar a los españoles de Cuba. Pilar, se había cruzado con Tristán en los bosques de la Habana, se había conocido en plena batalla, aunque en bandos contrarios. Ella pudo escapar, gracias a que Tristán llegó a tiempo y dio muerte a tres de sus superiores, en el preciso momento en que pretendían abusar de varias mujeres, entre las que se encontraba ella. Asesinato que tiempo después y una vez ya en España, su compañero Maximiliano denunciaría a cambio de dinero y que estuvo a punto de costarle la vida ante un pelotón de fusilamiento.
Pilar fue liberada en plena noche junto a un puñado de jóvenes, y desde aquel momento, desde el momento en que cruzaron sus miradas supieron que nacería un nuevo sentimiento. Cada vez que tenía oportunidad, Pilar, buscaba Tristán, entre los parajes cercanos a la Habana, aún a riesgo de volver a ser capturada. Con el tiempo, esas visitas fueron más continuadas, eso les llevó a buscar un refugio donde poder verse a solas y lejos de la crueldad de la guerra.
Por lo que comentaba en sus cartas, esos encuentros fueron cada vez más frecuentes, y deseados ya que les proporcionaba el bálsamo que apaciguaba su sufrimiento tras las terribles y crueles realidades que se vivían y sufrían en ambos bandos.
Según Pilar, mantuvieron una corta pero intensa historia de amor, al menos por parte de quien escribía aquellas letras, ella, Pilar, sabía que Tristán estaba casado, pero su amor hacia él estaba por encima de la ética y la moralidad de la época, y no le impidió entregarse en cuerpo y alma a aquel ser tan solitario, dándole todo el amor, comprensión, apoyo y ternura de la que era capaz de contener. Tanta fue su entrega que quedó preñada del capitán, pero esa buena nueva no la supo hasta que Tristán ya estaba en España.
Según comentaba en sus misivas, al marchar Tristán a España ella quedó sumida en una profunda melancolía, esperando día tras día, año tras año alguna respuesta a sus cartas, a su incertidumbre por no saber de él. Nunca le dijo nada de su embarazo, sabía que él se debía a su vida y a su mujer, que lo que había pasado entre ellos era un amor unilateral, incompleto, dónde Tristán le dio su cariño, pero que en el fondo de su alma sabía, que ella había sido un desahogo, un refugio a tanto dolor, a tanta muerte, una isla entre tanta crueldad.
Tristán, era fiel a sus principios y sus creencias, pero la soledad, y la lejanía le hicieron sucumbir en los brazos de Pilar, que le llenaba de coraje y amor para continuar cada día hacia delante, y poder vivir, tan lejos de los suyos.
Aurora, Martín y María, se quedaron absortos tras la lectura de aquellas cartas que devoraron en apenas unos minutos. Después de leer todo el contenido, llegaron a la conclusión que nada de lo que esa tal Pilar decía en sus cartas, desvelaba lo que con tanta ansia buscaban, nada contaba de lo que ahora, y a las puertas de la muerte, le quería explicar a su padre.
Pero para ellos, para los hijos de Tristán, lo que habían ido descubriendo sobre aquella mujer, a través de aquella lectura, les había llenado de zozobra. El embarazo de Pilar, y la duda que ahora se había implantado en sus corazones, les agitaba el alma. La incertidumbre al no encontrar ninguna aclaración sobre el embarazo, les hacía vacilar. No hablaba nada del hijo de ambos. O quizá nunca nació. Quizá… Esa incertidumbre hizo que Martin rompiera la voz de Aurora que durante unos minutos estuvo relatando toda la lectura, y que tan absortos les había tenido hasta aquel momento.
—Hermana, creo que deberíamos averiguar si hay algo más, detrás de todo esto. Es duro descubrir la existencia de este amor que padre tuvo con esta mujer. Pero peor es quedarse con la duda de…—Martín no sabía cómo expresar esa zozobra que le bullía en su interior.
—De que Martín?
—De que va a ser Aurora. Y si existe un hermano, si tenemos otro hermano allí, en Cuba. Y de ser así, y si como dice en su escrito Pilar ya está muerta, que será de él? Tendrá posibles? Vivirá bien? Donde estará? Que quería de padre? Y si al ser hija de militar y al quedarse preñada la hubieran repudiado? Y si ha tenido que subsistir al tener un hijo, ella sola?
Aurora, ante los nervios de su hermano, intervino entre sorprendida por lo que acababa de leer y enojada por no haber sabido nada antes.
—Hermano, tranquilo. Es cierto que tenemos muchas preguntas sin respuesta. Pero lo que más me crispa los nervios, es que como siempre, nuestra querida abuelita escondió todas estas cartas a padre. Él y solo él tenían que tomar decisiones al respecto. Él sabría si contestarle o dejar de hacerlo. Y mi pobre padre, se murió sin saber nada de Pilar ni del embarazo En el fondo esta mujer, Pilar, me da pena. Y todo por esa arpía de doña Francisca.
—Aurora— interrumpió Martín—Me cuesta un mundo aceptar que padre tuviera un amor extraconyugal, era un hombre de principios, pero… No seré yo quien le juzgue, ni permitiré que nadie lo haga, no somos quienes para juzgarle, la guerra, la soledad y la desesperación de la batalla, hacen al hombre vulnerable, y hasta los más dignos hombres comenten actos que en una vida plácida y cerca de los suyos, serían incapaces de hacer. Pero tienes razón Aurora. Como siempre la mano negra de Francisca Montenegro está detrás de todo este entramado, así que ahora mismo, iremos a pedir explicaciones a Francisca.
Martín hizo ademán de levantarse de la mesa donde estaban leyendo las cartas, pero María le sujetó del brazo.
—Gonzalo, no creo que sea buena cosa, ir a pedir explicaciones a Francisca, y en el estado en que vas a enfrentarla, nunca te las dará, y podríamos al descubierto que alguien nos dio esas cartas. Si no decimos nada al respecto, podremos actuar con ventaja, y protegeremos a Bosco, tal como le prometimos. Ella de momento, no sabe que las tenemos en nuestro poder. Así que seamos más inteligentes y analicemos la situación.
—Si hermano, María tiene razón. Pensemos que es lo que vamos a hacer al respecto, y actuemos en consecuencia.
—Quizá tengáis razón. —dijo Martín volviendo en si—Pero no se me ocurre otra cosa que…
—Que hermano, dinos, que se te ha ocurrido?
Martín miró a su hermana y a María. Respirando profundamente dijo.
—Pues, que tendremos que ir en busca de respuestas.
—Ir? Ir a dónde? —preguntó María con el alma en vilo.
—Pues, ir ... en busca de… la única persona que nos las puede dar.
María y Aurora se miraron comprendiendo lo que había querido decir Martín. Este se levantó y caminó por el salón. María y Aurora hicieron lo propio. María se acercó a Martín, asió su brazo y le miró buscando la respuesta en su mirada, esa respuesta que tanto temía, y que al contemplar sus ojos, comprendiendo lo que su esposo había decidido. Martín miró a su mujer, la sujetó por los brazos y le dijo con toda la dulzura que fue capaz.
—Si María, tengo que ir a buscar a Pilar, debe de explicarnos esa revelación que quería decirle a padre, ese secreto que ha guardado durante tantos años. No podemos quedarnos con los brazos cruzados sin saber, me atenaza la angustia por no saber… y…si tengo un hermano? No podemos quedarnos así, necesito qué Pilar nos dé explicaciones, sobre ese secreto que cambiaría la vida de mi padre, y que de momento está cambiando las nuestras.—Hubo un silencio general. Martín prosiguió y con voz queda dijo—Tengo que ir a Cuba.
—Pero… Gonzalo, mírame…— dijo María desesperada— como vas a ir a Cuba. Cuba no está aquí a la vuelta de la esquina. Cuba está… lejos... muy lejos Gonzalo.
—Si hermano. No puedes ir tú, tienes que cuidar de María y de la niña, de las tierras y de todos.
—Aurora, quien lo va a hacer si no. Tú? No lo permitiría, es un viaje muy largo y no sabemos si Pilar todavía vivirá, tendrías que ir de ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo, buscando hasta dar con ella.
—Pero…
—No se hable más. Iré yo.
—Pero Gonzalo, debe haber otra manera, como bien dices, es un viaje muy largo, meses y meses fuera de tu hogar. Yo…yo no podría estar sin ti—María, llena de angustia, acariciaba el rostro de su esposo, con un amor infinito, con miedo en sus ojos, por lo que acababa de escuchar, y por lo que conociendo a Gonzalo sabía que no habría marcha atrás. Respiró profundamente, sin dejar de mirarle.
—Pues… si tú vas. Yo iré contigo.
—María… de ninguna manera—dijo con firmeza—Es un viaje muy largo y agotador. Tu lugar está junto a nuestra hija, cuidándola y velando porque esté tranquila y feliz. No la podemos embarcar en un viaje lleno de penalidades sin rumbo fijo, y no la podemos dejar los dos. De ninguna manera. Tu sitio está aquí, junto a ella.
—No, Gonzalo. Mi sitio está contigo. Yo no puedo vivir sin ti.
—María— intervino Aurora—Mi hermano tiene razón. Es mejor que vaya él solo, sin equipaje, irá más rápido y mejor.
María no podía dejar de mirar a Martín. Él, con su mirada fija clavada en sus ojos, pensaba en lo que estaba por venir, en su obligación como cabeza de familia, en su deber como sucesor de Tristán Castro y en que solo tenía un camino, separarse de lo que más quería en la vida y viajar a Cuba, en busca de la verdad.
Aurora, respiró profundamente mirando las misivas que habían quedado revueltas sobre la mesa. María abrazó con fuerza a Martín y este se abandonó entre sus brazos dándole un beso en la mejilla, mientras decía.
—Todo irá bien, María. Todo irá bien.
—Gonzalo.
*****
Espero os haya gustado.. al menos entretenido..
A más ver.
28 de septiembre de 2014 - ©MarGonz
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CAP 2 - UNA GRAN DECISIÓN.
Rosario como cada mañana tenía el desayuno sobre la mesa del salón, cada uno de los integrantes del Jaral fueron llegando uno a uno, para reunirse como cada día alrededor de la mesa y compartir el desayuno antes de emprender el nuevo día. Ni Rosario, ni Candela, sabían la decisión tan importante que había tomado el día anterior Martín, él mismo había pedido a su hermana y a María que guardaran silencio hasta tener todas las cosas en marcha. El matrimonio llegó el último.
—Cuanto habéis tardado hijos—refunfuño Rosario con su dulzura habitual—Ya tenéis el café frío. Iré a calentarlo de nuevo.
—No, Rosario, da igual. Siéntese por favor, tengo que informarles de algo—Comentó Martín barrándole el paso con delicadeza.
La mujer miró a Martín con incertidumbre, había aprendido a leer en su mirada y sabía por su tono algo de suma importancia les iba a relatar. Miró a Candela, que había dejado de saborear su café. La mujer dijo mientras se limpiaba los labios con su servilleta.
—Siéntate hijo, y explica—Señaló la silla con su mano, mientras miraba a María intentando prestar atención a lo que fuera que tuviera que explicar el muchacho.
Aurora se removió en su asiento, y María se sentó junto a él, la muchacha le sujetó con fuerza su mano, como si le fuera la vida en ello, mirándole con tristeza y desazón. Rosario que se percató de la actitud de María se sentó rápidamente mientras decía.
—Martín hijo, por Dios. Tengo el alma en vilo. Que es lo que ocurre, y porque María te mira y te coge así. Acaso ha pasado algo con Esperanza?
—No, mi buena Rosario. Esperanza está bien— respondió Martín ofreciéndole una dulce sonrisa.
—Mira, no te chancees que me vas a enrabiar. Que es lo que ocurre?—volvió a preguntar mirando a su alrededor por si encontraba alguna respuesta.
—Estese tranquila abuela. Gonzalo tiene que decirles algo muy importante— tranquilizó María.
—Por Dios, hablad de una vez —replicó Candela.
—Verán… ya sabrán que el otro día recibimos carta de Pilar…—Martín casi no levantaba la mirada de la mesa…— aquella mujer…
—Si Martín, la carta de Cuba—interrumpió Rosario con premura. Aurora, intervino.
—Rosario, deje hablar a mi hermano por favor.
—Está bien, ya no te interrumpiré más. Sigue hijo.
—Bien, pues como les decía. En la carta, explicaba que había algo de suma importancia que tenía que desvelar a mi padre.
—Ayer, Aurora, María y yo, estuvimos leyendo unas cartas de doña Pilar, que Doña Francisca, había tenido escondidas durante todos estos años, y descubrimos algo que…—Martín miró a Candela, sabía que aquello que iba a desvelar, le afectaría en gordo. Aurora cogió la mano de Candela entre las suyas, y esta comentó.
—Di, lo que tengas que decir, Gonzalo. No te preocupes por mí. Ya te dije que había conocido a tu padre cuando había vivido gran parte de su vida y que no le voy a juzgar por nada de lo que hubiera hecho antes de conocerme.
Martín, apretó sus labios y asintió para coger fuerzas y proseguir.
—En las cartas que leímos, pudimos saber que Pilar, se quedó embarazada de mi padre.
El asombro fue mayúsculo.
—Válgame Dios. ¿Mi Tristán dejó preñada a una muchacha en Ultramar? Nunca me dijo nada de eso. ¿Estas seguro de lo que dices hijo?
—Sí, Rosario—respondió Aurora. Estamos seguros.
—Pero de lo que no estamos seguros —prosiguió—es , si este embarazo llegó a término, pues por más que hemos leído, y releído, no habla nada más de él.
—¿Entonces?—dijo Candela, con un hilo de voz—¿Esa mujer le dijo a Tristán que se había quedado preñada? ¿Y tu padre les abandonó a su suerte?
—No,no, Candela. Mi padre nunca supo nada de esto, y por lo que hemos podido saber. Ella nunca recibió respuesta alguna ya que…
—Ya que la pérfida de Francisca le ocultó toda la correspondencia—intervino Aurora.
—Claro está….—interrumpió Rosario— De haberlo sabido vuestro padre, nunca les hubiera abandonado a su suerte, era todo un caballero, y siempre cumplía con su deber, pasase lo que pasase. Pero claro, Doña Francisca recibía directamente el correo...
—Por eso… Francisca las interceptaba, y como siempre apartaba todo y a todos los que se interponían en sus planes para con su hijo. Esas cartas nunca llegaron a manos de mi padre.
—Pero… entonces Francisca…? —Comentó Candela, en aquel momento, todos se miraron, no habían caído en aquel pequeño detalle, y Martín se levantó mientras decía colérico.
—Francisca Montenegro, si sabía que Pilar estaba embarazada de mi padre, y la muy pécora se lo ocultó.
—Si no es que hizo algo más—dijo Rosario, resignada.
—Algo más, algo más ¿cómo qué? —le preguntó Martín acercándose a Rosario.
—Martín siéntate— le indicó Aurora.
—Si cariño siéntate estás muy nervioso—secundó María.
—Cómo no voy a estarlo. No habíamos tenido en cuenta ese gran detalle. Y si Francisca Montenegro sabía lo del embarazo, seguro que algo tuvo que hacer al respecto, para que Pilar no volviera a comentar sobre el mismo.
—Sí, hermano—dijo Aurora con preocupación— pero algo ¿cómo qué?
—Aurora, Francisca es capaz de todo y más en lo concerniente a su hijo—masculló Rosario.
—Y bien que lo sabemos —respondió Martín
— Pero bueno, eso no es todo lo que teníamos que decirle.— Aurora miró a Martín—Continua hermano.
—¡Es que todavía hay más!, y que más tenéis que contarnos—dijo Rosario.
—Pues que después de descubrir que posiblemente tengamos un hermano, he decidido…
—Martín...—dijo Rosario con miedo en sus ojos—que te conozco y siento en mi pecho que lo que viene a continuación no me va a gusta.
Martín, miró a Rosario y haciendo una mueca parecida a una velada sonrisa prosiguió.
—He decidido... marchar hacia Cuba.
—Martín...—dijo Rosario con miedo en sus ojos—que te conozco y siento en mi pecho que lo que viene a continuación no me va a gusta.
Martín, miró a Rosario y haciendo una mueca parecida a una velada sonrisa prosiguió.
—He decidido... marchar hacia Cuba.
—Pero… ¿cómo? ¿Marcharte tu, hijo? Pero…¡Tú sabes lo que dices! Es un viaje muy largo, y que pasará con María y con Esperanza. No te puedes ir, tienes que estar con tu mujer y tu hija.
—Ellas se quedarán aquí, y ustedes velarán por ellas.
Candela, miró a María, que en silencio escuchaba lo que hablaba Martín. Sus ojos brillaban de pura congoja, y las lágrimas escapaban en silencio rodando sobre sus mejillas. No quería ni pensar lo que se le avecinaba, pensar que se quedaría sin Gonzalo le hacía sentirse débil, triste, acongojada y vacía.. Intentaba disimular, pero era inevitable, la tristeza había hecho mella en su rostro, y no podía disimular. Candela preguntó.
—Martín, ¿ya sabes lo que vas a hacer hijo? Son muchos meses los que tendrás que permanecer lejos de casa.
—Candela, lo debo hacer. Se lo debo a la memoria de mi padre, y se lo debo a mi hermano, si es que existe. No sabemos nada de él. Si estará bien, si vivirá con penurias, nada, y es de vital importancia que sepa la verdad. Ya no podría vivir sabiendo lo que sé, y sin haber hecho nada al respecto. Además, creo que Pilar también tiene derecho a saber que mi padre nunca le respondió, porque nunca supo de sus cartas. Quizá por eso mi padre, nunca le escribiera, quizá al no recibir noticia, al pensar erróneamente que ella no daba señales de vida… —Martín se quedó pensando un momento. Levantó su cabeza y con una sonrisa forzada dijo— Así que no se hable más. Partiré de inmediato.
—¡De inmediato! ¿que quiere decir Martín?—preguntó Rosario con la inquietud dibujada en su rostro.
—Mañana mismo. Ayer por la tarde fui a la puebla, para comprar los billetes que me llevarán a Vigo, y de allí embarcaré rumbo a Cuba. —las últimas palabras las dijo mirando a María, esta estaba inmersa en una muda letargia. No podía creer que Gonzalo marchara lejos de ella, y por tanto tiempo. Sabía que era su obligación, pero en su interior se negaba a aceptar tal dislate. Todo su cuerpo, todo su ser buscaba algún milagro, algo que hiciera despertar, y que todo aquello fuera un sueño, porque dentro de su alma había anidado una mano negra, que le aprisionaba sus entrañas, estrujando hasta llegar a su corazón, esa sensación era tan fuerte, que no la dejaba respirar. Ella mirando en todo momento a su esposo, le sonrió vagamente. Él, que comprendió el estado de María, se aproximó a ella, y le dijo mientras le acariciaba la mejilla.
—Será un corto viaje. Verás como a la que te des cuenta, estaré otra vez de vuelta.
María se levantó y se echó en sus brazos sin poder evitar su llanto. El acarició su pelo, cerró los ojos, la aferró con fuerza a su cuerpo y respiró su aroma.
Rosario, Candela y Aurora, se miraron en silencio. Todas sabían que aquel viaje era inevitable y de vital importancia que lo hiciera, así pues, con resignación tendrían que asumir su marcha. El silencio cubrió la estancia. Tan solo los sollozos de María se escuchaban en el salón. Los sollozos y los dulces y delicados besos que Martín le daba a su amada, para consolar su desazón.
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29 de septiembre de 2014
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CAP -3 RECUERDOS DEL PASADO.
El sol filtraba sus rayos por entre las ramas de los árboles. Sentado en la estación Martín, recordaba con añoranza aquellos últimos años de su vida en Puente Viejo. Ahora que esperaba en el andén marchar de nuevo hacia tierras lejanas, sentía como el corazón se le iba haciendo pequeño al paso que las manecillas del reloj de la estación marcaban los minutos que quedaban para separarle por un tiempo muy largo o quizá para siempre de su pueblo, el que le vio crecer, y el que le acogió con los brazos abiertos, tras su vuelta después de tantos años,y dejando en ese lugar su corazón junto lo que más amaba en su vida. María, su hija Esperanza y Arurora, su hermana.
Recordó el día que llegó de nuevo allí. En la diligencia junto a Pedro Mirañar, aquel personaje tan entrañable como alunado. Martín sonrió para sus adentros, y miro sin rumbo fijo por el andén. Sintió un pellizco en el corazón, al recordar la primera vez que vio a María. Aquel ángel celestial, único en el mundo, su gran amor, por la que daría la vida.
Movió su cabeza de un lado al otro, intentando apartar de su mente la terrible sensación que le perseguía desde que marchara del Jaral. ¿Y si nunca más volviese a Puente Viejo? El camino era largo, la travesía complicada, y el futuro incierto. Debía borrar esos oscuros pensamientos de su cabeza.
Instintivamente, metió con delicadeza la mano en el bolsillo interno de su chaqueta, y palpó hasta encontrar la fotografía que le acompañaría de ahora en adelante, la fotografía de sus dos ángeles, María y Esperanza, y volvió a sonreír. Aquella fotografía que pocos días atrás, Nicolás les hiciera en el salón del Jaral. Acarició con la punta de sus dedos la imagen de sus dos amores, cerró sus ojos con fuerza y un profundo suspiro escapó de su boca.
—Dios mío. Protégelas de todo mal.
En aquel momento, la llamada para el embarque le devolvió a la estación. Martín se incorporó de su lugar, guardo con mimo la fotografía y cogió su equipaje dirigiéndose al vagón. Subió los peldaños que le separaban de suelo firme, caminó hacia el asiento que tenía reservado y dejó su equipaje, para rápidamente asomarse como un chiquillo, por la ventanilla de aquel compartimento. Martín, intentaba guardar en su retina, todo lo que dejaba atrás.
El sonido del tren volvió a resonar por el andén, en aquel instante, sintió como el tren se deslizaba lentamente, sobre las vías y bajo sus pies. Martín, se quedó mirando con tristeza, como la estación se alejaba lenta e irremediablemente, viendo, junto con el movimiento del vagón, el pasar de aquellos parajes, que ya había hecho suyos, y en los que tan trágicos como felices momentos, habían sido sus días allí.
Recordó el rostro de María, aquella mañana en el salón del Jaral. María le había abrazado con una fuerza infinita. Le había llenado de besos, de consejos, de palabras de ánimo, de aliento, y de amor, disimulando el dolor que sentía, y la desazón que su partida le producía, sabiendo, que tanto ella, como él, estaban rotos por dentro, que les dolía en el alma, y que en aquel momento, en aquel adiós, sentían que les arrancaban las entrañas, por la inmediata lejanía y por la incertidumbre de no saber si volverían a verse Jamás, aquella partida, les pesaba como una losa.
—Gonzalo, por favor, escríbenos—decía.
—Lo haré.
—Prométeme que volverás, prométeme que…
—María, tranquila. Volveré, te lo prometo, siempre he vuelto, ¿verdad?
—Sí, sí... Claro, pero… Gonzalo te voy a echar tanto de menos… No quiero que te marches—Suplicó abrazándolo con fuerza.
—Ya lo hemos hablado. María. Te amo, y ese amor es el que me dará fuerzas para volver. ¿Tampoco me voy a la guerra, no?
—No hijo, pero cuídate—Interrumpió Rosario que parada en el quicio de la puerta, también salió a despedirle.
—Mi buena Rosario—Martín se soltó de María y camino hacia ella. La abrazó con todo su cariño—Cuídemelas, me oye y cuídese también.
Rosario llorando le dijo, mientras le acariciaba su rostro.
—Las cuidaré Martín, te lo prometo. Pero tú vuelve pronto o quizá ya no te vuelva a ver.
—Rosario, aleje esos pensamientos de su mente, y no llore más. Antes de que me echen de menos ya estaré de vuelta.
—¡Hermano!—se escuchó tras de sí— ¿pensabas marcharte sin despedirte de mí?
—¡Aurora!—su hermana se precipitó sobre él, y él la abrazó con fuerza mientras Aurora se fundia entre sus brazos, aceptando aquel abrazo tan sincero y fraternal que siempre le ofrecía su hermano Martín , y que con su calor, la calmaba y le aplacaba su indómita alma, haciéndola sentir segura y protegida. ¡Como lo iba a añorar!
—Hermano, cuídate. Te he traído esto.
Aurora le tendió su mano, y le entregó unas pequeñas cartulinas. Martín las miró y descubrió con ilusión dos de los retratos que Nicolás les había hecho tiempo atrás.
—Llévalas contigo, y cuando sientas nostalgia, o desasosiego míralas, así te parecerá estar con nosotras, como si estuvieras en el Jaral.
Martín, las cogió, y con los sentimientos a flor de piel, dijo, intentando disimular su emoción.
—¿Es una prescripción facultativa?
—Sí, es una receta contra la nostalgia—respondió con una amplia sonrisa.
—Gracias hermana, no sé qué hubiera sido mi vida si no te llego a encontrar.
—Eso digo yo. Que hubieras hecho sin mí.
Los dos hermanos rieron y volvieron a abrazarse. Candela también había bajado al salón, con paso lento, esperó a que los hermanos se separaran y se acercó para besar a Gonzalo.
—Cuídate hijo, por favor.
—Se lo prometo Candela. Y tú—se dirigió de nuevo a Aurora—cuida de María y Esperanza, y de todos en el Jaral.
—Sabes que lo haré.
Con un gesto de resignación y un profundo suspiro dijo.
—Bueno, pues, llegó el momento. Tengo que partir. Menos mal que os dije que no quería una despedida.
—No podíamos dejarte marchar sin darte el último abrazo—Comentó Candela.
Martín, miró a María, que permanecía inmóvil junto a él, dio media vuelta y cuando estuvo frente a ella le dijo.
—Háblale a Esperanza de mí, todos los días. Cuando le des la papilla, cuando le cantes canciones. Que no me olvide.
—Gonzalo mi amor—María no pudo resistir el llanto, que inundaba su espíritu, cubriendo de tristeza sus ojos, que retenían unas lágrimas que luchaban por salir. Él la besó, un beso que se quedó prendado en sus almas. Sus manos temblorosas fueron deslizándose delicadamente por el rostro de María, acariciando sus mejillas, resbalando hasta su barbilla para levantar su mentón y decirle mirándola más allá de sus ojos.
—No llores. Volveré.
María entre sollozos le dijo.
—Espero que pronto encuentres las respuestas, y que estas te devuelvan de nuevo a mí.
La noche anterior, María lo había encontrado tumbado sobre el lecho, perdido en sus pensamientos. Caminó despacio hacia él, intentando retener esa plácida imagen en su memoria.
—¿Qué te pasa mi amor?
—¿Tú que crees María? Sé que tengo que marchar, pero no quisiera alejarme de vosotras ni por un instante.
La muchacha sacando fuerzas de su interior, se sentó junto a él. Martín se incorporó hasta quedar sentado junto a ella. María acarició su rostro.
—No lo pienses más, ya lo hemos hablado. Yo estaré bien, me quedo con mi abuela, con Candela y Aurora. Además está Conrado que no nos dejará, y Mariana y Nicolás…
—Sí, ya lo sé María, y tus padres y, Don Anselmo y …
María se aproximó a él y le besó con dulzura. Martín dijo en voz queda.
—Que haré yo sin ti, María—mientras apartaba un mechón de su cabello, que le cubría parte del rostro.
—Te quiero Gonzalo, más que a mi vida, más que a nada en el mundo.
—Lo sé mi amor.
—Pero no hablemos más, Gonzalo, ahora quiero que te olvides de todo y de todos por un momento, y que nos demostremos sin palabras todo nuestro amor. Que esta noche sea una noche inolvidable, que podamos recordar, y que cada vez que lo hagamos sepamos que aunque distantes, aunque estemos en la otra parte del mundo, estaremos unidos eternamente.
Quiero que sepas que yo siempre estaré junto a ti, que estaré esperando tu regreso, tardes lo que tardes, vengas cuando vengas, yo siempre te voy a aguardar—Martín permanecía mudo, mirándola fijamente, envuelto en el susurro de sus palabras, escuchando todas y cada una de las frases que le decía María, quería retenerlas, guardarlas en su interior.
— Gonzalo, eres mi luz, eres mi aliento, por lo que me levanto cada mañana, lo que me ayuda a caminar, a reír, a vivir. —María miraba a Martín con una ternura infinita, todo su amor se acumulaba en sus pupilas, le miraba complacida de poder reflejarse en aquellos ojos que le habían hecho perder el sentido. Sonrió tímidamente, casi con dolor, de tanto disimular su entereza.
—Recuerdas… el día que te dije que me dejaras un recuerdo para toda mi vida.
Martín, sonrió, cerrando los ojos intentando buscar en sus recuerdos aquel momento tan especial, el primer día que yacieron juntos, en el que se entregaron en cuerpo y alma. Aquel día nació entre ellos, el amor, un sentimiento puro, limpio e infinito, indescriptible e inexplicable, un vínculo que les uniría el resto de sus días, y que del que nunca, ni nada ni nadie les podrían separar. La recordó, pura, delicada, temblorosa y pasional, aquella noche fueron aprendiendo el uno del otro, y el verdadero significado del amor. Aquel amor que habían leído, del que habían oído hablar en tantas ocasiones y que hasta que no se fundieron en un solo ser, no supieron la importancia de ese sentimiento, el real significado de aquella palabra. Martín, la miró con adoración.
—Cómo olvidarlo—susurró mientras acariciaba su rostro y respiraba su aliento.
—Pues volvamos a revivir aquel momento Gonzalo, hagamos de esta noche, otra noche especial.
—María, tú haces que todo sea especial, haces que mi vida sea especial y yo…
María puso un dedo sobre sus labios, sellando aquellas palabras. No quería escuchar, quería sentir, estar con él, no sabía cuánto tiempo tardaría en volver abrazarle, en besarle de nuevo. Susurró muy cerca de sus labios.
—No digas nada Gonzalo, tan solo bésame.
Martín, se dejó llevar por su aroma, miró aquellos labios que pedían a gritos saciar su sed, y acercó los suyos buscando los de María. Aquel beso dulce y suave del principio, se transformó paulatinamente, en un apasionado beso que los devoraba a ambos, haciéndoles olvidar por unos instantes la realidad que les atenazaba, arrastrados por las emociones que iban despertando sus sentidos, sin pensar que aquello era una despedida, entregándose al placer del amor.
Las manos de Gonzalo fueron despojando las ropas que envolvían el delicado y esbelto cuerpo de María, aquel cuerpo que había ido conociendo día tras día, noche tras noche. Aquel cuerpo que se sabía de memoria y que sin tan siquiera mirarlo podría llegar dibujarlo o esculpirlo. Su pasión fue en aumento, llegando a ser infinita, deseando amarla como si fuera la última vez, sentirla como si el mundo se terminara en aquel preciso instante. Martín, con delicada dulzura, fue deslizando su boca por su cuello, resbalando hasta su pecho, llenándola de deseo, descansando su hercúleo cuerpo sobre sus fuertes brazos para no aprisionarla, mientras María enredaba sus dedos con las cuentas de su collar, y jugueteaba con su pelo mientras le besaba con excitación, envolviéndolo entre sus brazos, y rodeándolo con sus largas piernas, hasta finalizar su apasionada consagración danzando al unísono, con un rítmico y vertiginoso movimiento al compás de suspiros y jadeos llenos de pasión.
Cuanto la amaba, cuanto la idolatraba, cuanto sufrieron hasta poder conseguir su unión, y ahora tenía que alejarse de ella, hacia un destino desconocido. El silbato del tren devolvió el alma de Martín a su ser. Preso de su melancolía, continuaba en la misma posición de cuando salió de la estación. La mirada perdida en aquel paisaje, entre aquellos parajes y sobre aquellos montes que corrían frente a él sin cesar, y la imagen de María, se desvanecía por momentos entre los árboles dorados por el calor del sol, difuminándose con el paso del viento, un viento que despeinaba su flequillo, que revoloteaba rebelde tal y como era él, tal como lo hacía María.
Una lágrima brotó de los castaños ojos de Martín. Una lágrima, que brotaba de su consternada alma, y que dibujaba en su rostro tras su paso, el profundo dolor que en aquel momento sentía, al tener que abandonarla, y con ella, a su hija, a la que no vería dar sus primeros pasos, a la que no escucharía esas hermosas palabras, que tanto quería escuchar, papa.
El corazón se le encogió como una pasa, y una punzada de dolor le invadió su ser. Las amaba más que a su vida, pero tenía que cumplir un deber, tenía que marchar en busca de la verdad. Se lo debía a la memoria de su padre, al que amó y respeto sobre todas las cosas, y por todo lo que fue y sentía por él. Volvió a mirar la estela de su camino, ya no se vislumbraba ni rastro de la estación, entonces miró al cielo y como en una plegaria musitó.
—Padre, estés donde estés, cuida de ellas, no las abandones, pues yo te prometo, que no te defraudaré.
Y Martín siguió su camino, hacia un futuro incierto, y sin saber, si algún día, o por cuanto tiempo, podría volver a Puente Viejo.
A más ver..
Espero y deseo que os haya gustado.
Movió su cabeza de un lado al otro, intentando apartar de su mente la terrible sensación que le perseguía desde que marchara del Jaral. ¿Y si nunca más volviese a Puente Viejo? El camino era largo, la travesía complicada, y el futuro incierto. Debía borrar esos oscuros pensamientos de su cabeza.
Instintivamente, metió con delicadeza la mano en el bolsillo interno de su chaqueta, y palpó hasta encontrar la fotografía que le acompañaría de ahora en adelante, la fotografía de sus dos ángeles, María y Esperanza, y volvió a sonreír. Aquella fotografía que pocos días atrás, Nicolás les hiciera en el salón del Jaral. Acarició con la punta de sus dedos la imagen de sus dos amores, cerró sus ojos con fuerza y un profundo suspiro escapó de su boca.
La noche anterior, María lo había encontrado tumbado sobre el lecho, perdido en sus pensamientos. Caminó despacio hacia él, intentando retener esa plácida imagen en su memoria.
El corazón se le encogió como una pasa, y una punzada de dolor le invadió su ser. Las amaba más que a su vida, pero tenía que cumplir un deber, tenía que marchar en busca de la verdad. Se lo debía a la memoria de su padre, al que amó y respeto sobre todas las cosas, y por todo lo que fue y sentía por él. Volvió a mirar la estela de su camino, ya no se vislumbraba ni rastro de la estación, entonces miró al cielo y como en una plegaria musitó.
30 de septiembre 2014
CAP 4 - LA SOLEDAD DE MARÍA.
AÑORANZA DE UN TIEMPO MEJOR.
María continuaba quieta frente a la puerta del Jaral, adivinando los pasos de Martín, aquellos pasos que la separaban de ella.
Hacía ya unos instantes que la figura de Martín, había desaparecido de su horizonte, pero ella permanecía todavía inmóvil, con su mirada puesta en un punto fijo esperando que en algún momento, Martín volviera sobre sus pasos. Pero eso, María, sabía perfectamente que era imposible.
—Anda, María, mi niña, entra ya, que te vas a quedar aterida, hoy precisamente han bajado las temperaturas. Entra ya niña.
María, sin querer apartar su mirada del horizonte, respondió.
—Sí, abuela, será mejor que entre—volteó para poder ver la triste estampa de Rosario, que al igual que ella estaba pesarosa, acongojada. Acercándose a la mujer, cogió sus trabajadas manos que tanto mimo le habían dado y dijo en voz queda—Abuela, siento una pena tan grande, un vacío tan inmenso, que no sé lo que voy a hacer a partir de ahora. Como voy a poder estar con Esperanza sin que se me rompa el corazón.
—Ay María hija, Martín es como su padre, para ellos, el deber, está por encima de todo, y esto les ha traído muchos sin sabores, tanto al uno, como al otro, y muchas alegrías, pues de no ser así, nunca hubiera vuelto con nosotros, ni tú le hubieras conocido—le dijo palmeando sus manos, mientras le sonreía.
—Tiene razón abuela.
—María, no te atormentes más. Él tenía la necesidad de saber la verdad, de limpiar el buen nombre de su padre, de tu tío Tristán, ya sabes cómo es, y la simple sospecha de que tuviera un hermano, y este se encontrara solo, olvidado, allí en Cuba, ha sido suficiente para que Martín, emprendiera el viaje.
—Sí, si yo lo entiendo. Pero…
—El destino, es el que no ha querido que le acompañes—dijo la mujer tirando de ella hacia el interior del Jaral—Esperanza ha enfermado y eso ha sido una señal para que él partiera solo y que vosotras os quedarais aquí.
—Abuela—María dejó de caminar y miró a su abuela frente a frente— ¿Y si Gonzalo no vuelve? ¿Y si el barco…?—rápidamente Rosario interrumpió alargando su mano hacia el rostro de su nieta, que la miraba habida de respuesta, de una respuesta que le reconfortara su abatido corazón, el que ahora mismo, albergaba una gran congoja y un profundo temor.
—María, a Gonzalo no le sucederá nada, es fuerte, y sabe defenderse, recuerda que se ha criado en la selva. Además, lleva la protección de Pepa, su madre nunca le abandonará, y Dios tampoco. Si cuando era pequeño no le abandonó, y nos lo devolvió, no creo que ahora quiera llevárselo con él. A Gonzalo, le queda mucha vida por vivir, y esta, la vivirá junto a ti y a tu hija. Ahora, vamos María, ha despuntado el alba y todavía hace frio para estar aquí.
—Está bien abuela—respondió María, dejando resbalar con libertad, aquellas lágrimas que huían por sus mejillas intentando liberar la congoja que se había instalado en su corazón. María dejándose guiar por su abuela, caminó hacia el interior del Jaral.
El día transcurrió muy lentamente, cada rincón, cada objeto, cada momento, le recordaban a Gonzalo. Habían compartido mesa con Candela, Aurora y su abuela Rosario, pero el silencio les había acompañado a cada cucharada que se habían llevado a la boca, a cada sorbo, a cada bocado de aquel condumio. Había intentado distraerse con la lectura, con la costura, pero había sido imposible. El vacío de Gonzalo se hacía patente, las miradas furtivas de las mujeres del Jaral ponían en evidencia esa ausencia, de la que no querían ni comentar.
María, acababa de alimentar a Esperanza, que había comido como una glotona, aunque esta vez le había costado mucho más. María, permanecía en su habitación y la acunaba entre sus brazos para que la niña durmiera, pero parecía que Esperanza, no estaba por la labor, también encontraba a faltar los mimos, las carantoñas y la ternura de su padre, estaba inquieta y no conciliaba el sueño.
María, intentó cantar una nana, para tranquilizarla, pero sus palabras se mezclaron con su añoranza y no pudo tararear ni una frase, un nudo le subía por la garganta y le impedía que su voz saliera al exterior; no podía mediar palabra. Miró a la niña, ¡era tan hermosa!, se parecía tanto a él. María acercó el rostro de la pequeña hasta tenerlo junto a su boca y la llenó de besos, cortos y tiernos. Esperanza alargó su manita y enredó sus deditos entre su pelo.
—Esperanza mi niña. ¿Qué haremos tú y yo? ¿Cómo podremos vivir sin él?
La niña le sonrió, forzando a que María sonriera también. En aquel momento, la aferró hacia ella, con el propósito de calmar su angustia, una angustia que crecía en su interior y que mezclada con la sonrisa de Esperanza, se hacía muy difícil de mantener.
—Hija mía—Lloró desconsoladamente.
Y así estuvo durante un tiempo, acunando a su hija, apaciguando su espíritu, respirando aquel aroma infantil y reviviendo en su memoria los momentos que en aquella alcoba habían convivido los tres. Esperanza empezó a balbucear, como hacía últimamente, y en el balbuceando de aquel ser tan diminuto, María, adivinó dos de las más hermosas palabras que podría escuchar, pa, pa… Aquellas palabras y el calor de su cuerpecillo, la hicieron estremecer, ¿Cuánto daría Gonzalo por haber escuchado esas minúsculas palabras que de boca de su hija tenían aquel gran significado? Su corazón se encogió recordando todas las ocasiones que Gonzalo, le había dicho a ella, que él mismo las había escuchado.
— “Yo no quiero lanzar campanas al vuelo, pero esta niña es más lista que un ratoncito de campo, en dos días se nos arranca a hablar.
—Pero como va a hablar Gonzalo. Si no sabe ni levantarse.
—Pues tumbada en la cama ha dicho pa por tres veces. Desgraciadamente no tengo testigos pero te doy mi palabra de honor de que no miento.”
Entonces, la separó de su pecho, y volvió a mirar a su hija que ajena a su dolor la miraba con sus grandes y hermosos ojos, sin parar de balbucear y de sonreír. María, le devolvió una de sus sonrisas y le regaló un beso tan inmenso como tierno en el que depositó todo su amor, el suyo y el de Gonzalo.
Por fín, Esperanza sucumbió en los brazos de Morfeo, y María se paseó por la alcoba, quería estar sola con su tristeza, pensar en él, tener su rinconcito para su recuerdo, y revivir momentos tan felices que vivieron juntos allí mismo en aquel lugar. Sus pasos la llevaron hacia su lecho, sintiéndolo en aquel momento, tan vacío con grande. Acarició con sus delicados dedos la dorada colcha que cubría su cama, la misma que la noche anterior había cubierto sus cuerpos desnudos, enredados y entregados al juego del amor, guardando entre su mudo abrazo, el apasionado y gran amor que se habían entregado ambos, un amor que tendrían que alimentar desde la distancia reviviéndolo en cada momento de su sentida, nostalgia. Poco a poco, se deslizó sobre la cama, depositando su cabeza en la almohada de Gonzalo.
Todavía sentía su olor, sus caricias, Gonzalo se habían filtrado en su piel, vivía en ella, le sentía aunque estuviera a leguas de allí. Percibía su esencia, cerró sus ojos y se dejó llevar. Quería permanecer encerrada en su mundo de cristal, de magia y de amor. Había luchado mucho por estar con él, por envejecer con él. Y aunque comprendía lo que había hecho, se sentía enfadada con el destino, la enfermedad de la pequeña había truncado sus planes de viaje, un viaje por el que ahora mismo daría la vida, el que habría sido motivo de alegría, un regalo para disfrutar, ya que no habían tenido su viaje de novios, María se lo había preparado como tal. Pero la ilusión se rompió como cristal de bohemia, y se hizo añicos, apartándola a ella y a Esperanza del lado de Gonzalo, suspiró con gran emoción, recordando su rostro risueño, escuchando sus palabras de amor, le echaba tanto de menos, necesitaba sentirlo junto a ella, y así permaneció durante un buen rato, sumida en sus recuerdos, ajena al mundo y a todo, imaginando en qué lugar, o dónde podría estar él en aquel preciso momento.
María se había tendido en su lecho, lloraba, recordando tantas y tantas cosas del pasado, tanto sufrimiento vivido, las veces que Gonzalo se había alejado de ella, y las veces que había vuelto. María imploraba al cielo que le diera fuerzas y rezaba para que en un futuro no muy lejano volviera a revivir junto a él todo el huracán de pasiones que todavía guardaba en su interior. Tenía tanto que ofrecerle, tanto que vivir. Dios no podía jugar más con ellos, tenía que arroparlos en sus bondadosos brazos, y dejar que Gonzalo encontrara lo que había ido a buscar y volviera a su hogar, para ver a su niña crecer, y para estar y envejecer junto a ella, todo lo que siempre habían soñado.
Vídeo sobre la marcha de Martín.
Los golpes suaves en la gran puerta de caoba, volvieron a María a la alcoba. Tras ella, la suave voz de Aurora decía.
—María, la cena está lista. ¿Puedo pasar?
María se incorporó y secándose con ambas manos sus lágrimas dijo casi con un susurro.
—Pasa Aurora.
La muchacha entró sigilosa. Miró a su sobrina como dormía plácidamente y se acercó a su prima. Observó que la muchacha no tenía buena cara y preguntó.
—María, ¿estás bien?
Ella, la miró.
—No, Aurora, no te voy a engañar, no estoy muy bien.
Aurora se sentó junto a ella sobre la cama, le cogió sus manos y aferrándolas a las suyas le dijo con dulzura.
—Es normal María, yo también le echo de menos, y todavía no hace ni un día que se ha ido. Es la primera vez, que me separo de él. Y me siento tremendamente mal pues tenía que haberle acompañado, piensa que puede que tengamos un hermano allí, y cuatro ojos ven más que dos.
—Ya sabes cómo es tu hermano, no lo pienses más Aurora, tú tienes que estar aquí, con tu gente, y con Conrado. Aprovecha tú que puedes, la felicidad es efímera, y tal como llega se va.
La muchacha vio que María volvía a sucumbir en la tristeza.
—Bueno, no seamos tan melindres, que mi hermano se enojaría de vernos así. Le prometimos que seríamos fuertes, y parecemos dos plañideras.
Ambas se miraron y sonrieron.
—¿Dónde deberá estar? ¿Habrá embarcado ya?—preguntó María.
—No lo sé prima, pero en cuanto pueda nos escribirá, además, mi hermano es muy corajudo y no le pasara nada, ya lo verás. Volverá antes de lo que imaginamos y quien sabe, si con un hermano bajo el brazo.
Aurora, le regalaba una amplia sonrisa, intentando aminorar la desazón de María.
—Qué cosas tienes Aurora.
—María, estoy aquí, junto a ti. Siempre estaré, y no porque se lo haya prometido a mi hermano, sino porque siempre he estado, y continuaré estando, para ayudarte a tí y a la niña. Pero yo, mi querida prima, también necesito de tus mimos, ahora no está mi hermano, y ahora que estamos solas y nadie me oye, te diré, que sus abrazos me reconfortaban más que sus palabras, y eso que siempre me daba sus buenos consejos, que acataba con agrado, así que tendrás que ocupar su lugar, tendremos que ocupar su lugar. Hagamos un trato.
—Que trato Aurora.
—Yo te mimaré y te daré apoyo a ti, y tú me mimarás y me darás apoyo a mí. ¿Qué te parece, hay trato?
María sonrió de nuevo.
—Eres lo que no hay Aurora.
—Eso si prima, cuando no nos vea nadie. Esto tiene que quedar entre tú y yo. No quiero que piensen que soy una ñoña.
—Eso está hecho. Ven aquí—Dijo María, abriendo sus brazos hacia su prima. Aurora había conseguido su propósito, cambiar el rictus de María, y hacerla sentir un poco mejor. Las muchachas se fundieron en un gran y cálido abrazo, insuflándose ánimos la una a la otra.
De pronto, María se sintió mal, sintió náuseas, y un gran malestar.
—¿Que te ocurre María?
—No sé, me siento mareada, deben ser los nervios.
—¿Cuánto tiempo hace que te sucede?
—Unos cuantos días.
—¿Has comido algo que te haya podido sentar mal?
—Pues no… lo mismo que tú. —dijo sujetándose el vientre con sus manos.
Aurora se sintió inquieta.
—No te preocupes prima, que no es nada. Ya me encuentro mejor—dijo María, intentando calmar a Aurora que la miraba con zozobra.
—Bueno, prima. No vamos a salir de aquí hasta que me digas que síntomas son esos, y desde cuando te está sucediendo.
María la miró.
—Es desde hace un par de días, no he dicho nada para no preocupar a tu hermano que bastante tenía con su marcha, supongo que será lo mismo que le ha pasado a Esperanza.
—Bueno María, puede que sea lo mismo que la niña, o que creas que son los mismos nervios, pero si llevas un par de días así, tenemos que averiguar a qué se debe antes de que vayan a más. Tengo que hacerte un reconocimiento.
—Ya te he dicho que ha sido un simple vahído, y unas pequeñas náuseas, no he comido mucho en el día de hoy.
—Bien, quizá sea solo eso, a decir verdad es comprensible, con tanto ajetreo. Bueno, pues, como has dicho que no has comido nada y yo he venido porque la cena estaba hecha, ahora mismo nos vamos a ir cenar. Además, Candela y Rosario deben estar inquietas por nuestra tardanza.
—Tienes razón prima. Anda, vamos.
María se levantó de la cama y Aurora hizo lo propio. Antes de abandonar la alcoba María, se acercó a la cuna de Esperanza y la cubrió suavemente con su sabanita.
—¿Verdad que es preciosa?—le preguntó a Aurora que se había aproximado a ellas.
—Lo es María. Según escuché a tu madre, decirle a Candela, Esperanza es igualita a la mía.
—Pues a mí, me recuerda a tu hermano.
—Pero es que mi hermano, es igual que mi madre. Todos somos muy reguapos en esta familia—Y volvió a sonreír al ver que a María, se le dibujaba una mueca de tristeza en su rostro al hablar de Martín.
—Eso es cierto—respondió la muchacha.
—Anda María, vamos ahora vendrá la doncella al cuidado de Esperanza.
—Si vamos.
Y las dos muchachas abandonaron la habitación. Aurora, que caminaba tras ella, tenía su teoría a todas aquellas molestias que tenía María, sus nauseas, sus mareos, aquella palidez, todo daba a entender una sola respuesta, respuesta que la muchacha, rogaba al cielo no fuera cierta, ya que por la situación que María tendría que vivir, la que tenía que afrontar, no era el momento idóneo para que se produjera, no al menos mientras su hermano estuviera lejos del Jaral. La duda se cernía sobre ella, y la respuesta era más que evidente. ¿Estaría María embarazada?
Con la duda en su rostro, cerró la gran puerta de la alcoba tras de sí, dejando junto a su sobrina, la inquietud al pensar que de nuevo María pudiera vivir un embarazo lejos de Martín. La incertidumbre se apoderó de Aurora, pensó en Martín, en la lejanía de su hermano, y en su promesa para con su familia. En silencio, miró a María de soslayo, sonriéndole a la par, pues una cosa tenía clara, ella nunca las abandonaría, pasara lo que pasara, nunca las dejaría de cuidar.
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12 octubre 2014
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CAPITULO 5- LOS REZOS DE LA DOÑA-
VE CON DIOS Y QUÉDATE CON ÉL.
Tras varios días de travesía, Martín permanecía, en la proa del Infanta Beatriz, la brisa arremolinaba sus cabellos, y la sal del mar cubría su piel con delicada viscosidad, haciendo que el bello de su piel se erizara por aquella sensación. Como cada noche, Martín subía a cubierta para contemplar las estrellas, y así encontrar en ellas las palabras y la compañía de María, esa compañía que sentía tan lejana. El recuerdo de aquellas bellas palabras que María le dijo entre sollozos, la última vez que estuvo en el Jaral, le acompañaban en aquel viaje.
—Cuando anochezca…, contemplaré las estrellas, tú haz lo mismo allá donde estés, y tus ojos se encontrarán con los míos en el firmamento, y nuestras almas se encontrarán por un instante.
Cuanta falta le hacía, cuanto la añoraba. Las risas de dos enamorados paseando por cubierta, le recordó los momentos de felicidad que vivieron en el Jaral, después de todo lo sufrido y tras la lucha incansable por conseguir vivir su amor, habían conseguido. Volvió a recordar lo que él le dijera:
—Mi vida, ni la más feroz de las tempestades, ni el más vil de los malvados me impedirá volver junto a ti. Te lo juro.
Respiró, intentando encontrar el perfume de María, pero solo consiguió aspirar aquel aire húmedo del océano, tan inmenso y tan profundo. Miró a su alrededor, intentando apartar de su mente y aliviar su corazón compungido por la melancolía de saberse tan lejos de su amor, de su hija y de su familia toda.
Aquella noche, la gente en el navío estaba feliz, inquieta y entusiasmada. El capitán les había anunciado durante la cena, que estaba previsto la llegada al puerto de la Habana al amanecer del nuevo día. Por ese motivo, la mayoría de los pasajeros, optó pasar por cubierta para despedirse de la noche en altamar, la última noche que contemplarían el océano desde aquel navío.
Todos deambulaban por cubierta, unos reían, otros paseaban, algunos estaban sentados cubiertos con mantas contemplando el mar, todo acompañado de la música de la orquesta que amenizaba la sala de baile por ser una ocasión especial. Pero aquella noche era más oscura de lo habitual. Apenas unas pocas estrellas salían a contemplar la travesía. La luna jugaba al escondite con el mar camuflando su luz tras unas espesas y negras nubes, que poco a poco iban ganando terreno.
De pronto sonó un estruendo y el cielo abrió sus puertas dando paso a una gigantesca luz, que iluminó todo el entorno, la brisa de la noche comenzó a azotar con más virulencia, y las gotas de lluvia comenzaron a caer estrepitosamente sobre el navío.
Era el preámbulo de una descomunal tormenta, el principio del fin. Sin ni tan siquiera imaginarse lo que les acontecería horas más tarde, todos los presentes, corrieron a ponerse a cubierto para no empaparse de aquella fría lluvia. Poco a poco, el barco empezó a balancearse de un lado al otro, víctima del oleaje que empezaba a acrecentar su natural fuerza, moviendo el navío a placer, como un juguete en manos de un niño.
Martín hizo lo propio, y corrió hacia su camarote. Los pasillos del navío por los que debía pasar, permanecían repletos por los pasajeros que no disponían del suyo, eran emigrantes que viajaban a la intemperie del navío. Los marineros intentaban poner orden, pues tan solo era una tormenta tropiacal, y deberían desalojar aquellos pasillos para permitir el tránsito por ellos. Les obligaban a salir al exterior, y ellos se negaban a ello.
Martín en aquel momento comprendió que aquel barco llevaba más pasajeros de la cuenta, y. Durante todos los días de travesía no se había percatado, pues estaba sumido en sus pensamientos, en sus recuerdos y en lo que tendría que hacer una vez llegado a puerto.
De pronto y en medio de aquel alboroto, el grito huracanado de un trueno, rompió el bullicio de aquellas personas, y durante unos instantes el silencio reinó en el Infanta Beatriz, pero de la misma manera que llegó el silencio volvió el murmullo, y todas aquellas personas empezaron a murmurar asustadas, las más agoreras, intentaban salir de allí y buscar un refugio, otras se santiguaban implorando a dios que nos les abandonara, mientras otras, las menos, quitaban importancia a lo sucedido, intentando dar cordura a aquella situación.
Martín, durante un instante permaneció parado entre aquellos extraños que viajaban junto a él, escuchando entre murmullos las conversaciones que a su alrededor se compartían.
—Ya decía yo… era un mal presagio. Perdimos el ancla... y eso siempre tiene consecuencias.
—No sea usted agorero—respondía un hombre que intentaba calmar a su hija, que temblaba como una hoja, no se sabe bien por el frio al estar empapada o bien por el temor que se veía en su rostro.
—He escuchado que se avecina un huracán.
—Dios mío—comentó una mujer que al oírlo corrió en busca de su familia, mientras gritaba sus nombres.
La histeria se estaba haciendo latente, y poco a poco todos los pasajeros, hasta los más templados comenzaron a mirar con desazón, comprendiendo que si era cierto todos aquellos rumores se avecinaban horas de terror.
Martín miró a su alrededor, y en aquel preciso momento, recordó las palabras que su abuela, doña Francisca Montenegro, de dedicó la última vez que le recibió en la Casona.
—Que realices un viaje tan largo… me colma de esperanza.
—Que quiere usted decir?
—Que esas travesías por el océano, suelen ser azarosas, y con un poco de fortuna, hallarás la muerte en ella, y no regresarás ¡jamás! Eso dejaría libre a María, y a mí, completamente feliz. Rezaré por ello.
Un fuerte zarandeo, acompañado del griterío por la convulsa excitación colectiva que se estaba desatando en el Infanta Beatriz, lo trajo de nuevo al navío. La gente empezaba a inquietarse. Martín, respiró profundamente, queriendo apartar aquellos negros augurios de su querida abuela, de su mente, aquellas palabras que recordó con la misma claridad del sol, influenciado por todo lo que le rodeaba, y tras escuchar todos los comentarios que se amontonaban a su alrededor, recelo, el miedo, y la incertidumbre sobre lo que presentía que podía suceder, se había instalado en su corazón.
Caminó entre la gente, y se dirigió con paso ligero hacia su camarote. De pronto y mientras bajaba por las escaleras que le conducían a su estancia, se escuchó un estruendo junto con un zarandeo que hizo que Martín tuviera que sujetarse de la barandilla para no caer, aquel estruendo no provenía del exterior, no era de la tormenta, algo había explotado dentro del mismo Infanta Beatriz. En un momento, la gente empezó a tomar consciencia de la situación, y llenos de pavor, empezaron a correr de un lado al otro despavoridos, unos buscando a sus familiares como la mujer que momentos antes tenía junto a él, y otros buscando los botes salvavidas, sin comprender que si lo que les estaba dando alcance era un huracán, poco podrían hacer subidos a aquellas barquichuelas. El caos fue general.
Martín, casi sin poder andar, por el tumulto de las personas que corrían escaleras arriba, intentaba abrirse paso hasta llegar a su estancia. Tenía que llegar allí, tenía que recoger sus pocos enseres, las cartas de Pilar, el dinero y lo poco que llevaba con él. Escuchó, que se había producido un incendio en una de las alcobas por un quinqué que había caído sobre unas cortinas, y que habían explotado los conductos del agua. Martín, intentaba pensar con claridad, tenía que mantener la calma y la templanza para dirigir sus pasos sobre seguro, dudaba entre subir a cubierta o llegar a recoger sus pertenencias, necesitaba pensar con tranquilidad, una tranquilidad que en aquel momento no tenía, pues se había dado cuenta, que estaba a la merced del destino, y casi siempre, le había sido contrario y le había hecho sufrir.
Instintivamente, tocó la fotografía que llevaba en el interior de su chaqueta, y acto seguido metió su mano en el bolsillo del pantalón, y buscó a tientas hasta que sintió entre sus dedos las cuentas de marfil, respiró aliviado, al comprobar que llevaba el rosario que le había regalado María. Aquel rosario que siempre le acompañaba y que de tantos infortunios, y tragedias le había librado. Lo sacó de su bolsillo y se lo colgó al cuello, junto a su collar. Corrió hacia su camarote penetrando en aquel humo intenso que subía por los pasadizos hacia cubierta, como si se tratara de una gran chimenea, y que poco a poco, avanzaba implacable hacia el exterior. Y Martín, se perdió entre sus negras fauces sintiendo como el agua humedecía sus pies.
El llanto de Esperanza, despertó de un sobre salto a María, inmediatamente se levantó de su lecho, y corrió hacia la cuna. Esperanza lloraba desconsoladamente, María le hablo con mimo y ternura, mientras le acariciaba el rostro, pero la niña no cesaba de llorar, y María la tomó en brazos, para acurrucarla junto a ella mientras caminaba por la alcoba, a la vez que le tarareaba una nana. Sus pasos se habían detenido junto a la ventana, allí le habló con sosiego mientras contemplaba las estrellas.
—No llores mi amor. Mira, ves que cielo más bonito. En algún lugar del océano, ahora mismo tu padre estará mirándolas también, y está junto a nosotras—Miró su rostro, tan angelical— Ves mi cielo, ¿ves, aquella que reluce tanto?
Esperanza, como si comprendiera lo que su madre le estaba explicando, pareció que le prestaba atención, y dejó de llorar por un instante, mirándola con aquellos grandes ojos. María contemplaba con embeleso el rostro de su hija, aquel ser que era parte de él, del gran amor de su vida, y que le recordaba tanto a Gonzalo.
María la besó con dulzura y amor, buscando en aquel beso la caricia de su esposo, el beso que él podría darle si se encontrara allí, junto ella, y la niña volvió a llorar. Estaba inquieta, estaba nerviosa, y María era incapaz de calmar su llanto.
La puerta de la alcoba se abrió, y Aurora entró anudándose su bata mientras decía.
—Que le pasa a la niña? María, déjame ver.
—No sé, estaba dormida plácidamente y mira, no para de llorar.
—Trae déjamela—Aurora la cogió entre sus brazos, en el preciso momento que Rosario entraba en la alcoba.
—Abuela, también usted?
—No te preocupes hija, que le pasa a la niña?
Aurora miró a Rosario.
—Nada, habrá sido un mal sueño.
—Pero los niños chicos sueñan Aurora?—preguntó María.
—Pues claro que si—respondió Rosario. Menudas noches nos diste tú de pequeña, o la misma Aurora. Sueñan y presienten situaciones, circunstancias que los mayores nunca sentiríamos.
De pronto la ventana se abrió de par en par, dando un golpe al hacerlo. María, languideció, y un estremecimiento le recorrió todo su cuerpo. Aurora y Rosario se miraron en silencio, y Esperanza enmudeció. Todas pensaron en lo mismo. Todas pensaron en Martín.
—Voy a cerrar la ventana—dijo Rosario para salir de aquel trance.
—Deje abuela, ya lo haré yo—respondió María, adelantándose a la mujer—ha vuelto aire, y no vaya usted a coger frio—. Rosario miró a su nieta, y comprendió la angustia que se había apoderado de su ser.
María caminó lentamente hacia la ventana, con el miedo instalado en su cuerpo, ¿ sería aquello una señal, una premonición ? Al cerrar la ventana, alzó sus ojos hacia el firmamento, y vio como una nube se acercaba rápidamente hacia la estrella que minutos antes había contemplado con Esperanza, cubriéndola por completo a sus ojos. Sintió como la caricia de Gonzalo, se posaba en sus mejillas, y como el viento se la llevaba de la misma manera que llegó, en sus entrañas sintió un mordisco, y tuvo la sensación que aquella negrura había roto el canal mágico que la unía con Gonzalo. La brisa fresca le hizo reaccionar, esa brisa fresca que le cubrió todo su cuerpo, le recordó las palabras de su madrina, esas palabras que nunca podía apartar de su memoria desde que Gonzalo partiera allende los mares, la ponzoña que había vertido sobre ella, había minado su corazón, y el veneno que desprendía el alma negra de doña Francisca, renacía en aquel momento.
—En la casona serás bien recibida. Yo me comprometo da cuidar de ti y de tu hija.
—No necesito que nadie me cuide. Ya me cuidará Gonzalo.
—Querida la vida está llena de percances.
María no pudo evitarlo, y echo a llorar. Aurora que había dejado a la niña con Rosario, se acercó a ella.
—María, piensas en mi hermano ¿verdad?
Ella le miró, y las dos se abrazaron en silencio. Aurora sentía la misma zozobra que su prima, y cerró los ojos suplicando que nada malo le sucediera a su hermano, a la vez que animaba a María.
—Vamos, ñoña, estás añorada, pero no temas, en cuanto llegue a Cuba, se pondrá en contacto con nosotras... ¿No es eso lo que te dijo por teléfono el otro día?
Las muchachas se habían separado, y Aurora le estaba secando las lágrimas con sus manos.
—Sí, eso me dijo—respondió compungida—disculpa prima, es que tengo un mal presentimiento, y las palabras de mi madrina no me las quito de las mientes.
—Pues estate tranquila, no pasará nada. El Infanta Beatriz, es un barco seguro, ha hecho muchas travesías, ¿porque tendría que ser esta la nefasta? Mira prima, por nuestros cálculos mañana a más tardar, tendrá prevista su llegada, así que conociendo a mi hermano, en cuanto ponga un pie en Cuba, y si encuentra un teléfono claro está, lo tendrás colgado al aparato... y la sorpresa que se llevará cuando le digas que por fin, ya tenemos teléfono en el Jaral, que podrá llamar cuantas veces quiera.
—Hay Aurora, tú siempre me animas.
—Como no podría ser de otra manera, prima. Verás como cuando oigas su voz, se te pasa todo. ¡Y olvídate de las palabras de mi abuelita!, solo son veneno, pues la rabia le corroe, al veros tan felices, no le hagas ningún caso.
—Tiene razón Aurora— dijo Rosario, con voz queda. La mujer había dormido a la niña y se dirigía hacia la cuna para dejarla descansar.
—Abuela, la ha dormido?
—Pues claro, mi amor. Después de la tempestad viene la calma... y ella ahora está calmada. Ahora solo falta que te calmes tú.
María sonrió, y abrazó a su abuela.
—Gracias abuela. Gracias a las dos, no sé qué haría sin usted y mi prima, ahora que no tengo a Gonzalo y todo se me hace un mundo… le echo tanto de menos.
—María, tranquila, mi hermano volverá sano y salvo, ya lo verás.
—Dios te oiga Aurora. Dios te oiga.
Y las tres miraron el dulce sueño de Esperanza.
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Continuará.... espero que os haya gustado.
26-10-2014
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CAPITULO 6- DOLOR EN EL ALMA
Aquella noche se hizo eterna. María fue incapaz de dormir ni un instante. Sus pensamientos eran negros y profundos como aquella misma noche, sentía que había sido presa de una gran pesadumbre, y que esta la arrastraba hacia el más profundo de los abismos.
La sensación de angustia que yacía junto a ella, la mantenía excitada, inquieta, desazonada. Presa de la zozobra, se levantó de su lecho, frio y vacío de amor, y paseo por la alcoba con sus recuerdos a flor de piel, suspirando por el destino y la fortuna de Gonzalo, no podía dejar de pensar en él. Sin darse cuenta, sus pasos le habían conducido frente al ropero, y se encontraba acariciando una de las camisas de Gonzalo que junto con su ropa, continuaban colgadas en su interior.
Su olor, todavía permanecía en aquellas prendas, y María cogió con mimo, una de ellas y se la acercó con delicadeza a su cuerpo, abrazándola con evocación. Las lágrimas no cesaban de brotaban de sus atormentados ojos, sin remedio, deslizándose por sus mejillas a placer y cayendo en el vacío, un vacío, como el que sentía ella, en aquellos instantes. María sentía en su interior que algo había sucedido, que algo terrible estaba sucediendo en aquel instante. Caminó con la prenda pegada a su cuerpo y se echó sobre su lecho, llorando sin encontrar consuelo, y sin poder zafarse de aquella capa de abatimiento que cubría todo su ser.
Y así permaneció toda la noche, aferrada al recuerdo de Gonzalo, respirando su aroma, y sintiendo como su vida se desvanecía con la noche y con miedo, a lo que el nuevo amanecer le tenía reservado. Necesitaba saber de él, pero lo que no sabía, era, que aquellas nuevas que le llegarían con el alba, jamás las hubiera querido conocer.
El Infanta Beatriz, zozobraba perdido en la inmensa negrura del océano. Apenas se escuchaban aquellos gritos, apenas se divisaba ninguna luz. En aquel momento, Martín sintió como el suelo se hundía bajo sus pies, y como el agua le engullía cubriéndolo por completo, y como en tan solo unos instantes, todo su alrededor, se perdía frente a él.
Minutos antes, había podido llegar a su camarote, al entrar en él, buscó con premura sus más preciadas pertenencias, las cartas de Pilar, la bolsa de dinero, alguna que otra documentación, y lo introdujo en su mochila, cargándosela sobre sus espaldas y saliendo inmediatamente del camarote, sin pensar que aunque salvara aquellas posesiones poco podría aprovechar de ellas, en caso de salvar su vida, pero el instinto humano le hizo reaccionar así. Al salir al pasadizo, el agua había subido de nivel, apenas podía caminar, el agua le llegaba a las caderas, y entonces la ansiedad que ya habitaba en él, se aceleró de tal forma que su respiración se tornó más agitada, la sangre le corría a borbotones, y el corazón le latía a la velocidad e la luz, sabía que tenía que subir lo antes posible, que tenía que llegar a cubierta. Martín temía, que de tardar mucho más, no podría abrir las puertas que encontrara a su paso, y no pudiera llegar a salir al exterior.
En el transcurso de los escasos metros que le separaban de la escalera de subida, encontró a su paso, algún marinero que alentaba a los posible pasajeros que quedaran a su alrededor.
—Señor —se dirigió a él—suba rápidamente a cubierta. El Infanta Beatriz ha sufrido muchos daños y nos tememos lo peor. Todavía quedan algunos botes para poder salir de aquí.
Martín sin mediar palabra asintió, y siguió su camino, sabía que aquel marinero tenía razón, debía salir de allí. Corrió todo lo que le daban sus piernas, que cubiertas de agua hasta su cintura, no le dejaban caminar al ritmo que se proponía. Al pasar frente a un camarote, escuchó el llanto de una mujer. Sin pensarlo dos veces, Martín paró en seco, y con su condición innata de ayuda hacia los demás, guió sus ojos hacia el lugar de donde provenía el llanto. Y allí encontró a una muchacha arrinconada en una esquina de su camarote, aferrada a una columna llorando sin cesar. Martín no pudo continuar su camino, y preocupado por el futuro de la muchacha se dirigió hacia la estancia. Una explosión volvió a sacudir la nave, y Martín perdió pie, chocando su cuerpo bruscamente, contra la puerta de aquel departamento, que por suerte, permanecía abierta.
—Eh! Muchacha, mírame!—la llamó con voz templada, intentando disimular la angustia que sentía en aquellos momentos.
La muchacha alzó su mirada repleta de lágrimas. Martín tendió su mano, ofreciéndosela para que se sujetara a él, y ayudarla a salir de allí.
—Oye, mira, ven, dame la mano, y salgamos de aquí. Vamos!
Los ojos azules como el cielo de aquella joven, encontraron los de Martín que sujetándose en el quicio de la puerta suplicaba que le acompañara.
La muchacha sonrió con tristeza, sabía que de nada serviría salir de allí, pero se armó de valor y caminó hacia Martín hasta que pudo sujetar su mano.
—Gracias.—dijo temorosa.
—Venga, ya me las darás si salimos de esta. ¿Estás sola?—preguntó
—No, viajo con mi padre, pero no se nada de él, yo bajé a recostarme, ya que me sentí algo mareada con el oleaje, y él me dijo que no sucedía nada, que estuviera tranquila, y...—La muchacha se echó a llorar. Martín, con su mano aferrada a la suya le dijo.
—Tranquila, saldremos de esta... ¿Cómo te llamas?—intentando animar a la muchacha.
—Me llamo Sol.
—Pues mucho gusto Sol, yo soy Martín, Martín Castro, y ahora dejémonos de formalismos y ya que estás más calmada, salgamos de aquí.. Sujétame con fuerza y no me sueltes, pase lo que pase. De acuerdo.
—Sí, de acuerdo—dijo la muchacha con voz queda, y se dirigieron hacia las escaleras. La escasa distancia que les separaba de la gran escalinata, se hizo eterna, ambos luchaban contra corriente y de vez en cuando tenían que parar por el movimiento brusco del navío. Ya no quedaba nadie en aquel nivel.
Por fin llegaron a las escaleras que le conducirían al piso superior, y empezaron a subir rápidamente, hasta que salieron de aquel mar, que se había formado en los niveles inferiores del Infanta Beatriz.
Cuando por fin llegaron al salón, la imagen fue desoladora, donde minutos antes había estado repleto de pasajeros disfrutado de la travesía y amenizados por la orquesta, ahora estaba devastado por el fuerte viento que se filtraba por todas las rendijas del buque, sintieron como la fuerza del viento azotaba la embarcación, y un crujido sordo y penetrante fue el preámbulo de lo momentos después iba a suceder.
De pronto los cristales de los grandes ventanales del salón saltaron por los aires, llegando con la fuerza de un huracán sobre ellos, en el mismo instante que Martín tiró de Sol hacia el suelo y se refugiaron tras una de las mesas de aquel salón. El barco viró hacia un lado, y volvió con la misma virulencia hacia el otro, haciendo que los cuerpos de los dos, se deslizaron por aquel suelo, plagado de cristales, vasijas y platos rotos. De pronto, y en medio de aquel baile salvaje, se dieron cuenta de que el Infanta Beatriz se había partido en dos, quedando a merced de aquel arrollador vendaval, e indefensos ante el inmenso y enfurecido mar.
Martín cerró sus ojos comprendiendo que aquello era el final. Sol, le miró de soslayo, y al ver como Martín rezaba, hizo lo propio no sin antes, sujetarse a él lo más fuerte que le daban sus brazos. Martín sintió el abrazo de la muchacha, y la miró, sonriéndole para insuflarle ánimos, e implorando al mismo Dios que no les abandonara, y que de ser así, que cuidara de María y de su hija que las protegiera de todo mal. Y una gran ola se los llevó hacia las profundidades del océano.
María, recibió la mañana llorando con desesperación, no sabía qué hacer, esa sensación de impotencia, el no saber de Gonzalo, la tenía en vilo. La luz de aquel triste amanecer apareció radiante, regalando calidez a su paso. Lentamente, como celebrando una dulce melodía, fue iluminando poco a poco cada rincón de su alcoba, llenando de luz, la oscuridad en la que se había sumergido toda la noche, y de la que seguía presa.
Los golpes suaves contra la puerta de su alcoba rompieron su llanto.
—¿Se puede?
María, se incorporó y se limpió sus lágrimas, hablando con disimulo.
—Pase abuela, pase.
—¿Has pasado buena noche hija? ¿La niña te ha dejado descansar?—preguntó mientras se aproximaba a su cuna.
—Si abuela, dijo mordiendo su melancolía.
—Pues anda, ve a tomar el desayuno, yo ya lo he hecho y me quedaré al cuidado de Esperanza. ¿Quieres?
María miró a su abuela, y aunque tenía unas ganas locas de echarse en su regazo y llorar junto a ella, como cuando era niña, se armó de valor y salió de la habitación. Necesitaba estar cerca del salón por si sonaba el teléfono y escuchaba tras los hilos la voz de su amor. La voz de Gonzalo.
—Gracias abuela.
Rosario, que sabía perfectamente que María había estado llorando toda la noche, en cuanto salió de la alcoba, cerró los ojos rezando que todo aquel presentimiento que inundaba el Jaral, fuera tan solo eso, un presentimiento y que desaparecería con la llegada de aquel radiante y nuevo ida.
Aurora, estaba almorzando en el salón del Jaral, ensimismada en sus pensamientos, con los problemas cotidianos, con la casa de aguas, con la discusión que tuvo con Conrado, y con la pena que sentía por no poder compartir sus almuerzos y sus charlas con su hermano, el que le daba la templanza que ahora le faltaba, cuando de pronto entró Candela como una exhalación.
—Aurora hija.
—¿Candela, que le ocurre? ¿Porque tiene esa cara? ¿Le ha pasado algo?
Con la cara blanca como la cera, se dirigió a Aurora con lágrimas en sus ojos y un enorme temblor en su voz.
Candela se echó a llorar, mostrando lo que traía asido en su mano. Aurora, rápidamente se incorporó de la mesa alargando su mano hasta coger el periódico que traía la confitera. En un instante a Aurora le cambió el color de su rostro, y lo tornó blanco como el papel. Mirando al infinito tras leer aquellas letras dijo con un suspiro.
—¡Dios mío. No puede ser! Martín.
En aquel preciso momento, María entraba en la estancia, y sorprendió a las dos mujeres presas de aquel angustioso momento.
—¿Que le ocurre Candela, porque llora? — se precipitó María sobre la mujer. Esta no pudo mediar palabra y miró de soslayo a Aurora, que rígida como una estaca, sostenía entre sus manos el diario matutino. María se acercó a su prima y vio que estaba pálida, desencajada, y en silencio los ojos de Aurora, se tornaron melancólicos, y sumidos en un gran dolor.
—¿Aurora, que pasa? ¿Qué os pasa? Me estáis asustando. ¿Porque has nombrado a tu hermano? ¿Le ha pasado algo a Gonzalo?. Por favor, Aurora, respóndeme—le increpó zarandeándola.
Aurora y Candela se miraron en silencio. María buscaba el motivo de aquel terrible sentimiento que las embargaba, y fue entonces cuando descubrió que Aurora llevaba en sus manos aquel periódico. La muchacha, sin poder articular palabra, le tendió su lánguida mano, para que María leyera la terrible noticia, que venía en él.
Ella, temblorosa y con el temor a flor de piel, agarró el boletín y sus ojos buscaron rápidamente la noticia, pero no tuvieron que buscar mucho, inmediatamente captaron el terrible suceso que salía en primera plana.
Una nueva tragedia en el Atlántico. El Infanta Beatriz ha sido víctima de un huracán, sufriendo un aparatoso incendio, partiendo el trasatlántico en dos. Aunque todavía es muy pronto para ofrecer más datos, de momento, no se han encontrado supervivientes.
Aquella noticia había clavado la guadaña de la parca en sus entrañas. Rajándola por completo y destrozando todo resquicio de luz y esperanza que intentaba renacer en su corazón. María no pudo contener el dolor que sintió en su alma, y su voz escapó por su pecho hasta estallar contra el mismísimo cielo.
Un grito desgarrador, resonó por todos los rincones de Puente Viejo, mientras su cuerpo caía desplomado como una muñeca de trapo, sobre el frio suelo del Jaral.
—Gonzalo!!!! Dios mío. No!!!!!!Mi amor!!!!
continuará...
30/10/2014
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CAP 7- EL RESCATE
Martín sintió como el agua le engullía por completo. Aquello no podía ser su final, tenía que luchar por sobrevivir, como siempre había hecho, como siempre debía hacer. Sumido en la más profunda oscuridad pensó en María y su hija, se lo debía, después de tanto luchar por su felicidad no podía morir en aquella travesía, su abuela volvió a estar presente en sus pensamientos y eso le dio más fuerza si cabe, pues ella no podía salirse con la suya. Le había pronosticado lo que estaba ocurriendo y ella no podía ser más poderosa que su mismo Dios, ese que siempre, al final de todo, cuando pensaba que ya no podía más, le ayudaba, le echaba una mano para brindarle una nueva oportunidad. Esta vez no podía ser diferente, esta vez tenía que ser igual. Martín, con una fuerza descomunal, intentaba una y otra vez, empujar con sus robustos brazos, su cuerpo hacia la superficie, intentaba salir a flote para poder respirar.
Sol, la muchacha que momentos antes estaba abrazada a él, se encontraba a pocos metros y hacía lo propio, subía y bajaba como en una noria, hasta que pasados un tiempo, pudieron emerger por unos instantes, el tiempo suficiente, para aspirar todo el aire que pudieran albergar sus pulmones, e inmediatamente volvieron a ser presos de las aguas.
Así se mantuvieron durante unos minutos, que parecieron eternos, mientras subían y bajaban a las entrañas de aquel inmenso océano. Los restos del Infanta Beatriz flotaban por su alrededor, botellas, maderas, enseres, todo su entorno estaba cubierto de trozos del Infanta Beatriz. En una de las ocasiones que permanecieron a flote, Martín llamó a la muchacha.
—Sol!, estás bien… ?
Al momento escuchó su voz.
—Si, pero no se si aguantaré mucho más tiempo.
Martín se alegró de escuchar la voz de la muchacha, al menos, estaban respirando y estaban bien.
—Intenta mantenerte a flote…—le gritó con todas sus fuerzas— y, si ves alguna madera… sujétate a ella… Recuerda que hay… algunos botes y que quizá…estén cerca de nosotros—decía entre bocanadas de agua.
La muchacha intentaba seguir las indicaciones de Martín, pero también era engullida por el inmenso mar, una y otra vez. Aquel océano estaba haciendo un pulso de fuerza con ellos, y estos cada vez estaban más agotados. Así permanecieron más de media hora. Las fuerzas les flaqueaban, se sentían impotentes ante tanta adversidad, pero Martín no dejó de hablar a Sol, e intentar animarla para que siguiera esa dura batalla.
Poco a poco, la luna iba asomado por entre los nubarrones, como si jugara con ellos al escondite, les ofrecía un poco de luz y volvía a esconderse, dejando a los dos jóvenes perdidos en aquella espesa negrura que cubría aquel rincón, ahora tan apartado de resto del mundo. Por fin, y en una de las apariciones de la luna, Sol pareció divisar una madera, la tenía muy cerca y braceó hasta alcanzarla, por fin la muchacha podría descansar un poco. Al sentirse más segura, llamó a Martín.
—Martín, Martín! Ya he podido conseguir un trozo de madera. Me oyes.. Martín.
Él exhausto, casi sin poder mediar palabra, respondió.
—Si, te escucho, pero no te veo… sigue hablando y así me guiaré.
—Está bien, y que te digo.
—Cualquier cosa me servirá. Solo quiero seguir tu voz. —Martín había empezado a nadar hacia el lugar de donde provenía su sonido.
—De acuerdo, te recitaré un poema de Bequer
—Como quieras—respondió Martin que había empezado a nadar hacia ella. Y Sol comenzó a recitar el poema:
Podrá nublarse el sol eternamente;
Podrá secarse en un instante el mar;
Podrá romperse el eje de la Tierra
Como un débil cristal.
¡Todo sucederá! Podrá la muerte
Cubrirme con su fúnebre crespón;
Pero jamás en mí podrá apagarse…
De pronto, en el intervalo de aquel pequeño resplandor, Sol, vio tras Martín como se dibujaba la silueta de un bote que se dirigía con rapidez, hacia él. La muchacha dejó de recitar, e intentó darle aviso, Martín al no escuchar su voz dejó de nadar para prestar más atención, en aquel momento Martín vio a So, que iluminada por el resplandor de la luna, permanecía asida a una tabla muy cerca de él. La muchacha en aquel momento gritó, pero sus gritos fueron en vano, y a Martín no le dio tiempo de apartarse de la trayectoria del bote, por lo que no pudo evitar que este, que iba repleto de pasajeros golpeara contra su cabeza. Inmediatamente, Sol dejó la madera que la mantenía a flote y sin pensarlo ni un instante, nadó y sacando fuerzas de flaqueza, hasta dar alcance a Martín, para sujetarlo hacia ella, evitando que este no fuese presa de la incansable fuerza de aquellas aguas.
La muchacha, con un miedo infinito a que pudiera haberle ocurrido lo peor, gritó con todas sus fuerzas para que las personas que llenaban aquel bote, pudieran prestarles ayuda. Uno de sus gritos, llegó a un muchacho que permanecía en aquel bote, y pudo dar aviso, para que los supervivientes que navegaban con él, le pudieran prestar atención.
Llegó el amanecer, y con él el nuevo día. El mar volvía a estar en calma, y volvía a dibujar el desolador paisaje que les rodeaba en aquel recodo del mar. Sol, no había soltado a Martín en ningún momento, desde que fueran rescatados y subieran al bote, Martín estaba inconsciente y ella seguía sujetando su cabeza, que descansaba sobre su pecho, la mayoría de los que viajaban junto a ellos, permanecían durmiendo después de aquel terrible suceso. Sol también había caído rendida después de toda aquella lucha que habían mantenido con la fuerza del mar.
El sol ardiente de aquella mañana fue despertando a Martín poco a poco, tenía la boca seca, y entreabrió los ojos con turbación, los rayos de luz, no permitían abrirlos completamente, y así permaneció hasta que por fin pudo distinguir ante él, a una bella muchacha, que lo sujetaba entre sus brazos y que dormitaba junto a él. Intentó incorporarse con mucho cuidado para no despertarla, pero sintió como la cabeza le iba a estallar y desistió de su empeño dejándose caer de nuevo sobre aquel angelical cuerpo. Al movimiento de Martín Sol despertó, y comprobó con alegría que Martín había vuelto en sí, la muchacha le regaló una gran sonrisa.
—Te encuentras bien?—preguntó.
Martín completamente aturdido, respondió.
—Me duele un poco la cabeza.
Inmediatamente escuchó una voz tras de sí.
—Muchacho, te has pegado un duro golpe.
Martín giró su rostro para ver de quien provenían aquellas palabras que sonaban a sus espaldas. El hombre de pelo cano, y barba poblada le sonrió, y sus ojos azules se mezclaron con el color del cielo. Martín sonrió e intentó de nuevo volver a incorporarse.
Sol, le calmó.
—Martín, no hace falta que te levantes, es cierto, que has recibido un duro golpe, descansa ya estamos a salvo. Martín, él es mi padre. Guzmán de Estrada y Menocal. Recuerdas que te hable de él. Él Iba en un bote salvavidas y casualmente fue quien nos recogió.
Martín no podía comprender nada de lo que le estaban explicando. La cabeza le iba a estallar y no entendía nada de lo que le estaban explicando.
—Bote salvavidas? Pero… dónde estamos?
Guzmán miró a Sol que había buscado con inquietud los ojos de su padre. Don Guzmán hablo.
—Hijo, me parece que el golpe que has recibido es más grave de lo que parece. Así que permanece postrado y en cuanto lleguemos a tierra te llevaremos a mi hacienda para que te vea un galeno.
Martín haciendo caso omiso a lo que le recomendaban se incorporó.
—No se preocupe. No es para tanto.
Mientras hablaba con don Guzmán, miró a su alrededor, y pudo comprobar con sus propios ojos, que estaba junto a una veintena de personas, magulladas, derrengadas, y rendidas a Morfeo, todos iban apelotonados, en un bote sobre un inmenso mar. A su alrededor algunas barquichuelas como aquellas mantenían la misma expectativa que ellos, pero no sabía, no recordaba que hacía él allí.
Sol se dio cuenta de su aturdimiento, y le preguntó.
—Martín, es que no recuerdas lo sucedido? No recuerdas lo que nos pasó?
Él, miró a Sol y respondió con preocupación.
—No, no recuerdo nada. No sé quién eres, y no se qué hago aquí?
—Hija no le atosigues, Martín está exhausto. Pero si le diré muchacho, que nunca olvidaremos lo que ha hecho usted por nosotros—dijo mientras tendía su mano hasta aferrar la de su hija—nunca olvidaremos que mi hija le debe la vida.
—A mí? —respondió con una pregunta.
—Sí, joven. A usted.
—Está bien, ya recordaré…pero me gustaría saber dónde estamos y hacia donde nos dirigimos.
—Viajábamos un el Infanta Beatriz, rumbo a Cuba. Y si la memoria no me falla, debíamos llegar al alba a la Habana, así que posiblemente en unas horas tengamos los barcos del ministerio de la marina buscando los restos del naufragio, y nos llevarán a puerto, y pisaremos tierra firme—ante la alegría de aquellas palabras don Guzmán, mudó el gesto y lo tornó triste.
—Padre, que ocurre?
—Hija mía. Aunque estoy pletórico por haberte encontrado sana y salva y por haber salvado la vida, me entristece sobre manera saber que tantas y tantas personas no han tenido nuestra suerte.
—Tiene razón padre. Pero hemos de dar gracias a Dios por haber sido los elegidos.
—Si hija mía, si hemos de dar gracias al cielo.
Martín les miraba y escuchaba ausente. Sentía un fuerte dolor de cabeza, pero su mente permanecía en blanco. ¿Qué hacía allí? ¿Quiénes eran esas personas? ¿Qué iba a buscar a Cuba? Todas las preguntas se amontonaban en su cabeza, sin hallar respuestas a ninguna de ellas. Martín, no recordaba absolutamente, nada, ni tan siquiera quien era él.
3/11/2014
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CAP 8 - EL VACÍO DE TU AMOR
Y LA FUERZA DEL DESTINO
El grito desgarrador de María, rompió el silencio de la noche.
—¡¡Gonzalo!!
La muchacha se había incorporado de un salto sobre su lecho, con el cuerpo bañado en sudor frío, respiraba agitadamente, sujetándose con su temblorosa mano su maltrecho corazón, mientras lloraba desesperadamente sumida en un profundo dolor. A sus gritos acudieron raudas las tres mujeres del Jaral, Aurora, Rosario y Candela, mientras Esperanza se echaba a llorar.
—¡María!
—¡Dios mío! ¡Dios mío Aurora!, he vuelto a soñar con él—dijo entrecortadamente, sin apenas poder emitir sonido alguno por la angustia que le subía por la garganta como un torbellino y salía como cuchillas por su boca—Lo tenía tan cerca—María miró a su prima, sin parar de llorar— yo… le llamaba, quería socorrerlo, pero él… Aurora, él no me escuchaba, estaba solo en la inmensidad del océano, y he vuelto a ver como el oscuro mar… se lo tragaba sin que yo pudiera hacer nada por evitarlo. Dios mío, mi amor, mi pobre amor…—gimió rota por el llanto. Aurora abrazada a ella, intentaba calmarla sin conseguirlo.
Como casi todas las noches, desde la desaparición de Gonzalo, María despertaba entre las pesadillas, pesadillas que continuamente arremetían contra ella en los pocos momentos de descanso que abatida por el cansancio conseguía a lo largo de la noche. Sobresaltada, entre llantos y desconsuelos, una y otra vez revivía lo que creía que había sucedido a su amado esposo, en el Infanta Beatriz.
Aurora sentada junto a ella, la abrazaba con todo su cariño, mientras María se deshacía entre la angustia que le producía aquel recuerdo, y se hundía intentando desaparecer junto al recuerdo de su gran amor, en brazos de su prima.
Habían pasado varias semanas y todo apuntaba a que Gonzalo era uno de que habían perecido en aquel terrible accidente. Martín Castro, se encontraba entre los desaparecidos en aquel naufragio, y nunca más supieron de él. Desde aquel mismo día, que llegó la carta del ministerio de la marina, dándolo por desaparecido, El Jaral se vistió de dolor, y durante todos aquellos largos y fríos días, esperaban sin respuesta alguna noticia, que dijese que por fin, habían encontrado a Gonzalo.
Su recuerdo permanecía en cada rincón de la casa, vagando por el pesado aire que se respiraba en ella, y causando un gran vacío a todos los que la transitaban. En aquel lugar reinaba la desesperación, por toda aquella incertidumbre, que no les permitía cerrar el trágico capítulo de lo acontecido. María quería que su recuerdo permaneciera vivo, lo sentía revoloteando a su alrededor. Ella, necesitaba avivar la esperanza, creer que estaba vivo en algún lugar recóndito, pero cada día que transcurría, cada amanecer guillotinaba la leve esperanza, a la que quería aferrarse con todas sus fuerzas, la esperanza de la vuelta de Gonzalo.
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—Buenos días—sonrió Sol al ver aparecer a Martín para acompañarla en el desayuno— ¿descansaste bien?
—Si gracias, estupendamente—respondió con educación y una gran sonrisa en su rostro.
Martín se sentó junto a ella, y desayunaron a la vez que charlaban alegremente. Sol, hablaba sin parar y él la escuchaba tranquilamente. Habían consolidado una hermosa amistad, y ella se sentía feliz junto a Martín.
—Muchacho—se escuchó en el butacón que quedaba justo frente al gran ventanal.
—¿señor? No me había percibido de su presencia.
—Ya me he dado cuenta. Estabais de lo más risueños—dijo el hombre mientras reía.
—Sí, señor, su hija es encantadora—Don Guzmán se sintió henchido de orgullo, y sonrió en respuesta a aquellas palabras—¿Querrás venir conmigo a cabalgar por la finca? Te quiero llevar a ver unos prados que tengo reservados para la plantación de tabaco que tengo por explotar. ¿Sabes tú algo de cultivos?
—Pero padre—interrumpió Sol—Martín, todavía está débil, no creo que sea prudente que cabalgue con usted, espere a que se recupere del todo, y recuerde que Don Manuel, le ordenó reposo absoluto, por el hematoma que tenía en su cabeza.
—No sufras Sol—respondió Martín con su dulce voz—no pasará nada, me siento mejor, créeme.
—Pero yo quiero que te quedes conmigo y que charlemos como cada día—le dijo sujetando su mano. Martín la miró con cariño y palmeando su blanca mano, dijo.
—Creo que tengo que empezar a hacer una vida normal.
—Está bien pues—dijo don Guzmán, cerrando su periódico mientras se incorporaba para dirigirse a las caballerizas—Voy a ordenar que ensillen los caballos.
—Enseguida le alcanzo—dijo Martín, sorbiendo el café.
A Sol le cambió el rictus. Martín se dio cuenta y rápidamente aclaró.
—Mi querida Sol, eso no quiere decir que me vaya a ir, inmediatamente de la hacienda.
—Martín, si te fueras… yo…—Los ojos de la muchacha buscaron los de él. Se hizo el silencio, y el tiempo se paró. Martín, sin dejar de mirarla, la interrumpió.
—Algún día tendré que hacerlo, ¿no te parece?—terminó su café y continuó diciéndole mientras se incorporaba para ir a vestirse para ir a las caballerizas—.Pero primero debo recordar a que he venido aquí, porque viajaba en el Infanta Beatriz, y lo más importante quien soy yo en realidad.
Soledad, se levantó y se dirigió hacia el barrándole el paso.
—Que importa eso, Martín—se acercó lentamente a él—, lo que realmente importa es que estás aquí, que estás vivo, que nos salvamos de una gran tragedia—Las suaves manos de Sol acariciaron el rostro de Martín, mientras decían— Que más nos puede importar. Tienes un techo donde vivir, aquí no te faltará de nada, y si tu quisieras, una vida…—su voz se tornó acaramelada— que podemos compartir.
Martín sonrió, dulcemente. Sus ojos clavados en los de Sol respondieron.
—Todo eso, es muy tentador, pero primero y ante todo, debo saber que hago aquí, quizá tenga una familia que esté esperándome en algún lugar, quizá piensen que he muerto en el naufragio y estén penando por mí. —Martín sujetó las manos de Sol, y las alejó de su rostro mientras le decía con voz queda— Debo saberlo, Sol, necesito saberlo. Lo comprendes verdad.
La muchacha, con el rostro muy cerca del de él, le miró con la tristeza implantada en su rostro, y le respondió con resignación.
—Claro que lo comprendo, ¿quién no lo podría hacer?
Martín respiró profundamente y dijo apartándose de ella.
—Bien, pues me voy en busca de tu padre, no quiero hacerle esperar más.
—Está bien, os esperaré aquí.
—Hasta más ver.
Y se dirigió hacia su alcoba para vestirse para la ocasión.
Una vez en su alcoba y al calzarse las botas de montar, se fijó en la mochila que tenía arrinconada a los pies del ropero. Se incorporó y se dirigió hacia ella. La abrió lentamente, intentando que al hacerlo quizá alguna sensación le llegara a aflorar en su mente, algún recuerdo del pasado, pero no fue así, Martín rebuscó entre sus cosas, pero no halló gran cosa, una bolsa con monedas, y poca cosa más. Abrió su ropero y rebuscó entre sus ropas. Pero no había nada, no entendía cómo había podido viajar sin documentación, o posiblemente se había perdido en aquel hundimiento.
Miró entre sus bolsillos, entre los cajones del secreter, pero no halló nada. De pronto los golpes repetitivos en su puerta le recordaron que don Guzmán le estaba esperando.
—¡Adelante!—una doncella entró en la alcoba.
—Señor, Don Guzmán le espera en las cuadras.
—Sí, dile que voy sin demora.
—Si señor.
—Muchacha!—llamó a la joven.
—Si, dígame.
—¿Quién se encarga de mis ropas y de ordenar y adecentar mi alcoba? ¿Eres tú?
—No señor, su alcoba la adecenta la señorita.
Martín se giró sorprendido y dejó de buscar en los cajones, mientras miraba a la joven.
—¿Sol?, ¿Sol es quien ordena mi alcoba?
—Sí señor, ella es la que se encarga personalmente.
—Está bien, muchacha—respondió sorprendido—. Le preguntaré a ella pues. Puedes retirarte.
La muchacha salió de la alcoba. Y Martín, instantes después salió corriendo escaleras abajo.
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Aquella tarde, María se había acercado a la ribera del río, quería estar sola con su dolor, y se escondía de las gentes acercándose a aquel lugar, caminando hacia aquel rincón tan suyo, aquel lugar donde Gonzalo corría a refugiarse siempre que le asaltaba algún problema de enjundia o sentía alguna desazón. María, llegó a aquel lugar, tenía ante ella, el gran árbol, que tantas veces había cobijado a Gonzalo, caminó hacia la gran roca que reposaba a sus pies, y se sentó en ella, recordando que años atrás había sido testigo mudo de la entrega su profundo y gran amor.
Sintiendo los besos de Gonzalo en ella, recordando cada una de las caricias que derrocharon en aquel lugar, se arrebujó en su chal buscando el calor de sus brazos y se encogió haciéndose pequeña ante aquel hermoso y triste recuerdo, dejando escapar a placer su llanto. María, sin darse cuenta, acariciaba la fría piedra, tan fría como se sentía ella en aquel momento, tan sola como estaba ahora mismo allí. Recordó sus palabras, recordó su limpia y profunda mirada, aquellos ojos pardos que tanto le gustaba contemplar, su hermosa sonrisa, sus palabras de amor, todos y cada uno de los momentos vividos con Gonzalo, todos los momentos de dicha que le regaló en aquel lugar.
—Te quiero con toda mi alma.
—Y yo como la vida mía.
—Gonzalo, nuestros destinos están unidos. No nos empeñemos por separarnos.
Una inmensa rabia se apoderó de ella, estaba enojada con él. El desconsuelo no le daba tregua, y se sentía morir, de dolor y de amor, de un amor que no podría volver a gozar. Gritó.
—¿Porque me has dejado, porque? ¡¡Me prometiste que no me dejarías nunca!!! Me juraste que nadie te arrancaría de mí... y no sé dónde estás…—María alzó la mirada al cielo—Dios mio, porque has sido tan cruel, porque me lo has quitado, porque te lo llevaste lejos de mi…. — se dejó caer sobre la piedra, escondiéndose entre sus brazos, a solas con su dolor.… Gonzalo, mi amor, te necesito para vivir.
Al cabo de unos minutos, una mano le tocó su hombro, y una voz le volvió a aquel lugar.
—¿Muchacha, puedo ayudarla en algo?
María alzó la vista hacia aquella voz. Ante ella, encontró a un apuesto caballero, de cierta edad, de porte distinguido, que se había acercado para darle consuelo.
—No, no pasa nada. Muchas gracias—dijo María, con un soplo de voz.
El hombre, sacó del bolsillo interior de su chaqueta un pañuelo blanco que le cedió para que secara sus lágrimas. Ella en principio se negó.
—No se preocupe, señor, no hace falta—dijo limpiándose las lágrimas con el reverso de la mano.
—Insisto—alargó su mano y le regaló una amplia sonrisa. María miró al forastero y encontró en aquellos ojos algo que le resultaba familiar.
—Muchas gracias—dijo sin apartar su mirada de él.
El hombre preguntó.
—¿Necesita compañía? ¿Quiere que la acompañe a algún lugar? Está anocheciendo y una muchacha como usted no debería ir sola por estos parajes.
—Estoy acostumbrada a vagar por aquí.
—insisto, permita que la acompañe.
Ante la amable insistencia, María, por consideración hacia aquel forastero, aceptó su compañía.—María se incorporó de aquella roca, y caminó junto al desconocido.
—¿Hacia dónde nos dirigimos?—preguntó el elegante caballero.
—Yo vivo en el Jaral, ¿pero usted? ¿No es de Puente Viejo verdad? Nunca le había visto antes.
—No, no soy de Puente Viejo, pero estuve hace muchos años aquí, y dejé muchas cosas importantes en él, y las he venido a recuperar.
María sintió una sensación extraña, pero continuó hacia el Jaral en compañía de aquel desconocido.
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Emilia Ulloa, se agachó tras el mostrador para coger unas botellas de vino y cambiarlas por las vacías, y una sonrisa bobalicona volvió a aflorar en su rostro.
—«Otra vez? Será truhan... Pero si piensa que le voy a ir con el cuento, y dejar de disfrutar de estos detalles, anda listo…, me encanta que será así.»
—¡Emilia!—gritaba Alfonso desde una mesa—¿Viene el vino o qué?
Alfonso estaba sentado con Nicolás, don Anselmo, Raimundo y Conrado, y todos reclamaban la atención de Emilia. Ella rio con picardía mientras le gritaba.
—Ya voy, regañón, si tuvieras las botellas a punto, no tendrías que estar esperando—cogió la cajita que había junto a las botellas y se la guardó con disimulo en su bolsillo. Al acercarse a la mesa y servir los chatos, le dio un beso a Alfonso, diciendo.
—Pero que rebonito eres.
Todos en la mesa sonrieron por aquel gesto. Alfonso comentó.
—Emilia, no hay quien te entienda, me dices regañón y ahora me das un beso—y dirigiéndose a los demás dijo—mujeres.
Ella le miró, con su sonrisa picarona, y Alfonso no entendió nada.
Raimundo respondió.
—No hay quien las entienda. Que suerte tiene don Anselmo, al no tener que lidiar con ninguna.
—Serás granuja.
Todos rieron a la vez.
Emilia en cuanto tuvo un momento, se dirigió hacia recepción para en soledad abrir aquella cajita que tanta curiosidad le había suscitado. Desde que despareciera Gonzalo, la vida se había tornado oscura, y sin aliciente, el dolor de su joven hija, y la mirada tierna de su nieta, que crecería sin un padre amoroso como lo había sido Gonzalo, no le daban tregua, y aquella congoja habitaba junto a ella, anidada en su corazón. Pero últimamente, y desde hacía unas semanas, en cada rincón, en cada recoveco de la casa de comidas, se encontraba una cajita con algún detalle dentro de ella, Emilia sabía que Alfonso lo hacía para hacerla sentir feliz, sabía que con aquellos pequeños detalles, le alegraría el día, y que por un instante le devolverían la alegría de vivir.
Emilia, igual que una niña que recibe sus regalos el día de navidad, sujetó la cajita con sus manos y con la ilusión saliendo por sus pupilas se disponía a abrirla, cuando una mujer entró en la posada.
—Buenas tardes, doña Emilia.
Esta guardó rápidamente la cajita.
—Buenas tardes, señorita Isabel. ¿Ya de retirada? ¿A recibido noticias de su patrón?
—Si, Emilia, muchas gracias. De eso vengo, he recibido nuevas, así que tendrá que preparar otra habitación para dentro de unos días.
—Está bien—dijo Emilia—dígame para cuando la necesita y la reservaremos.
—En principio supongo que será para la semana que viene, pero me lo tiene que confirmar.
—Bueno, no se preocupe, la semana que viene marchan varios clientes, así que tendrá habitación que escoger.
Isabel, rió y alargó su mano
—¿Me da la llave de la mia?
—Hay, si disculpe… que torpeza la mía. Salió airosa Emilia.
—No pasa nada, veo que tiene entre manos algo más importante que mi persona.
Emilia disimuló.
—No, por dios. Esto no es nada... Una cajita, nada más—dijo quitando importancia al asunto. Isabel sonrió mientras cogía su llave para dirigirse a su alcoba.
—Pues que descanse doña Emilia.
—Buenas noches, Isabel.
Emilia se quedó de nuevo sola, miró de un lado al otro y abrió lentamente la cajita. Pero lo que contenía aquella vez, le heló la sangre, transportándola de un golpe a otros tiempos ya remotos, momentos vividos en aquel mismo lugar, que la llenaron de angustia y desazón.
—Pero… ¿qué es esto?
Emilia Ulloa se encontraba mirando un anillo, un anillo tan grande como precioso, el mismo anillo que había tenido entre sus manos, hacía muchos años ya. Con la mirada perdida en el horizonte, dejó escapar un hilo de voz.
—¡Dios mío! No puede ser.
*****************continuará**********************
Espero que os haya gustado.. volveré cual MARTÍN CASTRO.
A más ver.
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CAP 9- UN RAYO DE LUZ - ILUMINACIÓN DIVINA.
El sol de la mañana caía como una losa sobre don Guzmán y Martín que a lomo de los caballos paseaban por la hacienda. Martín permanecía pensativo y Guzmán advirtió su lejanía.
—Andas lejos muchacho. ¿Te aburre mi conversación?
Martín abrió sus ojos y levantando sus cejas respondió, mirando a su acompañante.
—Oh, no, disculpe don Guzmán, es que al pasear sobre el caballo, por este sendero, he sentido que ya había vivido momentos en parecidas circunstancias.
—¿Has recordado algo zagal?
—No es un recuerdo, es tan solo una sensación. Es como si tiempo ha, hubiera cabalgado con alguien por algún prado o plantación, muy parecido a esta.
—¿Quizá tengas tierras? ¿Quizá seas dueño de alguna plantación?
Martín, cambió el rictus de su rosto y se le ensombreció el semblante. Aquella incertidumbre, el no saber, ni quien era, las preguntas sin respuesta que le asaltaban continuamente, le tenían absorto de todo lo demás. A cada paso, en cada momento o situación creía recordar sensaciones que aunque su cuerpo las sintiera, su cabeza no podía descifrar, y continuaba rebuscando en su interior, penetrando en los más recónditos rincones de aquel cerebro que adormecido, escondía su pasado cubriéndolo en la más absoluta oscuridad, y jugando alegremente con su futuro.
Ausente a todo lo que le rodeaba, Martín seguía sin prestar atención a la pregunta que le había formulado don Guzmán. Volviendo a revivir su llegada aquellas tierras, su llegada a la hacienda, pero no recordaba nada más. Su recuerdo se anclaba en aquel preciso momento, en el que despertó en su actual alcoba. Todo era un misterio, su pasado se había desvanecido y permanecía oculto en una negrura permanente que era incapaz de iluminar. Por el contrario, en la hacienda “Montecristo”, todo era luz, y amabilidad, don Guzmán le atendía como a un hijo ofreciéndole atención y conversación y su hija Sol, le ofrecía ternura, cariño y diversión. Era una muchacha alegre, llena de vida, cultivada y hermosa como pocas. Su ensortijado cabello, caía sobre su espalda como una cascada llena de caracolas de luz, con ella se sentía bien, en la hacienda se sentía bien, le hacían sentir como si fuera su verdadero hogar. Pero no lo era. El agradecimiento de ambos era inmenso pero Martín, seguía sintiendo un vacío infinito, como si en aquel naufragio se hubiera hundido parte de su ser, junto con sus más profundos recuerdos.
—¡Martín!—llamaba don Guzmán para recabar su atención. Martín volvió en sí.
—¿Disculpe, decía?
—No, yo no decía nada, muchacho—sonrió— eras tú quien me explicabas, que el pasear a caballo has recordado algo, has sentido alguna sensación y después te has vuelto a quedar perdido, mirando el infinito.
—Sí, puede que si—dijo removiéndose sobre la montura de su caballo— por eso le voy a pedir que me disculpe de nuevo, creo que su hija tenía razón. Posiblemente me he aventurado antes de tiempo y posiblemente deba volver a la hacienda.
—Está bien, muchacho, iré contigo. Te siento muy alterado.
—No se preocupe, don Guzmán, no estoy alterado, pero sí preocupado, me irrita en gordo, no saber nada de mi pasado, me hierbe la sangre, tener sensaciones que no puedo descifrar, me exaspera.
—Tranquilo hijo, todo se andará. Piensa que estas vivo de milagro. La memoria ya llegará.
—Llevo aquí más de un mes, y no recuerdo nada aún. Este vacío me está mortificando, si no fuera por usted y su hija, creo que me habría vuelto loco.
—No se hable más. Volvamos a Montecristo.
Los hombres se disponían a marchar cuando Martín, llamó la atención de Guzmán.
—Don Guzmán, espere, ¿podría responderme a unas preguntas por favor?
El hombre le miró sorprendido.
—¿Crees que te puedo ayudar en algo jovencito?
—No me llame jovencito, que ya no soy tal.
—Pues yo creo que si lo eres, aunque no sepamos tu edad exacta, adivino por tu aspecto y lo diría sin miedo a equivocarme. Que no llegarás a la treintena.
Martín sonrió.
—¿Y eso le parece ser un muchacho?
—Al lado mío sí.
Ambos rieron. Martín, permanecía sobre su caballo, sujetando con ambas manos las riendas del corcel. Miró al infinito y volvió a preguntar sin más.
—Don Guzmán, el infanta Beatriz, ¿de dónde procedía?
El hombre, dejó de reír, le miró de soslayo, no sabía que responder, había prometido a su hija que no hablaría de nada que pudiera atosigarle. Martín, esperando su respuesta, giró su rostro para mirar a don Guzmán. Una brisa de aire cálido revolvió su cabello.
—¿De dónde partió el buque que venía hacia Cuba?—volvió a repetir.
El hombre, se mordisqueó el labio inferior y suspiró profundamente, mientras se limpiaba el sudor con un pañuelo. No sabía si responderle, pero sintió la amargura de Martín en su rostro y se compadeció de él.
—De España, Martín, el infanta Beatriz navegaba rumbo a Cuba desde el puerto de Vigo en España.
Martín, entrecerró sus ojos, sin comprender, intentando luchar contra su espesa memoria y llegar hasta allí, hasta el puerto de Vigo. Pero su pensamiento se volvía a desvanecer justo al llegar a la hacienda Montecristo. Movió su cabeza con resignación y dijo.
—España. No consigo recordar nada. Por favor, cuando lleguemos a la hacienda me podrá mostrar donde está España.
Guzmán cerró sus ojos y con cariño le respondió.
—Te lo mostraré, descuida. Y ahora—dijo para sacar a Martín de su tristeza—Te reto a una carrera—y antes de que Martín pudiera responder, don Guzmán tiró de las riendas de su caballo y comenzó a galopar como el viento, en dirección a Montecristo.
Al llegar a la hacienda, les esperaba Sol en el gran porche, con un refrigerio y en grata compañía. Los hombres habían llegado formando una algarabía y hablaban entre risas comentando la carrera.
—¡Padre!, ¡Martín!—les salió la muchacha a su encuentro—¿Ya de vuelta?
—Sol—saludó Martín con cortesía, mientras ella le ayudaba a sacarse la chaqueta para inmediatamente dársela a la doncella.
—Mi querida hija—dijo Guzmán, besándola en la frente.
—Mire quien nos ha venido a visitar—dijo la muchacha colgada del brazo de Martín y señalando con el brazo libre hacia el salón.
Allí tras los grandes ventanales, esperaba repantigado en uno de los grandes butacones el párroco del lugar.
Don Guzmán con la alegría cubriéndole el rostro, se dirigió hacia el salón alargando su mano.
—¡Padre Gonzalo! ¿Cómo usted por aquí?
Martín que caminaba charlando tras él junto a Sol, al escuchar aquellas palabras se quedó petrificado, y blanco como la cal, sus ojos buscaron rápidamente la imagen de aquel sacerdote al que tan alegre recibía don Guzmán, y al verlo, un remolino de sensaciones le recorrieron el cuerpo.
Su cabeza empezó a recordar aquel nombre, « Padre Gonzalo, Gonzalo, Gonzalo» aquel nombre le resultaba muy familiar, lo sentía suyo. Levantó su cabeza para volver mirar al párroco del pueblo.
—Don Guzman, diu literae nullae videantur—saludó el sacerdote.
—Exoptatae domum nostram advenistis—respondió don Guzmán.
Martín, continuaba inmóvil a pocos metros de ellos. Sol permanecía mirándole sin hablar, había sentido como Martín cambiaba de expresión al ver al sacerdote, y permanecía muda mirándolo fijamente. Él ajeno a todo, permanecía absorto contemplando aquel hombre con detenimiento, le observó de arriba abajo. Su negra sotana, el solideo que cubría su cabeza, el sombreo que descansaba en sus rodillas, todo aquello le era muy familiar.
Pero la sorpresa fue aún mayor cuando comprobó que, incomprensiblemente había entendido todo lo que se habían dicho ambos hombres, los saludos del párroco, y la respuesta de bienvenida con la que don Guzmán le obsequió. Pero, ¿porque entendía aquel extraño idioma? Nunca lo había escuchado, ¿o sí? En aquel momento volvió a perder la noción del tiempo, intentando volver a buscar en su interior, pero inmediatamente Sol que se dio cuenta de todo, le habló intentando que volviera con ellos, al salón.
—¿Martín, te encuentras bien? Se te ha mudado la color, toda.
Él todavía permanecía en el mismo lugar, ido, ausente. Miró a Sol que le ofrecía una gran sonrisa y reaccionó. Le sonrió mientras se inclinaba sobre ella para preguntarle.
—¿Qué idioma es ese?
Sol, escondió su sonrisa tapando sus labios con su delicada mano, le hacía gracia que Martín fuese tan natura, casi inocente, sonreía al comprobar que no reconocía aquel idioma, y respondió burlona.
—Es latín, Martín, el idioma de la iglesia, el que usan los curas para dar misa.
Martín sonreía, pero en su interior sentía una inquietante sensación.
—Que cuchicheáis vosotros—interrumpió don Guzmán—, pasad, acercaros. Martín quiero presentarte a nuestro párroco. El padre Gonzalo.
Martín, se acercó lentamente, sin poder apartar la vista de aquel párroco. Este que se había incorporado del butacón, le tendió su mano y Martín se inclinó ante él.
—Padre.
—Martín.
—Basta de formalismos hijo—se apresuró don Guzmán—Sol, llama al servicio que nos sirvan el almuerzo y que pongan un cubierto más, Don Gonzalo se queda a almorzar con nosotros. ¿Verdad padre?
—Será un honor, Guzmán—respondió el clérigo, frotándose las manos.
En el transcurso de la comida. Don Guzmán preguntó a su hija que era aquello que cuchicheaba al saludar al padre Gonzalo. Sol, les explicó la conversación que habían mantenido.
—Martín me preguntaba por el idioma que han utilizado al verse, y le decía que era latín.
Don Guzmán respondió.
—Es una vieja manía que tenemos ambos. Nos conocemos desde que éramos unos mocosos y siempre nos recibimos así.
—Es cierto—afirmó el párroco—siempre hacemos lo mismo—rio—es una vieja costumbre que usamos desde que me inicié en el sacerdocio y desde entonces siempre nos saludamos así.
El párroco le preguntó.
—Muchacho, ¿entiendes el latín?
—Pues verá—respondió Martín—estoy muy sorprendido, pues por lo visto sí, he creído entenderlo.
—Es extraño que un joven pueda entender el idioma, está al alcance de muy poca gente. Solo lo conocen algunos privilegiados de buena cuna, o los mismos sacerdotes, o seminaristas claro. —Don Gonzalo, le preguntó llevándose a la boca un gran bocado de pan—¿Y dónde dices que lo aprendiste?
—No le he dicho su procedencia, padre. Tan solo que lo entendía.
Inmediatamente Sol habló.
—Don Gonzalo, Martín ha tenido un accidente y hasta ahora no recuerda muchas cosas de su pasado.
Don Guzmán interrumpió.
—Mi querido padre Gonzalo, usted sabe cómo yo que Incluso alguna beatona sabe el idioma de tanto que le escuchan y muchas de ellas lo utilizan para rezar el rosario—Y dirigiéndose a Martín explicó.
—El rosario es como un collar de cuentas, y muchas mujeres católicas lo utilizan para rezar. Cada cuenta es un ave maría o un credo o lo que disponga nuestro párroco.
—No seas blasfemo Guzmán, hablas como si dispusiera a antojo, nunca cambiarás, siempre estás de guasa.
—¿Y eso es malo padre?
Las risas se mezclaron entre las palabras de la conversación y así permanecieron amenizando toda la velada.
Por fin terminó la reunión y Martín se retiró a descansar, se sentía fatigado.
—Con su permiso, me gustaría poder ausentarme. Me siento mi fatigado.
—Por su puesto muchacho, ya te he dicho que estás en tu casa.
Martín saludo a todos los presentes y se dirigió a su alcoba.
Ya en la soledad, Martín recordaba aquella conversación que mantuvieron alrededor de la mesa, esas palabras se repetían en su memoria una y otra vez. Era una nueva sensación que le había activado una pequeña esperanza.
Martín, se tumbó en su lecho, y se quedó meditando todo lo ocurrido, con la mirada clavada en el techo, le vino a la memoria una de las frases, con más fuerza que ninguna otra. «Padre Gonzalo, padre Gonzalo, Gonzalo…». Las imágenes llegaban alegres, entrelazándose unas con otras, él intentaba vislumbrar algo que le hiciera comprender el porqué de aquella familiaridad con el sacerdote de la Villa.
Todo era difuso, todo estaba nublado. De pronto, se incorporó de un salto, y sentó en la cama, una idea afloraba como un brote de hierba fresca. Martín se sujetó la cabeza con
ambas manos preguntándose.
—¿Y si soy un sacerdote?
*************************continurá***********************
CAP 10- MANIPULACIÓN DEL DESTINO - PASEO POR LA RIBERA DEL RÍO
Francisca Montenegro caminaba de un lado al otro de su despacho, habían pasado muchas semanas y no había recibido noticia alguna, sobre el trabajo encomendado.
Caminó con paso rápido, hacia la licorera y se sirvió una copa de brandy mientras maldecía la falta de información. Con la mirada fría y calculadora, caminó hasta el gran butacón que presidía la estancia, y allí permaneció sentada, sumida en sus pensamientos. No le gustaba la desobediencia, y no estaba acostumbrada a que sus subordinados camparan a su libre albedrío, sin acatar sus órdenes. De pronto el teléfono sonó, y Francisca respiró hondo mientras se erguía en su asiento. Levantó su mentón y alargó su mano para acercarse el teléfono.
— ¡Si Chelo! Dime—respondió con acritud— ¿Es la llamada que estaba esperando?
—Sí, doña Francisca. Tiene conferencia desde Cuba.
—Pásamela rápidamente, Chelo. ¿A qué esperas?
Inmediatamente, doña Francisca establecía comunicación con la isla de Cuba. Francisca que estaba molesta, y abroncó sin medida al interlocutor antes de que este comenzara ni tan siquiera a hablar, y acto seguido le exigió explicaciones, con todo lo acontecido hasta la fecha. Al otro lado del aparato alguien le estaba poniendo al corriente, sobre lo que con tanto anhelo estaba esperando. Minutos después de escuchar en silencio todo lo que le estaba explicando, preguntó.
—¿Entonces?, le has encontrado Si o No.
—Si señora, le he encontrado. Permanece hospedado en la hacienda Montecristo, y protegido por don Guzmán de Estrada.
—¿Has dicho hospedado? ¿Acaso Gonzalo se hospeda en la hacienda y no ha empezado a buscar a Pilar? —preguntó con sorpresa.
—Pues verá señora. Martín, que es como le llaman aquí, en el naufragio del infanta Beatriz, recibió un gran golpe en la cabeza y perdió la memoria, ahora está viviendo en la hacienda, esperando recuperarla. Esta misma semana celebran la fiesta del tabaco y acuden todos los miembros distinguidos del País. Este año, se celebra precisamente en la hacienda, Montecristo. Ya sabe, la de los puros habanos.
—Sí, y a sé lo que son los puros habanos Montecristo, pero déjate de puros habanos y continua con lo que realmente me importa.
—Pues verá, esa fiesta, será el momento idóneo para llevar a cabo sus planes.
Francisca estaba pensativa. Aquella revelación había sido muy positiva para su fin. Entonces le comentó.
—Espera un momento. ¿Dices que no recuerda nada? Pero, ¿nada del naufragio? O ¿nada de nada?
—Pues verá. Dicen las gentes de la hacienda, con las que me he cruzado y preguntado, que nada de nada. Ni siquiera su nombre, ya que el nombre de Martín fue el que dijo la hija de don Guzmán, la señorita Sol, que así se llama la joven, fue quien salvó la vida a Gonzalo.
—Inoportuna muchacha —habló a regañadientes, frunciendo el ceño—¿Estás seguro de ello?
—Seguro no, pero lo estaré, pues asistiré a la celebración. ¿Ordena algo la señora?
Francisca quedó meditabunda, aquella noticia le había modificado sus planes. Así que optó, por no precipitarse, al fin y al cabo todo parecía haberse confabulado con ella y el viento soplaba a su favor.
—No, no hagas nada de lo planeado. De momento, ve a la celebración. Después e inmediatamente, buscas un teléfono y llamas. Ya veré lo que tenemos que hacer. ¡Me has oído!—alzó la voz, gritando.
—Sí, señora. Así lo haré.
—Un fallo en esta misión y sabré como acabar contigo.
—Descuide, doña Francisca, asistiré a la fiesta y estaré ojo avizor, con todo lo que me rodee.
—Más te vale. A mí lo que te rodee o deje de rodearte me da igual. Tu prioridad máxima es Gonzalo, que te quede claro. Yo tan solo quiero que estés sobre él, acércate, y entabla conversación, lo que sea, Gonzalo nunca, me oyes, nunca, bajo ningún concepto, debe volver a Puente Viejo.
—Entendido señora.
—Pues ya sabes lo que tienes que hacer.
Y Francisca colgó el teléfono. Cogió en sus manos la copa de brandy y se la bebió de un trago, mientras relataba.
—Martincito querido. Me ha salido mejor de lo que yo me esperaba. Si realmente es cierto lo que dice, Basilio, esta vez, no tendré que intervenir. El señor ha escuchado mis plegarias y por fin te tendré donde quería, en las Américas, el lugar de donde nunca deberías haber vuelto.
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María, paseaba con Esperanza. Había decidido llevarla a la orilla del rio, y allí tomar un poquito el sol. Así se lo había aconsejado Rosario, y recomendado Aurora. María lo había aceptado por complacerlas, y en el fondo sabía que ese paseo le sentaría bien, y se distraería, esperado que por un momento podría dejar de pensar en lo que siempre le acompañaría hasta el fin de sus días, el recuerdo de su esposo, el recuerdo de Gonzalo, al que nunca podría olvidar.
Por el camino, le salió al paso, aquel enigmático caballero, que días atrás, le acompañó al Jaral.
—Buenas tardes jovencita. De nuevo volvemos a encontrarnos. Veo que hoy viene acompañada. ¿Se encuentras mejor?—dijo mientras sus ojos se clavaban en la pequeña Esperanza.
—Buenas tardes don…—María esperó a que él se presentara. El hombre con una amplia sonrisa se descubrió, y sujetó el sombrero con su mano izquierda mientras con la derecha la alargaba hasta sujetar la mano de María.
—Me llamo Severiano Menéndez Garcés.
—Mucho gusto señor. Yo me llamo María Castañeda Ulloa.
Severiano alzó su rostro y miró fijamente a María. Su rostro se iluminó y respiró profundamente, mientras repetía su nombre.
—María Castañeda Ulloa...
—Sí, esa soy yo… ¿porque me mira así?
—No será, la hija de… Emilia Ulloa, la muchacha de la casa de comidas de Puente Viejo.
María sonrió, al escuchar aquellas palabras.
—¿Muchacha?, señor mi madre hace tiempo que dejó de ser muchacha, aunque todavía conserva su atractivo, no se crea, y eso que ya es abuela.
Severiano, fingió sorpresa.
—¿Abuela? O sea que esta primorosa niñita, es su hija.
—Sí señor. La más hermosa, dulce y tierna que hay sobre la faz de la tierra.
Severiano se asomó de nuevo al cochecito. Esperanza le regaló una sonrisa y un balbuceo. Él se estremeció, al pensar que aquella niña era fruto de Emilia.
—Si me permite el atrevimiento. La niña se parece a usted. Es muy bella.
María miró a Esperanza, y con la tristeza anidada en sus ojos, sonrió delicadamente, mientras acariciando el rostro de su hija, decía con el corazón en su boca, masticando su dolor.
—No, señor. Mi hija, es el vivo retrato de su padre—y en un suspiro escapó su nombre— Gonzalo.
Severiano se dio cuenta de la tristeza de María, y cambió de conversación.
—Y bien, ¿hacia dónde se dirigía hoy? Si no le importa decírmelo.
María recuperó el semblante.
—No, no me importa—dijo mientras apartaba lentamente la mirada de su hija. Me dirijo a ver a mi tía Mariana he quedado con ella, para ir a merendar.
—Entonces me temo que hoy no podré acompañarla.
María le miró. Sentía una extraña sensación pero no podía definir cuál era ese sentimiento, hacia aquel extraño caballero.
—¿Y porque no viene usted conmigo y le presento a mi tía?
—No creo que deba ir—dijo con velada intención.
—Sí, no se preocupe, no pasara nada, mi tía aceptará de buen grado su presencia, y si usted hace poco que ha vuelto a Puente Viejo, no tendrá muchas personas con quien charlar —Severiano sonrió complacido—y de paso… podrá ver a mi madre, ¿no dice que la conoció?
Él arqueó sus cejas mientras preguntaba con entusiasmo.
—¿Va a estar tu madre? entonces, es una reunión familiar, no me parece correcto que yo vaya así sin previo aviso. Me quedará por aquí en soledad, no quisiera molestar.
—No se hable más, igual que usted el otro día se empeñó en acompañarme, e insistió hasta que lo consiguió, ahora soy yo quien se empeña en lo mismo.—María le sonrió, mientras se disponía a emprender el camino— me temo, don Severiano, que usted y yo, somos igual de cabezones, y hasta que no conseguimos lo que queremos, no nos damos por vencidos.
Y María empujó el carrito de Esperanza hacia la casa de Mariana. Severiano, caminó tras ella, mientras musitaba.
—No lo sabes tú bien, hija mía. No lo sabes tú bien.
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—Martín, ¿ya te encuentras mejor?—preguntó Sol cuando este entraba en el salón de la casa.
Él con aquella duda implantada en su interior, respondió cabizbajo.
—Sí, estoy bien, gracias.
Sol que no se creyó nada de aquello. Se incorporó y le fue al encuentro.
—Martín, por lo poco que te conozco, he aprendido a leer en tus ojos. Y sé que no es cierto. Sé que hay algo que te preocupa, ¿Qué es?
—Nada Sol—Le dijo mientras se dirigía a la butaca.
Martín se sentó, se sentía abatido y Sol lo hizo junto a él. La muchacha, acercó sus manos a las de Martín y las sujetó por un instante. Él dirigió la mirada hacia ella, y ella le habló con dulzura, mientras quedaba prendida en sus ojos.
—Confía en mí. Dime lo que te ronda por tu cabeza. Estoy deseando ayudarte.
Aquellos ojos azules como el mar, le tuvieron absorto por unos instantes, Sol, con las manos unidas a las suyas, se acercaba con peligro hacia él, sus ojos se habían cruzado y la atracción de sus labios les llenaron de deseo. Pero en aquel momento, cuando su aliento se entremezcló con ese profundo deseo, y sus labios llegaron a rozarse, el recuerdo y la duda de aquella pregunta que le rondaba la cabeza, brotó como un rayo de luz, haciendo que Martín se apartara sobresaltado de aquella situación, y se incorporara de su asiento.
—Sol, disculpa pero yo…
—No me pidas disculpas, he sido yo, que me he dejado llevar.
—Esto no puede ser. Necesito saber quién soy.
La muchacha caminó tras él.
—Martín, que es lo que temes. ¿Acaso no estás bien aquí? ¿No tienes confianza en mí?
—Sí, claro que sí, Sol, como puedes pensar tal cosa. Pero…
—¿Pero qué?—Le preguntó la muchacha.
—Nada… cosas mías. Me disculparás. Necesito estar solo.
Sol suspiró. Mientras miraba a Martín dirigirse hacia el porche de la hacienda. Sabía que de momento no podía pedirle más. Sabía que Martín necesitaba saber sobre su pasado, pero eso era muy peligroso, si sabía algo más, quizá quisiera marchar de allí, y eso ella no lo podía consentir. Tenía un único propósito, haría lo imposible por que Martín cayera rendido a sus pies, y por nada del mundo le dejaría marchar.
16/11/2014
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CAP 11- MIEDO EN EL ALMA- EL ROSARIO DE MARÍA
El aroma que desprendía el bizcocho recién sacado del horno, envolvía la pequeña estancia en casa de Mariana. Emilia, junto a ella, preparaba con esmero la llegada de María, querían que se sintiera bien, y que durante unos minutos olvidara la tragedia en la que estaba sumida. Pero Mariana, había advertido en Emilia una desazón inusual, y por ello, una vez dispuesto el bizcocho, invitó a Emilia a sentarse junto a ella.
—Ven, Emilia.
La mujer, se sorprendió.
—¿Dónde quieres que vaya Mariana?—dijo sonriendo guasona.
—Aquí, siéntate conmigo, antes de que llegue María.
Emilia obedeció, preguntándose qué le ocurriría a su querida cuñada, y la siguió hacia aquel rincón tan acogedor, situado en una esquina del pequeño salón, junto a la pequeña ventana, por donde el sol iluminaba todas y cada una de las fotografías que había ido colgando Nicolás, aportando a aquella pared de piedra fría, un poquito de calidez y momentos felices vividos por la familia, y que atrapados en aquellas estáticas imágenes, sonreían sin saber el futuro que les deparaba el destino.
—¿Te pasa algo Mariana?—preguntó, intentando cambiar la situación que intuía se avecinaba, mientras se sentaba lentamente.
—Eso me lo dirás tú.
—¿Yo? Pero qué cosas tienes—sonrió nerviosa.
—Emilia, no disimules conmigo, sé que te pasa algo, y ha de ser de enjundia, por la cara que traes desde que has llegado aquí.
—Eso son tontas tuyas. Yo no tengo ninguna cara.
Mariana, acercó su mano al mentón de Emilia, y con dulzura le dijo.
—Emilia, te conozco desde que éramos niñas, y sé que algo barruntas. Dímelo y te podré ayudar. Los problemas si se comparten parecen más pequeños. Y yo quiero ayudarte, igual que lo hiciste tú, cuando yo lo pasé tan mal. En aquel momento tú eras la que me decías que compartiera con vosotros mi pesar.
Emilia la miró, sus ojos brillaban, no por las palabras de Mariana, que agradecía, sino por la incertidumbre que se había apoderado de ella, desde el momento que tuvo entre sus manos la cajita con aquella sortija.
Suspiró profundamente y respondió.
—Mariana, te agradezco tu interés, pero no es nada malo.
—Bueno—se apresuró a decir Mariana—algo más, sabemos ya… no es nada malo, quiere decir que es algo. Cuéntame mujer.
Emilia dudo, pero sabía que podía confiar en Mariana, y que aquella idea que le rondaba por la cabeza la tenía desazonada. Miró sus manos que permanecían enlazadas junto a las de Mariana, sintiendo las acaricias de su cuñada, llenas de ternura, y decidió explicarle aquella zozobra.
—Verás, Mariana. Hace unos días, pocos días después de la tragedia de Gonzalo, empecé a encontrar por los rincones de la casa de comidas, algún que otro presente escondido para que yo lo encontrara.
Mariana, sonrió.
—¿Y eso te tiene amoscada?—Mariana le regaló una amplia sonrisa— Mi hermano siempre te ha querido bien, y de seguro que estos detalles, los hará para que vuelvas a sonreír. Si es que Alfonso te quiere mucho mujer.
—Sí, Mariana, yo pensé lo mismo. Pero no son de tu hermano—dijo nerviosa.
Mariana, se removió en su asiento, al tiempo que curiosa le preguntaba.
—¿Ah no? Y entonces, ¿quién crees que te deja esos presentes?
—Pues, no lo sé Mariana—Emilia se incorporó de la silla y caminó por la estancia.
—Pero mujer—continuó Mariana—¿Cómo puedes pensar que no es mi hermano? ¿A caso se lo has preguntado?
—No, no Mariana. Como voy a hacer tal cosa. Imagínate, si le digo que estoy recibiendo regalos de alguien, y realmente no son de él.
—Si claro, tienes razón—respondió Mariana, acercándose a su cuñada—y ¿tienes idea de quién te podría estar haciendo esos regalos? ¿Y qué regalos son esos si puede saberse?
Emilia, se giró para mirar a su cuñada.
—Pues… un perfume de jazmín como a mí me gusta, un pañuelo bordado con mis iniciales…cosas.
—Pero, Emilia, mujer ¿Y por esos presentes sabes que no ha sido mi hermano? Él sabe tus gustos mejor que nadie, y si mal no recuerdo, ya lo hizo en su momento, cuando te estaba galanteando... ¿Te acuerdas?
Mariana volvió a sonreír al recordar aquellos años.
—Ese es el problema.
—¿Cuál¿, El que ya lo hizo?
—No Mariana, que he recordado aquel momento, aquellos tiempos, aquellos años—Una tristeza nubló el rostro, y habló más calmada, con la mirada perdida en el horizonte— y cuando encontré el último regalo, el mundo se me vino encima.
Mariana la miró con preocupación.
—Emilia, mujer, me estas asustando. ¿Qué es lo que encontraste?
—¡Un anillo, Mariana! Un precioso y enorme anillo—los ojos de las dos mujeres se quedaron mirando fijamente. Emilia intuía quien podría ser aquel admirador secreto, y Mariana empezó a comprender.
—Pero, Emilia. Un anillo…
—Si Mariana,—interrumpió Emilia agitada— un anillo como el que me regaló Severiano.
—¿Quieres decir que…Severiano, puede estar en Puente Viejo?
—Y no solo eso, si no que ha estado entrando en la casa de comidas, y me ha ido dejando esos regalos por todos los rincones.
—Eso quiere decir, que te ha estado vigilando, y esperando que no hubiera nadie para entrar furtivamente y dejarlos ahí.
—Mariana. Tengo un miedo atroz.
—Dios mío, Emilia, eso no puede ser. Lo hubiéramos visto, alguien en el pueblo lo hubiera visto.—Por un momento reinó un pesado silencio, mezclado con el dulce aroma del bizcocho que esperaba sobre la mesa. Mariana rompió el momento con una pregunta.
—¿Qué piensas Emilia?
—Mariana…Creo que ha venido a por mi hija.
En aquel momento la puerta de la casa se abrió. María entró con Esperanza en su cochecito. Al entrar en el saloncito, las dos mujeres disimularon su desazón y saludaron con una fingida sonrisa a María.
—¡Hola hija mía!, ¿cómo estás cariño?
—Bien madre—respondió mientras la besaba.
—Hola tesoro—dijo Mariana—¿cómo está mi princesita?—preguntó asomándose al cochecito.
—Pues con el traqueteo del camino, se ha quedado dormidita.
—Anda pasa, no te quedes ahí—dijo Emilia mientras empujaba el cochecito mirando embelesada a su nieta y Mariana le indicaba la mesa.
—Ven siéntate aquí.
—Espera tita. Espero que no te disguste, pues he traído a un invitado.
—¿Un invitado?
—Sí, es un galante caballero que conocí el otro día, ha sido muy amable conmigo, y me ha acompañado hasta aquí. Como ha sido tan amable, pensé en invitarle a merendar con nosotras. ¿No te importa verdad tía Mariana? Además madre, dice que la conoce.
Emilia y Mariana se miraron con un nudo en el estómago, el corazón de Emilia se encogió y empezó a palpitar como un caballo desbocado. Mariana respondió.
—¡Pues claro que no me importa, sobrina! Anda, dile que pase.
Emilia y Mariana se quedaron de pie, frente a la mesa, mientras María salía de la casa en busca de aquel misterioso caballero. Instantes después, Severiano cruzaba el umbral de la puerta, María le condujo frente a su madre y su tía, e hizo las presentaciones.
—Madre, tía Mariana, este caballero es Severiano, Severiano Menéndez Garcés.
Las dos mujeres estaban paralizadas, sus sospechas se había hecho realidad. Emilia, sintió como las piernas le flaqueaban y por un momento pensó que iba a perder el sentido, pero se sujetó con fuerza al cochecito de Esperanza que tenía junto a ella, disimulando los sentimientos que en aquel momento fluían libres por todo su ser.
Severiano, sintiendo todo aquel amasijo de sensaciones que inundaban a placer en el interior de Emilia, se acercó a ellas y muy amablemente saludó.
—Buenos días señoras, Mariana. —Inmediatamente después, se acercó lentamente a Emilia sin apartar sus ojos de ella. Cogió su mano entre las suyas y se la acercó a sus labios. —Emilia, ¿Te acuerdas de mi verdad?
De la boca de Emilia Ulloa, tan solo salió un gemido.
—¡Severiano!—y todo desapareció de su alrededor.
—Señor, me envía la señorita Sol para que le diga, que la cena se va a servir en breve.
Martín, miró hacia la voz que le hablaba, y que le había traído de nuevo bajo aquel gran porche blanco, que sujetado por ocho columnas le guarecía de la lluvia que había comenzado a caer en aquel rincón de mundo.
—Ah!, si Blanca. Disculpa. Dile que enseguida les acompaño.
—Si señor.
La muchacha tras la genuflexión de rigor, salió hacia el salón a dar respuesta. Martín, cerró los ojos e intentó llenarse de aquel aroma tan primitivo, el olor a tierra mojada, mezclada con el olor de la frondosa vegetación que rodeaba la hacienda. Se incorporó de su butaca y caminó con lentitud, por aquel enorme pórtico. Aquella olor a hierba mojada, a coco y a mar, le recordaban aromas que le hacían sentir algo especial. Quizá había estado allí anteriormente, o en algún lugar, rodeado de palmeras y vegetación, quizá su familia estaría allí. No sabía que pensar, y tenía ganas de saber, pero comprendió que aquel no era el momento y decidió acompañar a sus anfitriones, que tanto habían hecho por él.
Sol, estaba radiante, como cada noche, lucía sus mejores galas, y todo era por él. Martín lo intuía, pero prefería no pensar en ello. Le sonrió.
—Buenas noches—saludó al entrar en el salón.
—Buenas noches hijo—respondió don Guzmán.
—Buenas noches Martín—contestó alegre Sol—has llegado a punto para cenar.
Todos sonrieron con complacencia y se dispusieron alrededor de la mesa. Al finalizar la suculenta cena, don Guzmán habló.
—Estás muy callado hoy hijo. ¿Te ocurre algo?
—No, señor, no se preocupe. Estoy bien.
—Eso no es cierto—interrumpió Sol—Padre, he intentado que me cuente, pero no me hace caso, pruebe usted.
Don Guzmán le miró, sabía que desde la conversación que tuvieron en sus tierras algo le inquietaba.
—Martín, ¿es por lo que hemos hablado esta mañana?
—¿Que han hablado padre?—volvió a interrumpir Sol. Martín advirtió la inquietud de la muchacha y respondió.
—De mis recuerdos Sol, o mejor dicho de la falta de ellos—con la melancolía, fruto de la incertidumbre Martín miró a don Guzmán y comentó.—En cierto modo si, don Guzmán, en cierto modo la conversación de esta mañana me ha hecho pensar, pero… eso no es todo.
El hombre, sintiendo aquella congoja, invitó a Martín a tomar una copa para poder hablar más distendidos.
—Pues, vamos al pequeño salón y tomemos un brandy mientras me cuentas.
Todos, se dirigieron hacia allí. Sol les sirvió unas copas de brandy tal como había indicado su padre.
—Tú dirás—dijo Guzmán, mientras le indicaba que tomara asiento.
Martín, miró la copa que Sol le había preparado y que sujetaba entre sus manos, sorbió de ella. Aquel sabor, que fue sintiendo en su boca, le recordó el brandy que había bebido alguna vez en el Jaral, junto a Tristán, su padre. Aunque él, en aquel preciso momento, solo percibiera su aroma y su sabor.
—¿Este brandy?
—Si hijo, acaso no te gusta.
—Si, por supuesto, es exquisito, pero… yo ya lo he bebido antes.
—Pues hijo, es un brandy excesivamente caro, ¡elixir de los dioses! Le llaman los entendidos. Y sin duda, la persona que te lo ofreció no era cualquier menesteroso, debería ser alguien sibarita de refinado paladar, pocas botellas de este brandy circulan por ahí.
—Pues eso es, don Guzmán—saltó Martín—voy recordando episodios, olores, sabores de una vida que no recuerdo, de un vacío que no lleno y que necesito recuperar.
—Pero es bueno que vayas recordando esas pequeñas cosas Martín—comentó Sol, sentándose junto a él.
—Sí, claro. Pero…
—¿Pero?—preguntó Sol.
Martín la miró.
—Hoy me ha asaltado una gran duda.
—¿Cuál hijo?—preguntó Guzmán.
—Cuando ha estado usted hablando con el padre Gonzalo, les he entendido todo, ¡y hablaban en latín!—Guzmán le miró con sorpresa. Martín continuaba relatando.—El hábito del sacerdote me ha resultado muy familiar, sus gestos, sus explicaciones, y he tenido miles de sensaciones, es como…. Es como si yo mismo hubiera formado parte de él.
—No te entiendo Martín, ¿qué quieres decir, con eso de que formabas parte de él? —Preguntó Sol alarmada.
Martín les miró con la angustia prendida en sus ojos.
—¿Y si yo fuese un sacerdote?
Sol. Cambió de color, y don Guzmán se incorporó de su asiento.
—¡Cómo vas a ser un sacerdote!
—Y ¿cómo sé que no lo soy? Lo perdí todo, en aquella tragedia, documentación, pertenencias, recuerdos. Pero he sentido una cercanía con ese sacerdote, con su hábito incluso con su nombre.
Todos permanecieron en silencio, escuchando todo lo que comentaba Martín. Sol miró de soslayo a su padre y él hizo lo propio.
—Don Guzmán, me puede decir lo que pasó en el Infanta Beatriz.
—Pues hijo mío—dijo Guzmán conmovido, volviéndose a sentar cerca de él—Yo poco te puedo decir, tan solo que te diste un golpe con nuestra embarcación y si no llega a ser por mi hija no lo cuentas.
—Lo sé, y le estoy muy agradecido por ello. —Martín miró a Sol—Y tú, que me puedes contar tú. ¿Cómo salimos los dos del buque?, ¿Cómo es que no estabas con tu padre y estabas conmigo? ¿Es que nos conocimos en la travesía? ¿Te conté algo sobre mí? ¿Cómo fue que te encontré?
—Martín, tranquilo, ya te lo he dicho. Todo era un caos, yo me encontraba sola porque me había separado de mi padre unos minutos, y fue cuando llegué corriendo a buscarle a él cuando nos encontramos los dos en el comedor del barco, entonces explotaron los cristales de los ventanales, y tú me empujaste bajo la mesa, en ese preciso momento, se escuchó un estruendo y el barco se partió en dos. El mar engulló al Infanta Beatriz, y ambos caímos al mar, cuando volvimos a vernos solo estábamos los dos, flotando en el inmenso mar. Luego ya sabes lo que pasó.
—Pero, ¿no me vieron durante la travesía, paseando por cubierta, o comiendo en el comedor? ¿Viajaba en primera, me acompañaba alguien, recuerdan algo? Por Dios, no puedo con esto.
—Pues no hijo, no podemos ayudarte.
—Martín, cálmate por favor. Esto no es bueno para tu memoria. Ya sabes lo que ha dicho el doctor.
Martín, recapacitó ante las palabras de Sol, y comprendió que no tenía sentido volver a hablar de lo mismo, estaba claro que no sabían nada de él y que tendría que esperar a que su cabeza quisiera descubrir lo que por ahora, mantenía velado.
—Está bien, no quiero ser desconsiderado. Ya iré recordando poco a poco. Me imagino, claro.
—Así será, ya lo verás Martín. Cuando menos te lo pienses.
—Puede que tengas razón Sol—Martín dejó la copa que llevaba en su mano y dijo— Ahora si me disculpan, me gustaría ir a descansar.
—Tienes nuestro permiso.
—Buenas noches.
—Que descanses Martín—sonrió Sol.
Martín, se dirigía hacia sus aposentos, pero antes de subir la gran escalinata de mármol blanco que le llevaría hasta allí, pasó frente a la biblioteca, y pensó en ir a buscar algo de lectura, para que le hiciera olvidar, sus olvidados recuerdos y poder descansar de aquel abatimiento en el que estaba inmerso.
Entró en la estancia y miró la gran colección de libros que allí descansaban, observando en silencio todos aquellos tomos colocados con delicado orden. Le llamó la atención un libro que había en una de las estanterías, se acercó a él.
—La isla del tesoro—dijo en voz queda.
Alzó su mano y tiró del libro hacia él. Al hacerlo, calló al suelo una bolsita de terciopelo verde esmeralda, vertiendo parte de lo que ocultaba en su interior. El muchacho se agachó a recogerla para volver a depositarla de nuevo en su lugar. Pero la bolsita se había abierto al chocar contra el suelo, y mostraba parte de una especie de collar y unas cuentas de marfil.
Martín, al verlo, se quedó paralizado, con la mirada clavada en las cuentas. A su mente llegaron atropelladamente, imágenes distorsionadas, pero que las sentía puras, y con mucha luz. Acercó su mano temblorosa hasta rozar aquellas pequeñas cuentas y tiró de ellas hasta sacarlas de la bolsita .
Martín, al verlo, se quedó paralizado, con la mirada clavada en las cuentas. A su mente llegaron atropelladamente, imágenes distorsionadas, pero que las sentía puras, y con mucha luz. Acercó su mano temblorosa hasta rozar aquellas pequeñas cuentas y tiró de ellas hasta sacarlas de la bolsita .
—¡Un rosario!—escapó de su boca.
La luz de la sala iluminó aquel hermoso y blanco rosario, que inmediatamente dibujó en su mente, la imagen de una mujer, que penetró en su cabeza, como una cuchilla de blanco fuego.
—«Te he traído un obsequio.
—¡Un rosario!
—Sí, bueno, no es un rosario, es... mi rosario, el que llevé en mi primera comunión. La cruz y la cadena son de plata y las cuentas de marfil»
Martín, sintió como el corazón se le aceleraba, como la sangre corría por sus venas llegando a su cabeza a borbotones, y se dejó caer. Sentado en el suelo, con el rosario en la mano, pensaba desordenadamente, ¿Qué significaba aquello? ¿Porque había recordado aquellas palabras, que le producían una paz infinita y al mismo tiempo, aquella desazón? Todo le daba vueltas, y sin darse cuenta, se encontró rozando con sus labios aquel blanco rosario, y en aquel instante sintió una suave caricia en su angustiado corazón. ¿Porque sentía aquella zozobra? Que hacía aquel rosario que tanto le hacía sentir, guardado allí, entre aquellos libros de aquella enorme librería. Y ¿Quién sería esa mujer que había surgido como un ángel en sus recuerdos?
20-11-2014
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CAP12- UNA IMAGEN, UN RECUERDO.
Martín continuaba ensimismado contemplando aquel rosario y repitiendo mentalmente aquellas palabras que había recordado. Por más que lo intentaba una y otra vez, no conseguía ver el rostro de aquella mujer. De pronto escuchó unas voces que se acercaban hacia la biblioteca. Rápidamente, se incorporó y recogió la bolsita que todavía permanecía en el suelo.
Al intentar guardar el rosario, se dio cuenta de que en su interior había varias cosas más, pero como los pasos se acercaban con rapidez, un autoreflejo hizo que Martín guardara con rapidez el rosario en el interior de la bolsa y esta la escondiera entre sus ropas y su piel. Disimulando bajo su chaleco al hallazgo que había encontrado. Acto seguido, recuperó el libro, y se acercó a la puerta, esperando que en cualquier momento alguien la franqueara, pensaba con rapidez, que era lo que iba a decir en cuanto entraran y le vieran.
Pero no fue así. Los pasos y las voces pasaron frente a la enorme biblioteca, y se debilitaron al alejarse de la estancia. Martín recuperó la compostura, espero unos momentos y abrió sigilosamente la gran puerta mirando por el resquicio hasta que comprobó que nadie podría verle. Cruzó a grandes zancadas el vestíbulo y subió como una exhalación a su habitación, cerrando a cal y canto la puerta tras él.
Ya en sus aposentos, sacó la bolsita que había guardado y la dejó sobre su escritorio, sentándose frente a él, observando en silencio aquella pequeña bolsa. Era una bolsa femenina, de las que usaban antaño, las mujeres bajo sus faldas para guardar el dinero. No comprendía, porque había corrido como un vulgar ladrón, hasta la habitación, ni que atracción tan grande sentía hacia lo que aquella bolsita guardaba en su interior.
Respiró profundamente y como en un ritual abrió con lentitud la pequeña faldriquera. En su interior encontró el rosario que había tenido en sus manos momentos antes, lo volvió a mirar intentando que las imágenes que había visto antes, volvieran a su mente. Pero no fue así. Lo dejó sobre la madera noble e inmediatamente, volcó todo lo que había en el interior.
Sobre la mesa pudo ver un collar de cuentas y unas pequeñas cartulinas. Con la curiosidad de un niño, rápidamente dirigió sus manos hacia las cartulinas que habían quedado boca abajo la una, sobre la otra, y al darles la vuelta, descubrió con asombro que eran dos fotografías, pero por desgracia, no se podía distinguir quienes estaban ahí presos en el tiempo. Cogió las fotografías y las acercó a la lámpara que había sobre la mesa. Dedujo, por el mal estado en que se encontraban que aquellas retratos había estado sumergidos en agua. Estaban borrosas, desdibujadas, manchadas y casi rotas. Martín, con mucho cuidado, pasó su mano como queriendo apartar de aquellos rostros aquellas manchas que no le dejaban adivinar de quien se trataban, quería desenmarañar las imágenes. Pero no lo consiguió. Se acercó la fotografía, para verla mejor, esperando distinguir algo más de lo poco que se revelaba, y lo que vio le dejó perplejo.
Descubrió que en una de esas fotografías habían dos personas, pero lo que más le sorprendió y que le dejó atónito, fue que en esa fotografía, una de las personas que habia sido fotografiada, era él.
Martín, dejó de mirar la fotografía un instante. A su mente le vinieron muchas preguntas. ¿Cómo podía ser? Según le habían dicho, durante el naufragio había perdido todas sus pertenencias, y ahora tenía aquellas fotografías allí en sus manos. Volvió a mirar intentando comprender, o adivinar donde había sido hecha aquella fotografía, y observó que sobre sus rodillas parecía descansar un bebé, y junto a él, el cuerpo de una mujer. Pero a ninguna de las imágenes que aparecían en aquella instantánea, se le podía distinguir su rostro. ¿Sería aquella mujer la que escuchó al encontrar el rosario? Y ¿Qué hacía junto a él con un bebé? ¡Podría ser su hermana, su cuñada, incluso su mujer. Todo aquello le parecía muy extraño, y la agitación volvió a su ser. Siguió mirando tras aquellas figuras por si distinguía algún objeto, algo que le hiciera recordar, pero solo encontró, libros, cuadros y una gran chimenea. No recordaba nada de todo aquello, y lo curioso es que él en aquella fotografía se veía feliz.
Rápidamente, miró la otra fotografía, habido de información, quizá en esa otra podría descubrir algo más. En ella, aparecían varias personas posado todas juntas, como queriendo dejar constancia de algún suceso importante para el recuerdo, recuerdo que él ahora mismo, no tenía y no podía encontrar. Volvió a mirar la fotografía…todas las personas que había en ella estaban muy juntas, parecían una gran familia, pero tampoco se podía distinguir ningún rostro con nitidez. Martín, barrió con su mirada uno a uno a todos los que allí figuraban, y cuando sus ojos llegaron a topar con una de aquellas imágenes, pudo descubrir perfectamente una cara que inmediatamente le fue familiar, era el rostro de una mujer, y ese rostro le llegó a su corazón. Sin apenas darse cuenta, de sus labios salió su nombre.
—¡Aurora! ¿Hermana?
Martín, se dejó caer sobre la espalda de la gran silla en la que estaba sentado. Alzó la fotografía y volvió a contemplarla. Entonces la duda hizo acto de presencia. ¿Quién habría escondido sus fotografías, junto aquel rosario y el collar de cuentas, en una bolsita, detrás de un libro en la biblioteca de la hacienda? Y… ¿por qué?
—¡Madre! —Gritó María, mientras corría para sujetar a Emilia que había perdido el sentido.
Severiano que estaba junto a ella, la había sujetado impidiendo que esta topara contra el suelo.
—Déjela aquí en la silla, por favor—pidió Mariana con la mirada fija en el rostro de Severiano—no sé qué le debe haber pasado ¿Quizá no comió?—comentaba la mujer.
María había llegado junto a ella, y cuando la dejaron dejado sentada en la silla, le sujetó la cabeza contra su vientre, esperando que despertara mientras le decía a Mariana.
—Tía por favor, ¿tienes algunas sales? O algo para que vuelva en sí.
—Voy a ver hija. ¡Esta mujer!—iba relatando Mariana mientras buscaba algo para que se recuperara.
Severiano permanecía inmóvil, observando todo lo que ocurría con atención.
—¿Puedo hacer algo por ustedes? —se ofreció.
Mariana había llegado con las sales y las acercó a Emilia, esta al respirar volvió en sí. Lo primero que vieron sus ojo,s fue la dulce sonrisa que le ofrecía Severiano. Ella con el corazón en un puño dijo.
—¡Severiano!
María, miró a aquel hombre que permanecía frente a ellas, sin comprender porque su madre se había desplomado al verlo. Miró a su madre y acto seguido al forastero, una y otra vez. Ellos absortos no se dieron cuenta de que María les observaba, pero Mariana que si lo había hecho, hablo, para evitar que María sacara conjeturas.
—¿Ya estás mejor cuñada?
Emilia se acomodó en su silla, y contestó confundida.
—Sí, Mariana, no sé qué me ha pasado.
—Madre, ha sido al ver a Severiano, que ha perdido la color toda, y después su ser.
Emilia se dio cuenta de que su hija, había percibido aquel estado de desconcierto, que le había producido la llegada de Severiano y eso tenía que arreglarlo inmediatamente. Pero él se adelantó.
—Ya te dije María que conocía muy bien a tu madre, ella te explicará que…
Inmediatamente Emilia se sobre puso y mirando fijamente a los ojos de Severiano, continuó.
—María hija. Te explicaré que, Severiano vivió hace muchos años en Puente viejo, y tras su marcha a las américas, lo creímos muerto, por eso al verlo ahora así de sopetón, me he sorprendido, además hija—habló para quitar importancia—desde esta mañana no he comido nada aún…
Severiano interrumpió la explicación tan descabellada, que había hecho Emilia.
—¿Me creísteis muerto Emilia?
Ella, levantando el mentón, continuó.
—Sí, Severiano. Para mí, estabas muerto. Hasta ahora que te acabo de ver vivito y coleando.
Mariana intervino al sentir que aquella conversación tomaba unos derroteros nada halagüeños estando allí su sobrina.
—Si María, todos creímos que había muerto en su travesía.
Severiano sonrió, sin dejar de mirar los ojos de Emilia, sonrió con su característica picardía, como era habitual en él. Emilia sintió como el paso del tiempo, no había ajado su gallardía, y sus canas le daban un carácter distinguido y atractivo, para toda mujer. Él que lo intuyó siguió preguntando.
—Y como está… ¿Alfonso Castañeda?
Mariana intervino.
—Bueno, como tenemos mucho de qué hablar, mejor lo acompañamos con un poco de bizcocho.
Severiano tomó asiento, pero María que se había quedado pensativa con la mirada perdida en el horizonte.
—María, ¿qué te pasa cariño? —preguntó Mariana.
Esta reaccionó.
—Nada tita. Estaba pensando en lo que acabáis de decir.
Mientras se dirigía a la mesa, Mariana le preguntó.
—Que es lo que hemos dicho, que te tiene tan ensimismada.
—Que a Severiano, le dieron por muerto en la travesía, que supongo le llevaba a las Américas. ¿Me equivoco?
Él, dejó de mirar los ojos de Emilia, y le respondió con ternura.
—Pues sí, María. Hace muchos años, como te expliqué el otro día, emprendí un largo viaje hacia el nuevo mundo, de donde he vuelto recientemente. Lo que no sabía, era que me habían dado por muerto, para mí también ha sido una sorpresa.
Emilia, al ver el estado en que se encontraba su hija, dejó de pensar en Severiano y se centró en ella. Vio como el rostro de María se iluminaba.
—¡María, hija! No estarás pensando...
—Si madre. ¿Porque no? No hemos tenido noticias de él, no tenemos cadáver al que dar sepultura, no sabemos a ciencia cierta si pudo salvarse del naufragio.
—Pero… María—dijo cogiendo sus manos entre las suyas—Hija mía, no querría que te sintieras mal. No quiero que pienses que…
—No madre, al contrario. Severiano me ha dado una pequeña esperanza—María miró a Severiano, y este le sonrió—Como el nombre de mi hija. Esperanza—La muchacha miró a su hija que dormía plácidamente en su cochecito— Nunca me daré por vencida, madre. Nunca dejaré de pensar que quizá en algún lugar, Gonzalo siga estando vivo. Nadie me ha asegurado que esté muerto, y al escuchar lo que acaban de explicar, me han abierto los ojos, y quizá dentro de unos años, pueda volver a abrazarle. —la voz de María había cambiado, el nudo que sentía en su garganta no dejaba que su voz saliera libre, esta salía entrecortadamente. Sin apenas quererlo, el llanto se había apoderado de su alma y brotaba con fuerza, alimentando una esperanza que deseaba mantener viva, y buscando una excusa para seguir con su sueño, continuó.—Lo que pasa madre, es que Gonzalo no tiene dinero, no tiene nada, lo ha perdido todo y no puede volver. Eso, es lo que ha pasado. Él está vivo, madre, y he de buscarlo.
—María…
—María no, madre. He de ir a buscarlo, tenemos que encontrarlo. Ahora lo veo claro.
—¡María, por Dios!—gritó para que María reaccionara—¡Esto no es lo mismo!
—María —interrumpió Severiano, llamando la atención de la muchacha y haciendo que esta le mirara fijamente.
—Usted no se meta en esto. Es el culpable de que mi hija esté así.
—Ahora me hablas de usted.
—No te metas entre mi hija y yo.
Severiano no hizo el menor caso, y continuó
—María, hija, mírame.
La muchacha obedeció.
—Explícame que pasó con tu esposo.
La muchacha explicó lo sucedido. Severiano continuó diciendo.
—Si lo que quieres, para quedarte más tranquila es buscar a tu esposo, yo pongo a tu disposición todo lo que tengo.
Emilia intervino, inmediatamente.
—Mi hija, no necesita nada. Y no quiero que aliente falsas ilusiones a mi hija—miró a María, y con sentida aflicción dijo —María, mi amor—le acarició el rostro—siento lo que voy a decirte, pero Gonzalo ya no está cariño. Tienes que hacerte a la idea.
La muchacha, cerró sus ojos, dejando escapar su llanto, no pudo hablar, el dolor era más fuerte que ella. Sabía que lo que su madre le decía era la dura realidad. Instintivamente miró a Severiano, él la miraba en silencio. María comprendió que en aquel momento, no podía continuar, todo aquel recuerdo le afectaba muchísimo, pero sabía que él, Severiano, era la prueba que ella necesitaba para aferrarse a una pequeña esperanza, tan pequeña como su hija, pero que la necesitaba tanto como la vida misma.
Severiano, comprendió que lo mejor sería marchar en aquel momento, pero no marcharía de la vida de su hija, ahora sabía de qué hilo tirar y aprovecharía esa esperanza de la que le hablaba su hija, para poder hacer lo que con tantas ganas había venido a buscar.
22/10/2014
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CAP 13- MENTIRAS PIADOSAS- CAYENDO EN LA RED
Emilia acompañó a María al Jaral. Intentaba por todos los medios calmar a su hija, ya que la mentira que ella misma había lanzado hacia Severiano, le había afectado en gran medida. Con los nervios del momento, Emilia no pensó en las consecuencias que sus palabras podrían causar, en el corazón tan golpeado de su hija, por eso insistía tanto en que lo que había ocurrido con Severiano, no tenía nada que ver con su esposo. Pero Emilia, no consiguió sacarle de la cabeza la idea de que Gonzalo pudiera estar vivo en algún lugar de América.
Una vez, dejó a María en el Jaral, caminó recordando todo lo ocurrido, y sintiéndose culpable por esa nueva esperanza que no pudo sacar del corazón de su hija, caminó lentamente hacia la posada, sintiendo una mezcla de sensaciones que la tenían tan triste como consternada. Temía llegar, temía que Alfonso viera la angustia reflejada en su rostro, la llegada de Severiano no vaticinaba nada bueno, y en su interior sospechaba que hubiera venido a malmeter en su vida y a ganarse el cariño de María.
Cuando Emilia llegó a la plaza, ya había anochecido. La casa de comidas, permanecía iluminada y desde su exterior observó como Alfonso, charlaba alegremente con Matías, mientras ambos recogían el restaurante acompañados por las historias que Raimundo, les explicaba desde una de las mesas del rincón.
La mujer, se detuvo frente a la ventana, con una congoja en su alma.
—«Porque has tenido que venir Severiano. Ahora que a pesar de todas los duros golpes que nos ha dado la vida, estamos tan unidos y tan tranquilos»
Matías, desde el interior del restaurante se dio cuenta que Emilia estaba parada frente a la ventana. Había advertido que Emilia estaba mirándoles con una tristeza infinita, y no quiso alertar a Alfonso. Con una excusa salió al exterior. Emilia no se había dado cuenta, de que Matías había salido a su encuentro, pues se había sentado en la banqueta que quedaba entre la posada y la entrada a la casa de comidas. El muchacho, se dirigió a ella con delicadeza.
—Doña Emilia—dijo con voz queda, mientras le tocaba el hombro para llamar su atención.
Ella, inmediatamente y recomponiendo el semblante le miró.
—Matías hijo. ¿Qué haces aquí?—fingió una alegría que no sentía.
—Eso dígamelo usted, que se va a quedar escarchada.
Emilia, le miró con cariño, y le sonrió.
—Matías, que cosas tienes. No me voy a quedar escarchada, porque ahora mismo, voy a entrar contigo para dentro.
Se incorporó y le agarró del brazo guiando al muchacho hacia el interior.
Al verlos aparecer, Alfonso fue a su encuentro.
—Emilia, mujer. Cuanto has tardado.
Alfonso la besó, y Emilia sintió ese beso más puro y tierno que nunca. Necesitaba sentir el calor de su esposo. Era un hombre maravilloso, al que nunca quisiera perder, por nada del mundo.
—Mi amor, he acompañado a María al Jaral y me he entretenido charlando con Candela y Rosario—le dijo sin apartar sus ojos de los de él.
Había mentido, pero era una mentira piadosa. No quería bajo ningún concepto que Alfonso supiera que Severiano había vuelto. No sin antes haber hablado con él y saber cuál era su intención.
—Emilia hija.
—¡Padre! —saludo.
—Alfonso tiene razón, ya estábamos dispuestos a lanzarnos al monte a buscarte—sonrió.
—Qué cosas tiene, padre. Venga, que hemos de preparar la cena, y estáis aquí, de chachara mano sobre mano. Venga, a trabajar.
—Habráse visto semejante tunanta— dijo Alfonso, mientras la cogía por la cintura y la atraía hacia sí— si eres tú la que ha estado toda la tarde de jarana.
—¿Me has echado de menos mi amor?—preguntó Emilia, acariciando su rostro.
—¿Tu qué crees?
—Anda Matías, dejemos a estos tortolos, que pasen los años que pasen, siempre están igual.
—¿Y eso es malo don Raimundo?
—Nada de eso zagal—se apresuró a responder Alfonso—Todo lo contrario.
El muchacho sonrió mirándoles de soslayo. Emilia respondió alegre.
—Eso padre, vaya yendo, y tú con él Matías, que nosotros ahora mismo os alcanzamos—Alfonso y Emilia se miraron cómplices. Mientras Matías y Raimundo se dirigían hacia la cocina sonriente.
Emilia abrazó con fuerza a Alfonso y llenó sus pulmones de aquel aire que tanto le gustaba, que tan a gusto le hacía sentir. El aroma del hombre de su vida. Alfonso Castañeda. Este miró a su mujer con una ternura infinita y ella le besó con pasión.
Habían pasado varios días desde que Martín encontrara la bolsita de terciopelo. Durante aquel tiempo, había estado analizando cada palabra, cada paso, cada gesto que tanto Sol, como don Guzmán habían dicho o hecho a su alrededor.
Cuando nadie le veía, buscaba por toda la casa algún indicio, algún dato que pudiera aclarar por qué había encontrado aquella bolsa escondida en la estantería de la biblioteca. Porque nadie le dijo nada de aquello. Pero no encontró nada que calmara su frustración. Tan solo quedaba por mirar en la alcoba de Sol, pero no podía hacerlo, pues ella casi siempre estaba por allí.
Y al igual que cada noche, al quedarse solo en su alcoba, repasaba una y otra vez, las imágenes de aquellas fotografías, y repitiendo sin parar ese nombre que había recordado al ver a aquella mujer, la que creía su hermana. Aurora, pero era incapaz de experimentar ninguna otra sensación.
Y llegó el día de la fiesta del tabaco. La gran velada estaba preparada para recibir a las mejores familias de Cuba, y como manda el protocolo. Martín acompañó junto a Sol y a don Guzmán a la recepción de los invitados.
Uno a uno fueron llegando grandes personajes del país, y unas horas después terminaban de disfrutar de una apetitosa y exquisita cena. Inmediatamente, pasaron todos al salón donde habían traído a los mejores músicos del momento. Martín permanecía sentado junto a un grupo de hacendados, y sus mujeres, la mayoría de todos ellos, disfrutaban de unos grandes puros habanos, y las mujeres reían y bebían jerez, mientras le preguntaban sobre el naufragio y como ocurrió su salvación del hundimiento del Infanta Beatriz.
Muchos de ellos también se interesaban sobre su procedencia, y las mujeres le sonreían picaronas comentando entre ellas, lo apuesto y galante que era Martín. Él ya estaba muy cansado de repetir siempre lo mismo, de sonreír hacia todos que le sonreían, de saludar a quien le saludaba, deseaba marchar de allí, pero sabía que era la noticia de actualidad y no podía más que contentar a los presentes, se lo debía a su anfitrión. Pero entonces cuando creía que iba a gritar de tanto agobio.
Sol salió en su busca.
—Si me disculpan señores. Me llevo a Martín pues tal como manda el protocolo abriremos el baile de inmediato, ya poden ir a buscar a sus esposas o novias. Caballeros.
Agarró el musculoso brazo de Martín y se dirigieron al centro de la sala. Martín inmóvil junto a ella, le dijo en voz queda.
—Sol, no se bailar.
—¿Cómo no vas a saber? Tú, déjate llevar por la música, yo te guiaré, aunque lo habitual es que sea el hombre el que guie a la mujer—la muchacha sonrió.
Sol, miró a la orquesta y dio la orden inclinando su cabeza. La música empezó a sonar, y Sol abrazada a Martín, empezó a bailar, juntos giraban dando vueltas sobre sí mismos, al ritmo de aquella melodía, tan hermosa como alegre.
Giraban y giraban, ocupando el centro de aquella sala, todo el mundo estaba pendiente de ellos, y Martín se dio cuenta de que sin esfuerzo alguno, acompasaba los pasos de Sol como si siempre lo hubiera hecho. Ella le sonreía, con aquella sonrisa amplia, hermosa. Él se dejaba ir, se había relajado, e incluso disfrutaba del momento, quizá el vino que había bebido durante la cena, o la copa de brandy que acababa de tomar, pero el caso es que había perdido la noción del tiempo, y solo se veía reflejado en los ojos de Sol. Era muy bella, y dulce, el aroma que desprendía se arremolinaba en su interior como un vendaval, y ella continuaba agarrada a su cuerpo, y sus ojos le invitaban a soñar.
La música cesó y de nuevo volvió a la sala. Sol, se había dado cuenta de las sensaciones que Martín había sentido, lo había notado en sus manos, sentido en su piel y visto en sus ojos, y en la manera que la había mirado. Él continuaba con aquella extraña sensación, cuando llegó don Guzmán junto a ellos.
—Querida hija, creo que me voy a llevar a Martín.
—Pero padre, ahora que estábamos pasándolo bien.
—No seas chiquilla, son obligaciones que tenemos los hombres de contentar a los invitados, como tú debes hacer lo mismo con las damas.
Sol, sin dejar de sentir plena satisfacción, asintió.
—Está bien, padre.—dirigiéndose a Martín le dijo—Nos veremos luego.
Don Guzmán le habló, mientras caminaban hacia un lugar en el salón.
—Martín, quiero presentarte a alguien.
—Como usted quiera don Guzmán, todo por salir de aquí unos momentos. Si no llega a venir, creo que me hubiera echado a gritar.
—¿Es que no te agrada la compañía de mi hija?
—No por Dios, como puede decir eso. Lo decía por todo… esto.
Don Guzmán sonrió, sabía que Martín no era de festejos fastuosos, se lo había notado durante aquellos meses que hacía que vivía con ellos. Y llegaron frente al hombre que quería conocerle.
—Martín, te presento a Leonardo Santacruz.
—Encantado de conocerle—saludó Martín.
—Es un placer—respondió aquel joven que don Guzmán le había presentado.
—Leonardo ha insistido en conocerte personalmente, así que te dejo en buena compañía hijo, yo seguiré atendiendo a todos mis invitados. Con permiso.
Los dos jóvenes saludaron y cuando don Guzmán se alejó. Martín se dirigió a Leonardo.
—¿Usted dirá? ¿Por qué quería conocerme?
—Me gustaría hacerle una pregunta, si a usted le parece bien.
Martín alzó sus cejas, sin comprender aquella petición.
—Por supuesto, si está en mi mano, le contestaré. Pero por hoy estoy bastante cansado de explicar la misma historia sobre todo lo que rodea al naufragio del Infanta Beatriz. Ya he dicho que no recuerdo nada.
—No, no. Discúlpeme—sonrió—, es una pregunta más… personal.
Con otra mueca, característica de él, le invitó a continuar.
—Sea, pregunte sin miedo.
Leonardo miró fijamente a Martín. Este era un gallardo muchacho, alto, bien plantado, de cabellos oscuros y ojos profundos, con una mirada penetrante, su tez morena contrastaba con el blanco y almidonado cuello de su camisa. De elegante porte, parecía de alta cuna. Leonardo preguntó.
—Es usted ¿Martín Castro Balmes?
Martín, se irguió por completo. Aquel nombre, le dejó perplejo.
—¿Cómo ha dicho?
—Si usted es Martí, Martín Castro. El español que venía en el Infanta Beatriz en busca de una mujer.
Al ver la incertidumbre y la zozobra que cubrió por completo el semblante de Martín, Leonardo se disculpó.
—Discúlpeme usted, si he sido muy brusco, en mi pregunta. Vera, desde que el Infanta Beatriz naufragó, ando buscando a un joven que viajaba en el buque. Él venía desde España, y tenía que buscarme una vez llegara a la Habana. Por eso he preguntado si usted, quizá…
Martín, ya no prestaba atención a las últimas palabras. Tan solo repetía mentalmente aquel nombre. Martín Castro Balmes. Inmediatamente, miró a Leonardo. Aquel hombre, buscaba a alguien que venía de España, y según don Guzmán él partió de allí. Miró a su alrededor y dejó la copa sobre una de las mesas, para a continuación invitar a Leonardo a que le acompañara.
—Leonardo, le apetecería que salgamos de aquí, quizá en el porche estaremos mejor y me podrá explicar, porque piensa que yo puedo ser ese hombre al que busca.
—Está bien, vayamos al porche.
Los dos hombres salieron hacia el exterior. Sol que estaba charlando entre un grupo de mujeres permanecía pendiente de todos los movimientos de Martín. Al darse cuenta de que salía de la sala acompañado de Leonardo, miró a su padre, pero este no se percató, ya que permanecía animado en medio de una conversación. Tenía que pensar deprisa, pues temía lo peor, ¿y si descubría quien era en realidad?
Una vez en el porche, los dos jóvenes ocuparon unas butacas que había junto al ventanal. La noche era apacible, y las estrellas destellaban en el infinito cielo. Leonardo fue el primero en romper el silencio.
—Bien, usted me ha traído aquí. ¿Qué quiere que le explique?, pero, en primer lugar, creo que nos tendríamos que tutear, casi somos de la misma edad.
—Bueno, pues… tienes razón. Leonardo. Bien. Fuera formalismos, y si me permite, fuera la chaqueta, no soporto estar embutido en estos ropajes.
—Está bien, por mí no se incomode.
Martín se sacó su chaqueta y ocupó la butaca junto a Leonardo. Volvió a acomodarse en su asiento y habló.
—Me has preguntado si era… Martín Castro.
—Sí, eso te pregunté.
—Bien que yo recuerde me llamo Martín y efectivamente vengo de España, pero no recuerdo nada más, quizá sí que pudiera ser él, por eso te he traído aquí fuera, quiero que me expliques que tenías que hacer con ese tal Martín.
Leonardo estaba consiguiendo su propósito, había implantado la duda en él, sabía perfectamente que tenía que continuar por ese camino si quería conseguir la confianza plena de aquel joven, para poder cumplir las órdenes recibidas. Habló.
—Verás. Pilar, mi madre, tuvo hace mucho tiempo una relación con el padre de Martín Castro, que podría bien ser el tuyo. Durante muchos años, y durante muchos meses, ella envió misivas que nunca tuvieron respuesta, hasta que cansada de su desidia, dejó de hacerlo. Pasaron años…—Leonardo, miró al horizonte apesadumbrado—hasta que un día… enfermó gravemente.
Martín escuchaba atento aquel relato que Leonardo le estaba explicando.
—Por favor, continua—pidió casi suplicante. Leonardo continuó.
—El doctor, nos comunicó que a causa de una pulmonía mal curada de juventud, este último enfriamiento acabaría con su vida. Y entonces ella decidió volver a escribir una última carta a su amado.
—Qué triste historia. Pero… ¿es que ese hombre nunca se puso en contacto con vosotros?—preguntó Martín.
—Nunca tuvimos respuesta alguna. Por eso enviamos una carta a España, mi madre quería morir en paz, y explicarle que de aquel amor…
Martín miró la tristeza de Leonardo y dijo antes de que terminara la frase.
—Naciste tú.
Leonardo asintió, sin articular palabra.
—Entonces, esperabas encontrarte con el tal Martín para acompañarle junto a tu madre, para decirle que… tú y Martín…
—Sí, Martín es mi hermano. Por eso vine a la fiesta, para poder conocerle y poder explicarle…
Martín estaba atónito, no podría creer lo que acababa de escuchar, si él fuese el Martín que estaba buscando, estaba frente a su hermano.
Entonces apareció Sol.
—Querido mío. Así que estás aquí. Me disculparás Leonardo, pero me lo tengo que llevar. Los invitados empiezan a desfilar y tenemos que despedirlos. ¿Lo comprendes verdad?
Leonardo se levantó y con una inclinación de cabeza asintió lo que Sol le indicaba. Martín, no podía negarse a ir con ella, pero quería continuar charlando con aquel joven, quería preguntarle muchas cosas, que quizá le ayudaran a comprender. Resignado, saludó a Leonardo sin antes decirle.
—¿Nos volveremos a ver?
—Por supuesto, Martín. Dalo por hecho.
—Me encantará continuar con nuestra conversación.
—¿Que conversación?—Preguntó Sol inquieta.
—Hablábamos de las culturas del país. Me explicaba cosas de su hacienda. Cosas interesantes que continuaremos en otra ocasión.
Leonardo comprendió que Martín no quería que Sol supiera lo que le estaba explicando y saludó sin más.
—Así será.
Sol arrastró a Martín lejos de Leonardo, y una sonrisa maliciosa afloró al rostro de aquel hombre que acababa de conocer. Leonardo, respiró profundamente llenándose los pulmones con aquel aire tan puro que allí se respiraba. Todo iba como estaba previsto. Sin duda Martín, había caído en su red, ahora solo faltaba dar el último toque, el toque de gracia. Y todo habría acabado para él.
23/11/2014
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CAP 14- PASIÓN ROTA- EL RECUERDO DE MARÍA.
Los invitados se habían marchado, el servicio retiraba las bandejas con los restos de comida que había sobre las mesas. Don Guzmán todavía estaba charlando con unos cuantos rezagados en su despacho, al ver que Martín y Soledad se habían quedado solos, se acercó a ellos.
—Bueno, pues ya terminó.
—Ya era hora—respondió Martín, aflojándose la corbata.
Sol sonrió, mirándole de reojo.
—¿Es que acaso no te ha gustado la fiesta?—preguntó el hombre.
—Oh! Si claro, no se lo tome a mal, don Guzmán—respondió apurado— Lo decía porque…
—Lo decía porque ha sido el centro de atención, padre. Tanto de los caballeros como de las damas.
Don Guzmán sonrió.
—Bien pues, podéis ir a descansar si lo deseáis. Pero, Martín yo venía a decirte, si querías unirte a nosotros, ya que me quedaré un poco más con mis invitados—se acercó al muchacho y dijo en voz queda— vamos a jugar unas partidas de póker.
Martín con un gesto cansado, declinó su invitación.
—No, gracias don Guzmán, se lo agradezco, pero no es momento de jugar al póker, realmente estoy cansado de tanta conversación, ahora mismo necesito tranquilidad.
—Sí, padre, doy fe, lleva explicando lo del naufragio toda la noche.
—Está bien, como queráis. Entonces, hasta mañana.
—Hasta mañana padre—Sol se aproximó a su progenitor y alzándose de puntillas le besó en la mejilla.
—Que descanse don Guzmán—se despidió Martín.
El hombre, se dirigió hacia su despacho, y cerró la puerta tras él. Sol, giró sobre sí misma y miró a Martín.
—¿Quieres que salgamos a ver las estrellas? Es una noche preciosa, y así nos relajaremos para poder descansar. A veces, si uno está muy fatigado, le es más difícil conciliar el sueño.
Martín, la miró, en silencio.
—Anda, Martín, no te hagas de rogar.
Él, al ver aquella chispa en sus ojos no pudo negarse a sus deseos, sentía una mezcla se sensaciones, entre atracción, cariño, y gratitud.
—Está bien, pero solo unos minutos. Estoy muy cansado, de verdad, tengo los músculos engarrotados, de la tensión que me han hecho pasar todos aquellos invitados pudientes. Con gusto me hubiera ido corriendo.
—Lo sé—rio Sol—por eso es mejor que me acompañes, ya verás, no te arrepentirás.
—Está bien pues, vamos—dijo él.
—Pero…—Sol, se digirió hacia una mesa del salón— No sin antes llevaremos una botella de ron, para tomarnos unas copitas—propuso la muchacha, con voz queda guiñándole un ojo.
Martín la miró sorprendido.
—¿Nos tomaremos? ¿Es que tú, piensas beber ron?—bromeó.
—Tu sígueme.—respondió mientras reía llena de vida. Sol, llevaba dos copas en una mano, mientras en la otra agarraba con fuerza la botella de ron—¿Vamos?
Martín, sonrió moviendo la cabeza, Sol era como una brisa de aire fresco, como una alegre muchachita inocente y feliz, y aunque él, continuaba analizando cada paso que daba, desde que encontró aquella bolsita, cuando miraba a la muchacha, su corazón le decía que aquella joven era incapaz de haber cometido tal engaño.
Caminó tras ella, en realidad quería evadirse de todo aquel recuerdo del naufragio que había estado repitiendo una y otra vez, durante toda la velada. Y pese a que Leonardo y su historia ocupaban gran parte de su pensamiento, en aquel momento, le apetecía descansar, reír, pasear, o simplemente conversar de cosas banales.
—»Mañana será otro día»—pensó, y continuó caminando tras la muchacha, que correteaba delante de él.
Al salir al exterior, sintió como el calor de la noche se pegaba a su piel. Era un noche cálida que invitaba a disfrutar de aquel maravilloso espectáculo que formaban las chispeantes estrellas. Sorprendentemente Sol, no se había sentado en la butaca que momentos antes compartiera con Leonardo. La muchacha había bajado las blancas escaleras del porche y se dirigía hacia la explanada que quedaba un poco más alejada de la hacienda.
—¿A dónde vas?—gritó Martín.
—Tú sígueme. Te voy a llevar a un lugar que te va a encantar.
Él continuo caminado tras Sol, hasta que ella se paró.
—Mira el cielo. A que es bello—le dijo en cuanto sintió que estaba junto a ella.
Martín miró hacia el infinito. En aquel lugar, las estrellas eran tan copiosas que no dejaban resquicio alguno, entre unas y otras. Eran, como polvo de plata, formando dibujos abstractos llenos de pequeños resplandores, ofreciendo un espectáculo, inusual.
Sol, se dio cuenta de que Martín estaba absorto disfrutando de aquella visión tan cautivadora. Se sentó en el frondoso suelo y llenó las dos copas de ron, ofreciéndole una a Martín mientras le decía.
—Ven siéntate aquí junto a mí, y contemplemos en silencio esta maravilla de la naturaleza—él obedeció, y sorbió de la copa. Sol continuaba hablando—Cuando me siento triste, o sola, vengo a contemplar las estrellas.
—¿Acompañada por una botella de ron?—se chanceó Martín, a la vez que volvía a sorber de aquel excelente ron, que esta vez sintió mucho más fuerte, y tuvo que hacer grandes esfuerzos para tragar y evitar toser tras su deglución. Martín miró su copa con el ceño fruncido.
—¿Te burlas de mí?—preguntó Sol, con fingida molestia.
—No, mujer, era chanza—Se disculpó. Y volviendo a mirar al infinito dijo—Desde luego es un precioso lugar. Nunca hubiera imaginado poder contemplar una visión tan maravillosa.
Sol respondió coqueta.
—Aquí, en cuba, hay muchas cosas maravillosas que puedes descubrir… si tú quieres, claro.
Martín la miró. Aquellos ojos azules relucían con el brillo de la luna llena.
—Ah sí… ¿cómo cuáles?—dijo siguiéndole el juego.
—Pues…por ejemplo… tenemos una cura infalible para el agotamiento.
—¿Infalible? —Soltó una carcajada—¿infalible cómo qué? ¿Una buena cama y unas horas de descanso? Eso creo que está en todas partes del mundo, no solo en Cuba.—dijo mientras cerraba los ojos moviendo la cabeza de un lado al otro. Realmente estaba más agotado de lo que imaginaba y ya era hora de retirarse a descansar.
Sol, le miró pícara, pero él no se dio cuenta de nada permanecía con los ojos cerrados, frotando sus fuertes hombros. De pronto ella dijo.
—¡Quítate la camisa!
Martín, la miró sorprendido, alzando las cejas, a la vez que sonreía por aquella ocurrencia.
—¿Qué quieres que me quite qué?
—La camisa, te he dicho que te quites la camisa. No te voy a hacer nada. Tan solo quiero darte un masaje para relajar tus músculos, ya te he dicho que teníamos un secreto infalible para el agotamiento. Deja y verás.
—Pero Sol como pretendes que…
Pero la muchacha ya le estaba desabrochando su camisa.
—Anda, no te hagas de rogar... Será un momento y luego nos vamos.
Sin darse cuenta, Sol había conseguido su propósito, le había desabrochado su camisa y permanecía esperando que Martín terminara el trabajo, mientras ella se situaba de rodillas detrás de él. Martín, se desabrochó los puños y se quitó la camisa como había pedido Sol.
—¿Contenta?
—Tu relájate y déjate llevar—acercándose a su oído, le susurró— Si cierras los ojos, sentirás como los músculos se van relajando y ya verás cómo te encontrarás mucho mejor.
—Está bien, a ver como se te dan esos masajes.
Tal como le había indicado la muchacha, cerró los ojos y se dejó hacer.
Las manos de Sol, empezaron a masajear su cuello una y otra vez, con cuidado, con mimo, bajando acompasadas por sus anchos hombros, y deslizándose por su fuerte espalda, dibujando sobre su piel, círculos que a él, le producían un gran placer. Martín se sentía a gusto y mucho más relajado. Sol, fue acariciando la espalda suavemente…, lentamente…, midiendo cada uno de sus gestos y controlando la presión de sus manos y sus dedos, quería que Martín se evadiera del mundo y que tan solo se concentrara en sus carias, que tan solo pensara en sus manos, que tan solo la sintiera a ella.
Él, empezó a sentir una mezcla de cálidas sensaciones. El aroma de la hierba húmeda de la noche, el sonido de los grillos, la calidez de la luna, mezclado con el perfume de Sol, le transportaba a un lugar muy lejano de allí, el ron que había tomado, mezclado con aquellas sensaciones le estimularon los sentidos, las cálidas manos que le acariciaban su piel, le hacían sentir chispas electrizantes de placer, consiguiendo que todo su cansancio fuera desvaneciéndose lentamente, llevándolo a un estado de embriaguez y gozo. Martín, no sentía nada a su alrededor, tan solo las manos de Sol, y una sensación de paz y de satisfacción se mezclaron en su interior.
De pronto, todo su cuerpo se irguió al sentir como los húmedos labios de Sol, se deslizaban con dulzura por su cuello, dando pequeños besos y suaves mordiscos, que le hicieron estremecer. Su largo cabello ensortijado, cayó como una cascada sobre su pecho desnudo, haciéndole sentir un escalofrío de placer. Los besos de Sol, fueron subiendo lentamente hasta llegar al óvulo de su oreja, dónde ella, presa de su pasión, volvió a mordisquear delicadamente, y empezó a juguetear con su lengua. Martín sintió su aliento, escuchó un suave gemido y notó su respirar. Un impulso hizo que dejara su posición y buscara sus labios para saciar aquel deseo incontrolado que había suscitado en él. De pronto, se encontraron el uno frente al otro. El resplandor de la luna iluminó el cabello de Sol, era tan bella. Martín la miró intentando perderse en sus ojos, ella deseosa de sus labios, esperaba ese beso tan anhelado. Él, cogió su rostro entre sus manos y la besó, el beso apasionado fue cada vez más profundo, dando paso, a un fluir de deseos incontrolados. La deseaba y la besaba como si no existiera un mañana. Sus manos buscaban sus cálidos cuerpos para saciar su frenesí, pero, cuando la noche fue presa de su pasión Martín sintió en su corazón un pellizco tan profundo como intenso, y entonces miles de imágenes brotaron en su mente, iban y venían a placer, hasta que todas ellas formaron la imagen nítida de una mujer, una mujer joven, morena, que le sonreía, y le besaba tan apasionadamente como lo estaba haciendo ahora. Una bellísima mujer que clavada en sus ojos le decía cuanto le amaba, una mujer que desde la distancia, asomaba por entre las sombras, para darse a conocer. En aquel momento, pudo verle el rostro. Martín, que había detenido en seco su desenfreno, se apartó de la muchacha como una exhalación, quedando arrodillado frente a ella, con la mirada perdida entre las sombras de la noche, buscando aquel rostro angelical. Sol, sin comprender lo que le había sucedido, se incorporó quedando sentada junto al muchacho.
—¿Te pasa algo Martín?
Y su voz salió de su alma, subió por su pecho, para escapar por sus labios formando su nombre.
—¡María!
Sol, se quedó inmóvil, comprendiendo que Martín había recordado a alguien de su pasado. Posiblemente sería la mujer de la fotografía que había escondido junto a sus pertenencias. Un sentimiento de celos se apoderó de todo su ser. Él, que continuaba en la misma posición, miró a Sol, cogió su camisa y se incorporó mientras decía.
—No entiendo que es lo que ha podido suceder, no tiene sentido. Perdóname, ha sido un impulso, no pretendía…
Sol se incorporó, para sujetarle los brazos, quería volver a besarlo para poder sacar de su mente aquel recuerdo que con tanta virulencia había llegado a él.
—Pero Martín, no tienes que disculparte, ha sucedido, no tienes que pedir perdón—le decía mientras intentaba acariciar su rostro.
Él se apartó, mientras se ponía la camisa.
—Sol, por suerte nos hemos dado cuenta a tiempo.
—Dado cuenta a tiempo… ¿a tiempo de qué?
—De cometer un error—alzó la voz enojado con él mismo.
—¿Un error? Pero tus besos eran ciertos, los he sentido apasionados.
Martín negaba con la cabeza. Ella continuaba a su alrededor intentando que la mirara.
—Martín, por favor, ¿qué ha pasado para que me dejes así? ¿Quién es esa María que has nombrado? Martín, mírame por Dios.
—Lo siento Sol, no era mi intención hacerte sentir mal, de verdad que lo siento. Pero no puedo seguir con esto. Ha sido fruto del cansancio y del alcohol. Necesito estar solo, necesito pensar.
Martín dio media vuelta y caminó con rapidez hacia la hacienda, tal como le había dicho, necesitaba estar solo, necesitaba pensar. Quería llegar a su alcoba y mirar esas fotografías que tenía guardadas a buen recaudo. Aquella mujer que acababa de ver, sin duda alguna sería la mujer que estaba junto a él. Pensó en Leonardo, tenía que verle, él podría despejar muchas más incógnitas sobre su vida en España y sobre ese nombre. María, esa era ahora y siempre, aunque ahora no lo recordara, su prioridad.
—Pero... Martín. ¡A dónde vas! ¡Vuelve! ¡No me dejes aquí!
Pero Martín ya no la oía. Y Sol se quedó sola en la explanada, con una rabia infinita, que se acrecentaba al recordar el motivo de su abandono, el nombre que Martín había pronunciado con tanta devoción.
—Me las pagarás Martín Castro. A mí nadie me deja así. Siempre he conseguido todo lo que he querido, y tú no vas a ser una excepción—y arreglándose las ropas espetó— A Sol de Estrada y Menocal, nadie la abandona y menos por una mujer.
26/11/2014
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—¿Para mí? ¿Y que es, si puede saberse?
Cotinuará
CAP 15- INSOMNIO- LA GRAN MENTIRA
Aquella noche Emilia no podía conciliar el sueño, daba vueltas y más vueltas porque cada vez que cerraba sus ojos veía de nuevo a Severiano.
—Dios mío, para que has vuelto.
Alfonso, dormía junto a ella. La mujer le miró, la ternura que desprendía aquel rostro que descansaba junto a ella, le hizo sonreír con ternura. Le amaba, le quería como a nadie en el mundo. Alfonso la hacía feliz. Cerró los ojos con complacencia queriendo retener aquella imagen tan placida y hermosa en lo más profundo de su ser, pero en su cabeza sonó una carcajada que abrió paso a la nítida imagen de Severiano, que reía estrepitosamente.
—Maldito bastardo. Tengo que saber a qué has venido.
Emilia, se incorporó lentamente, se calzó, y tapando su cuerpo con una toquilla que tenía a los pies de la cama, se dirigió hacia la cocina para prepararse una manzanilla y poder así conciliar el sueño.
Al salir de la cocina con la taza en su mano, se encontró con la Isabel, la joven que hacía unos días se había instalado en la posada.
—¡Ay, Isabel, que susto me ha dado mujer! ¿Se siente mal, necesita algo?
La muchacha sonrió de una manera extraña.
—No doña Emilia, solo, que la he oído bajar y he venido a darle esto.
Isabel alargó su mano y le dio una nota.
—¿Para mí? ¿Y que es, si puede saberse?
Isabel respondió.
—Tendrá que averiguarlo usted misma. Solo le diré, que me la ha dado mi patrón.
—¡Su patrón! ¿Y me lo tiene que entregar a estas horas? ¿A caso es urgente?
—No lo creo señora, pero me ha dicho que espera respuesta y que se lo entregara cuando estuviera sola, y ahora lo está, ¿verdad?
—Bueno, si mujer, pero…
—Ábralo y dígame, lo que le tengo que decir a mi patrón.
Emilia dejó la taza que llevaba en su mano y cogió la nota. La abrió, y la leyó en silencio.
El rostro de Emilia iba transformándose a medida que iba leyendo las palabras que contenía aquella misiva. Su tez se volvió pálida como la cal y tuvo que sentarse para poder continuar leyendo la nota.
Cuando hubo terminado, miró a Isabel y preguntó.
—¿Has sido tú, quien…
—Sí, doña Emilia, por su puesto, ¿quién sino?
Emilia dejó caer sus manos sobre la mesa y se quedó angustiada por el significado de aquella nota. Isabel le preguntó.
—Bueno, pues, ¿qué le tengo que decir a mi Patrón?
Ella, la miró, estaba ausente, consternada. Respondió casi como un autómata.
—dile…dile, que iré.
Isabel sonrió y se despidió de ella, dirigiéndose a su habitación. Emilia se quedó sola, en aquel frio lugar, que ahora se le advertía grande y vacío. Y una lágrima brotó de sus hermosos ojos.
Martín había llegado a su alcoba. Cerró su puerta para que nadie, pudiera molestarle. Se sentía mal, estaba colérico con su actitud, y necesitaba ver a Leonardo lo antes posible. Se aproximó al lugar donde había escondido sus pertenencias y sacó la bolsita verde. Necesitaba verla de nuevo, necesitaba recordar si aquella mujer que permanecía sentada junto a él, era María. Se dirigió a su bufete y se sentó en la cómoda silla que lo presidía. Sacó con mucho mimo las fotografías que contenía la bolsa, y las dejó sobre la mesa una junto a la otra. Y allí estaba, inmóvil, tal como estaba él en aquel momento. Sus ojos buscaron entre las arrugas del papel y el deterioro que habían sufrido por el agua, el rostro de aquella mujer, y aunque no pudiera verlo, percibió una gran felicidad, atrapada en aquel papel, una felicidad que antes no había advertido, pues su rostro, el de él, sonreía feliz, y se intuía que el de aquella mujer, también lo hacía. Sus cabezas unidas, apoyadas una junto a la otra, era indicio de una estrecha relación, una relación que intuía, iba más allá de una buena amistad, ya que lo que sostenían ambos en su regazo, era la figura de un bebé. Un desasosiego se apodero de su ser, cuando miró con detenimiento cada recodo de la imagen. De pronto Martín, sintió en su interior un sentimiento de ternura y dejó la fotografía sobre la mesa, y la miró desde la distancia. Sin darse cuenta, se encontró acariciando suavemente con su dedo, el estropeado rostro de aquella pequeña criatura, y entonces fue cuando comprendió que esa fotografía no podía ser otra que la fotografía de una familia, de su familia.
Y con una inevitable necesidad, volvió a pronunciar su nombre.
—María… Dios mío, solo se tu nombre, pero no recuerdo nada más de ti. Supongo que este rorro será nuestro hijo, pero como saber si sois parte de mí.
Martín, se quedó mirando la imagen durante unos instantes y al punto se incorporó de la silla, dirigiéndose con premura hacia su ropero. Sacó su mochila y guardó en ella, las pocas pertenencias que había encontrado en el interior de la bolsita, y salió de su habitación. Andaba rápido, y con un solo propósito, tenía que ir en busca de Leonardo. Así que se dirigió a las cocheras, sin encontrarse a nadie en su recorrido.
—Manuel—preguntó al cochero—¿Sabes por casualidad donde vive Leonardo?—El hombre alzó las cejas—Si, ¿Un joven, bien parecido que ha asistido hoy a la fiesta del tabaco?
—Pues verá usted, señorito. No sé bien de quien me habla.
—Un joven de mi misma edad más o menos, que según me comentó tenía una hacienda por los alrededores. No recuerdo su apellido, Leonardo… Santa..—Martín estaba haciendo un gran esfuerzo por recordar su nombre. Manuel, le interrumpió.
—¡Ah! Santacruz. El señorito, Leonardo Santacruz.
Martín lo miró con alegría.
—Eso… Santacruz. Leonardo Santacruz. ¿Sabes dónde vive? O ¿dónde puedo encontrarlo?
—Pues sí, claro, patrón. Leonardo Santacruz, es el propietario del nuevo hotel que hay en Cojimar. A las afueras de la Habana.
—¿Cómo se llega hasta allí?
—Pues verá señor. Tiene que ir rodeando la ladera del monte, y después todo recto, hacia el mar.
—Y… ¿A qué distancia está de aquí? ¿Cuánto podría tardar en llegar?
—Dependerá del caballo que elija señor, pero uno que corra bien, y a galope, sobre una media hora más o menos.
—Está bien, ensíllame un caballo, por favor. —Martín se quedó pensativo, mientras Manuel iba a cumplir lo ordenado.
—¡Manuel!—llamó.
—¿Señor?
—Ensíllame el más veloz.
—Enseguida, señor pero… permítame que le diga, que a estas horas…
—Manuel—le dijo intentando que el hombre obedeciera sin más— Ve rápido por favor.
—Sea pues. Como guste.
La claridad de la luz de la luna llena le guio durante todo el camino. Martín cabalgaba sobre el hermoso caballo que Manuel le había preparado, galopaba a todo lo que daba el animal. Sin apenas conocer el camino, se dirigía por intuición según las indicaciones que le había facilitado el bueno del cochero.
Acostumbrado como había estado siempre a guiarse por la selva. Martín se sorprendió ante aquella facilidad que tenía para orientarse por la noche, tan solo mirando las estrellas, por lo que en poco más de media hora estaba ante la gran casona de Leonardo Santacruz.
Se apeó del caballo y a grandes zancadas subió las escaleras que le llevaban a la entrada principal. Golpeó con energía sobre la gran puerta blanca que le impedía la entrada al interior. Inmediatamente, un lacayo, abrió el portal.
—¿Se encuentra en casa Leonardo?
Dijo, sin presentarse atropelladamente. El criado, le miró con recelo.
—Señor, mire usted la hora que es. El señor ya está descansando.
Martín, entró casi a empujones, como un vendaval en la casona.
—Pero, señor… ya le he dicho que…
—Por favor, dígale que estoy aquí. Dígale que Martín, el español, está aquí.
Pero no hizo falta. Leonardo le había oído llegar y bajaba las escaleras para recibirle. Todo se había adelantado, los acontecimientos habían dado un giro espectacular, tenía que cambiar rápidamente sus planes, pero le iría bien tenerle allí.
—¡Eduardo!—llamó a su criado, atándose el batín—No te preocupes, ya le atiendo yo.
—Señor, siento que…
—Nada, Martín es… casi como un hermano—dijo mirándolo fijamente mientras se acercaba a él—Puedes retirarte.
Eduardo obedeció y Leonardo le invitó a pasar al despacho.
—¿Qué ha ocurrido para que vinieras esta misma noche?, cuando me he ido de la fiesta, estabas tranquilo y ahora mismo te siento azorado.
—pues sí, Leonardo. Me tendrás que disculpar pero…—Martín le miró. Leonardo supo que lo que tenía que contarle sería de enjundia, por lo que le invitó a tomar una copa.
—Te apetece un brandy y hablamos con más tranquilidad.
Martín hizo una mueca de gratitud con la boca, y asintió.
—Está bien. Creo que la necesitaré.
Se dirigieron al despacho y Martín habló mientras Leonardo servía las copas.
—Leonardo, necesito que me cuentes todo lo que sabes sobre mi supuesta vida anterior. Por lo que me acaba de suceder, presumo que puedo ser ese Martín que andas buscando. Necesito respuestas y creo que tú me las podrás dar.
Leonardo, le miró de soslayo, y sorbió de su copa.
—Está bien, ponte cómodo tenemos mucho de qué hablar.
Martín se acomodó, con la mirada ávida por saber.
—¿Qué quiere que te cuente? Poco se de ti, tan solo lo que me explicaste en tus misivas.
—¿Yo, te escribí?
—Si. Ya te conté que tu padre y mi madre…
—Sí, perdona, eso ya lo sé... Pero dime. Mi nombre es Martín...
—Martín Castro.
Martín bebió de su copa. Respiró hondo y preguntó.
—¿Sabes si estoy casado? ¿Si tengo hijos? ¿Si mi hermana se llama Aurora?
Leonardo no sabía que contarle, pero como todo su plan iba a la perfección explicó lo que sabía por mediación de doña Francisca Montenegro, necesitaba pensar con rapidez y hacer que Martín creyera su farsa para ganarse su confianza.
—Poco se de ti. Pero sé que enviaste varias cartas al hospital donde estaba ingresada mi madre, en ella comentabas que erais los hijos de Tristán.
—¿Éramos?
—Sí, ambos. Te presentaste como Martín y Aurora Castro. Hijos de Tristán.
Martín, sintió un escalofrío que le recorrió toda su espalda, haciendo que se irguiera en su butacón.
—¡Tristán Castro!—dijo con voz queda.
A su mente volvieron recuerdos de su niñez. Cuando jugaba a ser un soldado, en el jardín de la casona, cuando le llevaba de la mano paseando por Puente Viejo, cuando le trajo su caballo de madera, precisamente de Cuba.
—Sabes el nombre de donde procedía la carta—preguntó sin levantar la mirada de su copa.
Leonardo respondió, mirando y analizando cada gesto de Martín.
—Puente Viejo, tus cartas o telegramas, llegaban de Puente Viejo.
Entonces todas las piezas en su mente, ocuparon su lugar.
—¡Puente Viejo! —repitió como si todos los recuerdos de su vida cayeran sobre él en aquel preciso momento.
Martín, ensimismado, con la mirada fija sobre su copa, recordó, de nuevo a su padre, él abrazo cálido y tierno que sentía cada vez que se refugiaba en él, una sensación de añoranza broto de sus entrañas, y un brillo afloró en sus ojos, los cerró con delicadeza, dejando que aquellos recuerdos brotaran con fluidez y con una nitidez casi real. Recordó su grave voz, que tantas veces le había calmado en sus noches de infancia, le había mimado leyendo aquellos cuentos de soldados, y sus conversaciones hasta altas horas de la madrugada, sus consejos. Recordó sus lágrimas cuando hablaban de su madre. Pepa la partera, una gran mujer, con la que pudo compartir algunos momentos de su tierna infancia. Martín sonrió, con una profunda melancolía, sentía un nudo inmenso en su garganta que le aprisionaba para salir, y fue entonces cuando recordando a su madre muerta, cuando recordó el día que volvió a Puente Viejo, y el motivo por que volvió allí. Recordó a don Anselmo, el párroco de la villa, a Emilia y Alfonso, Raimundo su abuelo, a Rosario y Candela a su hermana Aurora y a María. María… una joven pizpireta que vio en la plaza nada más llegar a ella.
—¿Martín, me oyes?—interrumpió Leonardo.
—Disculpa, es que… estaba recordando.
—Me he dado cuenta. Y me alegra comprobar que recuerdas tu pasado.
—Tengo que decirte que, al nombrar a…—Martín se emocionó, no podía hablar.
—Nuestro padre.
Martín levantó su mirada y miró a aquel muchacho que permanecía junto a él, y que acababa de recordarle que les unía un vínculo inquebrantable, para toda la vida, el vínculo de la misma sangre. Leonardo sonrió mientras decía.
—Si has recordado que Tristán es tu padre, ahora sé que por fin, estoy frente a mi hermano, que no murió en aquel naufragio. Puedo decir que tu si eres Martín Castro.
Martín movió la cabeza asintiendo en silencio. Miró a Leonardo conmovido por aquella situación. El recuerdo de su vida, y la buena nueva, al descubrir que tenía delante de él, a su hermano.
—Pues sí. Leonardo. Estoy empezando a recordar. No sé el motivo de mi viaje, pero lo que sé, es que me has ayudado a recordar, al menos, quien soy. Ahora sé que podré volver a casa tranquilo, y que según me explicas, lo que me trajo a Cuba fue a buscarte a ti.
—Celebremos pues. Que nos hemos encontrado¸—dijo Leonardo poniéndose en pie, y abriendo sus brazos para abrazar a Martín—esto lo tenemos que celebrar hermano.
Martín, se incorporó de su butacón, y abrazó a Leonardo. Instantes después. Leonardo llamó al servicio. Martín se sentía cansado y comentó.
—Pero, mañana ya celebraremos, es tarde y tengo que volver a la hacienda Montecristo.
—De ninguna manera, voy a permitir que mi hermano permanezca ni un minuto más lejos de mí. Tenemos mucho de qué hablar, y si está en mi mano, te ayudaré a recordar, aunque yo poco puedo hacer al respecto. Hasta hace poco, no sabía que tenía más familia. Me creí solo en el mundo.
—Pues ya ves que no—dijo Martín, y se abrazaron complacidos.
—Deseaba algo el señor—dijo el mayordomo, tras abrir la puerta del despacho.
—Sí, Eduardo—habló Leonardo cogiendo del hombro a Martín—tráenos una botella del mejor Champany. ¡El mejor de Francia!—y dirigiéndose a Martín le comentó—Te gustará.
—Enseguida señor.
Al momento, Eduardo estaba de vuelta, con una botella del mejor Champany y dos copas de cristal de bohemia.
—Déjalo ahí, yo mismo lo serviré. Puedes retirarte.
—Está bien señor.
Eduardo, cerró la puerta tras salir del despacho. Leonardo se dirigió a la mesa donde había dejado la bandeja y mientras descorchaba la botella decía.
—Querido hermano. Me has disipado toda duda. Ahora ya sabemos ambos quien somos y que lazos nos unen.
De espaldas a Martín, Leonardo servía ambas copas, pero de uno de los botellines que tenía en mueble bar, vació unos polvos blancos en la copa de su supuesto hermano. Sonriente dio media vuelta y se la ofreció para brindar.
—Mi querido hermano. Por nuestro futuro, y porque nuestros sueños y propósitos se conviertan en realidad.
—Brindo por ello—brindó eufórico Martín al poder por fin respirar tranquilo.
Ambos bebieron de sus copas.
De pronto Martín tuvo una pesada sensación de cansancio.
—Me disculparás pero… no sé lo que me está pasando, de pronto me siento muy cansado—Martín estaba haciendo un esfuerzo por mantenerse despierto—. Casi no puedo abrir los ojos.
En aquel momento, la visión se empezó a nublar, no podía articular palabra, todo giraba a su alrededor. Miró a Leonardo, que sonreía frente a él, pero llevaba algo en su mano. Martín no entendía nada, intentaba distinguir que era lo que le mostraba Leonardo, y en un momento de lucidez lo vio. Leonardo le estaba apuntando con una pistola. Este le espetó.
—Eres un ingenuo, un incauto. Ha sido más fácil de lo que creía. Y ahora ya estás en mi poder. Lo siento amigo, tengo que matarte.
—Pero… ¿qué estás haciendo? ¿Somos hermanos?... ¿Acaso quieres dinero? ¿La herencia que por su puesto te pertenece?
—Cállate, y bebe.
Martín intentaba asimilar lo que estaba escuchando, era evidente que aquel hombre, no era su hermano, y que le había puesto algo en la copa.
—¿Por qué haces esto? ¿Qué mal te he hecho yo?
—Eres un melindre. ¿Quién crees que me ha pedido que te mate?
Martín pensó con rapidez, pero sus recuerdos todavía tenían lagunas.
—No entiendo nada, Leonardo. Ven conmigo a Puente Viejo, y te prometo...
—No estás en disposición de prometer nada. Y te diré quién ha sido.
Martín le miró atónito. No podía creer lo que veían sus ojos.
—A sido Doña Francisca Montenegro, ahora, ella tendrá lo que quería, tu cadáver y yo recibiré mi recompensa, su dinero
—¡Francisca! —dijo con un hilo de voz. Leonardo continuó hablando.
—Y sí, claro que quiero la herencia, y la tendré, si no toda un gran pellizco, que me permita vivir el resto de mi vida holgadamente. Pero… quiero que sepas, que ni a ti, ni a mí, nos une sangre alguna. Tú estás aquí, porque tu querida abuelita me prometió mucho dinero por acabar con tu vida, yo fui quien envió la carta de la supuesta madre enferma, Pilar, para que tú, sabiendo que eres defensor de las causas justas, y del honor de los tuyos por encima de todo, viajarías hasta aquí, para enmendar la falta de tu padre, y así lejos de Puente Viejo, pudiera acabar con tu vida, y así salir por fin de la vida de su ahijada, tu querida María.
Martín intentó ponerse en pie, pero el láudano había hecho mella en él, y calló de rodillas al suelo, donde segundos después se desplomó inconsciente.
Leonardo, guardo su revólver y dijo en voz queda.
—Por ahora mi querido hermanito, desaparecerás y todo se hará a mi manera—miró su copa mientras decía— Francisca Montenegro, a partir de ahora soy yo, el que toma las riendas del juego. Abuelita, no sabe dónde se ha metido. Ni de lo que soy capaz, no lo sabe.
29/11/2014
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CAPITULO 16- UNA ILUSIÓN- UN JURAMENTO
Candela entró en el salón del Jaral, junto a Severiano, que se había acercado para rendir visita a María. La mujer al ver el salón vacío llamó a la muchacha mientras ofrecía asiento al invitado.
—¡María, hija! Siéntese por favor, ahora mismo le digo que venga.
—No quisiera molestar.
—Tranquilo, debe estar con Esperanza. Voy a acercarme a la habitación y le digo que está usted aquí, espere, por favor.
Severiano hizo lo que le había indicado Candela, se desabrochó la chaqueta, y se sentó cómodamente esperando en silencio la llegada de su hija. Pero fue Rosario la que entró antes de que María llegara junto a él.
La mujer venía del pueblo, donde había bajado a comprar viandas para la cena. Al entrar en el salón, a Rosario se le vino el mundo encima. Por muchos años que hubieran pasado, Severiano continuaba igual, y aunque su vestimenta le confiriera una situación distinguida y de buena economía, ella lo reconoció al instante, aquel truhan que esperaba apoltronado en su salón era el granuja que engañó a Emilia. Aquella cara, la miserable sonrisa y lo que le había hecho a su hijo y a la bondadosa de su nuera, nunca se lo podría perdonar. Él, al verla, se levantó de un salto. Era a la única persona que no esperaba encontrar allí.
—¡Rosario!—se sorprendió.
La mujer permanecía parada frente a él, con la mirada de antipatía calvaba en la suya, sin pensarlo ni un instante, Rosario, le pidió explicaciones.
—¿Qué haces tú aquí, sinvergüenza? ¿A qué has venido Severiano?
Él, al sentir aquellas palabras llenas de rabia y desaprobación, respondió altivo.
—Señora, sin faltar. Como verá estoy en casa de mi hija. He venido a verla, a ella y a mi nieta.
Rosario miró a su alrededor por si alguien le había escuchado, al comprobar que estaban solos, se acercó rápidamente hacia él y amenazante le increpó.
—¡No se te ocurra volver a decir semejante cosa! María es la hija de mi Alfonso y de Emilia. A ti no se te ha perdido nada aquí. Tú no tienes ninguna hija, y menos una nieta.
Severiano, se carcajeó.
—¡No me diga!—Severiano le habló con el semblante rígido, amenazador. Se acercó hasta quedar a un palmo de su rostro y le espetó—Todo el mundo en Puente Viejo, sabe que María, la dueña del Jaral, es mi hija. El cándido de su hijo, no es su padre, él me ha hecho un favor, que le agradeceré de por vida, la ha educado, la ha alimentado, la ha cuidado, pero la hija es mía, y ahora, me la llevaré de este pueblucho de mala muerte, hecha una señora. —Giró sobre sus pasos y continuó diciendo—Y tengo que reconocer, que ha hecho un buen trabajo, la muchacha es dulce y elegante con modales exquisitos, además de hermosa como ninguna otra, eso último me lo debe a mí, es igualita a mi madre, que en paz descanse. Sí señor, un buen trabajo, mucho mejor de cómo lo hubiera hecho yo, no se lo voy a negar.
—Maldito hijo de mala madre. Tú no te vas a llevar a nadie, ni se te pase por la sesera—Rosario caminó dos pasos hasta llegar cerca de él para decirle casi al oído—antes de que le digas algo a mi nieta… te mato. Te lo juro como que existe un dios, que te mato.
—No me haga reír, Rosario. Mírese. Antes de que usted pudiera mover una mano, yo habría acabado con su vida, no ve que tan solo es una vieja decrépita.
Rosario estaba fuera de sí, pero no pudo seguir con la conversación porque en aquel momento, entró María cargando a Esperanza.
—Buenas tardes don Severiano. ¡Abuela, está usted aquí!
—Si María acabo de llegar —dijo Rosario cambiando el tono de voz.
—Mire, le presento a Severiano que según Candela ha pasado a saludarme.
—Ya lo conocía, niña.
—Es cierto. Que Severiano es un antiguo Puente Vejero—Y dirigiéndose a él preguntó— ¿En qué puedo ayudarle?
—No, María. Severiano es del pueblo de al lado, es de Munia—Intervino Rosario, queriendo dejar las cosas claras.
Severiano cambió el tono de su voz, y más relajado se dirigió a María.
—Nada, hija—dijo mirando de soslayo a Rosario y marcando énfasis en la última palabra—tan solo me he acercado por aquí, para seguir charlando de lo que hablamos en casa de Mariana.
Rosario intervino.
—¿Habéis estado en casa de mi hija?—preguntó alarmada.
—Pues sí, buena Rosario—respondió de inmediato Severiano—junto con Emilia. Por cierto, hacía mucho tiempo que no la veía—y agudizando sus ojos mirando a Rosario continuó diciendo—sigue estando igual de hermosa, pareciera que no pasan los años por ella.
Rosario respondió.
—Todo es por el gran amor que se profesan ella, y mi hijo Alfonso. Se aman con locura, igual que aman a su hija María y a su nieta Esperanza. Forman una bella y unida familia, y son felices a rabiar, ¡sabe!
A María, le extrañó el tono con el que su abuela se dirigía a Severiano, le hablaba de una manera muy extraña, pero no tenía el cuerpo, ni la mente para pensar en aquellas cuestiones tan banales. En su cabeza solo anidaba una idea desde que descubriera la vuelta al mundo de Severiano, tan solo pensaba en la suerte que podía haber corrido Gonzalo, él podría estar vivo, igual que le pasó a Severiano y si lo estaba, ¿dónde podría estar?
—Abuela, veo que conoce bien a Severiano por cómo le habla.
—Si, hija, como no lo voy a conocer. Él era muy amigo de tu padre, y pasó una larga temporada en casa. Lo traté como a un hijo y mis hijos como hermanos ¿Lo recuerdas Severiano?
Severiano, la miró, sin decir nada. María intervino
—Si, abuela, ya me lo comentó Severiano. Y también me explicó mi madre, que le habían dado por muerto, en el viaje que hizo a las américas, y la pobre casi se desmaya al verlo, claro la pobre, como no iba ha hacerlo. ¿Verdad Severiano?
Él cerró los ojos y sintió en silencio. Rosario le miró altiva.
—Y por lo que veo, no ha sido así—Respondió Rosario.
—¡Gracias a Dios!—dijo Severiano respondiendo a la mirada y a las palabras de la mujer—¿es que acaso no se alegra?
María dejó a Esperanza en el cochecito y se sentó.
—Como no se va a alegrar. Igual que me alegro yo.
Rosario miró a su nieta con sorpresa y preocupación.
—No me mire así abuela. ¿No es una excelente noticia?
—¿Cual hija?
—Pues… que Severiano no haya muerto, y esté de vuelta en Puente Viejo ¿no le parece abuela?
Rosario no comprendía la felicidad de María ante aquel descubrimiento. Sería que Severiano le había dicho la verdad y ella se había alegrado al conocer a su verdadero padre. No podía ser… Pero entonces, ¿Por qué estaba tan contenta? El día anterior la sentía morir y ahora… ¿Sería cierto que María ya sabía que él era su padre y por eso se alegraba y lo recibía como tal? La cabeza se le llenó de dudas, miedos e incertidumbre. Rosario respondió
—María, la vida en sí, es una alegría sin duda, pero no entiendo tu alegría por la llegada de Severiano, si ni tan siquiera le conoces hija.
—¡Abuela!—increpó María al oír aquel comentario. Severiano intervino.
—No se lo tengas en cuenta. Las abuelas, ya se sabe… y en este caso la tuya, tiene razón. No me conoces de nada…— miró a Rosario y dijo— ¡Aún! —Continuó—Pero verá, Rosario, su nieta, va por otros derroteros, ¿verdad hija?
—Pues sí. Mire abuela, si Severiano ha vuelto a Puente Viejos después de casi veinte años de darlo por muerto en las traicioneras aguas del atlántico. ¿Quién no nos dice que Gonzalo, pueda volver dentro de unos años, o quizá unos meses también? ¡O que esté vivo, en algún lugar del mundo! Quizá se salvara del naufragio, y esté en alguna isla pérdida, o en algún pueblecito de Cuba. La historia que me contó mi madre me ha dado a entender que si pasó una vez—miró a Severiano—podría pasar de nuevo.
—Pero mi niña—intervino Rosario—esto…esto, no es lo mismo Martín…—y con una tristeza infinita, que le brotaba de su fatigada alma, dijo aguantando su congoja—Martín ha muerto, María. No lo encontraron después del naufragio, es imposible que sobreviviera.
—¡Abuela!— interrumpió María con la voz quebrada—déjeme, déjeme que me agarre a una esperanza, que tenga un motivo de ilusión para poder vivir, y poder seguir adelante cada día—las lágrimas volvieron a copar los dulces ojos de María, que luchaba por avivar ese pequeño hilo de esperanza—Necesito creer que está vivo en algún lugar. Necesito respuestas, necesito saber más sobre lo sucedido...mientras no vea su… cuerpo, yo…
Severiano intervino en la conversación.
—María. No llores, no desesperes. Si tú quieres, yo mismo encabezaré su búsqueda allende los mares. Lo buscaremos el tiempo que haga falta. Tienes todo mi apoyo y mi fortuna a tu disposición, y créeme si te digo, que no lo gastarás por mucho que derroches en tu empeño.
María le miró con gratitud, y una luz iluminó su rostro. Le respondió.
—Pero… eso que dice, no podría consentirlo, yo no quisiera que usted…
Severiano, se incorporó y se sentó junto a María. Rosario le miraba con desprecio, no le gustaba lo más mínimo lo que estaba viendo, lo que por edad y la experiencia de la misma vida intuía, pero no era el momento y ni el lugar más indicado para hablar cara a cara con aquel bribón. Movió su cabeza en señal de desaprobación y miró hacia otro lado escuchando sin querer las palabras de Severiano.
—María, no admito un no por respuesta. Mira, hija—le sujetó la mano—Yo, tuve una hija hace muchos años, casi podría decirse que ahora sería como tu—Rosario miró rápidamente a Severiano. ¿Qué pretendía hacer, hablando de aquella manera? Su prudencia la detuvo y continuó expectante escuchando sus palabras por si tenía que intervenir—Ahora tendrá tu edad más o menos, pero debido a mi fatalidad, ya que todos me dieron por muerto, nunca la vi crecer, no supe nada de ella, ni gocé de sus primeros años de vida, de sus primeros pasos, de nada de lo que por naturaleza me pertenecía disfrutar.
—Semejante granuja—musitó Rosario, frotándose las manos con desazón.
María miraba a Severiano con lágrimas en los ojos, viendo reflejada en su relato la historia de Gonzalo.
—Dios mío… cuanto habrá sufrido usted.
—Si te digo la verdad. Nunca lo supe, nunca supe que tenía una hija, hasta que llegué aquí de nuevo. Y ahora mi único anhelo es encontrarla, pero hace ya tiempo que estoy rondando por los alrededores y no la he encontrado, ni a ella, ni a su madre. Por eso, María. Quiero que tú, al menos, puedas buscar a tu esposo, y este si realmente sigue vivo, pueda volver a casa a disfrutar de lo que yo nunca pude hacer. Cuenta conmigo, hija, que no te quede ninguna duda al respecto. Tengo contactos y moveremos cielo y tierra para dar con él.
—No me gusta, que alimente una esperanza en María. Todos sabemos que es imposible que mi Martín esté vivo, por mucho que usted insista en alentar ese despropósito—intervino colérica Rosario.
—Abuela, ¿porque no? Sí, es cierto que todo indica que Gonzalo ha muerto. Pero en mi interior, en el fondo de mi corazón, hay algo que me dice que no. Que no lo está.
Rosario no dijo nada, solo movió su cabeza negando las palabras que había dicho Severiano.
—Muchas gracias Severiano, por todo lo que me ofrece, no sé si yo.
—No se hable más María, ya está todo dicho—Sacó su reloj del bolsillo y se sorprendió de la hora que era—¡Válgame dios!, que tarde se ha hecho. Bien, pues mañana empezaremos con los preparativos para la búsqueda de tu esposo. Espero que no me niegues la ayuda. Ya te he dicho que no sé dónde estará mi hija, si vivirá por estos lares, o bien ya no se encuentra entre nosotros. Así que como pienso quedarme una temporada larga por aquí, y no tengo más hijos… además, siendo como eres hija de Emilia, que para mí, fue más que una hermana, quisiera agradecerle todo lo bueno que vivimos en nuestra juventud a través de ti.
—Pues muchas gracias Severiano, no sé cómo se lo voy a agradecer.
—No tienes que agradecer nada.
Severiano sonrió mientras se incorporaba del sofá. María le indicó el camino.
—Y ahora, sígame por favor, le acompaño a la puerta.
—Con gusto—Se dirigió a Rosario y saludó amablemente—Ha sido un placer volver a verla Rosario, salude a su hijo de mi parte.
Rosario le miró con una inmensa animadversión.
—Con Dios—respondió Rosario con una obligada muestra de respeto. Y Severiano salió del salón siguiendo los pasos de María—Dios mío, bastante desdicha tenemos en esta familia, como para que ahora hayas permitido que vuelva Severiano—dijo mientas miraba al techo en señal de plegaria—a que ha venido este malnacido.
La luna llena se había escondido tras los nubarrones que asomaban por detrás de la gran casona de Leonardo Santacruz. La casa, permanecía dormida, igual que lo estaba Martín. Leonardo había avisado a dos de sus secuaces y se dirigían sigilosos transportando el cuerpo de Martín, hacia el lugar donde debería permanecer por mucho tiempo.
Al llegar al lugar indicado, comprobaron que no hubiera nadie merodeando por los alrededores. Inmediatamente después, bajaron de la calesa a Martín y lo llevaron en volandas al interior de aquella húmeda y fría mazmorra. Leonardo les había acompañado, y les dio órdenes precisas de cómo proceder hasta que el mismo les avisara.
—Debéis venir cada día dos veces. Traedle comida y agua. Recordar, grabároslo a fuego, no puede morir, hasta que yo, os de la orden. Ha de permanecer vivo, es mi salvo conducto, o de lo contrario yo mismo acabaré con vuestras vidas y con las de vuestras familias, y sabéis que no hago chaza, que lo que digo es verdad.
Los hombres habían dejado a Martín en el suelo de aquella fría celda. Tan solo un camastro sobre unas tablas, y una vieja mesa, sería toda su decoración. Leonardo inspeccionaba el entorno. De pronto preguntó.
—¿Habéis traído la mochila que trajo consigo a mi residencia?
—Sí señor. Aquí está.
Los hombres enseñaron la mochila que siempre acompañaba a Martín y Leonardo la tiró al suelo junto al cuerpo.
—Cerrad la celda. Y ya sabéis que tiene que mantenerse con vida, o peligrará la vuestra.
Martín desde el suelo, había empezado a reconocer voces, poco a poco el sentido volvía a se ser, el láudano estaba perdiendo su fuerza y la razón volvía a surgir en él. El muchacho Intentó alzarse pero no pudo. Había escuchado la última frase de Leonardo, aquel que creyó por unos instantes su hermano, y armándose de valor le gritó desde el suelo.
—¡Que estás haciendo, bastardo!
Leonardo, calló en seco y giró su cuerpo para ver a Martín, como le retaba desde el suelo.
—Bienvenido de nuevo al mundo. ¿Has descansado bien?
Martín con la cara casi pegada al suelo, miró de un lado al otro comprobando que estaba en un negro agujero quien sabe en qué apartado lugar. Haciendo un gran esfuerzo se arrastró hacia la madera que había en aquel oscuro rincón y apoyándose en ella, intentó de nuevo incorporarse, sus piernas le temblaban fruto de la droga que había ingerido en la copa de champany, pero su fuerza natural le dio las suficientes hasta que se incorporó.
—Bueno, veo que ya estás recuperado ¿Cómo estás querido hermanito?— preguntó.
Martín, que se encontraba más entero, dio dos zancadas y de golpe quedó pegado a las rejas de aquella celda justo a dos pasos de Leonardo que le miraba desde el exterior.
—Agallas no te faltan Martín, pero debes cuidarte, hasta mi regreso, tendrás que acostumbrarte a estar aquí.
—Bastardo, hijo de mala madre—dijo alargando sus brazos para poder agarrarlo por la pechera—¿A dónde crees que vas?
Leonardo, le miró desafiante.
—¿Realmente crees que estás en disposición de pedirme algo, a mí? Explicaciones quizá?
Martín manoteaba intentando darle alcance.—No te esfuerces, no puedes hacerme daño. Estás…—Leonardo, se aproximó a él y le dijo maliciosamente—¡preso! y yo He de partir hacia España.
Martín le miró frunciendo el ceño. No entendía nada.
—¿a España?—le preguntó.
—Si, mi querido hermanito. A España, voy a ver a tu querida mujercita y a tu dulce niña— y mirándolo de soslayo le peguntó—¿quieres que les de algún recado de tu parte?
—Ni te acerques a ellas mal nacido.
—Está bien, no les diré nada al respecto. Pero si que me acercaré, tu no eres nadie para dar órdenes.
Martín comprendió que no tenía medios para plantarle cara, ni para luchar contra él, estaba en desventaja, atrapado en aquella mugrienta celda, y no podía malgastar la poca fuerza que le quedaba en esfuerzos vanos. .
—Pero… —preguntó más sumiso, casi como una súplica—dime al menos ¿porque haces esto...? Si es por dinero, yo te daré lo que quieras, pero no puedes dejarme aquí. Llévame contigo a España, y te prometo que nadie sabrá que me secuestraste, te lo prometo.
Leonardo le miraba con una sonrisa socarrona. Martín continuaba hablando.
—¡Necesito volver! ¡Déjame ir! en Puente Viejo me esperan mi mujer y mi hija.
—¡Bravo!—exclamó Leonardo— veo que recuerdas perfectamente. Recordarás pues que viniste a Cuba, en busca de respuestas sobre unas cartas que os llegaron al jaral. Bien pues, todo era una treta, de Francisca Montenegro, tu abuelita. Ella te conoce bien, o eres muy previsible. Tu abuela, sabía perfectamente cómo iba a ser tu actitud frente a la última carta de Pilar, mi supuesta madre. Sabía que vendrías hacia aquí, y aquí te esperé, así que ahórrate el esfuerzo de intentar salir de la celda donde pasarás algunos años, procura descansar. Puedes pensar, y así reconstruir tu olvidada vida. Hasta la vuelta hermanito.
Dicho esto, Leonardo dio media vuelta y se dirigió a la salida. Martín impotente ante aquella nueva situación, se dio cuenta de que todo había terminado, que no sabía dónde se encontraba, y que en cuanto se marcharan aquellos hombres se quedaría olvidado en aquel rincón del mundo. Gritó.
—¡¡¡Leonardo!!! ¡no me dejes aquí! ¡¡Leonardo vuelve.!!—pero Martín comprendió que ya no le escuchaba, que todo había sido en balde.
— ¡Maldita sea, Francisca Montenegro!—imprecó golpeando contra los barrotes de aquella celda.
Miró a su alrededor, y ha pesar de la escasa luz que se filtraba por una pequeña ventana que había en su celda, vio que su mochila estaba allí, tirada en el suelo, en un rincón. Dio gracias a Dios y corrió hacia ella. Era lo único que le unía a su pasado, rezaba para que las fotografías estuvieran en aquel zurrón. Se sentó en el catre de madera, la abrió y sus manos buscaron a tientas en su interior. Sus manos tocaron su collar de cuentas, y rápidamente lo sacó.
De un salto se incorporó y se dirigió al único lugar dónde los escasos momentos de claridad, le dejarían observar lo que portaba en sus manos. Inmediatamente supo que aquel objeto, era su collar, del que nunca se desprendía desde que se lo regalara la sobrina de uno de los evangelizadores que vivió con ellos durante su infancia en la selva, el collar de la suerte, el que llevara junto a él, a Puente Viejo, tras su regresó desde las américas , el que le salvó la vida en varias ocasiones, en la de morir por el precipicio al rescatar a aquella niña que viajaba con ellos en su carreta, en la gripe española, en el garrote vil, y en el momento en que Fernando Mesía ordenara su muerte y lo enterrara con vida. Su collar siempre había estado allí, colgado de su cuello y junto a su corazón. Lo miró de nuevo, y lo sujetó con fuerza entre sus puños, apretando hasta sentir dolor, cerró sus ojos buscando respuestas, y meditó. Inmediatamente después, abrió su mano lentamente, cogió el collar se lo colgó a su cuello..
—Ahora sé quién soy, vuelvo a ser Martín Castro Balmes, el hijo de una gran mujer, y del mejor de los hombres, que lucharon contra todos y contra todo para conseguir su amor. Lo mismo que voy a hacer yo. Ellos no desfallecieron, en su propósito, ni yo voy a hacerlo en el mío. Desde ahora, y aquí, prometo ante el Dios todo poderoso, que tan mal me está tratando, ese dios que juega conmigo a voluntad, que no descansaré hasta ver pagando por todo esto, a Leonardo Santacruz, y juro por el alma de mi madre, Pepa Balmes, que volveré a Puente Viejo, me cueste lo que me cueste.
Martín sintió desde lo más profundo de su ser, un sentimiento que siempre había mantenido controlado, un sentimiento que se empezaba a dibujar como el icono que le acompañaría durante toda su estancia en aquella celda privado de libertad. El odio que en aquel momento sentía por una mujer.
—«Prepárese para pagar por todo el daño que está haciendo, a mí, y a toda mi familia. Francisca Montenegro, porque Martín Castro, el hijo de la partera, jura que volverá a Puente Viejo»
—«Prepárese para pagar por todo el daño que está haciendo, a mí, y a toda mi familia. Francisca Montenegro, porque Martín Castro, el hijo de la partera, jura que volverá a Puente Viejo»
01/12/2014
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CAP 17- INSIDIA- LA VILEZA DEL RENCOR
Alfonso bajo las escaleras que le conducían al comedor de la posada. Aquella tarde había advertido que a su esposa algo le inquietaba, y por mucho que le preguntó, solo encontró respuestas banas sin sentido alguno, excusas que dirigían su preocupación a la desgracia de su hija María.
Por eso, al sentir la cama vacía, saltó de ella, para ir en busca de su amada Emilia, para poder prestarle toda su atención, temiendo que no se encontrara bien, por si necesitaba hablar con él, o simplemente, para calentarle una tila o un poco de leche, como había hecho en más de una ocasión cuando Emilia lo necesitaba para poder conciliar el sueño.
Pero, al llegar a recepción, escuchó como Emilia hablaba con alguien. Sin saber porque, Alfonso paró en seco, y sin pretenderlo escuchó parte de la conversación, las últimas dos frases que salieron de la boca de las dos mujeres.
—Bueno, pues, ¿qué le tengo que decir a mi Patrón?
—dile…dile, que iré.
Alfonso, inmóvil como estaba, frunció el ceño sin entender nada de aquellas palabras. ¿A dónde tenía que ir Emilia? Había quedado con el patrón de aquella mujer que pernoctaba en la posada y que poco más sabía de ella.
Entonces, escuchó como Isabel, se dirigía hacia sus habitaciones y se escondió tras el mostrador, esperando a que pasara. Una vez la muchacha desapareció de su vista, volvió a su posición inicial y desde allí, oculto en las sobras de la noche, observó la extraña actitud de Emilia, tras los cristales, vio como sorbía la manzanilla, mientras miraba sin mirar, a un punto fijo en el horizonte.
No sabía que pensar, Emilia no había querido compartir con él nada de todo aquello, pero de lo que estaba seguro, era que Emilia tenía algo en mente, algo que la preocupaba en tal medida que no le permitía conciliar el sueño. ¿Que sería lo que le sucedería?, si días atrás estaba de lo alegre y picarona, como si la felicidad se hubiera posado de nuevo sobre ella.
Alfonso, con la tristeza y la preocupación, reflejada en su rosto, dio media vuelta y subió a su habitación. Era mejor así, quería que ella le explicase, que compartiese sus desvelos, pero comprendió que sabiendo como era su mujer, lo mejor en aquel momento, era que la dejara sola, y que se retirara a descansar, como así hizo.
A la mañana siguiente, Emilia desayunó muy temprano. Alfonso, que también había madrugado, la observaba tras la barra del bar. Con disimulo, miraba sus movimientos, sus gestos, la sentía inquieta. Por fin Emilia se acercó a él.
—Alfonso, me marcho un momento, que he quedado con Elvira la mujer de Pablo el chacinero, para bajar a Munia.
—¡Elvira!, ¿la mujer del chacinero? ¿Y qué tienes tu qué hacer con ella?
—Alfonso, me ha pedido que vaya con ella, para comprar unas orzas de morcillas de la capital que quitan el sentido, y las quiero comprar para hacer las lentejas de mañana y algunos platos que tanto gustan aquí.
—Pero, es que no te las trae Manuel, como de costumbre, o la misma Dolores, en el colmado de los Mirañar.
—No, Alfonso, Elvira conoce a este proveedor, porque es primo de su marido, así que iré a él directamente y nos ahorraremos a los intermediarios.
Alfonso, sintió que Emilia le mentía, y una sensación de mal estar le recorrió todo su cuerpo. En aquel momento, entró Raimundo acompañando a Matías, iban a proseguir con las clases de escritura y lectura, que le estaba dando el hombre, para que el mozalbete se pudiera defender de todo lo que le aconteciera en su vida.
Emilia aprovechó tal aparición para besar a Alfonso y salir a escape de la casa de comidas.
—Bueno, yo me voy que llego tarde.
En cuanto Emilia cruzó la puerta, Alfonso desabrochándose el mandil, le dijo a su suegro.
—Raimundo, hágame el favor.
—Pero muchacho, ¿qué te pasa que te ha cambiado el color?
Alfonso le dio el delantal.
—Raimundo, me tiene que hacer un favor.
EL hombre asintió y continuó escuchando con atención.
—Quédese aquí por favor, se me ha olvidado decirle una cosa a Emilia.
Raimundo le miró inquisitivo.
—Alfonso, ¿tú te crees que me he caído de un guindo? ¿Qué está ocurriendo?, ¿porque mi hija se marcha tan aprisa y tú ahora quieres ir tras ella? ¿A caso le ha sucedido algo a mi nieta?
—No, nada ha pasado a María, ni a Aurora ni la niña. No se inquiete.
—¿Entonces, a que viene esa cara?
—No lo sé, Raimundo, no sé lo que pasa, su hija está muy misteriosa, por eso necesito seguirla, quiero saber que es lo que le pasa, y si la sigo allá a donde vaya, lo averiguare.
Raimundo, le miró. Sabía que le decía la verdad.
—Anda, ve. Ya me quedo yo vigilante, descuida, pero en cuanto vuelvas me cuentas lo que sea.
—Así lo haré, descuide. Y gracias suegro.
Alfonso salió tras ella en dirección a Munia, y Raimundo quedó preso de su curiosidad.
Poco tiempo después, y una vez en Munia, Emilia subía las escaleras de la posada dónde había quedado con Severiao. Caminó lentamente los pocos metros que le separaban de la puerta donde debería estar esperándola. La mujer, se quedó quita frente a ella, quería respuestas, quería que le explicara que le había hecho volver a Puente Viejo, y porque le había estado enviando presentes como si fuera su pretendiente.
Recordó a Alfonso, se sentía mal por haberle engañado de aquella manera, ¡pero como podía decirle que Severiano estaba allí, en Puente Viejo! Sabía perfectamente que de haberlo sabido Alfonso, hubiera sido peor. Emilia quería evitar por todos los medios que Alfonso se disgustara y que volviera el fantasma del pasado a abrir una brecha entre los dos. Creía que en cuanto hablara con él, en cuanto averiguara que es lo que pretendía volviendo a Puente Viejo, tendría el valor para explicárselo todo.
—Esto es un sinsentido—musitó.—No sé que estoy haciendo aquí—Emilia dio media vuelta para irse por donde había venido, pero en aquel momento, la puerta de la habitación de Severiano se abrió tras ella. Y en aquel momento escuchó su voz.
—Pasa Emilia, te estaba esperando.
Alfonso había seguido hasta allí a Emilia, descubrió que había viajado sola, que nadie la acompañaba, la siguió hasta la posada, y subió las escaleras tras ella. Llegó en el preciso momento en que Emilia cruzaba la puerta de una de las habitaciones. Sigilosamente y sin comprender nada, caminó muy despacio, sobre el suelo de madera de la posada hasta quedar justo pegado a la puerta de aquella alcoba.
—«¿Que hacía Emilia en aquel lugar? Y ¿Porque le había engañado?»
Alfonso guardo silencio intentando escuchar la conversación, y las primeras palabras que escuchó, le dejaron atónito, el corazón le dio un vuelco y empezó a palpitar como lo haría un caballo desbocado. El mundo se hundió a sus pies.
—Hola Emilia. Cuanto tiempo sin vernos.
Emilia estaba nerviosa, eran muchas las sensaciones que sentía en aquel momento, recuerdos de todo tipo le llegaban a su mente.
—Ponte cómoda por favor, quiero que te sientas como en nuestros mejores tiempos.
Al escuchar aquellas palabras, sintió unas ganas tremendas, de gritarle, de lanzarle todo tipo de improperios, pero necesitaba calma, necesitaba tiempo, para que él le explicara porque había vuelto a Puente Viejo. Y con una fingida cortesía le saludo.
—Hola Severiano.
—Estás igual de hermosa que entonces—le dijo mientras se aproximaba a ella con lentitud— tal y como yo te recordaba. ¿Has podido deshacerte de tu marido?
Alfonso, tras la puerta, temblaba como una hoja, la sangre le bullía con la fuerza de un huracán…y la turbación que sentía le quemaba por dentro.
—¡Severiano!— musitó. La furia interior le subió de los pies a la cabeza, Emilia estaba a solas con él, en su alcoba, le había mentido deliberadamente, y él le preguntaba si había podido deshacerse de él. El peso de la traición le cayó sobre su desorientado corazón, y aunque su corazón le decía que eso no podía estar sucediendo, la razón le decía que los hechos eran los que eran, y las palabras eran las que escuchó.
Con la impetuosidad que siempre había tenido, y la excitación del momento,entró como una fiera herida en la habitación de Severiano.
Severiano y Emilia, dirigieron sus ojos hacia la puerta. Emilia creyó morir.
—¿Así que, este es el proveedor de orzas que tenías que encontrar en Munia? ¿O me vas a decir que es Elvira?
Emilia, se había quedado pálida como la cal, al ver a Alfonso en aquella habitación. Severiano alzó sus cejas sorprendido pero con una sonrisa de satisfacción.
—¡Alfonso!—dijo Emilia, con los ojos abiertos como platos.
—Sí, Alfonso, tu marido. Al que has engañado, pero que no es ningún idiota. Y ¿Qué tienes tu qué hacer con este…para que tengas que deshacerte de mí, y verlo a escondidas?
—Pero Alfonso, esto no es…
Severiano intervino.
—Hola Alfonso, cuanto tiempo sin verte.
—Déjate de guasa, y de formalidades. Tu nunca has sabido de lo último.
—Pero, hombre, no te pongas así. Aunque desde luego que pensaba que teníais un matrimonio consolidado y que confiaba el uno en el otro, pero mira... a la primera de cambio, Emilia no te ha dicho de sus intenciones, y ha venido a verme ocultándote la verdad.
—Eso no ha sido así—replicó Emilia, colérica.
—¿Ah no? Entonces, ¿porque has venido?
—Eso, ¿dime porque has venido Emilia?—pidió explicaciones Alfonso.
Ella, aturdida por aquella situación, dijo enojada.
—Porque, él me dijo que viniera, que quería verme para...
—No sigas Emilia—le dijo Alfonso—no quiero saber más. Eso me lo acaba de confirmar.
—Alfonso—se acercó suplicante a su marido. Este se apartó de ella.
—¿Él es, el motivo que te tenía tan alegre estos días atrás, y tan extraña estas últimas horas?¿Severiano?
—Pero Alfonso, como puedes decir eso. Yo no sabía que él estaba aquí—gimoteó Emilia.
Severiano intervino.
—¿Cómo que no lo sabías? Si hace unos días merendamos juntos, incluso recordamos viejos tiempos, venga mujer, díselo, ya no importa nada.
Alfonso, lo miró con ira, estaba fuera de sí. Emilia volvió a acercarse a su marido para explicarle el mal entendido, pero Alfonso estaba hundido, aquello que había descubierto le había roto el corazón.
—Alfonso,no le creas. No creerás que yo…
—Emilia, solo creo que lo que veo. Y lo que veo, es lo que es.
—Alfonso, yo no sabía…
—Emilia—Alfonso miró a su mujer buscando respuestas, quería la verdad—Me estás diciendo que no sabías que había vuelto, y él me dice que merendasteis juntos. Dime tú, la verdad, dime si está mintiendo.
Emilia, con lágrimas en sus ojos, al verse víctima de aquel error no pudo mentirle de nuevo y asintió.
—Sí, es cierto.
Alfonso dejó caer los brazos que sujetaban los de su mujer, y caminó abatido hacia la puerta. Emilia le siguió.
—Pero... Alfonso, yo te lo quería decir.
—A sí. ¿Cuándo pensabas decírmelo, cuando?—gritó.
—Alfonso, mi amor, mírame—Emilia estaba junto a él, sus manos cogieron el rostro demacrado de Alfonso y le obligó a que sus ojos se clavaran en los suyos, le amaba más que a su vida, y el dolor que sentía su esposo en aquel instante, era el mismo que sentía ella por él.
—¿Me crees capaz de engañarte con Severiano?
El con el amor infinito que siempre había sentido por ella, le dijo afligido.
—Emilia, me has mentido.
—Pero ahora te he dicho la verdad.
—Pero no toda—intervino Severiano—se lo has dicho a medias.
Alfonso le volvió a mirar con un odio infinito.
—No me mires así. Ella no te ha dicho la verdad.
—¡¡Ah no!! ¿Qué es lo que no le he dicho? ¡Dime! ¿Qué es lo que le he ocultado?
—Hay Emilia, que poca memoria tienes—dijo irónicamente y dirigiéndose a Alfonso espetó—que la merienda, fue en compañía de mi hija, y mi nieta.
Alfonso no pudo más. Apartó a Emilia a un lado y antes de llegar junto a él, el puño nervudo de Alfonso, había asestado un golpe en el mentón de Severiano haciendo que este, perdiera el equilibrio y callera al frio suelo de la habitación.
—¿A qué has venido Severiano? —le gritó—No voy a permitirte que te acerques ni a mi hija, ni a mi nieta. ¡Lo has entendido!
Severiano desde el suelo, se tocó el labio que le estaba sangrando y se miró la mano. Desde la misma posición que se encontraba dijo.
—Mi querido Alfonso, no cambiarás nunca, eres un cándido, y siempre lo has sido—se incorporó, y se acercó a él, dejando que sus frentes se rozaran la una contra la otra. Severiano clavó la mirada en la profundidad de la de Alfonso.
—Tarde. Ya lo he hecho. Tengo una bonita y estrecha relación con mi hija. Y he venido a buscar lo que es mío, por naturaleza.
—¡¡Ni se te ocurra, me oyes!! Antes de que te acerques a María, o a Esperanza… te mato, has entendido bien. ¡¡Te mato!!
Alfonso miró de nuevo a Emilia y volvió a mirar a Severiano.
—Ahí le tienes, quédate con él. Yo me vuelvo a Puente Viejo.
Se recompuso su chaqueta y salió como una centella hacia su hogar.
Emilia, no podía reaccionar, estaba apoyada en una silla de la cómoda. Con los ojos llenitos de lágrimas, se dirigió lentamente a Severiano.
—¡Sabía que no tramabas nada bueno! Y no me equivoqué, eres un caradura. Pero escucha bien lo que te voy a decir—Severiano con una pérfida sonrisa en los labios la escuchó—¡Nunca, óyeme bien! Nunca te voy a permitir llevarte a nuestra hija. De Alfonso y mía. Tú, no pintas nada en nuestra familia. Y al menor indicio, a la mínima intención. No será Alfonso quien te mate. Lo haré yo misma.
Emilia, se llevó la mano a su boca y cerrando el puño se besó el pulgar mientras prometía.
—¡Te lo juro por mi vida!
Dio media vuelta y salió tras Alfonso.
—Con Dios Emilia—gritó Severiano—Ve preparando los cartuchos de la escopeta, porque yo no me voy de Puente Viejo, sin mi hija, pase lo que pase.
Cotinuará
08/12/2014
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CAP 18- LEONARDO SANTACRUZ - TRISTÁN CASTRO URRUTIA, EL CUBANO.
La doncella de la Casona golpeó con delicadeza la puerta del despacho de Doña Francisca.
—¡Pasa! —gritó sin levantar la mirada de papel.
—Señora, un hombre pregunta por usted.
—Un hombre, y sin haber solicitado ser recibido, ¡dile que se vaya!
—Pero, señora, dice que le urge hablar con usted, y me ha dicho, que le diga, que viene del otro lado del mundo.
—Semejante dislate. Del otro lado del… —Francisca no terminó la frase, levantó sus ojos de los documentos que estaba revisando e intentó mirar por detrás de la doncella con curiosidad, por si podía ver de quien se trataba.
—¿Y te habrá dicho al menos como se llama?
—Pues no señora, ¿quiere que le pregunte?
—Eso ya tenías que haberlo hecho, incapaz. Bueno, ¿y que pretende presentándose a esta hora y así sin más? ¿O tampoco lo sabes?
—Señora yo…
—Anda quítate de mí vista. Y dile que estoy muy ocupada, que venga otro día.
—Como quiera la señora.
Y la doncella salió del despacho, para al inmediatamente volver a entrar.
—¡Señora!
Francisca airada, dejó de leer, levantó su mirada de furia hacia la criada y gritó malhumorada.
—Pero…¿¡Qué quieres ahora!? ¿Qué es lo que no has entendido cuando he dicho, retírate? ¡No ves que tengo mucho trabajo!
—Señora es que…
Una voz varonil interrumpió a la criada.
—Es que, no me voy a ir de aquí, sin saludar a mi abuela.
Francisca se quedó petrificada. Un joven apuesto, bien parecido se acercaba hacia ella con los brazos extendidos. Francisca Montenegro se sacó los espejuelos que usaba para su lectura y miró a aquel joven que en aquel momento, entraba en su despacho.
—¿Mi nieto? ¿Qué broma es esta? ¿Quién es usted?
—Si señora, su nieto. Tristán Castro, el hijo de Pilar Urrutia.
A Doña Francisca se le mudó el semblante, dio un respingo y se incorporó de su butacón. Sin dejar de mirar aquel joven que había dicho llamarse Tristán Castro ordenó a se dirigió a su doncella.
—Tú…que haces ahí como un pasmarote… ¡márchate!
La muchacha hizo una genuflexión y salió sin rechistar. La doña, con paso firme, se dirigió hacia la puerta y la cerró al instante. Leonardo, caminó hacia la butaca del despacho y sin que nadie le diera permiso se sentó, sacándose el sombrero y cruzando sus piernas.
Francisca que todavía permanecía de pie dijo exasperada.
—¡Pero usted quien se cree que es, para irrumpir en mi despacho, decir semejante desvarío para luego sentarse en uno de mis butacones tan plácidamente!
—Míreme bien doña Francisca. ¿No tengo algún que otro rasgo familiar, a pesar de ser Cubano, abuelita?
Francisca hecha una hidra, caminó hacia su sillón, y mirándole de frente le espetó.
—¡No me vuelvas a llamar así!
—¿Ahora me tutea?
—No tan rápido abuelita. Primero tenemos que hablar de un asunto que tenemos, usted y yo… a medias.
A Francisca se le erizó todo el bello del cuerpo, Leonardo dejó el sombrero sobre el secreter, mientras sonreía al ver la expresión de perplejidad de Francisca. Ella, con su mirada desafiante se dirigió a él, altiva.
—No me hagas reír. Mi hijo Tristán no tuvo más hijos que la descerebrada de mi nieta Aurora, ¡nadie más!
—¿Y entonces su nieto Martín, al que me consta que usted quiere tanto? Ese al que me ordenó que lo hiciera... ¡desaparecer!
Rápidamente Francisca se alzó y dando un golpe con ambas manos sobre la mesa dijo.
—No vuelva a decir algo así. ¿Qué es lo que pretende?
—Es la segunda vez que me grita, y que me da órdenes—Leonardo se incorporó de su butaca y acercó su rostro hacia ella—Señora, no está en disposición de gritarme, ni de enojarme si quiera. Usted tiene más que perder que yo—volviendo a su posición inicial continuó diciendo— ¿Y a qué le parece que haya venido?—Leonardo la miró fijamente a los ojos, y entrecerrando su mirada penetrante como si fuera un cuchillo, le dijo con una voz que heló la sangre de doña Francisca Montenegro— a cobrar señora. He venido a que me pague los buenos cuartos que me prometió, por... hacer desaparecer a su querido nieto.
Francisca, se dirigió hacia él.
—No verás ni un solo céntimo, hasta que no hayas concluido tu parte. Y por lo que intuyo, no lo has hecho.
Leonardo, se carcajeó, y caminó rodeando la mesa del despacho, hasta que dar justo al lado de ella.
—No me intimida señora. Recuerde, soy un asesino a sueldo, ancianas como usted no son nadie para mí. Así que, a partir de ahora soy yo el que pone las reglas del juego. Ahora va a ser usted quien me tenga que obedecer a mí… de lo contrario…
Francisca en aquel momento comprendió que estaba a su merced, masticando su miedo, se enfrentó con gallardía, no podía cometer el error de que Leonardo la sintiera débil. Aguantó r como un jabato su envite y respondió.
—De lo contrario… ¿qué?, que harás, de lo contrario. ¿Me matarás?
Leonardo se volvió a carcajear, haciendo que Francisca se sintiera más temerosa y desconcertada. Él respondió.
—Señora, no me tiente, no sabe de lo que soy capaz por unas cuantas perras. Pero… de momento, me será más útil viva, igual que su querido nieto Martín, y ahora mismo, les dirá al servicio que me instalen en una de las habitaciones más confortables y después…
—Después ¡que!
Leonardo sonrió, mientras caminaba hacia la puerta.
—Después mi querida abuelita… ya lo veré—Leonardo le guiñó un ojo, y salió por la puerta—Ah! ahora voy a ver a mi afligida familia, que estarán destrozados después de saber que su adorado Gonzalo o Martín como quieran llamarle, ha muerto engullido por las frías aguas del océano. Una verdadera lástima, ¿verdad?
Y Leonardo se marchó de la casona.
Doña Francisca Montenegro, se quedó siguiendo con su mirada, la estela de aquel hombre que ella misma había contratado y que ahora mismo pasaba a ser su prioridad. Debía acabar con él pasase lo que pasase, sabía mucho, eso le hizo sentir débil, usada, ninguneada, aquel joven estaba abusando de ella, y nadie se aprovechaba de Francisca Montenegro.
—Me las pagarás, cubanito.
Francisca gritó.
—¡¡Mauricio!! ¡¡Mauricio!!
Minutos después, Leonardo llegó al Jaral, se había estado informando, preguntando a los lugareños sobre la vivienda donde podría encontrar a la viuda de Martín Castro y a su hermana Aurora, y se dirigió hacia allí, tenía curiosidad de saber de la familia de Martín, aquel joven que tenía retenido en Cuba, y que en aquel lugar, curiosamente le llamaban Gonzalo.
En el interior del Jaral, María se encontraba dando la papilla a Esperanza, cuando una sirvienta le anunció su llegada. El asombro de María fue descomunal.
—¿Has dicho Tristán Castro?
En aquel momento Rosario y Candela entraban en el salón.
—¿Por qué mientas a tu tío María?—preguntó Candela.
María la miró aturdida.
—Porque Matilde me ha dicho, que, Tristán espera en la puerta para entrar.
La confitera perdió el color. Rosario se dirigió a la muchacha.
—Pero que dices niña.
—Si doña Rosario. Es un apuesto caballero, bien vestido que me ha dicho que quiere ver a María. Y me ha dado su nombre. Dice que se llama Tristan Castro.
Candela se dejó caer en el sofá. Rosario se sentó junto a ella, cogiendo sus manos entre las suyas. María ordenó.
—Pues, ve y dile que entre. A ver quién es, ese Tristán Castro, y salgamos de dudas.
Candela agarró con su mano, el anillo que llevaba colgado en su cuello, la alianza de Tristán y sus lágrimas no pudieron mantenerse en aquellos dulces ojos. Candela cerró los ojos, recordando a su esposo, y espero a que las voces desvelaran la identidad de aquel hombre que decía llamarse como su amado Tristán.
Leonardo, por fin entró en el salón.
—Buenas tardes—saludó muy educadamente, descubriendo su cabeza y sujetando el sombrero con su mano dijo— Busco a María Castañeda.
Las tres mujeres se miraron la una a la otra. ¿Quién era aquel joven muchacho que acababa de franquear su salón? María, que había dejado de dar la papilla a Esperanza, caminó hacia él tendiéndole la mano.
—Soy yo. ¿Y Usted es…?
Leonardo miró a María, al cruzar sus ojos, sintió en su interior un pellizco, era hermosa, aún con aquella tristeza posada en su rostro parecía encantadora.
—Un placer María. Yo soy Tristán Castro Urrutia, el hermano de Martín Castro.
María sintió como desfallecía. Solo el escuchar el nombre de su esposo en boca de aquel extraño, la hizo estremecer, aquel hombre decía ser su hermano, María sorprendida por aquellas palabras, balbuceo.
— ¿Cómo que Tristán Castro?
—Sí, María, soy el hijo de Pilar Urrutia, y vengo de Cuba—Rosario masculló.
—¡Era verdad! ¡Mi Martín tenía razón, Tristán tuvo un hijo con Pilar!
Candela no podía retener sus lágrimas y lloraba en silencio, y María le miraba sin comprender. Leonardo, al ver la inquietud en los rostros de aquellas tres mujeres continuó.
—Si me permiten que les explique.
Rosario, reaccionó.
—Pase, siéntese. Comprenda que para nosotras, es toda una sorpresa, no sabíamos ni que las sospechas de mi Martín fueran ciertas.
Leonardo sonrió. María le miraba incrédula, tenía ante ella la causa de todo su mal. La persona a la que su esposo había ido a buscar y por la que había perdido la vida en aquel maldito naufragio. Le miró con recelo.
—¿Y cómo ha podido dar con nosotros si nadie le dio razón?—le preguntó.
Leonardo ya sentado en la butaca, y más relajado explicó.
—Verás María… porque, ¿puedo tutearte no? Al fin y al cabo somos familia, eres mi cuñada.
María asintió, mientras decía.
—Por favor, sigue.
—Mi madre Pilar, estaba muy enferma, tanto que los médicos nos dijeron que le quedaban tan solo unos pocos días de vida. Y decidí junto con ella, llevarla de vuelta a su hogar, donde quería morir en paz.
Cuando ella, empeoró me aproximé de nuevo al hospital para que el doctor me diera algo más fuerte que calmar su dolor y fue allí donde me dieron razón de unos telegramas que habían llegado de España. Fue entonces cuando descubrí que mi hermano, Martín, viajaba rumbo a Cuba, y que en pocos días lo tendríamos allí.
María se removió en su asiento, al recordar aquellos días en que Gonzalo había enviado los telegramas a Cuba, en busca de respuestas. Leonardo prosiguió.
—Mi madre se emocionó tanto que incluso revivió por la ilusión de que el hijo de Tristán Castro, al que tanto amó, llegara a verla. Pensaba que él le podría dar razones del silencio de Tristán. Pero fue inútil, él nunca llegó a Cuba, ya que mi pobre hermano, al que tenía tantas ganas de conocer y estrechar entre mis brazos… —Leonardo se detuvo, simuló una tristeza que no sentía, esperando la reacción de las mujeres del Jaral—El buque donde viajaba…
María interrumpió.
—Sí, no siga ya lo sabemos, naufragó—María que durante la conversación se había sentado, movió la cabeza intentando alejar aquel recuerdo tan doloroso y se levantó para caminar dando la espalda a la comitiva.
Leonardo, volvió a ver en María la tristeza, y el dolor del que pierde a un ser querido, y de nuevo sintió aquella extraña sensación. María le preguntó.
—Y dígame, ¿porque decidió venir hasta aquí, si ya no podría ver a su hermano?
María le hablaba de espaldas con la mirada perdida en el infinito.
—María hija—replicó Rosario.
La muchacha se dio la vuelta para responder enojada.
—Abuela, ¡es que no entiendo a que ha venido! Yo no quiero al hermano de Gonzalo, le quiero a él. Quiero a mi esposo, quiero a Gonzalo, quiero que sea él el que cruce el umbral de la puerta, y que sea él, Gonzalo, el que me de estas explicaciones, que él me da.
—Si molesto me marcho ahora mismo. No quiero ser la causa de que…
—¡Usted ya ha sido la causa, por usted mi esposo murió! Y no hay vuelta atrás—le dijo mirándolo fijamente a los ojos.
—¡María!—volvió a reprobar su actitud Rosario.
Leonardo, perdido en los lánguidos y hermosos ojos de María, comprendió aquel sentimiento y dijo.
—Déjela señora, entiendo a mi cuñada. Yo también reaccionaría igual si estuviera en las mismas circunstancias que ella.
Y dirigiéndose a María comentó.
—María, yo no tengo la culpa de nada. Yo solo quería conocer a mi familia, la que se me ha negado desde la infancia, y a la que por desgracia no he podido conocer. Tan solo quería venir a dar las gracias en persona, a mi otra hermana, que según los telegramas que llegaron a Cuba, me queda en el mundo. He venido, a conocer la vida que llevaban mis tíos, abuelos, simplemente, conocer a mi familia…—Leonardo miró a Esperanza—a ver a mi sobrina que ni sabía que existía, y a conocer a mi cuñada, quería tener un recuerdo del que fuera mi padre, saber dónde se crio, cuál fue su vida… pero siento que se te hayas tomado así. No era mi intención.
María sintió lástima de aquel joven, y antes de que Leonardo diera un paso en dirección a la puerta dijo.
—Disculpa, no quería ofenderte. Es que tan solo recordar el motivo por el que Gonzalo marchó del Jaral me corroe las entrañas, si no hubiera sido por aquella carta que escribiera doña Pilar ahora seguiría vivo entre nosotros.
Leonardo había logrado otro triunfo, llamar la atención de la que fuera su familia, y en especial la de María. Ella se aproximó a él y le indicó que se sentara.
—Por favor Tristán, siéntate y disculpa, estoy muy alterada.
—Gracias, no te lo tendré en cuenta, comprendo tu dolor—respondió el joven.
Durante varias horas, Leonardo explicó la historia de su madre, y la decisión que había tomado para viajar hasta allí. María preguntó más calmada.
—¿Tristán, tienes donde alojarte?
Él, sonrió tímidamente, y con amabilidad respondió.
—Si, como no. Estoy en casa de mi abuela.
—¿En la Casona, en casa de doña Francisca? —Preguntó Candela.
—Sí, hasta allí llegue y ella me pidió muy cariñosamente que me alojara allí mismo.
—Ándese con ojo, Tristán—aconsejó Rosario—doña Francisca Montenegro no es de fiar, es más mala que toda riqueza y posesiones tiene, y mire que estas, son muchas.
Leonardo miró a Rosario, aquello que le había comentado le intrigó, quizá si eso era cierto, cambiarían los planes que tenía para con Francisca. Entonces fue cuando, sin más, Leonardo se despidió de las tres mujeres.
—Lo tendré en cuenta, no se preocupe, pero ahora me tengo que marchar. Ha sido un placer conocerlas.
—Igualmente Tristán—respondió María—sabes que si lo deseas aquí serás bienvenido.
—Muchas gracias, cuñada. Señoras.
Y Leonardo, se dirigió hacia la Casona.
María se quedó mirando la puerta, estaba inquieta. Rosario la miraba, conocía a su nieta, por lo que le comentó.
—¿Qué te ocurre niña?
—Abuela, no me gusta ese hombre.
—Porque dices eso María—preguntó la confitera.
—No me recuerda para nada a mi tío Tristán, y por si no se han dado cuenta, no ha preguntado por Aurora en ningún momento.
—María, Tristán si que ha hablado de ella.
—Sí, pero de pasada. ¿No creen que si ustedes vinieran desde Cuba con intención e ver a su única hermana, no hubieran preguntado al menos por ella con más insistencia? y ¿dónde podría encontrarla? ¿A caso eso no sería lo más importante? ¿Además, porque fue directamente a la Casona? ¿Cómo conocía ese lugar? Muchas preguntas me asaltan en mi cabeza. No me fio abuela, no me fio.
Rosario miró a Candela, y ella a la mujer.
En aquel mometo, los recuerdos revoloteaban por el salón del Jaral. Aquel joven había revuelto todos los fantasmas del pasado. En aquel momento, as tres mujeres, estaban ausentes, tan solo permanecían sus cuerpos inmóviles, estáticos, su mente a leguas de distancia vagaban por su memoria recordando episodios más felices y llenos de amor.
Leonardo, se sentía pletórico, todo iba como había imaginado. Buscón en el bolsillo interior de su chaqueta y sacó un puro habano, lo encendió y absorbió profundamente le humo del tabaco, que instantes después, dejó escapar por su boca, con sumo placer. Iba caminando hacia la Casona, pensando en todo lo acontecido en las últimas horas. Había llegado a Puente Viejo, y había ido a ver tal como le había prometido a Martín, a su mujer y a su hija. Mientras él permanecía encerrado,recomiéndose por dentro, en aquel mugriento y alejado lugar .
Leonardo, había experimentado una sensación que nunca había sentido, y había puesto los ojos en María. Su candidez y la valentía que encontró en sus palabras le habían encandilado, y tenía marcado un objetivo, una nueva meta que conquistar. En aquel momento,una pérfida sonrisa, se dibujó en su rostro mientras musitaba.
—Ay, Martín Castro. Creo que no te mataré, no, me serás más útil vivo, y lo siento, pero ya no voy a volver a Cuba, ahora, todo ha cambiado, y tengo otros planes para mí, y para ti claro. A partir de ahora, se acabó el trabahar, a partir de ahora llevará una vida lujosa, ya que aquí tendré tu herencia, cuando muera tu abuelita, como digno hijo del querido heredero de Francisca Montenegro Tristán Castro. Pero, lo que más me atrae, sobre todas las cosas, es, tu dulce y cálida mujer, María, hermosa como pocas, y con una mirada—Leonardo cerró sus ojos para poder visualizar a María, mientras seguía susurrando—una mirada, tan pura, que te acaricia el corazón, por no hablar de tu hija, tan hermosa como su madre—respiró profundamente añadiendo—creo que ya he encontrado mi lugar. Lo siento por ti, Martín Castro, me caías bien, pero te pudrirás en aquella mazmorra, aunque te mantendré con vida, ya que si tú vives, doña Francisaca no hará nada contra mí, y yo, disfrutaré de tu dinero, de tu esposa y de tu hija.
Volvió a dar una profunda calada al habano, y continuó caminando plácidamente bajo la luz de la luna Leonardo Santacruz, se dirigió hacia la Casona, donde y desde aquel instante sería su nuevo hogar.
10/12/2014
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CAP 19- SOL DE ESTRADA, Y EL RECUERDO DE MARTÍN CASTRO
Descalza, y sin rumbo fijo, caminaba sobre la blanca arena de aquella interminable playa. El sonido del mar, el tímido calor de la puesta del Sol, posándose en su piel, le hacía sentir bien, en aquel lugar encontraba un poco de paz.
Hacía más de un mes que Martín había marchado sin dejar huella, y desde entonces su vida ya no tenía sentido, ya nada era igual. Miró a su alrededor, todo era silencio, el azul del mar se entremezclaba con el azul del cielo, aquel paisaje era maravilloso pero a ella se le antojaba, solitario y melancólico. Respiró profundamente el aíre húmedo, intentando impregnarse de toda aquella tranquilidad que tanto necesitaba en aquellos momentos. Sin ánimo en su espíritu, vacío de calor, se dejó caer sobre la arena, y cerró sus ojos mientras dejaba que el viento, despeinara sus rubios cabellos a placer.
Sentimientos encontrados luchaban en su interior, por momentos se sentía irritada, y rencorosa, por haberse sentido abandonada y despreciada y seguidamente, se sentía culpable, y triste, por no haber sabido retener al que desde que se cruzara en su camino, había ocupado un lugar muy importante en su vida, y en su corazón.
Martín Castro, era el único que la había hecho sentir el deseo, y la pasión, más un cúmulo de sensaciones, que hasta entonces no había experimentado, y que la azoraban, de tal manera que no podía quitar de su mente su imagen y su voz. Cada rincón de su hacienda, cada palabra que pronunciaban a su alrededor, le recordaban a él, a sus profundos ojos, y aquella maravillosa sonrisa. Sol, sabía que se había enamorado perdidamente de Martín, y que él, tras recordar el nombre de su amada, se había ido, y junto con él, se había llevado su corazón, dejándola lívida, marchita, sin ganas de vivir.
Abrió los ojos, movió su cabeza intentando apartar de sí aquellos pensamientos, quería olvidarle, pero no podía, y continuó perdida en el horizonte, sucumbiendo en el único instante en que estuvo con él, dejándose ir entre sus besos, reviviendo sus caricias. Pero fue en aquel preciso momento, cuando a su mente llegó la voz de Martín pronunciando un nombre, “María». De nuevo sintió una rabia infinita, y los celos hicieron presa a su razón.
—Maldita seas María Castañeda. Porqué tuviste que volver a él.
Poco se podía imaginar, que a pocos minutos de allí, encerrado en una fría celda, se encontraba aquel por el que estaba sufriendo, al que tanto añoraba, el que nunca se marchó por su voluntad. Su querido Martín Castro.
La mañana siguiente al encuentro que tuvieron bajo la luz de la luna. Martín no bajó como era costumbre, a desayunar. Don Guzmán, debía marchar por dos días, era un corto viaje de negocios, reuniones en la capital con los empresarios tabaqueros, más importantes de Cuba, se reunían en la Habana y él no podía faltar.
Tras su marcha, Sol, había corrido a la alcoba de Martín, con el firme propósito de pedirle perdón por su comportamiento. Sabía que de otro modo, no conseguiría nada, y creyó que sumisa y arrepentida conseguiría reconquistarlo, si es que alguna vez lo conquistó. Así que optó por cambiar de actitud y cambiar la estrategia.
—Martín. ¿Puedo pasar?
Preguntó con su cálida voz. Pero nadie contestó. Sol golpeó con más insistencia. Al no recibir respuesta, abrió lentamente la puerta y entro en la alcoba. Pero la alcoba estaba vacía. La cama estaba intacta. Inmediatamente se dirigió hacia su armario, comprobando que estaba vacío, y no había ni rastro de sus pocas pertenencias. En aquel momento, Sol, se temió lo peor. Bajó corriendo a la cocina y preguntó uno por uno a todo el servicio. Quería saber si alguien le había visto la noche anterior, y le pudiera dar razón. Pero fue inútil, nadie sabía nada del señorito Martín. Sol recorrió todos los alrededores de la finca, movió cielo y tierra pero no encontró ningún indicio sobre su paradero.
Exhausta, se dirigió hacia las cuadras, quería comprobar que no faltara ninguno de sus caballos, pero inmediatamente se dio cuenta que faltaba uno de sus mejores equinos.
—¡Ha cogido un caballo! Pero, ¿si no conoce a nadie?
Entones vino a su mente la noche anterior, en la que Martín conversaba de lo más distendido con Leonardo Santacruz. Así que ni corta ni perezosa ensilló un caballo, con el fin de averiguar si se había acercado a la finca de Leonardo, ya que era la última esperanza que en aquel momento, brotaba en su interior.
Cabalgo a galope hasta la morada de Leonardo Santacruz. Se apeó rápidamente del caballo y de dirigió hacia la puerta. Golpeó insistentemente hasta que el mayordomo la abrió. Sin apenas dejar que Eduardo mediara palabra, empujó al mayordomo para poder entrar en la casona, mientras decía.
—Quisiera ver a Leonardo, es urgente.
—Pero… señorita.
—Es que no me has oído. ¡Quiero ver inmediatamente a Leonardo!—gritó.
El mayordomo que todavía sujetaba la puerta, la cerró y caminó hacia ella.
—Señorita Sol, me disculpará pero el señor no está.
—Pues… está bien—Sol caminó hacia el salón y se sentó en una butaca, mientras se quitaba los guantes—esperaré a que vuelva.
—Me temo señorita, que eso no va a ser posible.
—¿Me estás echando?
—Por supuesto que no, no se me ocurriría nunca. Solo quiero decirle que el señor no vendrá.
—¿Cómo que no vendrá?
—El señor partió hacia España hace unos días.
Sol se quedó estática, su cabeza empezó a pensar en la posibilidad de que Martín hubiera ido con él. Preguntó inquieta.
—Y… ¿viaja solo?
—¿Señorita?
—Sí, memo, que si ha ido solo a España o le acompañaba alguien, ¿un amigo quizá?
—No señorita, se fue el solo.
—¿Y antes?
—Antes ¿qué?
—Antes, si no vino nadie antes…
—El señor no esperaba a nadie.
—Nuestro invitado por ejemplo ¿El joven que me salvó del naufragio? ¿Vino a verlo? Me dijo que venía hacia aquí, pero no ha vuelto.
Eduardo, la miró con sutil recelo, no entendía bien el propósito de Sol, pero supo salir del paso y dejar a su amo fuera de sospecha.
—Señorita, aquí no ha venido nadie. Si su invitado le dijo que venía hacia aquí, la engañó. Le repito que aquí no ha venido nadie.
Sol le miraba a los ojos inquisidora, analizando cada palabra y movimiento del mayordomo. Al final, se resignó.
—Está bien. Me voy—se dirigió hacia la salida, pero antes de que Eduardo le abriera la puerta se giró en seco y le preguntó.
—¿Te habrá dejado alguna dirección para que puedas ponerte en contacto con él por si sucede algo en la finca, no?
Aturdido respondió.
—No… no que yo recuerde.
—¿Que tu recuerdes? Una cosa así no se olvida. ¿Qué clase de mayordomo eres?
—No, señorita, no me dejó razón.
—Es extraño, Leonardo no abandona la hacienda sin dejar aviso. ¿Estás seguro?
—Si, señorita. El señor me dijo que ya recibiría noticias.
—Bueno, está bien… ya volveré para saber a dónde se ha dirigido, necesito hablar con él urgentemente. Tengo cierto negocio que quizá le interese. Así que por favor, en cuanto se ponga en contacto contigo házmelo saber, es muy importante.
Sol, se puso sus guantes y salió a lomos de su caballo, hacia la hacienda Montecristo.
Dos días después, volvió don Guzmán.
—¡Padre. Al fin!
—Hija mía, ¿pero que es este recibimiento? ¿Qué te ocurre?, ya sabías que estaría un par de días fuera—Comentó el hombre, mientras se dirigía al salón—¿Está Martín contigo?, quiero comentarle algo, que posiblemente nos de muchos beneficios, y me gustaría que él formara…
La voz de Sol interrumpió las explicaciones de su padre.
—¡Padre! Martín no está— Su ruda voz, hizo que don Guzmán dejara de hablar y la mirara con asombro.
—Bueno hija, pues ya volverá. ¿A dónde ha ido? A las plantaciones.
—¡No padre!—alzó la voz y caminó hacia él.—Martín, se ha ido.
—¿Cómo que se ha ido? ¿A dónde?
—No lo sé, padre, pero ha desaparecido.
—Pero eso es imposible de todo punto, hija. Él no conoce estos lugares, no tiene relación con nadie, no se ha alejado nunca de la finca—don Guzmán se fijó en el desasosiego que tenía su hija, y más calmado le preguntó—¿A dónde crees que ha ido?
—Pues, he estado preguntando al servicio, y nadie vio nada.
—¿Vio? ¿Quieres decir que hace días que no está?
—Si, padre, Martín se marchó el mismo día que usted. ¿Recuerda que no bajó a desayunar y usted se chanceó diciendo lo cansado que estaría por la fiesta del tabaco?
—Si hija, claro que lo recuerdo.
—Pues ya no estaba, cuando subí a buscarle, encontré la habitación vacía, y la cama intacta. Había marchado aquella noche, la misma noche de la fiesta.
Don Guzmán se quedó atónito, no podía comprender que era lo que estaba ocurriendo, o mejor, lo que había ocurrido para que Martín marchara de allí.
—¿Sin despedirse?
—Si, padre, sin decir nada a nadie. Se esfumó.
—Sol—dijo don Guzmán, mirando a su hija—¿Es que acaso, Martín recordó algo?
Sol, inclinó la cabeza.
—Hija, ¿acaso, descubrió tu bolsa?
En aquel momento, Sol recordó que no se había percatado de aquel detalle.
—¡La bolsa!
La muchacha, salió corriendo hacia la biblioteca. Atropelladamente llegó hasta la estantería donde debería estar guardada la faldiquera, apartó los libros pero allí no había nada. Con los ojos abiertos como platos, ante la sospecha de que Martín podía haber encontrado sus pertenencias, tiró todos los libros que estaban en la misma repisa, uno a uno, fueron cayendo al cálido suelo de madera. Efectivamente, tal como temía su padre, la bolsita no estaba allí. Una voz tras de sí, hizo que Sol diera un respingo.
—¿Lo ha descubierto verdad?
Sol, giró en redondo. Don Guzmán desde el quicio de la puerta la miraba con pesadumbre.
—¡Padre! ¿Cómo ha podido suceder?—Los ojos de Sol, se llenaron de lágrimas.
—Ya te dije que no era buena idea esconder sus recuerdos. Un día u otro Martín los podría encontrar.
—Padre, es del todo imposible que lo descubriera.
—Pero lo ha hecho. ¿Quién si no, va a llevarse tu faldiquera?
Sol, comenzó a llorar.
—Si es así, Martín, sabe que le hemos estado engañando.
—Pero hija, acaso recordó algo, supiste algo que yo debería saber. Porque aunque Martín, hubiera encontrado la bolsita, no creo que pudiera encontrar ninguna relación entre su contenido y su vida pasada.
—Pues mucho padre.
—Mucho ¿cómo qué?
—Había una fotografía en la que estaba él junto a una mujer y un bebé.
Don Guzmán, movió su cabeza en señal de reprobación.
—Yo nunca ví esa fotografía.
—No, no se la enseñé. Temía que me reprendería si la veía, ya que…
—Ya que pudiera ser su familia. Sol, sabes lo que has hecho. Y si esas personas son su mujer y su hija?
—¡Calle padre! Eso no puede ser.
—¿Por qué no? Siempre te dije que no hacías bien en ocultarle…
—¡Padre! —gritó—Martín es mío.
Don Guzmán alzó sus cejas mirando a su hija con extrañeza ante aquella afirmación.
— Me salvó la vida, me quiere.
—Sol, él te salvó la vida porque es un alma pura, es noble, eso lo hubiera hecho por cualquiera.
—No, padre, él me amaba, lo sé. Lo ví en sus ojos cuando me miraba, lo sentí en sus besos cuando me besaba.
Don Guzmán no salía de su asombro.
—¿Cuándo te besaba?
—Si padre. Cuando me besaba y me hacía suya.
—¡Cállate deslenguada! Pero, ¿qué estás diciendo? ¡Has perdido la razón, toda! Por lo poco que conocí a Martín no creo que…
—Sí, padre—dijo con los ojos llenos de rencor—, pasamos la noche juntos. Por eso no bajó a desayunar.
Don Guzmán sintió en el fondo de su alma un quebranto. Y la rabia por sentirse traicionado cayó sobre él.
—Ese infame, ese…
—No padre. No piense así de él. Como usted ha dicho, Martín es bueno, puro, dulce, y la entrega fue consentida.
—¡¡Basta!! No quiero escucharte más. Daré con él para que pague su infamia, tiene que enmendar lo que hizo, limpiar tu honra, y así lo hará, esté donde esté, lo traeré de vuelta a casa y tendrá que cumplir contigo, hija.
Don Guzmán, lleno de ira, se dirigió hacia la sala. Sol, se quedó en la biblioteca, y una sonrisa de satisfacción afloró en su angelical rostro, sabiendo que ahora su padre, haría lo indecible por encontrarle y obligarle a que reparara aquella afrenta, y así ella conseguiría su propósito, unirse a Martín por el resto de sus días.
14/12/2014
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CAPÍTULO 20- ALFONSO CASTAÑEDA, CORAZÓN PURO, APASIONADO AMOR
Raimundo, vio como Alfonso llegaba sombrío a la posada. Había entrado por la puerta del hostal y sin saludar siquiera, se dirigió a las escaleras, que subió de dos en dos. Raimundo, siguió en el mismo lugar que se encontraba, y frunció el ceño, extrañado al ver que Alfonso no le dirigía la palabra.
Don Anselmo que estaba departiendo con él, también se dio cuenta de aquella llegada. Miró a Raimundo y comentó.
— ¿Que le habrá pasado a Alfonso, que llega con el semblante mohíno?
—No, se, y poco nos podrá contar ya que ha subido raudo hacia las habitaciones.
—¿Acaso sabes de dónde venía?
—Pues solo se, que me ha contado que iba tras Emilia, que tenía que decirle no sé qué cosa. Me ha comentado que la ha visto rara últimamente, pero…—se encogió de hombros.
—Bueno, no nos preocupemos antes de la cuenta, ya nos lo explicará—respondió don Anselmo intentando restar importancia al momento.
—No, se don Anselmo, encuentro todo esto realmente misterioso, pero no quedan más cáscaras que esperar a que venga mi hija o a que Alfonso decida bajar.
—Bien, pues. Yo me marcho que me espera el comité de caridad en la parroquia, y ya me has entretenido mucho, con tu cháchara.
—Pero si ha sido usted que no ha parado de relatar.
—Bueno, no seré yo quien discuta contigo, que ahora no tengo tiempo.
—Está bien, don Anselmo, ¡huya, huya!
—Empecinado cabezota. Habrase visto. —Don Anselmo, cogió su sombrero— ya seguiremos charlando en otra ocasión, y se dirigió hacia la iglesia.
Raimundo, sonrió viendo la desesperación de don Anselmo, cuanto le gustaba enredarse entre sus frases, y contradecirle en todo, o casi todo. Raimundo se incorporó de su silla y recogió los dos vasos que habían sido usados encaminándose hacia la barra. Matías continuaba hablando y sirviendo las mesas, a aquella hora, el restaurante estaba bastante lleno.
Raimundo, tras la barra, vio cómo su hija de acercaba a pasos lentos, hacia la puerta de entrada. Se limpió ambas manos con el trapo de algodón, y espero hasta que Emilia estuvo a su alcance.
—Emilia, hija, ¿qué tienes?—preguntó acercándose a ella.
—¡Padre!—le miró a los ojos—¿Ha visto a Alfonso?
—¿Y tú no?
—Contésteme.
—Si le he visto hace un rato, subió como una exhalación hacia las habitaciones.
Emilia, arrastro sus ojos, y los dirigió hacia la escalera, tocó levemente y con ternura, la mano de su padre, dándole unos pequeños golpecillos y caminó en busca de su esposo. Raimundo, se quedó mirando la lánguida estela de su hija mientras le preguntaba.
—Emilia, ¿qué ha pasado?¿qué os ha pasado para que lleguéis de esta guisa?
Ella, sin mirarle si quiera, respondió.
—Padre, ahora no, por favor. Ahora no—y se dirigió hacia su alcoba.
Alfonso permanecía encerrado en la habitación. Emilia llegó ante la puerta, se sentía extraña, tenía miedo a lo que podría suceder a partir de aquel momento, pero tenía que intentar hablar con Alfonso, su Alfonso, parte de su vida, parte de su amor. Lentamente dirigió la mano temblorosa hacia la maneta de la puerta y la abrió con sumo cuidado. La habitación estaba en penumbra, pero la silueta de Alfonso se dibujaba entre las sombras. Él abatido, seguía sentado en la silla que tenían junto a la mesa que había en uno de los rincones de la alcoba, de espaldas a la puerta y ensimismado como estaba no sintió como Emilia se acercaba sigilosamente hacia él.
Ella, quedó detrás de su marido, no sabía si tocarle, o hablarle. ¿Qué sería lo mejor? De pronto, escuchó un sollozo, Alfonso estaba llorando, eso la derrumbó. No podía permitir que la duda implantada por aquel endriago, marcara a fuego sus palabras en el puro y noble corazón de Alfonso. Emilia le susurró.
—Alfonso, mi amor.
Él, se irguió en su silla, y con ambas manos se limpió las lágrimas que caían por sus mejillas. Emilia, dirigió sus pasos a la silla que estaba justo a su lado. Alfonso, no se movió. Emilia continuó hablando con dulzura y con toda la ternura, de la que fue capaz de reunir.
—Alfonso—acercó su mano hacia el mentón de su esposo, intentando que los ojos de Alfonso se posaran en los suyos. Él, sin apenas fuerza, se dejó hacer, pero no la miró. Emilia, con el corazón en un puño habló en voz queda.
—Alfonso, por Dios, dime algo. Háblame. Grítame si eso te hace bien, pero por favor, no enmudezcas, no soporto tu silencio.
Alfonso, con la mirada perdida hacia la ventana de la alcoba, respondió sin moverse un ápice de su posición, su voz sonó fatigada, compungida.
—Déjame solo, Emilia.
—No lo voy a hacer, nunca te voy a dejar. Alfonso, mírame—le reclamaba. Él continuaba en la misma posición—Te quiero más que a mi vida, no podría vivir sin ti. Eres mi luz, lo que me da fuerzas cada día, como crees que podría apartarme de ti ni un solo instante.
Alfonso, al escuchar la ternura en la voz de Emilia, guio sus ojos hasta encontrarla, deseaba que aquellas palabras fueran ciertas, pero en su interior algo se había roto. Ella, que le conocía muy bien, continuó diciendo.
—Por favor, Alfonso. Has de creerme—imploraba— Severiano, me…
—¡No le mientes!—gritó colérico mientras se incorporaba de la silla. Emilia le siguió, y sujetando su fornido brazo, le obligó a parar, dando un paso, se puso frente a él, y dijo más enérgica.
—Alfonso Castañeda. Ahora mismo me vas a escuchar, por favor. Creo que todo el mundo teniente derecho a explicarse, y yo quiero explicarte lo que pasó, para que puedas entender por qué actué como lo hice. —Alfonso se zafó de Emilia, la miró con enojo, receloso e intentó salir de allí. Ella continuó hablando, interponiéndose entre él y la puerta, tenía que impedir a toda costa que la maldad de Severiano rompiera su matrimonio. —Si no lo haces, si haces caso a su ponzoña, se habrá salido con la suya—Emilia lloraba, sus lágrimas habían copado sus ojos, y el llanto ahogaba las palabras.
— ¿No te das cuenta que ha sido una treta para separarnos? ¿Vas a darle ese gusto Alfonso Castañeda?¿Vas a anteponer lo que te dice un sinvergüenza a lo que te dice tu mujer? ¿Acaso te he engañado alguna vez?¿Qué razón tendría ahora para hacerlo?—Él evitaba su mirada, ella insistía en reflejarse en sus ojos.— Alfonso, te quiero más que a mi vida, y él lo sabe. Te juro… te juro por lo que más quieras, que no ha pasado, ni pasará nada, entre los dos. Has de creerme por favor. Alfonso, dime que me crees. Todo ha sido una artimaña.
Él, la escuchaba con los ojos llenos de lágrimas, se sentía abatido, traicionado, roto. La escasa luz de la ventana iluminó el rostro de Emilia, lloraba desconsoladamente, imploraba ser escuchada y gritaba que le amaba. Entonces, un pellizco hizo que su corazón se estremeciera, que la viera tal y como era. Sus ojos buscaron los de su esposa, la amaba más que a su vida, Emilia era el aire que respiraba, era sus piernas que le permitían caminar, era sus brazos que le permitían trabajar, era su corazón que le permitía amar.
Entonces, fue, cuando sus ojos buscaron sus labios, aquellos labios tan dulces, que tanto le calmaban, y que ahora le suplicaban, y le clamaban amor. Alfonso recordó cuanto la quería, cuanto la necesitaba, cuánta razón tenía. Porque creer en un ser como Severiano, y no creer en ella. Comprendió que los celos le habían jugado una mala pasada, que Emilia merecía ser escuchada, en vez de darle la espalda y regalarle a Severiano el placer de ver como entre ellos crecía la desconfianza. Pero que desconfianza, si Emilia era integra, recta, justa, honesta, además de hermosa como ninguna, y sabía, le había demostrado durante todos los años de matrimonio, que le amaba a él, ¿qué estaba haciendo?
De pronto, con un impulso salvaje, la rodeó entre sus hercúleos brazos, la atrajo hacia él y la besó con pasión. Emilia recibió aquel beso con la fuerza de un huracán. Y en aquel momento, reconoció a Alfonso, a su Alfonso Castañeda. Era él, de nuevo era él, y la tenía entre sus brazos, y le demostraba todo su amor, un amor puro como su alma. Alfonso, con una fogosidad desmedida, la llevó hasta su lecho entre besos y caricias.
Emilia, ávida de su amor, de nuevo encontró a su esposo bajo aquel frenesí, reconoció y recibió con deseo sus caricias, se fundió en su respiración, se moldeó bajo su cuerpo, y sintió toda la fuerza de su pasión. Ambos se entregaron en cuerpo y alma, como hacía tiempo que no lo hacían, en aquella alcoba, donde la luz se filtraba con sigilo, mirando a escondidas, para no molestar durante aquel ardiente momento, donde Alfonso y Emilia, continuaron demostrándose sin palabras, todo el amor que sentían, el gran amor que se profesaban, y que con el paso de los años, se había tatuado en su piel.
Ahora sabían que por mucho que se empeñara, por mucho que se interpusiera Severiano, aquel amor que sentía el uno por el otro, nunca, nada ni nadie lo podrían desmembrar.
23/12/2014
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CAPITULO 21- MENSAJES DEL CORAZÓN- INEVITABLES SOSPECHAS
La mañana amaneció esplendida. María por el contrario, no percibía esa misma sensación. Sentada en el sofá del salón esperaba que el Jaral volviera a vivir como cada día. La primera en llegar junto a ella fue Aurora, aunque María, no la oyó llegar.
—Buenos días María, ¿qué haces aquí tan sola?
—Aurora… que susto me has dado—dijo poniendo la mano en su pecho.
—Eso es que no tienes la conciencia tranquila—rió—¿En que estabas pensando, que te tenía tan ensimismada?
Aurora se sentó junto a ella. María, la miró.
—No he podido dormir en toda la noche.
—¿Y eso? Esperanza te ha dado la noche. Yo no he oído nada.
—No Aurora, ella ha dormido como una bendita. Es algo que siento en mi interior, algo relacionado con tu hermano, Tristán Castro, que no me deja tranquila, es un barrunto que me asalta continuamente.
—El que dice serlo—musitó Aurora.
—Además, está lo que me explicó Severiano, todo eso me ha tenido intranquila. Ya te conté que a él le dieron por muerto, y como sabes no lo estaba. Aurora, ¡Severiano, me ha ofrecido su fortuna para poder buscar a Gonzalo!
—¿A Gonzalo?
—Sí, él me ha hecho pensar en la posibilidad de que esté vivo, en algún lugar.
A Aurora se le iluminó el semblante. ¿Y si eso fuera posible? Volver a ver a su hermano Martín, al que tanto añoraba.
—¡Pero eso es una buena noticia! Porque te preocupas—comentó Aurora.
—¿Es que acaso no me has escuchado? También te he hablado de tu hermano. Tristán.
Aurora, se removió en su asiento, mientras decía.
—Yo, no conozco a ningún hermano más que al mío, mi hermano Martín Castro, así que solo me preocupa esa cuestión.
—No crees que deberías conocerlo.
—Si quiere conocerme que venga él a mí. Yo no tengo ningún interés. Por él estamos como estamos. Y además, nadie nos dice que lo que él cuenta sea cierto, y según me has explicado, poco o nada se ha interesado por mí.
—¡Aurora!—se alarmó María—Yo te relaté lo que ocurrió, y te di mi punto de vista, pero no era mi intención que cambiaras de parecer.
—Tranquila María, no te apures. No he cambiado de parecer, ya que no tenía parecer alguno. Además, quizá al tener sangre Montenegro, y haya salido a mi querida abuelita y solo le mueva el puro interés.
—Aurora, como eres.
—María, lo que sea, será. A mí lo que me realmente me importa es lo que has comentado de ese señor que conociste.
—Severiano—dijo María.
—Ese. Si fuera cierto eso que dice, y si es cierto que te puede ayudar con los cuartos… podemos organizar un plan de acción para empezar a buscar a Martín—Al nombrar a su hermano, y reconocer que ambas estaban más ilusionadas que nunca, Aurora se detuvo un instante, cogió las manos de María entre las suyas y le dijo—Si quieres que te sea sincera… en fondo de mi alma, sé que Martín vive, me lo dice el corazón, tengo el pálpito de que ha sobrevivido, y andará en algún lugar perdido.
María, miró a su prima con ternura y le sonrió, haciendo suyas aquellas palabras que acababa de pronunciar. Recordó el angelical rostro de su esposo, sus grandes ojos pardos que le acariciaban el alma tan solo con mirarla, su hermosa sonrisa que la llenaba de vida, su gran corazón que la llenaba de amor y una lágrima se deslizó por su mejilla, mientras sus ojos se llenaban de un inmenso vacío fruto de aquella profunda añoranza.
Aurora, también se había perdido en su memoria, reviviendo los momentos más felices de su vida, los que vivió junto a él. Recordó cuando llegó a Puente Viejo, el abrazo fraternal que se dieron en casa de don Anselmo cuando aún era sacerdote, sus sabias palabras que en tantas ocasiones le habían servido de guía, sus caricias y mimos que la llenaban de fuerza y cariño, y sus dulces besos que la llenaban de un amor infinito, un amor que le fue negado hasta que dio con él.
Las dos, frente a frente, viajaban a través del tiempo, queriendo perderse por un momento, junto a sus recuerdos. Rosario, y Candela, entraron en el salón y encontraron a las jóvenes en silencio, muy lejos de allí.
—¿Aurora? ¿María? ¿Estáis bien hijas?—preguntó la dulce Candela.
Ellas volvieron al Jaral.
—Disculpe Candela—respondió María, limpiándose las lágrimas—No la oí llegar. Está visto que hoy no me doy cuenta de nada—sonrió tímidamente, intentando esconder su tristeza tras una fingida sonrisa.
—¡Candela! ¡Rosario!—se sorprendió Aurora de igual manera que su prima.
—¿Ha pasado algo que debamos saber?—preguntó azorada la bondadosa Rosario.
—No abuela, nada—intervino María de inmediato, para calmar la zozobra que descubrió en Rosario—Nos hemos puesto a hablar de Gonzalo, a recordar y… —María, no pudo continuar con sus palabras, un nudo de espinosa tristeza, le subía por la garganta.
—Y una cosa, lleva a la otra—intervino Aurora—y como somos ñoñas, pues ahí estábamos.—Aurora, se había dado cuenta de la congoja de su prima, se incorporó y ayudó a incorporarse a María para la siguiera hacia la mesa—Pero ahora, mi querida prima y yo, nos vamos a tomar un suculento desayuno. ¿Verdad Rosario?
Aurora miró de soslayo a Rosario y le hizo un gesto que la mujer entendió a la perfección.
—Por su puesto mi niña. Enseguida voy a pedir que nos suban ese desayuno. Hemos de coger fuerzas.
Rosario se dirigió a la cocina mientras las tres mujeres se sentaron alrededor de la mesa. Candela comentó inquieta.
—Antes de que suba Rosario, quería comentaros, que he estado pensando en la visita de Tristán.
Las dos muchachas la miraron en silencio.
—Veréis—dijo en voz queda, acercándose a ellas—he estado analizando lo que nos explicó, sus ademanes, sus expresiones. Y tengo que darte la razón María. Hay algo que me dice…
—A usted también Candela—interrumpió María.
La mujer mordiéndose el labio inferior asintió.
—Entonces ya sois dos—intervino Aurora— ¡hemos de averiguar, si lo que dice es verdad, si realmente es mi hermano!, ¿pero cómo podremos saberlo?
—Pero, ¿cómo puedes pensar tal cosa Aurora?—Preguntó Candela—¿Porque habría de mentirte en ese aspecto mujer? Yo solo he dicho que…
—Si Candela, lo sé, se lo que ha dicho. Pero yo también le he visto.
Las dos mujeres miraron con asombro a Aurora.
—¿Qué tú le has visto?
—Sí, le vi cuando volvía del dispensario. Iba pavoneándose, se paró por el camino y encendió uno de esos puros habanos que de seguro trajo de su país, ya que era tan grande como la rama de un árbol.
Las mujeres sonrieron ante la ocurrencia de Aurora.
—Que exagerada eres prima—rió María.
—Y tú, ¿porque no nos has dicho nada?—preguntó Candela.
—Quería observar primero, saber que opinabais para poder comparar.
—¿Comparar? ¿Comparar el qué?
—Pues cosas. Lo que me explicasteis de él, vuestras sensaciones. Porque a mí, no me recuerda para nada a mi padre.
Candela miró a María, esta hizo un mohín a la vez que decía.
—A decir verdad, a mí tampoco Aurora, yo que le conocí más que…
—Si María, más que nadie, puedes decirlo—intervino la muchacha.
—Pues eso, yo que le conocí durante tanto tiempo, para nada me recuerda a mi tío Tristán.
—Ni a mis chiquillas ni a mí—comentó Candela—Pero hay algo más que quiero deciros, algo que me llamó la atención— Ellas, echaron sus cuerpos sobre la mesa, para poder escuchar mejor.
—Somos todo oídos—dijo Aurora.
—Me he fijado, en cómo te mira María—continuó la confitera.
María, extrañada frunció el ceño y preguntó.
—¿A mí?
—Si, al principio, no me di cuenta. Pero tal como iba pasando el tiempo, me fui percatando de su mirada, de su atención hacia ti. Tristán te miraba con una mirada que iba más allá que la mirada de un afligido cuñado que acaba de perder a su madre y días después a su único hermano.
—Hombre, gracias Candela—se mofó Aurora.
—¡Ya me entiendes niña, he dicho hermano, no hermana!
Aurora, sonrió. María estaba pensativa. Quizá era cierto, pues en aquel momento recordó, el tono con el que la hablaba al principio, y la forma más cálida con la que le hablaba después. Entonces a María dijo.
—¡Tengo una idea!
—¿Una idea?—contestaron las dos.
—Tendré que ganarme su confianza. Quizá él, pueda decirnos algo.
—¿Algo de qué?—preguntó Candela.
—Pues, si sabe algo del naufragio, si hubo algún superviviente, y de ser así, hacia donde se los llevaron, cualquier cosa que pueda ayudarnos.
—¿Pero tú crees que él sabrá algo de eso María? Si eso fuera cierto, y hubiera habido supervivientes, ya lo sabríamos por la prensa.
—¿Y si la prensa no lo sabe?—replicó María.
—Mujer, como no lo va a saber. Es la misma prensa la que dio la noticia—dijo Candela.
—Y si como dijo Severiano, lo recogió alguna embarcación, o un pescador, y lo llevó a Cuba.
—Y que quieres decir con eso, ¡que Tristán lo sabe!, ¡que sabe que Martín se salvó! y entonces, ¿porque no volvió con él? No tiene sentido María—argumentó Aurora—Creo que has leído muchas novelas, o ese hombre, Severiano, te ha nublado la razón con sus historias.
—No, Aurora. Si es cierto lo que dice Candela, y se ha interesado por mí. Debo aprovechar ese interés, abrirme a él, ofrecerle mi amistad, para averiguar sobre Pilar, sobre las cartas que nos envió, saber qué es lo que sabe sobre el naufragio del Infanta Beatriz. Cuba no es muy grande, y allí, quizá se conozcan entre las gentes pudientes, y por lo que veo Tristán tiene posibles, por su aspecto, sus ropas, su porte—María se había entusiasmado, hablaba con celeridad—Tendré que ponerme en contacto con la Habana, para que me pongan al corriente de los posibles supervivientes que hayan llegado asta allí. Sí, eso voy a hacer, iré en busca de Severiano y le diré que me ayude a buscar a mi esposo, que me diga por donde tengo que empezar.
—Pero María, eso es una locura. Ya hablamos con comandancia de marina y nos dijeron que no había supervivientes.
—¡Comandancia de marina, puede estar equivocada! Es con la Habana con quien tenemos que hablar. Ellos sabrán si hay algún superviviente y si este es extranjero.
—Por Dios María—replicó Candela—Dices que vas a entablar relación con Tristán para preguntarle por el naufragio, y que vas a buscar a Severiano para que te financie la búsqueda en la Habana.
—Si Candela, eso haré.
—Estoy de acuerdo contigo, prima—intervino Aurora—Pero, lo que no entiendo, es que intentes relacionar a Tristán con el posible rescate de Martín. ¿Cuál crees que es esa relación?
—Algo me dice, que Tristán, no ha venido por casualidad, que esconde algo. Ha ido a la Casona, en vez de venir al Jaral. Los telegramas los enviábamos con remite desde aquí y no desde la Casona. Mi madrina ha aceptado que se aloje con ella, y según él, con cariño, cuando de sobra sabemos que mi madrina, no da cariño gratuitamente, y nunca aceptaría a un bastardo bajo su techo, de ninguna manera, sería humillante para la estirpe Montenegro, su honor en entredicho, que Tristán este allí, por voluntad de mi madrina, es impensable de todo punto, y Tristán está viviendo allí. Hay algo más.Tiene que haberlo.
Creo… creo que alguien le ha tenido que explicar sobre nosotros, ponerle al corriente de todo lo que aquí acontece, hablarle de Doña Francisca, de Aurora, de mí. Y si mi corazón no me engaña. Creo que ha sido…
Aurora con los ojos abiertos presa de las palabras de María, permanecía casi sin respirar, atenta a toda aquella explicación. Un nombre salió de sus labios para terminar la frase que había empezado su prima.
—Martín.
María la miró.
—Exacto, Aurora.
Las tres mujeres enmudecieron, y quedaron pensando en aquellas elucubraciones que no parecían del todo ilógicas, muchas preguntas revoloteaban por sus cabezas, preguntas que de momento no encontraban respuestas.
En aquel momento entró Rosario con la bandeja del desayuno.
—Ya estoy aquí. Venga hacer sitio, que por fin, vamos a desayunar.
Las tres se miraron cómplices por lo que allí se había gestado, tenían mucho en que pensar, y optaron por guardar silencio y continuar como si nada hubiera pasado.
—Estupendo Rosario—dijo alegre Aurora— creo que este desayuno, nos dará la fuerza necesaria para ganarle el pulso a la vida y devolvernos la ilusión, y quien sabe si algo más.
María miró pícara a Aurora, y esta le regaló un guiño, Candela les sonrió escondida tras su taza, tras saborear un sorbo de aquel rico chocolate. A partir de aquel momento, y si sus corazonadas eran ciertas, sus vidas, cambiarían de color.
29/12/2014
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CAP 22- PENSAMIENTOS QUE AZOTAN EL ALMA.
PALABRAS DE PAPEL
PALABRAS DE PAPEL
Como cada día durante el tiempo que había permanecido preso, Tomás le traía el sustento, tal como le había indicado Leonardo. Pero hacía varios días, que Tomás no era quien cruzaba la puerta que le separaba de la libertad, hacía días que era su hija Matilde la que hacía esa tarea.
—Buenos días. Le traigo la comida.
Martín, que permanecía tumbado sobre el camastro, dio un respingo y se aproximó a los barrotes de la celda.
—Muchas gracias—le dijo con amabilidad. Pero aquel día Martín tenía una idea en su cabeza,
necesitaba pedirle algo a la muchacha. Antes de que esta diese la vuelta para salir por donde había venido le preguntó con dulzura.
—¿Cómo te llamas niña?
—No puedo hablar con usted.
—Vamos mujer. Dame un poco de conversación, aquí no veo a nadie, y llevo muchos días sin saber nada del mundo exterior. Cuando venía Tomás, al menos comentábamos hechos cotidianos, hablábamos de cosas banales, pero me servían de distracción. No sé en el día que vivo, ni si hace frio o calor.
—Señor, aquí en Cuba siempre hace calor. Y disculpe pero me tengo que ir.
La muchacha dejó la bandeja en el suelo pegada a las rejas, como era de costumbre y se dirigió hacia la salida.
—¡Muchacha! Por favor—llamó con desesperación—no te preguntaré nada si no quieres, pero, necesito que me hagas un favor.
Ella, se quedó quieta, y giró para verlo. Martín le habló.
—Ven, acércate, ya ves estoy aquí encerrado, no puedo hacerte daño, solo quiero pedirte un favor
La muchacha se acercó lentamente—Sabes…allí en España,tengo una hija pequeña, de pocos meses, ¿quieres ver su fotografía?
La muchacha sitió lástima de aquel hombre, que le hablaba con dulzura, y con una mirada tan profunda como triste. Se aproximó.
Martín se dirigió a su zurrón y sacó la raída fotografía que tenía de su familia.
—Mira—Se acercó a los barrotes y se la mostró—es esta… ¿a que es preciosa?—Martín sonrió, emocionado—se llama Esperanza, y esa esperanza es la que me mantiene vivo, la que me da fuerzas para seguir luchando por sobrevivir, esperando que algún día, pueda salir de aquí y volver junto a ella y a mi esposa.
Matilde, miraba la fotografía, y miró los ojos de Martín, que humedecidos por el recuerdo, reservaban para su intimidad el brote de su llanto. La muchacha tímidamente respondió.
—Es muy bonita.
—¡A que sí!—dijo alegre.
La joven le devolvió la fotografía. ¿Cuál es el favor que quería pedirme?
Martín se animó.
—Tan solo si pudieras traerme papel y lápiz, para poder escribir unas cartas por si… algún día…perdiera la vida y no pudiera volver junto a ellas.
Afligido, miró de nuevo la fotografía que tenía entre sus manos, acariciaba el rostro de su hija con delicadeza, mientras seguía hablando.
— A veces, creo que nunca más saldré de aquí y ese pensamiento me azota el alma. Son tantas las cosas que nunca les podré decir. Cosas que no podré vivir con ellas. Sus primeros pasos, sus primeras palabras… —La tristeza abrazó a Martín estrujándolo como un muñeco de trapo. Matilde le escuchaba atenta, sintiendo esa profunda melancolía que cubría la celda— Cosas… cosas que siento en mi alma y que de no dejarlas escritas en un papel, me ahogarían—la miró—¿Me entiendes?
La muchacha asintió, con pesar.
—¿Eso quiere decir que me traerás lo que te pido?—una chispa de luz, brotó en los ojos cansados de Martín. Matilde rompió su silencio.
—Está bien, no se desazone más. Después, por la noche, cuando venga a traerle la comida, se lo traeré. No creo que eso sea malo.
—¡Oh, no claro! No es nada malo y a mí me ayudaría mucho. No sabes cuánto.
—Ahora tengo que irme, si tardo mucho me regañarán.
—Sí, ve. No quiero que por mi culpa te lleves una reprimenda.
La muchacha, se dirigió hacia la salida, pero antes de cerrar la puerta tras de sí, le miró y le dijo.
—Me llamo Matilde.
Martín, hizo una mueca de satisfacción y una triste sonrisa se dibujó en su rostro.
Pasaron varios días y las visitas de Matilde fueron más continuas, en cuanto tenía un minuto, o la perdían de vista, Matilde iba a visitar a Martín. Él le explicaba historias, sueños, situaciones que imaginaba poder vivir cuando volviera al Jaral.
La muchacha buscaba por todas partes, papel y carbón, para llevárselo en cuanto le fuera posible, y cada vez que Martín se lo solicitaba, incluso le había llevado libros que había encontrado en casa de los señores donde iba de vez en cuando con su hermana, y alguna que otra vela, que le sirviera para darle compañía. Matilde se encontraba bien con él y a Martín se el tiempo se le hacía más ameno, durante el rato que Matilde estaba allí, sentía como se animaba. Un día Martín le preguntó.
—¿Cómo es que me traes tantas cosas? Te arriesgas mucho ¿no crees?
—No me arriesgo. Mi padre lo sabe perfectamente. Él es un buen hombre, sabes. Pero somos muchos en la familia, y es el único trabajo que tiene, excepto mi hermana que va una vez a la semana a planchar a casa del señor Santacruz.
—Ya—replicó Martín. Matilde se acercó a la reja y le hablo en voz queda.
—Si vengo yo, él no incumple nada, y no le pueden llamar la atención. Así, yo puedo traerte lo que necesites sin que le estemos perjudicando.
—Eres muy lista Matilde.
—Supervivencia diría yo. Y justicia, ya que no me cabe en la cabeza que hace usted aquí encerrado, estando su familia al otro lado del mundo.
Martín, recordó las palabras que le dijo Leonardo sobre el encargo que le había encomendado su abuela.
—Hay personas en la vida, que hacen el mal, tan solo por hacer. Gente que juega a ser el mismo Dios.
—No se preocupe, ya sabe ¿si puedo hacer algo por usted?
A Martín se le iluminó el rostro.
—¿Te puedo pedir algo?
—Será algo más, ¿no? —sonrió la muchacha.
—Sí, está bien. Algo más. Entenderé si te niegas, ya que es algo diferente. Pero me gustaría que me hicieras otro gran favor.
—Dígame.
Martín aproximó el viejo tronco hasta las rejas, y se sentó junto a Matilde.
—Verás, hay otra cosa que me tiene la conciencia intranquila. Cuando llegué a Cuba, y tras sufrir el accidente del infanta Beatriz, en la hacienda Montecristo me dieron cobijo y ayuda. Y esas personas, creerán que soy un desagradecido.
—¿Por qué van a creer eso?
—Cuando me secuestró Leonardo y me trajeron aquí, no puede ni tan siquiera despedirme de ellos. Había ido a hablar con Leonardo, me hizo creer que éramos hermanos y me desperté aquí.
—¿Cómo pudo hacerle creer tal cosa a un hombre tan cultivado como usted?
—Es muy largo de contar.
—Tenemos todo el tiempo del mundo.
—Tienes razón, pero ahora escucha. Otro día te lo contaré.
—Está bien, usted dirá.
—No pude, decirles nada. Agradecer sus atenciones para conmigo, ni todo lo que habían hecho por mí. Don Guzmán me trató como a un hijo. Y Sol como si fuera mi hermana. Me hubiera gustado poder decirles que no hui, si no que me fui obligado por las circunstancias. Me entiendes.
—Sí, claro que le entiendo. Pero lo que no comprendo es ¿Qué pinto yo en esta historia?
—Pues que he pensado—se removió sobre el tronco y acercó su cuerpo hacia la reja— que les podrías ir a llevar una carta, donde les pueda explicar que me tuve que marchar y que les agradezco todos sus desvelos, todo lo que hicieron por mí. Que siempre les estaré agradecido, que por fin, lo recuerdo todo y que si alguna vez van por España que visiten a mi familia en Puente Viejo, que es allí donde tengo mi hogar y que lo consideren como suyo. Que cuando vayan les digan que estuve con ellos, y que les den la tranquilidad que yo no pude darles ya que no tuve oportunidad. Que le entreguen esta carta… a María Castañeda.
Martín alargó su brazo y le entregó a Matilde la carta que había escrito para su esposa.
—Léela si quieres. No digo nada que no puedas leer. Solo les digo que las quiero, y que siento no poder estar con ellas, y ver crecer a mi hija, poder enseñarle todo lo que aprendí, y escuchar su risas resonando por el Jaral. Y que amo a mi mujer por encima de todo y de todos, y que siempre la amaré aunque nunca pueda volver a estar con ella.
Martín miró a Matilde. Ella con una tristeza infinita, cogió la carta que le estaba tendiendo desde el otro lado de la celda.
—No se preocupe. Lo haré. Llevaré esa carta a la hacienda Montecristo.
—Muchas gracias Matilde—Una luz volvió a iluminar su rostro—Confío en ti—le dijo sujetando sus manos—Me quedo mucho más tranquilo.
La muchacha, guardó la carta entre sus ropas, y se dirigió hacia la puerta. Martín que permanecía sentado sobre aquel duro tronco de madera gritó.
—¡Matilde!
La muchacha se giró.
—Gracias.
Ella le sonrió y desapareció de su vista, dejándolo de nuevo en la más absoluta soledad.
—Señorita. Una de las muchachas de las casas de la playa, quiere verla.
—¿Una muchacha de las casas de la playa?
—Sí, la hija pequeña de Tomás. Matilde.
—No tengo ganas de ver a nadie, y menos a una andrajosa. ¿Que se le habrá perdido aquí? Dale unas monedas y dile que no recibo visitas, que si quiere algo que entre por la cocina. Semejante desfachatez—dijo Sol, sin levantar la mirada del libro que estaba leyendo.
—Señora, pero…
—Es que no me has oído, mema. ¡Que se vaya!
—Está bien señora como usted diga.
La doncella se dirigió a la puerta dónde esperaba Matilde.
—Mi señora no quiere recibir a nadie.
—Me lo suponía, toda esta gentuza se cree que son más que nadie, seguro que te ha dicho que soy una andrajosa y muchas cosas más, y la que es una andrajosa es ella, con esos aires.
—Cállate mujer—La doncella, miró con recelo de un lado al otro por si alguien las estaba escuchando.
—Mira, ven—la cogió del brazo y se la llevó hacia la cocina mientras le decía—¿quieres un tazón de cacao?
Matilde iba a rechazarlo, pero pensó «por qué no? ya que no ha querido recibirme, al menos le haré gasto»
—Sí, claro. Cómo no.
La noche caía sobre la hacienda Montecristo. Sol, permanecía mirando por la ventana, todo estaba en calma. Don Guzmán, todavía permanecía en su despacho, y ella se sentía más sola que nunca.
En aquel momento, entró la doncella para preparar la mesa.
—Señorita, ¿le va bien que sirvamos la cena?
Sol, dejó caer la cortina que sujetaba con su mano.
—Sí, y después ve a avisar a mi padre. A ver si deja ya el trabajo, que lleva metido ahí toda la santísima tarde.
—Si señorita.
En aquel momento, la doncella recordó lo que le había entregado Matilde.
—Ah! por cierto señorita.
—Dime
—La joven. Esa que vino a casa por la tarde. Me dejó algo para usted.
—¿Algo para mí? Será que vino a pedir algo. No me interesa nada que venga de esa familia.
—¿Pero no quiere saber de quién es la carta?
—¿Una carta?
—Sí, una carta con el papel raído, pero que quien la escribió, tiene una letra de posibles.
—¿Una letra de posibles? No existen las letras de posibles. Será una buena letra, de alguien instruido, o cultivado.
—Pues eso será señorita.
—¿Pero de quién? ¿Quién la escribe?, si puede saberse, ¡pánfila!
—Pues no lo sé, ya sabe que no se leer.
—¿Pero te habrá dicho algo, no?
—No me lo dijo muy claramente, me comentó que un joven se la había entregado para usted. Pero si no la quiere, yo voy y la tiro.
Sol, se quedó pensativa. Una carta de un joven que provenía de una muchacha del poblado de la playa… aquello no tenía sentido alguno. Pero la curiosidad la venció.
—Bueno, está bien. Sube la maldita carta, y salgamos de dudas.
—Si señorita, voy enseguida.
A los pocos minutos la doncella, estaba frente a ella, tendiendo una bandejita de plata donde descansaba la misiva.
—¡Qué asco de papel!—exclamó Sol cuando lo cogió de la bandejita—. ¿De donde lo habrán sacado, de una letrina?
—Señora, yo no he hecho nada, está tal cual me la entregó.
—Está bien retírate. Cuando la cena esté lista me llamas—Y se dirigió hacia la biblioteca.
Sol, cerró la puerta tras de sí, y se sentó en uno de los grandes butacones. Algo le decía que aquella carta contenía un mensaje importante.
Los ojos de Sol, devoraron aquellas letras cuando reconoció el trazado que guardaba aquel pedazo de papel, sucio y arrugado.
—Es de Martín.
Tuvo que leerla varias veces para comprender que Martín no se había ido de la hacienda, no la había abandonado, y eso la hizo sentirse feliz. Comprendió que había sido retenido en contra de su voluntad.
—Debo ir a buscarle—musitó. Pero inmediatamente se dio cuenta de su estupidez, al echar a la portadora de la misiva, había perdido la oportunidad de saber, donde estaba Martín. Había vuelto a cometer un error, ya que aquella muchacha era la única que podría decirle donde estaba la persona que le había entregado aquella carta. Tenía que dar con él, y para eso tenía que encontrarla a ella.
Ni corta ni perezosa, se dirigió hacia su alcoba, se tenía que cambiar rápidamente de ropas, e ir al poblado de la playa. Tenía que encontrar a la muchacha para que le explicara, donde estaba Martín Castro.
13/01/2015
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CAP 23- EMILIA ULLOA- EL APOYO DE UNA MADRE.
María llegó junto con Aurora a la casa de comidas, ambas habían bajado al pueblo paseando a Esperanza en su carrito. Al entrar encontraron a su abuelo Raimundo atendiendo la recepción. El hombre se alegró al ver a sus nietas y salió a su encuentro.
—¡Que agradable sorpresa!¿Cómo están mis niñas?
—Hola abuelo—respondieron casi a la vez.
Él se asomó al carrito para hacerle carantoñas a Esperanza, en el mismo momento que Emilia y Alfonso bajaban de las habitaciones.
—Hola hija—dijo Emilia, dirigiéndose a ella—Sobrina—la mujer saludó a las muchachas con un beso. Alfonso se dirigió hacia su nieta.
—Que rebonita está—comentó mientras la miraba, y le hacía cucamonas.
—¿A que habéis venido? —preguntó Emilia.
—Nada madre, queríamos hablarle de algo.
La mujer las miró curiosa, y Alfonso que se dio cuenta de que querían hablar a solas, sin dejar de mirar a Esperanza respondió.
—Anda, ya me llevo yo a mi nieta, mientras vosotras habláis tranquilas.
Raimundo, comprendió y dijo.
—Yo iré a ayudar a Matías que veo que es la hora de los almuerzos y anda algo embarrullado.
—Gracias padre—dijo Emilia.
Una vez a solas, las tres mujeres se sentaron en una mesa.
—¿Queréis que os prepare una limonada, o una manzanilla?—preguntó solícita Emilia.
—No madre.
—No, tía Emilia, solo queremos explicarle un asunto.
—Bien pues, vosotras diréis—dijo la mujer juntando sus manos sobre la mesa.
—Pues verá madre…
Las muchachas le pusieron al tanto de las sospechas que habían ido creciendo referente a Tristán. Emilia escuchó en silencio la totalidad de sus recelos.
—Queremos que usted nos dé su opinión tía—habló Aurora.
Emilia, suspiró y moviendo su cabeza les preguntó.
—¿Habéis hablado con Rosario sobre esto?
—No, madre, la abuela no sabe nada.
—¿Y Candela? ¿Qué opina?
—Candela es de la misma opinión que nosotras, no acaba de fiarse de él.
—Bueno, pues… yo… siento decirlo y que mi hermano Tristán me perdone, pero hay algo en ese joven—Emilia se removió en silla— que no deja de inquietarme. Cuando estoy junto a él, sé que estoy junto a mi sobrino, pero no lo siento como tal. Cuando le miro a los ojos… no me transmite esa paz, ni encuentro esa nobleza que tenía tu padre. En sus ojos no encuentro nada que me recuerde a él.
Las muchachas se miraron asintiendo a la vez. Aurora preguntó.
—¿Entonces piensa como nosotras? ¿Cree que posiblemente no sea mi hermano?
—Válgame dios hija, que enormidad. No, Aurora, yo no he dicho eso... Yo solo digo que…no me recuerda a mi hermano, pero de ahí a que no sea mi sobrino va un abismo, ¿Porque habría de mentirnos?
—Pero, si acaba de decir que….
—Aurora, has de pensar que Tristán… tu hermano…
Aurora hizo un mohín de insatisfacción, mientras decía.
—No Emilia, yo solo tengo un hermano y está en el otro lado del océano.
— ¿A qué dices eso hija? Todos sabemos que Gonzalo…
—¡Madre!—interrumpió María—no siga por ahí, por favor, ya sabe lo que pienso al respecto.
—Está bien, como quieras, no hablaré de Gonzalo, pero…Aurora, tu hermano Tristán, ha crecido sin conocer a tu padre, sin saber ni como era, ni como pensaba, creció a imagen y semejanza de su madre y su familia... y a saber cómo eran ellos.
—Pues yo sigo pensando que hay algo más—espetó Aurora— ¿Qué me dice de mi abuelita?¿Usted cree que siendo él un bastardo, lo acogería como a un rey, poniendo en entredicho su apellido? No Emilia, no.
—Eso sí que me extraña un mundo—dijo Emilia con inquietud.
—¿Entonces… ve bien lo que le hemos dicho madre? —preguntó María.
—Pues…—durante unos instantes miró los ojos de aquellas dos muchachas que esperaban impacientes su aprobación. Al final y después de pensarlo un rato respondió—. Si creéis que es lo mejor... pues adelante, no seré yo quien lo impida.
—Y …¿en lo referente a mi hermano?—preguntó Aurora.
—¿Estamos hablando de él no?
—No madre, Aurora ahora se refiere a Gonzalo.
—María, tesoro mío—Emilia sujetó las manos de María entre las suyas, y el tono de su voz se acarameló— Gonzalo, esta…
—No madre—dijo María incorporándose de un salto de la silla—¡Gonzalo está vivo! Lo presiento. Lo sé.
Aurora la miraba desde su asiento. Una mueca de complicidad y tristeza asomaba a su rostro. Interrumpió con dulzura.
—Yo pienso lo mismo Emilia. ¿Por qué no creer que le pasó lo mismo que a Severiano?
—Si madre, este hombre ha caído del cielo.
Emilia volvió a removerse en su asiento. «Ha caído del cielo, pero viene del mismo infierno» pensó.
—Hija, yo conozco hace muchos años a Severiano, y creo que…
—Madre... —Interrumpió María, sentándose de nuevo y cogiendo sus manos—necesito creer que Gonzalo está vivo.
Aurora asintió.
Emilia miró a las dos muchachas y suspiró.
—No me hace nada de gracia que tengáis tratos con Severiano, siempre ha sido un soñador, irreflexivo e impulsivo, y creo que la edad no le ha cambiado un ápice…pero si queréis seguir pensando que…
—Si madre, necesito volver a soñar. Pensar que Gonzalo pudo sobrevivir como lo hizo Severiano, me llena de ilusión. Pero, no quiero que tarde tantos años como lo ha hecho él en volver junto a mí, quiero saber de él ya... y creo que sonsacamos a Tristán....puede que sepamos algo más.
—Está bien… prepararemos esa idea que os ronda.
María y Aurora, sonrieron y se miraron entre sí.
—¿Cuando empezamos?
Leonardo permanecía en una de las butacas de la casona cuando llegó de manos de una de las sirvientas una misiva. Francisca en aquel momento salía de su despacho, miró desde la distancia la escena.
—¿Es para mí?—preguntó Leonardo a la sirvienta.
—¿Qué es eso? —preguntó curiosa doña Francisca, avanzando hacia ellos.
—No lo ve, abuela. Es una nota.
Ella le miró con rencor.
—Lo veo, no estoy ciega, y ¿Qué dice?
—Para saberlo tendré que leerla, no cree.
—Pues ya estás tardando.
Leonardo se incorporó de su butaca y acercándose a Francisca le dijo.
—Es privado. Así que me retiro a mis aposentos para poder leerla sin miradas entrometidas.
Francisca alzó su rostro y le miró de soslayo, mientras se dirigía hacia la mesa.
—Haz lo que te venga en gana, no me preocupa en lo más mínimo.
—Pues, quede con Dios abuela.
Leonardo se dirigió hacia las escaleras y subió los peldaños lentamente, mientras Francisca le decía a la doncella.
—Llama inmediatamente a Mauricio. ¡Vamos!
20/04/2015
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CAP 24- LIBERTAD.
El graznido de los flamencos surcando el inmenso cielo, era el aviso diario, de que la llegada de Matilde estaba próxima. Martín se precipitó sobre su camastro, intentando ver por el resquicio del único ventanal que había en aquella cueva, el azulado cielo, y esperó como cada atardecer ver pasar aquellas rosadas aves, cuyos chillidos era uno de los pocos sonidos que escuchaba desde aquel recóndito lugar. Tan solo la conversación con Matilde y el continuo oleaje del mar eran lo que le hacían sentir que estaba vivo. Por eso, cada vez que aquellas majestuosas aves gruñían al cruzar el cielo, él corría para ver el rosado colorido de su plumaje, algo que le llenaba de esperanza pensando que algún día él también podría volar como ellos hacia su hogar.
Martín las contempló en silencio, hasta que vio desaparecer la última de las aves, y con ella el sonido de su canto. Cuando el silencio volvió a reinar en la mazmorra, bajo de su camastro, cerrando sus ojos y pensando que otro día había pasado para él. Otro día sin poder ver a María, ni a su querida Esperanza, y su recuerdo le pesó como una losa.
Pero él mismo se dio ánimos, pensando que en breve podría mantener la conversación diaria que desde hacía varios días mantenía con la muchacha. Aquel día la esperaba más ansioso que de costumbre, pues esperaba respuesta de la carta que le había entregado para que la llevara a la hacienda Montecristo, pero extrañamente, aquel día la muchacha no llegaba y poco a poco, la luz que entraba por la rendija, se fue debilitando más y más, igual que su ilusión por recibir respuesta. ¿Qué le habría pasado? ¿Por qué tardaba tanto?
De pronto una inquietud le zozobró el alma. Si algo les ocurriera a Matilde y a su padre, nadie sabría que él estaba allí, tan solo Leonardo y este se encontraba en España y la intención era dejarle morir allí. Entonces pensó en lo estúpido que había sido. Había perdido la oportunidad de explicar en la misiva que envió con Matilde, que estaba preso, que Leonardo le retuvo y que le buscaran junto a la playa. ¿Cómo no se le había ocurrido? Solo pensaba en María y su hija, y no pensó en él, en explicar que estaba retenido en contra de su voluntad.
Martín empezó a caminar de un lado al otro. Pensamientos nefastos le nublaban los sentidos, y empezó a desesperar. Si nadie sabía que él estaba allí, nadie le traería alimentos, y moriría por inanición. Martín desesperado, intentó forzar los barrotes, pero fue imposible… ¿Cómo podría hacerlo? No había nada que pudiera hacer para escapar de allí, tan solo rezar. Desesperado se sentó sobre el camastro, pidiendo a Dios que no le abandonara, y que Matilde apareciera en cualquier momento.
Y pasaron las horas, y la negra capa de la noche cubrió por completo aquel rincón olvidado del mundo. Martín, tumbado sobre el camastro permanecía con la mirada perdida en la profunda oscuridad, manteniendo sobre su pecho, la fotografía de María y la niña aferrada en sus manos. Así pasó varias horas, inmóvil, y en silencio, esperando Dios sabe qué.
De pronto, un estruendo hizo que reaccionara y el resplandor de un relámpago iluminó la oscura celda. De nuevo la tormenta en medio de la noche. El cielo crujía y las gotas de lluvia se escuchaban caer con fuerza sobre la tierra. Martín sabía que si no ocurría un milagro, nadie vendría a visitarle. Pero entonces, vio un ligero resplandor, pero ese resplandor no provenía de la pequeña ventana, y eso hizo que mirara hacia el lugar de donde provenía aquella claridad, y la alegría volvió a sus ojos.
Matilde entró sigilosa, camino hacia él, con un candil en la mano.
—¡Matilde!—Martín dio un respingo y se incorporó de su camastro, acercándose presuroso hacia los barrotes. Al verla junto a él, respiró aliviado—¿pensé que te había pasado algo?
—Disculpe señor. Tenía que esperar a que estuviera bien entrada la noche, para poder venir.
Martín frunció el ceño.
—¿Esperar a que estuviera bien entrada la noche? ¿Por qué?
—Verá—Matilde se aproximó a los barrotes. Y antes de explicarle, dejó sobre el frio y húmedo suelo un hatillo.
—¿Qué es eso que llevas niña?
Matilde sin decir nada, sacó de uno de sus bolsillos una llave y abrió la celda donde se encontraba recluido Martín. Él atónito, no daba crédito a lo que estaba viendo.
—¿Qué haces Matilde?
Ella, le apremió.
—Señor. Le he traído ropas limpias, y algo de comida. También he cogido algo del dinero que tiene mi padre escondido en el viejo jergón.
—Pero… —Balbuceó Martín sin comprender, mientras miraba el hatillo que Matilde le había arrimado.
—Vístase rápido, ha de huir.
Martín se quedó sin reacción.
—¡Vamos! ¿O es que no quiere ir con su familia?
Él la miró sin hablar, aquella niña que permanecía junto a él, le estaba proporcionando una vía de escape, un regreso a la vida. Martín reaccionó.
—Sí, si claro. Como no voy a querer regresar. Pero tu…
—Por mí no pase fatiga. Ande vístase, no pierda más tiempo.
Matilde se dio media vuelta esperando que Martín se vistiera. Él rápidamente obedeció, mientras preguntaba.
—¿Pero de dónde has sacado estas ropas?
—Ya le dije que mi hermana trabajaba en una casa de posibles, y poco me ha costado a mí agenciarme un traje de esos. Sus amos ni lo notarán, tienen muchos y estos son de los más usados.
—Bendita muchacha—dijo Martín mientras calzaba los zapatos—¿Porque haces esto niña?
—Porque… la curiosidad es uno de mis muchos defectos, y leí la carta—Martín sonrió.
—Ya te dije que podías hacerlo.
—Sí, bien lo sé, pero eso no se hace, eso es de fisgonas, al menos es lo que me repite una y otra vez mi hermana cuando le intento leer las cartas que le escribe el mozo de las cuadras. Pero el caso es que la leí, y me dio tanta lástima y tanta rabia cuando la engreída de la señora de la hacienda no me quiso recibir, que me prometí ayudarle a que pudiera volver con su esposa y su hija y le diera su merecido a don Leonardo.
Martín volvió a sonreír con nerviosismo, no sabía si era por la historia de Matilde, o por sentir que volvía a ser libre.
—Ya puedes voltear Matilde.
—¡Deme esas ropas!—dijo mientras preparaba de nuevo el hatillo.
—Para que las quieres.
—Para desaparecerlas. Mi padre no sabe nada de esto. Y yo diré que cuando llegué, no había nadie en la celda. Que se esfumó, por el arte de birlibirloque. Porque eso es lo que hará. He podido averiguar, que esta madrugada zarpa hacia España un buque, que se llama…. —Matilde se quedó pensando unos instantes. —Algo de Sevilla, o pueblo de Sevilla.
—Será, el Ciudad de Sevilla.
—Eso. Ciudad de Sevilla. Por aquellas casualidades del destino, me he enterado de que un comerciante, iba a partir en el buque, pero que al final no lo va a hacer porque se ha indispuesto. Por lo visto ha contraído una infección intestinal que lo tiene pegado al escusado todo el día. Así que he pensado que bien podría ser usted ese tal…Eladio no sé qué.
Martín sonrió.
—¿Eladio? ¿Y cómo has conseguido esa información?
—Una que tiene sus recursos.
Martín alzó las cejas. Matilde continuó.
—Bueno, se lo voy a decir. Uno de los hijos de mis vecinos que trabaja para un mercader, me lo ha comentado. Este joven siempre me requiebra, y yo me he aprovechado de eso para sonsacarle y pedirle que me ayude.
—Muchacha. Nunca olvidaré lo que estás haciendo por mí.
—Ya me lo agradecerá en otro momento. Pero ahora tiene que marchar.
Martín, cogió su mochila, y se acercó a Matilde. La muchacha le tendió la tarjeta de embarque que sacó de su bolsillo, junto con un pañuelo que envolvía algo dentro de él.
—¿Qué es esto?
—El dinero para la travesía. No pretenderá ir sin chavo alguno siendo un señor bien aposentado.
Martín lo desenvolvió, y ante sus ojos tenía un buen fajo de billetes.
—¿Pero esto? Esto… no lo puedo aceptar. Tú lo necesitarás, tu familia...
—No me lo niegue por favor—Le dijo apartando la mano de Martín que había tendido hacia ella— Ese dinero es el que cobró mi padre por retenerlo, por el trabajo sucio que le encomendó ese endriago y no lo debería haber aceptado, ni el trabajo, ni el dinero ya que solo le ha causado sufrimiento.
—Pero si Leonardo se entera, tu padre morirá.
—No creo que se entere. Confío en que usted pueda denunciarlo allí en las Españas y nunca vuelva a Cuba. Solo traía preocupaciones a mi padre, ya que le obligaba a trabajar para él.
—Está bien niña—Martín guardo el dinero y el boleto en el interior de su chaqueta y tendió la mano para acariciar el rostro de la muchacha.
—Nunca estaré lo suficientemente agradecido por tu buen corazón.
—Yo quedo tranquila, sé que es un buen hombre y no podía consentir que viviera de esta manera, mientras en España le espera su mujer y su hija.
Martín la miraba en silencio.
—Márchese ya, o no llegará a tiempo. Y… aproveche que ha dejado de llover.
—Tienes razón, no me había dado cuenta—entonces le asaltó una duda——Pero… hacia donde tengo que caminar.
—Usted vaya bordeando la playa y que esta esté a su derecha, a poco de aquí, llegará al poblado. Allí puede encontrar algún caballo o incluso alguna calesa que le lleve al puerto de la Habana.
Martín se colgó la mochila con sus pertenencias, y le dijo a la muchacha.
—Si alguna vez necesitas algo de mí, búscame.—Buscó un trozo de aquel raído papel que durante los últimos días le había traído y le escribió apresuradamente la dirección del Jaral—No lo olvides, sea lo que sea.
—Sí señor, lo tendré en cuenta. Pero usted me tiene que prometer que se encargará de que el señor Leonardo no vuelva jamás a Cuba.
—Lo intentaré.
La muchacha cerró los ojos y asintió.
Martín con el corazón en un puño caminaba hacia la puerta de salida, poco a poco, el aire limpio del exterior se iba entremezclando con el pesado olor del interior de aquel lugar. Sus sentidos se relajaron al contacto con aquella brisa, respiraba libertad, pero cuando por fin iba a cruzar el umbral de su libertad volvió a mirar a Matilde y le dijo.
—Gracias Matilde. No lo olvidaré.
—Ni yo a usted señor.
Y Martín marchó rápidamente, en busca de su hogar.
22/04/2015
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CAP 26- ALFONSO CASTAÑEDA, EL TEMOR DE UN PADRE.
Alfonso se acercó a Emilia en cuanto las muchachas marcharon hacia el Jaral.
—¿Qué quería tu hija Emilia? ¿Algo que yo pueda hacer?
—No, nada Alfonso.
Él la miró. Sabía que algo le rondaba y se acercó hacia ella.
—Emilia, mira que te conozco, y ayer dijimos…
La mujer, miró a Alfonso y con preocupación le cogió de la mano y le guió hacia la mesa invitándole a sentarse junto a ella.
—Emilia. ¿Qué ocurre?—preguntó preocupado.
Ella, se llenó de valor y explicó a su esposo todo lo que habían estado hablando con las muchachas. Alfonso, cambió el semblante. Saber que María podría volver a estar cerca de Severiano, le corroía por dentro.
—¿Es que no hay otra manera?—preguntó.
—Creo que si pudiéramos indagar sobre la vida de mi sobrino Tristán… si pudiéramos saber, si esas sospechas que anidan en las cabezas de las muchachas son infundadas o ciertas...
—¿Crees que Tristán miente?— Preguntó Alfonso. Emilia le miró fijamente a los ojos, y respondió.
—Lo que me han dicho, me ha hecho pensar. Y si te soy sincera…más bien creo que esconde algo.
—Pero Emilia…
—No lo sé, Alfonso. Pero lo que me han dicho Aurora y María, no me lo saco de la cabeza y tiene toda su lógica. ¿No encuentras extraño que conviva con doña Francisca sin que ella diga ni haga nada al respecto? ¡Es un bastardo! Mira lo que hizo con mi hermano y lo que ha hecho sufrir a sus nietos. Cuanto más a un hijo ilegítimo de su querido Tristán.
—Pues si… raro es, la verdad—dijo mientras se frotaba la barbilla con su mano.
—Pues lo que te digo… Hay algo que me tiene zozobrada toda.
—¿Y qué piensas hacer?
Ella le miró con picardía en sus ojos.
—Emilia—dijo con recelo—que te conozco, y conozco a tu hija y a Aurora. ¿Qué estáis tramando?
—Nada marido, no te inquietes.
—Ahora sí que has conseguido lo contrario. Inquieto es poco. Empieza a contarme. ¡Venga!
—Está bien—Emilia respiró hondo y dijo—He invitado a Tristán a una celebración que daremos en la casa de comidas—Alfonso la miró de sopetón.
—¿Una celebración? ¿Y tu hija y Aurora están de acuerdo?
—Pues sí, ha sido más una idea de ellas que mía.
—Pero… no me lo puedo creer. Apenas hace un mes que Gonzalo se perdió en las aguas y pensáis en una celebración? No doy crédito—Alfonso miró desconcertado a Emilia… ¿En nombre de qué?
—¡Alfonso! Claro que no estamos de celebraciones, pero hemos pensado que le haremos una cena en su honor y le abriremos las puertas de la familia, así iremos ganándonos su confianza, e iremos averiguando si sabe algo más.
—¿Algo más, como qué?
—Si hubieras perdido un hermano en un naufragio, cuando este te iba a conocer y a brindarte su apoyo. Si tú hubieras llegado de un país tan lejano para conocer a tu familia de la que tanto te habló tu madre ¿No crees que irías derechito a ver a tu hermana? ¿No la buscarías por todas partes hasta dar con ella? ¿Presentarte ante ella, conocerla, abrazarla, y darle tu apoyo y amor incondicional?
Alfonso pensaba en aquellas sabias palabras.
—Si claro, que sí.
—¿Y entonces, porque no lo ha hecho? Lleva aquí varios días. ¿Porque no se aloja en el Jaral que es su verdadero hogar, como sabía de la existencia de la Casona? ¿Quién le ha dado razón de ella y de doña Francisca? Y ¿Porque la doña lo tiene bajo su techo, cuando no le tiembla la mano para echar de su lado a quien le venga en gana?
—Muchas preguntas son esas, mujer.
—Si Alfonso lo sé, pero las muchachas tienen razón al desconfiar, y más si se lleva tan bien con la Montenegro.
Alfonso asentía en silencio.
—¡Tienes razón!—respondió tras escuchar aquellas palabras— Pero…
—Mira Alfonso. Hemos de ayudar a María a descubrir la verdad. Ya que eso hará que se olvide de Severiano y su dinero, para buscar a Gonzalo.
—Tienes razón.
Emilia le sonrió.
—Siempre la tengo marido.
Alfonso todavía estaba ensombrecido.
—¿En qué estás pensando, Alfonso? ¿A caso lo ves mal?
Él, dirigió la mirada hacia el infinito y hablo con un hilo de voz.
—¿Y si no conseguimos que María se olvide de ese endriago de Severiano?
—¡Alfonso!—dijo con aflicción.
—Emilia, no quiero ni que se le acerque. Si María descubre que él es su verdadero padre…—durante unos instantes Alfonso guardo un pesado silencio. Emilia barrió su mirada hasta posar sus ojos en la triste figura de su esposo. Alargó su mano y acarició a Alfonso. Él reaccionó— la perderé para siempre.
Una pena inmensa se había apoderado de su corazón. Alfonso se incorporó de la silla. Emilia le siguió.
—Pero… Alfonso, ¿crees que María dejaría de quererte? Para ella, tú y solo tú eres su padre.
Él la miró. En sus ojos solo había tristeza.
—Eso podría cambiar en cualquier momento. Según me dices habla de él con idolatría.
—Alfonso, creo que exageras. María solo habla de él, porque necesita tener una ilusión. Pero esa ilusión es por Gonzalo no por Severiano.
Entonces Alfonso, le preguntó.
—¿Crees que deberíamos hablar con ella?
Emilia no sabía que decir, no quería ni pensar. Alfonso dijo temeroso.
—¿Y si Severiano le dice la verdad en algún momento?
—No creo que lo haga—dijo nerviosa Emilia.
—¿Y si se pasea por el pueblo? ¿Y si lo ve Dolores? Severiano no ha cambiado mucho desde que marchó, en cuanto le reconozca todo el pueblo sabrá que ha vuelto, y todos al ver a María, recordarán que su padre anda por el pueblo, y a la niña le llegarán los comentarios y entonces ¿qué?
—Anda ven aquí—dijo Emilia abrazando a Alfonso. Este cerró sus ojos perdiéndose en aquellos dulces brazos que tanto le reconfortaban. Respiró profundamente, mientras a Emilia le asaltaban todo tipo de dudas, y una zozobra inmensa se apoderaba de ella. Alfonso tenía razón. Si Dolores le veía de inmediato le iría a María con el cuento. No podían permitir que María se enterara de cualquier manera. Tenían que tomar una decisión.
20/04/2015
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CAPITULO 27- MATILDE, LA HIJA DEL PESCADOR.
El sonido del caballo golpeando sobre el seco camino, resonaban en su cabeza como resonaban las palabras de su consciencia. « ¿Por qué no habría querido atender a la hija de aquel pescador?»
—Maldita suerte la mía—refunfuñaba al ritmo del galope— ¿Y porque no habrá dejado escrita las señas del lugar dónde se encuentra? ¿Y por qué nos escribe a nosotros en vez de hacerlo a su familia allá en las Españas? ¿Cómo es que esa infeliz tenía su carta? Tengo que encontrar a esa muchacha.
Muchas eran las preguntas que le aporreaban la cabeza de Sol.
Por fin, vio a lo lejos la silueta del pequeño poblado, y antes de llegar a las primeras casas de la playa comenzó a llover violentamente. La muchacha, dirigió al equino hacia el primer cobertizo que se encontró a su paso, y se apeó de su caballo.
Sol comprendió que en aquellas condiciones, era imposible buscar por aquel lugar. De noche y con esa tormenta sería mejor que volviera al día siguiente. Pero no quería esperar más, la ansiedad por saber el paradero de Martín, la mantuvo inmóvil sujetando al animal por sus riendas, y esperando a que amainara.
Sus pensamientos la llevaron a recordar aquellas palabras que con tanta ternura había dejado plasmadas en aquel pedazo de papel, pero inmediatamente a su rostro volvió a asomar un gesto de rabia, pues aquellas hermosas palabras no iban dirigidas a ella, aquellas palabras las había escrito pensando en su niña Esperanza, y en María Castañeda, su adorada mujer.
—Maldita entrometida—dijo entre dientes.
En aquel momento, una voz la trajo de nuevo al cobertizo.
—¿Hay alguien ahí?—sonó tras ella.
Sol, dio media vuelta y se encontró con una muchacha que llevaba en su mano un candil encendido.
— ¡Señorita! ¿Se ha perdido?
—No muchacha, me ha pillado la lluvia y me he cobijado aquí.
Sol, la miró con curiosidad. ¿Y si aquella muchacha era la que andaba buscando? El tono de Sol se volvió más afable.
—¿Vives aquí niña?—le preguntó intentando ganarse a la joven.
—Si señorita. Me llamo Matilde, y ahora mismo me recogía. Al ir a cerrar la puerta he escuchado como llegaba un caballo. Nosotros no tenemos animal, así que me he acercado a ver de quien se trataba.
—Pues…—Sol, pensó con rapidez— Quizá sí que me puedas ayudar, Matilde, y si lo haces puedo ser muy generosa contigo.
La muchacha se acercó y levantó el candil para ver el rostro de quien le hablaba. En cuanto la luz iluminó aquel rostro angelical de Sol, se dio cuenta de que era la señorita de la hacienda Montecristo, e inmediatamente supo que era lo que la había traído hasta allí.
—Dígame, de que se trata, señorita—dijo mientras la observaba con recelo. Se preguntaba que hacía una señorita como ella allí, mojada hasta los huesos, en vez de enviar como era costumbre al servicio. Matilde continuó hablando.
—Pero…que descortés estoy siendo—dijo la muchacha, para poder darse tiempo y pensar con más claridad— Quiere pasar dentro de la casa, y tomar un caldo o algo caliente, está empapada.
—No, no deja, mujer. —dijo con rapidez. Solo pensar que tenía que sentarse y tomar algo en aquella mugrienta casa, le ponía los bellos de punta.
Sol, continuó hablando con simulada gratitud. —Gracias, estoy buscando a una joven que esta mañana se ha personado en mi hacienda, es muy importante que dé con ella.
La muchacha seguía mirándola. Había algo en ella que le hacía recelar.
—¿A que me miras tanto muchacha?
—Nada, señorita. Pero es que…que ya la ha encontrado.
—¿Ya la he encontrado? —se sorprendió—acaso...
—Si.Soy yo, señorita ¿Para qué me busca?
A Sol se le iluminó el rostro. Una zozobra le llenó el pecho de emoción, y las palabras casi no salían de su boca. Soltó al caballo y dio dos pasos hacia la muchacha.
—¿De verdad eres tú? O ¿solo lo dices por la recompensa que te he prometido?
—No señorita, yo he llevado esta mañana una carta a la hacienda. Me la había dado un apuesto joven.
—Es cierto entonces—exclamó agitada.
—Sí, señorita, claro... ¿Porque habría de mentirle?
—Está bien, Matilde, dime—dijo acercándose más a la joven—¿Dónde está? Necesito encontrar a ese joven, a Martín Castro—él es… —titubeó unos instantes, pero inmediatamente dijo henchida orgullo—mi prometido.
Sol se sentía alentada, emocionada, por fin volvería a estar junto a él, y nunca más le dejaría marchar.
Matilde la miró confundida, aquella joven que tenía frente a ella, le había desvelado una relación que le alteró todos los sentidos. «¿Su prometido?» aquella palabra le desveló que Sol mentía. El recuerdo de las conversaciones que había mantenido con Martín, hacían más evidente que la muchacha en cuestión, no era franca con ella, Matilde sabía que lo que Sol acababa de decirle no era cierto. Martín,le había hablado de su familia constantemente, no tenía otro pensamiento que fuera el amor que sentía hacia su familia. Sabía que Martín estaba casado y que adoraba a su mujer y a su hija y que ambas estaban en España hacia donde se dirigía para volver a recuperar su vida. ¿Porque la señorita de la hacienda Montecristo, le habría dicho aquello? Matilde que era muy avispada, rápidamente reaccionó.
—Pues Martín… a Martín lo encontré por casualidad.
—¿Cómo que por casualidad?
—Verá señorita, hace unos días paseando por la ladera del río, me encontré en una especie de cueva que quedaba oculta de miradas indiscretas. No sé bien ni como, ni porque, me percaté de aquella entrada entre las rocas, pero sí le diré que sentí curiosidad por entrar en ella. Quizá el destino quiso que entrara y me encontrara a aquel joven encerrado en ella.
—¿En una cueva? ¿Martín está en una cueva?—Preguntó sorprendida. No entendía porque Martín se encontraría allí. Inmediatamente, dió un respingo y dijo caminando hacia el exterior—Pues llévame allí rápido.
—¡Pero señorita, está lloviendo a mares!
—¡Da igual tengo que verle… entiendes!—gritó.
Matilde se quedó inquieta, aquella violenta reacción le pareció preocupante. Pensó en Martín, tenía que entretener a aquella joven ya que barruntaba que si llegaba a descubrir que se dirigía hacia puerto para embarcar, solo le traería problemas.
Para no levantar sospechas, asintió pero en su cabeza ya se había perfilado un plan.
—Está bien, señorita. Vamos. Pero, será mejor que vayamos andando, así que deje el caballo aquí.
—¿Andando? Sería mucho mejor que yo fuera a caballo. Anda tú si quieres niña.
—Mejor que no señorita—dijo la avivada muchacha—iremos andando, el sonido del caballo desvelaría nuestra presencia y los guardianes de Martín podrían encerrarnos a nosotras también.
—¿Encerrarnos? ¿A caso está retenido?—preguntó Sol alterada. Había sospechado que así era, pero no tenía la certeza de que fuera cierto, y ahora Matilde se lo había confirmado.
— Por eso la falta de noticias. Por eso no podía comunicarse con nosotros—musitó.
—Si señorita.—mintió deliberadamente Matilde—Martín está retenido, encerrado en una oscura y mugrienta celda.
Sol permanecía quieta, lívida, no pudo decir nada, solo pensaba en él, en cómo habría podido estar en un lugar como el que le acababa de relatar Matilde, ¿quien le retuvo y porqué? y en el qué le diría cuando por fin lo tuviera frente a ella.
Matilde continuó.
—Sígame.
Sol siguió a la muchacha, y se perdieron entre la oscuridad de la noche cubiertas por las cálidas gotas que golpeaban sus cuerpos a gran velocidad.
Matilde, dio varios rodeos, antes de llegar al lugar donde había estado Martín. Subía y bajaba la ladera del rio, caminaba sobre rocas, y descendía, para segundos más tarde volver a subir.
—Muchacha, hemos pasado por aquí dos veces—dijo Sol que iba a unos metros detrás de ella—¿ Me estás tomando el pelo?
—No, señorita, es que con la lluvia me estoy haciendo un lío. Ya le he dicho que la entrada esta muy escondida, que la encontré por casualidad.
La muchacha quería hacer tiempo para que Martín pudiera marchar en el navío que le llevaría de nuevo a su hogar, presentía que aquella mujer quería todo lo contrario, y temía que al descubrir que Martín ya no estaba allí, haría cábalas y marcharía rápidamente hacia puerto.
Sol que estaba cansada de tanto ir y venir, receló de la muchacha.
—Sí, pero eso sería la primera vez. Supongo que luego ya sabrías el camino, y lo que estás haciendo es entretenerme para que no le encuentre, estás haciendo tiempo, y no se porque, o acaso te crees que soy tonta.
—No, señorita, claro que no.—respondió la muchacha, sin dejar de caminar.
En aquel momento Sol, paró en seco, y sacó un arma que guardaba en la faltriquera. Le gritó.
—Muchacha, detente. ¿No serás tú, cómplice de los cancerberos que custodian a Martín?
Matilde al escuchar aquel grito miró a Sol. En aquel momento comprendió que aquella joven le estaba apuntando con un arma. Con un miedo atroz, y los ojos abiertos como platos extendió sus brazos como intentando parar la bala que suponía iba a ir dirigida a ella. Sabía que la paciencia de aquella mujer se había agotado y que ya no la podía retener más.
—Por piedad señorita, yo no soy nada de eso que usted me dice, es que con esta espesa lluvia y de noche me estoy confundiendo.
—Pues antes de caminar, fíjate por donde pasas. Y no me mires así, que de momento, no pienso dispararte aquí, sin saber dónde está Martín.
Matilde volvió a respirar.
—Vamos, camina—le espetó Sol—y deja de dar rodeos. Llévame hasta él.
Matilde tomó camino hacia la cueva, y Sol la siguió con el arma en su mano. Ambas continuaron caminando hasta llegar al lugar donde había estado retenido Martín. Por fin, Matilde la había llevado a la cueva.
—Ya hemos llegado señorita—dijo en voz queda.
Sol, en cuanto vio la entrada, se adelantó a la muchacha y corrió hacia el interior. Poco le importaban los guardianes, ni pensó en la posibilidad de que algún peligro le aconteciera, solo pensaba en que volvería a estar junto a Martín.
Matilde fue tras ella, pensando que Sol, sin saberlo, le serviría de coartada para poder demostrar que cuando llegaron a la celda, Martín había desaparecido.
A más ver.
24/05/2015
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CAPITULO 28- LA FIESTA DE BIENVENIDA.
La casa de comidas permanecía cerrada a los parroquianos. Todos habían bajado para celebrar la llegada de Tristán, “el cubano” como le llamaban muchos vecinos de Puente Viejo.
La familia esperaba la llegada del muchacho con impaciencia, todo tenía que salir a la perfección, no podía sospechar que es lo que estaban tramando, o que es lo que sospechaban de él por el motivo que le había llevado a Puente Viejo.
Alfonso se sentía intranquilo, hacía días que quería plantear una cuestión que le quemaba en sus entrañas. Por eso, sin tardar un minuto más, se aproximó a Emilia y le dijo en voz queda.
—Emilia, podríamos aprovechar para hablar con María.
—¿Hablar de qué? —preguntó extrañada, mientras continuaba decorando la mesa.
Él cogió a su mujer con delicadeza y tiró de su brazo, llevándola hacia uno de los rincones del restaurante.
—Deberíamos aprovechar para hablar de Severiano.
Emilia le miró aturdida.
—Sí, no me mires así —continuó Alfonso—Sería conveniente hablar con ella.
—Pero Alfonso no creo que ahora sea el momento propicio de tal explicación, y de tan enormidad.
Él miró de soslayo a su hija, que permanecía sentada junto a Aurora con Esperanza en sus faldas. Se la veía entregada a su hija, y entretenida con la conversación de su prima. Alfonso recapacitó y respondió sumiso.
—Está bien, pero no quiero dejar pasar más tiempo, ya te dije que si los Mirañar ven a Severiano, le irán con el chisme a María y puede que le afecte en gordo, y más si nosotros no le decimos nada al respecto, se puede sentir engañada por nuestro silencio.
—No te preocupes Alfonso, te prometo que haremos un poder para tener esa conversación—Emilia miró los dulces ojos de Alfonso, y sonrió mientras alargaba su mano para acariciar su mejilla.
En aquel momento, el padre Anselmo que también asistía a la velada, entró dando aviso de la llegada del muchacho.
—Ya llega, he visto como entraba en la plaza.
Todos se pusieron en posición, esperando dar una bienvenida a Leonardo.
Aurora buscó los ojos de María y esta respiró profundamente. Ambas se incorporaron de sus sillas y miraron a Emilia. La mujer movió su cabeza asintiendo y cerrando sus ojos les dio templanza.
Por fin Leonardo llegó. El asombro por encontrar a todos allí reunidos le confundió. No esperaba aquel recibimiento, todos le recibieron con alegría y él se quedó quieto tras cruzar el umbral.
Emilia se aproximó al muchacho.
—Ven pasa Tristán, no te quedes ahí. ¡Te estábamos esperando!
Él, miró a todos los presentes y avanzó despacio junto a Emilia. Esta le llevó a un lugar privilegiado en la mesa y todos se apremiaron a ocupar el suyo, menos Aurora que en vez de quedarse en su lugar, se aproximó hasta llegar junto a él.
—Bueno, pues si la montaña no va a Mahoma, Mahoma irá a la montaña.
Leonardo la miró al oír aquellas palabras.
—No me mires así, Tristán, me presento, soy Aurora… tu hermana.
Él ocultando su sorpresa intentó sonreír, afablemente. María le miraba desde su posición, intentando buscar en cada mirada, en cada movimiento algo que pudiera desvelar algún secreto. Algo que les quisiera ocultar.
Leonardo no supo que decir y fue Aurora la que continuó hablando.
—¿No me vas a dar un abrazo?
—Disculpa, hermana. Es que...
—¿Es que…que? ¿Acaso allá de dónde vienes no abrazáis a la familia?
—Sí, pues claro que sí. Lo que no me esperaba este recibimiento, y no he podido evitar pensar en Martín… nuestro hermano.
Ante aquellas palabras, todos guardaron un pesado silencio.
—Si, por supuesto—dijo Aurora inquieta— Yo me acuerdo de él en todo momento.
—Pero bueno,—interrumpió Emilia que se había dado cuenta de la inquietud de Aurora y de la tristeza que se apoderaba de la estancia.— después ya hablaréis largo y tendido, ahora vamos a sentarnos y a comer que las codornices se enfrían.
Leonardo reaccionó y respondió contundente.
—No.
—¿No?—preguntó desconcertada Emilia, mirando a Aurora. Esta también estaba alterada por aquella respuesta. Leonardo continuó.
—No, sin antes darle un abrazo a mi querida hermanita—todos sonrieron aliviados— Ven aquí.
Leonardo abrió sus brazos para arropar a Aurora. Ella se dejó abrazar, pero al encontrarse pegada a él, sintió como un helado frio le subía de los pies a la cabeza. El abrazo de Leonardo le erizó todo el bello, como si su sangre borboteara y su cuerpo rechazara aquella cercanía, y aquel contacto con su piel.
Instantes después se separaron y ambos se sentaron a la mesa y todos los comensales departieron durante la cena, hablaron de cosas banales, comentarios sin importancia, nadie quería profundizar, hasta que María preguntó.
—Y dinos Tristán. ¿Cómo supiste que la casona era la casa de Francisca Montenegro, y que esta era tu abuela? No recuerdo que te comentáramos nada de ella en las cartas.
Leonardo miró fijamente a María. La muchacha tenía sus hermosos ojos clavados en él. Rápidamente reaccionó.
—Muy fácil cuñada. Quien no conoce a Francisca Montenegro en cientos de Kilómetros a la redonda. En cuanto llegué, pregunté por la familia del capitán Tristán Castro, me dieron indicaciones de la Casona.
—Y porque no viniste directamente a nosotros—intervino Aurora—a tu casa, la casa de tus hermanos, al Jaral, ya que era el remitente de las misivas que te habíamos enviado.
Leonardo volvió su rostro buscando el de Aurora y clavó su afilada mirada sobre la muchacha. Se sentía incómodo con esas preguntas y presentía en lo más profundo de su ser, que algo no iba bien, ¿acaso aquellas gentes sabían algo que se le había pasado por alto?
Era imposible, ya que a nadie había dado razón, nadie sabía nada de él. A Leonardo se le habían activado todas las alertas. En aquel momento recordó a Francisca Montenegro. Pero, no, ella no podía haberle traicionado, ya que de ser así, todo el mundo sabría qué ella fue quien le contrató para acabar con la vida de su nieto, todos sabrían la clase de arpía era. Leonardo se dijo así mismo que no había motivo, no había razón para aquella desazón. Así que más calmado pudo responder.
—Pues verás hermana. No pregunté por el Jaral porque imaginaba lo que estaríais sufriendo tras la pérdida de mi hermano. ¿Cómo podía presentarme sin avisar a su hogar? El lugar de dónde salió en mi busca y donde nunca más podría regresar.
María se removió por dentro al recordar aquellos días que vivió junto a él, una tristeza infinita se apoderó de ella enturbiando sus recuerdos cuando estos la llevaron al viaje a Cuba. Todos en la casa de comidas recordaron a Martín, su gallardía, su alegría, su predisposición a ayudar a todo el que lo necesitara, su bondad. Todos los presentes de una manera u otra, sintieron un gran vacío en su corazón. Leonardo que lo intuía, continuó hablando.
—Por eso, creí mejor ir a casa de mi abuela, y una vez establecido y con el aviso correspondiente, acercarme más tarde a saludar. Entiende Aurora, que no sabía cómo hacerlo para no causar dolor, ni a mi cuñada, ni… a ti misma, aunque—miró a María— creo que mi presencia fue igual de inoportuna e irritante.
María le miró y Aurora intervino.
—Hiciste bien, hermano—y alzando la voz hablo a todos— Pero…vamos a dejar de preguntarle tanto, y dejemos que disfrute de la velada.
Leonardo agradeció aquella intervención, se sentía acorralado, no sabía porque sentía aquella sensación. Él estaba acostumbrado a estar entre malhechores, entre hombres de mala ralea, pero aquellas preguntas capciosas le empezaban a incomodar y no se sentía seguro ante la atenta miradas de tantos espectadores, por eso decidió dar por finalizada la velada.
—Pues será en otra ocasión Aurora, te lo agradezco de corazón, pero sintiéndolo mucho —Leonardo dejó su servilleta sobre la mesa y se incorporó de la silla mirando su reloj de bolsillo—me tendrán que disculpar.
—¿Como, pero ya te vas muchacho?—preguntó don Anselmo—yo que quería que me explicara sobre su país y sus gentes.
—Otro día será, don Anselmo, se lo prometo—respondió educadamente.
—Si déjelo padre, se ve que está cansado, y hay más días que longanizas—dijo María intentando mediar. —No te preocupes Tristán, ya nos contarás… porque—hizo una pausa y preguntó— ¿has venido para quedarte, no?
Leonardo volvió a mirar a María, aquella pregunta le impresionó.
—Pues, en principio no lo había pensado, pero ahora que os he conocido…—le dijo mirándola profundamente a los ojos.
Ella le sonrió y con fingido turbación le dijo.
—Cuanto me alegro de que sea así.
Aurora que se dio cuenta de lo que pretendía su prima e intervino.
—Por eso mismo Tristán. Ve a lo que tengas que hacer, tu tranquilo que ya nos contarás—Aurora miró a su prima con el ceño fruncido y una pregunta en su mirada. María ni se inmutó.
—Eso espero, tengo curiosidad por saber de allí—volvió a comentar don Anselmo.
Leonardo rápidamente se despidió de todos los presentes, y en la casa de comidas todos quedaron en silencio, con muchas preguntas en sus mentes mientras miraban la estela de aquel supuesto Tristán.
23/06/2015
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CAP 29 -SECRETOS AL DESCUBIERTO. SEVERIANO, EL PADRE DE MARÍA.
No hacía ni diez minutos que cada cual había marchado a su hogar, cuando asomó Severiano por la puerta de la casa de comidas.
Alfonso que estaba recogiendo las sillas no lo vio entrar, y Severiano se mofó de él.
—Seguimos como siempre amigo. Es como si no hubiera pasado el tiempo, nunca aprenderás.
Al oír aquellas palabras Alfonso dio media vuelta en seco.
—¡Qué demonios haces tú aquí!
—No te alteres posadero, y sírveme una copa de vino.
—Aquí no eres bienvenido, así que no hay vino para ti ¡Lárgate!
—Venga Alfonso, no seas rencoroso. Debería ser yo el que estuviera celoso, al fin y al cabo te has quedado con todo lo que era mío.
Alfonso, caminó hacia él, ninguno de los dos hombres advirtieron que María había vuelto a la casa de comidas a buscar la bolsita con las cosas de Esperanza que había dejado arrinconada detrás de la recepción del hotel.
Al escuchar voces, miró hacia el salón, y vio a su padre hablando acaloradamente con Severiano. Aquello la dejó sorprendida, ¿de que estaban discutiendo? La muchacha permaneció quieta en el mismo lugar. Alfonso ajeno a la presencia de María, continuaba gritando a Severiano.
—¿Que me quedé con lo tuyo? Hijo de mala madre.
Alfonso de una zancada se puso a un palmo de él.
—¿Que vas a hacer, me vas a pegar?
—No sería la primera vez, quieres probar de nuevo.
En aquel momento Emilia salió de la cocina.
—¡Que son estos gritos!—En aquel momento vio aterrada a Severiano frente a Alfonso, un helor le recorrió el cuerpo, y acercándose a ellos gritó.—¿Que estás haciendo aquí, Severiano?
María continuaba atónita mirando todo aquel espectáculo desde la puerta del hotel. Severiano tranquilamente miró a Emilia.
—Emilia, solo le he pedido una copa de vino a… mi amigo—dijo mientras daba unas palmadas en el hombro de Alfonso.
Alfonso hizo un ademán y apartó aquellas manos de su cuerpo, y levantó el brazo para asentarle un golpe, pero Emilia lo evitó agarrándole con fuerza.
—Alfonso, Alfonso. Para por favor.
—¡Que pare!—la miró— No voy a consentir que después de tantos años vuelva aquí a amargarme la vida. —Volvió a mirar a Severiano—Escúchame bien rata inmunda. No te voy a consentir que vuelvas a inmiscuirte en mi vida. Sal de mi casa y deja en paz a mi familia.
—¿Tu familia?—Severiano sonrió sarcástico, hasta que cambió el semblante y acercó su rostro rozando el de Alfonso—querrás decir, la mía.
María que iba a intervenir en aquel momento, se quedó inmóvil tras escuchar aquellas palabras.
—¿Tu familia? serás…
—¿Acaso no es verdad?—interrumpió Severiano— ¿Acaso no me hiciste una encerrona para que Emilia me abandonara y así quedarte con ella y con mi hija?
—¡¡Que te calles te digo!!—gritó colérico Alfonso.
—No voy a callarme—gritó también Severiano— He venido a buscar lo que es mío, lo que por naturaleza me pertenece.
—Te mato, mírame bien, y atiesa las orejas… si te acercas a mi hija… —El cuerpo de Alfonso se abalanzaba sobre Severiano. Emilia le sujetaba con fuerza—Te mato, lo juro por mi vida—Y se besó con ímpetu, el pulgar de su mano.
—Alfonso, ya puedes ir a por la escopeta, porque he venido por ella y no me marcharé sin hablar con mi hija, quiero que venga conmigo. Ahora que la conozco, y sé que tengo una nieta, no me iré sin María.
—¡Tu te vas a ir ya!— Alfonso se zafó de los brazos de Emilia y se abalanzó sobre él y asentándole un puñetazo en la mejilla, y cayendo ambos sobre la mesa. Severiano se incorporó como pudo y golpeó a Alfonso que había hecho lo propio, y este perdió el equilibrio y cayó contra la barra. Emilia no sabía como parar aquello, entonces se llenó de valor y se puso en medio de los dos hombres.
—¡¡Por Dios, basta ya!!! ¡¡Por favor!!
—Pero...¿has oído a este hijo de mala madre?—preguntó Alfonso mientras pasaba el dorso de su mano sobre sus sangrantes labios— después de dieciocho años, ahora vuelve a…
—Sí, —dijo Severiano alzando la voz—a recuperar a mi hija, a decirle que soy su padre, y que quiero estar junto a ella. Tú me robaste lo que más quería, y ocupaste un lugar que no te correspondía.
En aquel momento, María haciendo un esfuerzo sobre humano, entró en la casa de comidas, gritando entre sollozos.
—¡¡Cállense!!
En aquel momento el silencio se hizo dueño de la casa de comidas y todos se dieron la vuelta hacia aquella voz que habían reconocido al instante.
—María, hija—dijo Emilia con el corazón encogido. Intentó acercarse a ella.
—¡Madre, no! —Dijo estirando su mano y dando un paso atrás, impidiendo que su madre se acercara a ella.
—¡María! tesoro...—musitó Emilia con los su mirada repleta de dolor.
La muchacha con lágrimas en sus ojos se dirigió a Alfonso.
—¡Padre! ¿Que es todo eso que he escuchado…?
—Hija mía—dijo afligido Alfonso —verás yo quería decirte que…
Pero Severiano se le adelantó.
—Si María, yo soy tu padre.
María, miró a Severiano, y después a Alfonso y a su madre, no comprendía nada, aquello que acababa de escuchar le había dejado atónita.
—Padre—dijo mirando a Alfonso —me han engañado, durante todos estos años me mintieron, —María sin darse cuenta había alzado la voz hasta gritar angustiada—me dijeron que mi padre había muerto y cuando les presenté a Severiano, me dijeron que era un viejo conocido de ustedes y es…—María miró a Severiano que la miraba con tristeza.
—Sí, hija mía, te lo habían ocultado, por eso cuando me enteré que eras mi hija, vine a pedirles, a suplicarles... que me dejaran verte y decirte la verdad.
—Severiano, había ido acercándose a Maria, y le hablaba con meliflua voz — Quería explicarte porque me marche y te dejé aquí, y porque durante todos estos años no he podido estar contigo. Hija, ya no aguantaba más, necesitaba decirte que soy tu padre y poder explicarte.
—¡María! no le escuches, yo te explicaré...—dijo Emilia con nerviosismo.
María miraba con estupor a Emilia y a Alfonso, su semblante hablaba por si solo, María estaba rota de dolor, otro golpe más para su cansado corazón.
—¡Madre! No quiero saber nada más....
Emilia intentó acercarse hacia ella, pero antes de que diera un paso más, María salió corriendo de la casa de comidas sin mirar atrás.
—¡¡María!!—gritó Emilia desde la puerta—¡¡María!!
Alfonso cerró sus ojos hasta sentir dolor, una inmensa losa había caído sobre él, el mundo se le había venido encima. Emilia quiso correr tras ella, pero antes de llegar a la puerta escuchó a Alfonso que le decía abatido.
—Déjala mujer, ya no podemos hacer nada. Ya está todo dicho.
Emilia lentamente giró sobre sí, y vio a un Alfonso derrotado, nunca le había visto así. Caminó lentamente arrastrando todo el pesar del mundo sobre sus pies, sintiendo el mismo dolor que en aquel momento sentía Alfonso. Cuando llegó junto a el le abrazó con fuerza y se fundieron en un mar de melancolía unidos en un mismo dolor.
—Bueno, pues… —dijo Severiano recogiendo el sombrero que había caído con la pelea—Mejor así, ya está todo dicho. Ya no tengo que esconderme más. Ahora María ya sabe quién soy. Mañana hablaré con ella, para pedirle que venga conmigo. Por lo que ella misma me ha explicado, ya no le queda nada en Puente Viejo. Si viene conmigo,tendrá una vida regalada, allá en ultramar.
Emilia abrió sus ojos llenos de odio y rencor y los clavó sobre los ojos de Severiano, no dijo nada más, al instante volvió a cerrarlos sumergiéndose en los fornidos brazos de Alfonso donde siempre encontraba paz. Sabia que su marido en aquel momento le necesitaba más que el aire que respiraba y ella en aquel momento solo deseaba que Severiano desapareciera de sus vidas, que marchara de allí.
Así, aferrada a su esposo cerró sus ojos para olvidar todo lo ocurrido, para imaginar que Severiano nunca había estado allí.
23/08/2015
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CAPITULO 30- DE VUELTA A CASA.
Martín divisó a lo lejos, las lánguidas luces que iluminaban
el entorno de aquel gran navío que permanecía apunto para partir hacia su
tierra.
Había seguido paso a paso las indicaciones de Matilde hasta que
por fin llegó agotado y nervioso, a lomos
de un caballo que dejó libre al llegar a la zona portuaria.
De pronto, se escuchó por todo el puerto el aviso que el
buque lanzó con toda su fuerza por aquellas enormes chimeneas que se alzaban
inmensas en el Ciudad de Sevilla. Martín al escuchar aquella llamada echó a
correr, no podía permitirse perder la oportunidad que el destino le había
regalado, debía embarcar a como diera lugar.
Por fin podría regresar junto a María, y su hija. Aquella
sensación de deseo mezclado con la alegría de su libertad le invadía el corazón y le llevó a penas sin
darse cuenta hasta la pasarela de embarque, dónde tendría que pasar la prueba
de su falsa identidad.
¿Qué pasaría cuando se dieran cuenta que no llevaba consigo
el pasaporte? ¿Y si se daban cuenta de que él no era el titular del billete? En
aquel momento, el buque volvió a lanzar su último aviso y Martín, corrió todo
lo que le daban sus piernas los escasos metros que le separaban de la pasarela hacia
su salvación.
—¡¡Espere!! ¡¡Por favor espere!!— Gritó al marinero que
ordenaba retirar la pasarela— ¡¡por favor!!
El joven ordenó esperar y salió a su paso.
—Señor, si se descuida pierde el pasaje.
—Si es que me ha surgido un contratiempo, casi no llego a
tiempo— Martín hablaba con rapidez mientras buscaba en el interior de su
chaqueta el billete que tenía reservado a nombre de Eladio.
Desde lo alto del buque, el sobrecargo gritó a los hombres
de tierra que debían retirar la pasarela. Martín, impaciente esperaba que le
devolvieran su billete para poder embarcar. Miraba con inquietud el rostro de
aquel marinero que frente a él repasaba el texto de su billete, no sabía si
podría pasar aquel último obstáculo para sentirse por fin libre y en paz. De
pronto aquel hombre le dijo.
—Me falta su pasaporte, podría enseñármelo por favor.
En aquel momento Martín se quedó petrificado, había llegado
el momento temido, que podría hacer…Martín, no supo reaccionar. La sola idea de
pensar que podría quedarse en tierra le había dejado paralizado y su rostro
palideció.
—¿Señor, se encuentra bien?
Los gritos de los pasajeros despidiendo a sus familiares y
amigos le hicieron reaccionar lentamente.
—Señor, por favor, tengo que ordenar que retiren la rampa. Si
quiere embarcar me tendrá que entregar su pasaporte. Martín tan solo escuchó
las últimas palabras.
—¿Perdón, me decía?
—Su pasaporte señor.
Martín buscó con ahínco por todos los bolsillos de su traje,
palpando cada rincón de su torso, haciéndose el sorprendido al no encontrarlo.
—¡Dios mío, no lo encuentro! Lo debo haber perdido cuando he
tenido el percance que casi me hace perder el barco.
—Pues sintiéndolo mucho señor, pero me temo que no puedo
permitirle el paso.
—¿Cómo que no?— respondió con falsa indignación. Y alzando
la voz le espetó— ¿Acaso no sabes quién soy?
—¿Señor? Disculpe pero..
—No, no te disculpo. Ahora mismo me dices tu nombre
completo, y cuando vuelva de mi viaje hablaré con tu superior.
—Señor a pesar de eso, no puedo dejarle embarcar, solo
cumplo con las órdenes.
Martín no sabía cómo salir de aquel brete. Entonces miró
fijamente al muchacho y volvió a introducir su mano en la chaqueta y sacó la
billetera, apartando unos billetes para aquel joven.
—Si esto es lo que quieres—alargó su mano ofreciendo al muchacho
una suma importante. El joven no cabía en su asombro.
—Pero señor.
—Acaso me pides más. Esto no va a quedar así. Soy Eladio
Quintero, he perdido el pasaporte y no puedo perder el pasaje ya que tengo un
negocio muy importantes que no puedo dejar de atender— Se acercó al joven y
dando unos golpecitos en su pechera siguió diciendo — Si no subo a esta
embarcación perderé una gran suma de dinero, y te prometo que no pararé hasta
que…
—Está bien señor— le dijo el muchacho a la vez que cogía de
su mano el dinero, mientras que con la otra le entregaba su pasaje—Suba, dese
prisa tenemos que zarpar.
Martín cogió aquel billete hacia la libertad y subió
velozmente hacia el interior del buque.
Momentos después bajo sus pies volvió a sentir el vaivén de
las olas del mar, un inmenso mar que le separaba de su vida, un mar que ya
había jugado con su destino, pero que en esta ocasión le devolvería sano y
salvo a su lugar.
El tiempo transcurría plácidamente en aquella travesía.
Martín evitaba relacionarse con los pasajeros por miedo a que alguien descubriera
que no era Eladio Quintero, por eso caminaba por noches, cuando la mayoría de
los pasajeros permanecían en sus camarotes Martín se sentaba en aquellos
butacones que rodeaban los grandes balcones que daban al mar, y se perdía en el
infinito del horizonte, esperando ver la silueta de la costa atlántica,
mientras pensaba como haría para vengarse de la persona que le había hecho
tanto mal.
—Prepárese abuelita, Martín Castro, hijo de Pepa Balmes
regresa de entre los muertos. Voy rumbo a Puente Viejo, Francisca Montenegro,
voy a buscar lo que me ha intentado arrebatar. Mi mujer, mi hija, mi familia y
mi hogar.
María había corrido aturdida ante aquella revelación. Se
sentía engañada por quienes ella había querido tanto, como habían podido
ocultar aquella enormidad.
Un vacío se apodero del poco corazón que todavía le quedaba.
Las palabras de Severiano le retumbaban como el repique de un tambor. «Mi hija…
mi hija»
María se dejó de correr y su cuerpo cedió hasta caer sobre
una fría roca, dónde rompió a llorar como una niña. Sin darse cuenta, María había
llegado al lugar donde siempre se refugiaban, su rincón, donde Gonzalo siempre
encontraba la paz y la tranquilidad que necesitaba, cuando les ocurría algo de
enjundia, o algo que les dolía en el alma acudían allí, y allí estaba precisamente María, en el monte,
bajo aquel gran árbol y junto a su gran roca. Al darse cuenta de dónde se
encontraba lloró con desconsuelo durante unos minutos, hasta que pudo respirar
y con torpeza se limpió sus lágrimas para mirar al cielo mientras decía.
—Cuanta falta me haces Gonzalo. Te necesito. ¿Por qué te
fuiste dejándome aquí sola?`
En aquel momento llegaba Aurora.
—¿María? ¿Que ha ocurrido? He ido a la casa de comidas y me
han dicho que te habías marchado corriendo.
María la miró de soslayo. Aurora continuó.
—Prima, tus padres estaban…
—Mis padres dices… —respondió con dureza. Aurora no
comprendió aquellas palabras.
—María, ¿va todo bien? —Preguntó sentándose junto a ella.
—No, Aurora. No—respondió entre lágrimas.
La muchacha no entendía nada y María se había incorporado
como si le quemara su presencia. Aurora se hizo lo propio y sujetándola por el
brazo con delicadeza le volvió a preguntar.
—¿Que te sucede María? Sabes que puedes confiar en mí.
María la miró, y vio todo el cariño que Aurora sentía por
ella en aquella mirada de preocupación. Suspiró y se abrazó a Aurora llorando
sin cesar. Esta, la abrazó con fuerza muy preocupada.
—María, ¿porque estás llorando así? Explícamelo. Las penas
compartidas son más llevaderas, y no creo que sea algo tan enorme que no
podamos solucionar.
María se separó de su prima, y limpiándose las lágrimas le
dijo.
—Aurora, es muy importante… y doloroso. Desde hoy ya no soy
la misma, lo que he descubierto…
—María me estás preocupando en gordo.
—Yo también lo estoy, créeme.
Aurora tiró de su prima hasta sentarse de nuevo en aquella
enorme piedra.
—María, ¿acaso has sabido algo de mi hermano? ¿Has averiguado
algo de Tristán?
María miró a Aurora y tras un corto silencio respondió.
—No prima, ojalá fueran noticias de Gonzalo. Si él estuviera
aquí que fácil sería todo.
—María me tienes en ascuas, por favor ¿dime que te sucede? ¿Por
qué estás así?
—Prima—cogió con fuerza sus manos entre las suyas— Acabo de descubrir
quién es mi padre.
—¿Tu padre?
—Sí, mi verdadero padre. El que me engendró.
Aurora permanecía expectante, mirando con atención a María.
—¿Y bien? —preguntó al muchacha.
—Pues…
—Pues que… María. ¿Es que necesitaré ir a buscar unas
tenazas para arrancarte las palabras?
—Pues que mi padre es… Severiano.
Aurora se quedó boquiabierta. Buscó la mirada de su prima y
abrió los ojos hasta sentir dolor.
—Severiano? El forastero?
—No tanto. Es mi padre, muy forastero no sería.
—Dios mío María. ¿Y ahora… que?
—Pues no lo sé Aurora, no lo sé.
Las dos jóvenes se quedaron en silencio, frente a frente, asimilando
aquella nueva situación.
A más ver.
12/10/2015
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