AR- MI DESTINO ERES TÚ (1)


ÁGUILA ROJA 

 LO QUE ME HUBIERA GUSTADO QUE SUCEDIERA.

RELATO DE LA FANTÁSTICA SERIE DE ÁGUILA ROJA.

                                                   Por MarGonz





 CAP 1-UN GRAVE ERROR

Aquella mañana Margarita salió de palacio con el corazón roto, no era la primera vez que Margarita sentía aquel dolor, era un dolor débil pero dolor al fin y al cabo. ¿Cómo podía haber sido tan tonta?¿Cómo había creído que alguien por fin le iba a dar cariño, comprensión, y felicidad? 

El destino volvió a cebarse con ella y volvió a dejarla completamente sola. Llegó a casa. Tras cerrar la puerta miró por todas partes, no había nadie. Respiró profundamente y se alegró de ello, necesitaba estar sola.  Sin saber cómo ni porque, se encontró en la habitación de Gonzalo, sentada sobre su camastro acariciando su aterciopelada y rojiza colcha.


Miro el lecho con tristeza y los recuerdos afloraron a su mente, recordó cuando era niña, cuando conoció a Gonzalo, cuando él la besó por primera vez en aquel pajar, cuando le entregó su prenda de amor, «la flor de lis» esa prenda que ella hizo con sus propias manos y que tiempo después encontró en posesión de Lucrecia, pero, ¿porque estaba pensando en Gonzalo, si el que la había traicionado era Juan? 

Quiso quitarse ese pensamiento de su cabeza pero una y otra vez aparecía él, Gonzalo, su rostro, su profunda mirada, su envolvente y suave voz, sus dulces besos. Lentamente sus ojos humedecidos por los recuerdos, se alzaron hacia el techo queriendo buscar su dignidad en el aire. Él ya le había dejado claro lo que sentía por ella, había construido una coraza, un muro infranqueable para ella, pero aun así, no podía evitar pensar en él.

Allí, en su alcoba, todo olía a Gonzalo, todo irradiaba su esencia, respiró profundamente queriendo llenarse de aquel aroma, de su olor, de su imagen, después de tantos años, de tantos sinsabores, le seguía amando profundamente… Una lágrima brotó de sus grandes ojos negros y se deslizó suavemente por la mejilla de su atezada piel. Al sentir su contacto se desplomó y todo su pesar huyó de su alma. Margarita lloró desconsoladamente echada sobre la cama, abrazada a la almohada de su gran amor, Gonzalo. Quería desaparecer dentro de aquella mullida almohada, fundirse con su olor, sentirlo de nuevo.

Sus sollozos no le dejaron escuchar el paso sigiloso de quien se estaba acercando, de quien había entrado lentamente con paso furtivo al escuchar su lamento. Gonzalo se quedó quieto en la puerta, mirando sin entender que hacía Margarita allí llorando tan desesperadamente. Cerró la puerta tras de sí y se acercó a ella. Con toda la delicadeza de la que era capaz, apartó el negro cabello del dulce rostro de Margarita, era tan bella, aun llorando estaba tan hermosa. Margarita, al sentir su presencia dejo al instante de llorar y se incorporó rápidamente, intentando disimular lo que ya era inevitable.

—¡Gonzalo¡- dijo limpiándose las mejillas con el reverso de la mano—No te oí entrar.

Gonzalo se sentó junto a ella


—¡Margarita! — dijo acercando su mano hasta su mejilla y levantando su rostro hacia él.  Limpió sus lágrimas con el pulgar y sin dejar de mirar la inmensidad de sus lánguidos ojos, le preguntó.

—¿Que te ocurre? ¿Por qué estás así?

Ella le miró, estaba ahí, junto a ella. Su voz, como siempre que le hablaba, le había llegado hasta lo más profundo de su ser. En aquel momento Margarita quería decirle tantas cosas, pero tenía tanto miedo de que él la rechazara de nuevo. ¿Como decirle que…? optó como siempre, y habló con evasivas.

—No, no me ocurre nada— intentó levantarse pero Gonzalo la sujeto del brazo.

–Margarita, dime lo que te sucede.

—Gonzalo, déjalo por favor.

—Nunca te he visto así, ¿a qué se debe tanto dolor?

Margarita cedió y se sentó junto a él, le explicó que se había enterado de una forma cruel del enlace de Juan, su prometido, con Eugenia de Molina, aquella noble a la que ella estaba confeccionando su vestido de novia. Gonzalo entró en cólera, e hizo un ademán de salir a buscar al médico de la villa, pero esta vez fue Margarita la que sujeto a Gonzalo.

—Gonzalo, no quiero que vayas. Es mejor así —Margarita rompió a llorar de nuevo. Él, al ver su desesperación la abrazó, ella se acurrucó entre su pecho, necesitaba sentirse así, abrazada, arropada entre aquellos brazos que tantas veces la habían acogido, siguió llorando con más fuerza por la añoranza y por el recuerdo.  Gonzalo le susurró.

-No quiero verte sufrir… mañana hablaré con él y todo se aclarará.

Margarita levantó su rostro hacia el de Gonzalo quedando tan solo a unos centímetros el uno del otro, lo tenía tan cerca, podía respirarle, podía sentir sus profundos latidos, notar su cuerpo, ese cuerpo que en los últimos años  había  experimentado un gran cambio,  por  la lucha diaria de su 'alter ego', ese gran  secreto que cobijaba, esa lucha que esculpía y dibujaba la figura guerrera de ese ser, el héroe de la villa, el que separaba ese gran amor que se profesaban y que Gonzalo debería mantener en secreto ante los ojos de todos, incluidos los de ella.

Margarita, mirándole con todo el amor que emanaba de su interior le dijo.

—No lloro por eso Gonzalo, lloro porque nunca podré ser feliz.

—¿Por qué dices eso? verás como todo se arregla, verás como todo ha sido un error.

Margarita se llenó de coraje y entre sollozos le dijo.

—Me da igual si ha sido un error, porque no lloro por Juan…

Él, la miró sin entender.

—Gonzalo, lloro por ti.

Gonzalo se quedó perplejo, apenas podía pronunciar palabra. Ella continuó.

—Fuiste tú, el que me robaste el alma, el que me robaste el corazón, desde entonces no puedo vivir ni un solo día sin pensar en ti, sin sentir cada noche la ausencia de tus besos, de tus palabras, de tus caricias, has sido y serás el único hombre de mi vida. Nunca te podré olvidar. Juan es un buen hombre, y creía que con él podría ser feliz, pero es mejor así, yo no puedo quitar tu huella de mi alma, tengo tus besos grabados a fuego en mi corazón, lo he intentado durante todos estos largos años, pero no lo consigo.
 
Gonzalo permanecía en silencio, embriagado de aquellas palabras y perdido en sus grandes ojos, Margarita continuaba hablando.
 
—Gonzalo yo todavía te amo, te amo tan intensamente como el primer día, y ya no puedo más, yo no puedo vivir así, ya no puedo.


En aquel momento en el que Margarita le hablo de sus sentimientos, de sus emociones más intimas, Gonzalo sintió como en el fondo de su alma renacían todos los recuerdos, las vivencias que habían compartido permanecían allí dormidos, aquellos deseos que tanto había intentado retener, silenciar, enterrar.  Se quedó mirándola fijamente, era tan hermosa, la quería tanto, la deseaba tanto, sus ojos se dirigieron hacia sus labios, los sentía sin apenas rozarlos, un impulso descontrolado le subía de los pies a la cabeza, pero Gonzalo se resistía, la razón se imponía de nuevo entre ellos, como una barrera invisible. Pero aquellas palabras volvían a inundar su espíritu endurecido por el tiempo, y esta vez era diferente, Gonzalo ya no quería luchar más contra sus sentimientos, tanto tiempo negando lo innegable, enterrando sus más profundos anhelos. La había buscado en el rostro de cada mujer que había conocido en su deambular por el mundo, la buscó en toda mujer que se le acercaba, en toda mujer  a la que había poseído, incluso la buscó en la madre de su hijo, pero ninguna como ella, Margarita fue, era y sería lo que más quería en la vida, entre ellos había habido mucho dolor, y ya era hora de enmendar el error que cometió al no buscarla cuando volvió de oriente, al no perdonarla en aquel momento, era momento de reparar lo que el destino les había hecho vivir.
Margarita ya no hablaba, permanecía en silencio mirándole con desasosiego. Gonzalo volvió a buscar sus ojos y se volvieron a encontrar de nuevo, el brillo de sus miradas impactaron en sus respectivas almas como un rayo chispeante de energía. Lentamente los dos fueron cayendo en su gran pasión dormida, un deseo puro que nacía desde el fondo de sus almas, hasta fundirse en un profundo beso, un beso que al principio fue dulce y rebosante de amor, pero que poco a poco se transformó en una pasión desmedida. Gonzalo lentamente fue despojando a Margarita de su ropa sin dejar de besarla, ella se dejaba hacer, era feliz, no le importaba nada, solo quería sentirse querida, amada, deseada por su gran amor, Gonzalo.

Poco a poco se dejaron caer en aquel lecho, y se enredaron entre las sábanas junto con su delirio, entregándose ambos en cuerpo y alma a los placeres del amor. Gonzalo fue dibujando con sus labios el frágil cuerpo de Margarita, pliegue a pliegue, rincón tras rincón, saboreando aquel cuerpo que se curvaba y retorcía de placer entre sus fornidos brazos. Margarita sintió toda la fuerza y la pasión de Gonzalo como penetraban en ella, todo el amor y el deseo de tantos años reprimidos, acumulados en su interior salieron de lo más profundo del alma de Gonzalo, inundándola de placer, llegando a tocar el cielo con las manos.




Gonzalo, sentía como las suaves manos de Margarita le cubrían todo su cuerpo, llenándolo de sensaciones indescriptibles hasta ese momento, devolviéndole ese fuego que durante tantos años  había  buscado, había añorado, había deseado. Sintió como aquellas frágiles manos iban lentamente deshelando su alma y volviéndolo a la vida.

Ya no les importaba nada ni nadie, solo existían ellos dos, el uno y el otro, como se prometieran muchos años atrás, ahora les tocaba vivir y disfrutar de todo el tiempo robado por las Moiras, en el transcurrir de sus vidas.

La mañana transcurrió, entre caricias, besos y gemidos, hasta que quedaron rendidos el uno junto al otro, abrazados en silencio.

Gonzalo acariciaba el cabello de Margarita y solo tenía palabras de amor hacia ella, y ella le regalaba una enorme sonrisa y le contestaba con un cálido beso.

Sátur llegó corriendo a casa, buscaba  a su amo con desazón, y entró con velocidad en la alcoba, como hacía siempre, sin previo aviso.

-¡Amo! ¡Amo!-Tras franquear la puerta se quedó entre perplejo y complacido-¡Señora!  Perdóneme usted, yo  venía…Bueno yo…

-¡Sátur!- gritó Gonzalo mirando de soslayo a Margarita- ¿No sabes picar a la puerta?

-Amo, no hubiera entrado así si no fuera importante, tengo que contarle algo que…

-Está bien, Sátur, pero no puedes quedarte ahí, sal de la habitación y espérame que yo salgo enseguida.

-Bien, pues…le espero fuera- lanzó una sonrisa pícara a Gonzalo.

-Disculpe de nuevo Señora, es que no me esperaba encontrarlos ahí… liaos.

-¡Sátur!- respondió Margarita visiblemente sonrojada.

-Bueno, bueno, yo mejor me voy.

-Sí, anda vete, porque la estás liando  como siempre.- Comentó Gonzalo al ver a Sátur enredando como era de costumbre.

El postillón, salió de la habitación y se sentó en la banqueta que quedaba junto a la puerta de la alcoba, a esperar a que su amo saliera de la habitación. Sonreía hacia sus adentros por lo que acababa de ver y dio gracias a Dios por el paso hacia delante que su amo por fin, se había decidido a dar.

-¿Qué habrá pasao para que mi amo y la señora….?- pensaba con curiosidad.

Gonzalo se vistió rápidamente inquieto por las palabras y la excitación que su fiel compañero le había transmitido, a la par que intentaba tranquilizar a Margarita.  Antes de salir de la habitación, se acercó a ella y la besó apasionadamente.

-No te preocupes, Sátur no dirá nada, sabes que es un buen hombre y que se ha alegrado de lo sucedido. Además se tiene que acostumbrar, porque a partir de este momento todo  va a cambiar entre nosotros, todo el mundo ha de saber que nos queremos y que vamos a compartir el resto de nuestras vidas, juntos- Gonzalo la miró en silencio, arqueó las cejas y continuó- Bueno, si tú quieres claro.

Margarita todavía ruborizada no podía dejar de mirar a su amado, era tan feliz en aquel momento  que no daba crédito a lo que estaba oyendo, permanecía encandilada.

-¿A caso no quieres Margarita?- preguntó Gonzalo volviendo a besarla.

-Pues claro que sí, mi amor. Es lo que más deseo en esta vida. Es lo que siempre he estado esperando- Le abrazó con lágrimas en los ojos de tanta felicidad.

-Pues en cuanto regrese, se lo decimos a Alonso y lo hacemos oficial.

-De acuerdo, mi vida. No tardes.

-No pienso hacerlo, esta vez no me iré muy lejos, te lo prometo.

Ella, miró como Gonzalo salía de su alcoba  abrochándose la camisa verde que tantas veces había guardado en su arcón y se quedó sonriendo mirando la estela de su amor. Suspiró y pidió a Dios que el fiel criado no contara a Alonso, ni a nadie, lo que allí había visto.  Habían estado tan ensimismados que habían perdido la noción del tiempo y el lugar donde se encontraban, pero era feliz, inmensamente feliz.  Una vez Gonzalo salió de la alcoba, Margarita, se fue vistiendo despacio, recordando todo lo ocurrido entre los dos y soñando con su nueva vida.

Mientras, Gonzalo, al otro lado de la puerta, escuchaba con detenimiento lo que Sátur le contaba.

Alonso se había retado a un duelo con Nuño porque continuaba hablando de la «Puta de las Españas», refiriéndose a su tía Margarita y al cuadro que había pintado Rembrandt, con el  bello rostro de Margarita, pero con el cuerpo desnudo de la Marquesa de Santillana.

Gonzalo debía ir  rápidamente  a buscar a Alonso, no sin antes  despedirse de nuevo  Margarita, sin comentar el lio en que se ha visto envuelto  el muchacho.

-Margarita, tengo que marcharme.

-Ya me lo has dicho- sonrió complacida-, no te preocupes. Pero… ¿Pasa algo? ¿Le ha sucedido algo a Alonso?

-No, no, tan solo tengo que ir a arreglar un  lio  en el que se ha metido Sátur, ya sabes como es.

-Bien, pues anda, ve, no te preocupes, yo también tengo que  volver a palacio aunque no tengo ganas.

-Pues luego nos vemos- le dijo Gonzalo con impaciencia.

-Hasta luego mi amor.

Cerró la puerta de la habitación, pero antes de partir Gonzalo volvió sobre sus pasos, abrió de nuevo la puerta y  la rodeó con sus fuertes brazos volviendo a besarla con pasión.

-¡Te amo!, no lo olvides nunca.

-Yo también te amo.

Ella le miró con dulzura.

Gonzalo se fue.



Ya en palacio Margarita entró en la cocina, allí encontró a Catalina muy nerviosa.


-Venga, vamos, que Lucrecia te anda buscando- La  impelo para que subiera las escaleras y siguió hablando con ella mientras la conducía a los aposentos de la Marquesa.

-¿Dónde te has metido tú? La Marquesa te ha llamado para que le hagas  unos arreglos en la cortina de la alcoba, y no te he encontrado por ningún lado, me tenías preocupada, por todo lo que ha pasado con Juan… ¿pero ¡es que no me oyes!? – Le reclamó su amiga, en el mismo momento que llegaban frente a la alcoba.

-Catalina—se detuvo Margarita— soy Feliz, muy feliz.

-Pero chiquilla, me quieres explicar… pero, en aquel momento Lucrecia abrió la puerta.

-¿Que es este alboroto?, ¿qué está pasando?

-Nada señora que veníamos hablando de una anécdota que le ha pasado a una de las muchachas cuando…

- Yo no os pago para que estéis de cháchara en mi palacio. Catalina,  a trabajar, ayuda a Margarita.

-Sí, señora- contestaron a la vez.

Las dos mujeres entraron en la alcoba costurero en mano, dispuestas a trabajar. Lucrecia se extrañó al ver a Margarita tan pletórica, y habida de curiosidad, decidió averiguar qué había ocurrido para que Margarita estuviera tan feliz, si el compromiso con Juan se había roto, su prometido, se había prometido con otra, la había dejado por otra, ¿cómo es que  ella se sentía feliz? La curiosidad de Lucrecia iba en aumento por lo que decidió espiarlas tras la pared, como tantas otras veces había hecho.

Por fin las dos mujeres se quedaron a solas en la alcoba y Catalina insistía para que la costurera le explicara.
-Margarita, hija no te hagas de rogar… me estabas contando.

-Que soy feliz Catalina,- interrumpió con un estallido de alegría,  soy inmensamente feliz, como nunca antes lo había sido- Margaritas comenzó a dar  vueltas sobre sí misma con los brazos en cruz.

-Yo creo que te ha trastornado lo de Juan. Mira corazón, cuando ocurre una cosa así, las reacciones de las personas son diferentes, pero nunca he visto a nadie que se lo tome como tú lo has hecho. ¿Qué eres feliz? Pues hija, no entiendo nada. Que te han dejado a punto de ir al altar. Que  no se ha ido al campo a  buscar flores. ¿Lo entiendes?

- Me da igual Catalina.

-Pero chiquilla, como te va a dar igual. ¿Es que te quieres quedar pa vestir santos?

-Si dejas de hablar, quizá te lo pueda contar.

-Pos, si, cuenta que me tienes en ascuas.

-Catalina- dijo cogiendo la mano de su amiga y sentándose en la cama- Gonzalo me ama, me ama intensamente. Como siempre he soñado.

-Pues creo que sigues soñando, Margarita, despierta, estás en palacio, intentando remendar un roto en una cortina de la Marquesa, tu prometido te ha dejado por otra, así que venga… no me cuentes historias.

-Que sí Catalina, que Gonzalo me lo ha dicho. No sé bien como ha sucedido pero me ha pedido que pasemos el resto de nuestras vidas juntos. Sabes lo que es eso, Catalina, ¡Juntos!

-Hombre, se lo que es eso... y no se dé que te extrañas. Juntos ya estáis.

—Hay, Cata, cuando te pones así. No hay quien pueda contigo. Digo que me ha dicho que juntos para siempre. ¿Entiendes?

Catalina, comprendió.

— ¡Dios Mío, Margarita cuanto me alegro, eso es una bendición del cielo!- Catalina se acercó a su amiga y la abrazó con fuerza mientras seguía parloteando.- Si yo ya lo decía, donde hubo fuego  cenizas quedan, ya os tocaba, siempre he sabido que estabais enamoraos. ¿Cuándo es la boda?

Los celos iban copando la oscuridad del rincón donde se encontraba Lucrecia, esos celos la llenaron de odio hacia aquella mujer que sin ser nadie, ni nada, siempre le había arrebatado lo que tanto anhelaba, el amor del maestro de la villa, el amor de Gonzalo de Montalvo. Desde aquel lugar empezó a urdir un plan para alejarla de Gonzalo. 

-¡Nunca será tuyo! Lo prometo.



Gonzalo llegó al lugar del duelo.

-¡Alonso! ¡Nuño! bajad la espada. ¿Estáis locos o qué? Vamos, cada uno a su casa. Alonso, en cuanto lleguemos tú y yo hablaremos de lo sucedido.

-¡Pero padre!

-¡Andando!

-Tira pa casa, muchacho, tira pa casa- le recriminó Sátur, mordiéndose el labio inferior y  asentándole una colleja al niño, mientras marchaban hacia la villa.

En aquel momento, Gonzalo había podido evitar el enfrentamiento entre Alonso y Nuño, pero el resentimiento que sentía Nuño por el reto al que le había llevado Alonso delante de los plebeyos, hizo que en el preciso momento en que Gonzalo se dio la vuelta para marchar hacia casa este arremetiera contra Alonso haciendo una ligera hendidura en el hombro .Gonzalo, indignado ante el arrebato de cobardía de Nuño, le gritó al tiempo que levantó la mano para atizarle un solemne bofetón.

-¿Pero, no te das cuenta que podías haberle matado? ¡En que estás pensando!

 Sátur frenó el impulso de Gonzalo.

-¡Señor!, ¿Qué es lo que va a  hacer usted?, recuerde que es un noble.

Gonzalo reaccionó ante las palabras de Sátur, pero  al ver que Alonso herido le dijo al postillón.

-Sátur, llévate a Alonso a casa.

-Como diga señor, ¿y Usted?

-Yo voy a palacio, a pedir a la marquesa un buen castigo para Nuño.




Al llegar a palacio con Nuño, la marquesa se sintió feliz. Gonzalo está allí, así que cambiaría de planes… Le había venido como anillo al dedo, la visita de Gonzalo.


-Gonzalo. ¿Qué te trae por palacio? – dijo sonriente mientras extendía su mano para ser besada. Gonzalo dejando a un lado el protocolo comenzó a protestar y a explicar lo sucedido.

-Lucrecia tienes que escarmentar al maleducado de tu hijo, ¡ha estado a punto de matar al mío!

-Pero que cosas tienes querido,-contestó retirando su mano- ¿cómo que Nuño ha querido matar a tu hijo? Por Dios bendito, estás muy alterado, hablemos en un lugar más privado.

Gonzalo indignado ante la actitud del muchacho, siguió hablando del peligro que había  supuesto ese duelo y recriminado la actitud del muchacho, siguiendo a Lucrecia  por los pasillos de palacio.

-Está bien Gonzalo, te prometo estar más pendiente de mi hijo y que recibirá un castigo ejemplar, pero ahora tranquilízate que te  va a dar algo.

Lucrecia le ofreció algo de beber. Gonzalo miró la bandeja que había señalado la Marquesa y rechazó la invitación.

-No me vas a negar una copa, hace mucho que no hablamos de Nuño y eres su tutor.

-Lucrecia soy su maestro, no su tutor.

-Bueno como quieras, eres tan tozudo. Pero no te permito que me niegues un buen vino.

Resignado, Gonzalo asintió y aceptó la copa.

-Está bien, pero solo una. Tengo una cita muy importante, a la que no quiero llegar tarde.

-Está bien querido, no te entretendré.

 Lucrecia se dirigió hacia el lugar donde esperaba el vino y las copas, derramó el preciado líquido en ellas, pero sutilmente sacó de entre el escote del corsé una botellita de láudano, de la que vertió unas gotas en la copa de Gonzalo.

-Mmm querido, verás que placer da un buen vino- dijo dándose la vuelta y ofreciéndole la copa que llevaba en su mano, mientras olía de la otra el perfume afrutado de aquella exquisitez.

-Lucrecia- respondió Gonzalo haciendo una reverencia, y elevando su copa.

-Gonzalo- dijo Lucrecia.

Él, saboreó  aquel vino, que fue el compañero de una breve conversación sobre las enseñanzas y educación de Nuño.

Al poco tiempo Gonzalo empezó a sentirse mal, Lucrecia se aproximó representando extrañeza, el hombre la miró sin comprender, hasta que se desplomó ante ella. Lucrecia llamó al sirviente de más confianza.

-Rápido, ayúdame con el maestro, se ha sentido indispuesto y debemos ponerlo sobre la cama. A prisa.

El hombre sin mediar palabra dejó sobre el lecho de Lucrecia el cuerpo inerte del maestro. Inmediatamente la marquesa ordenó al muchacho salir de la habitación, este antes de retirarse preguntó.

-Señora, ¿quiere que avisemos al médico?

-¡No, no, por Dios!-contestó con fingida preocupación- avisa a Margarita, si, a ella, es su cuñada y sabrá que hacer. Pero…-continuó tras una pausa intencionada-, no le digas que está en este estado, pobre se preocuparía… dile… - hubo un momento de silencio- Si, dile que le he mandado llamar. Así no la angustiaremos innecesariamente ya se enterará cuando llegue.

-Si señora. Como usted diga.

En cuanto el muchacho cerró la puerta, afloró a su boca una perniciosa sonrisa. Lucrecia se aproximó a su lecho, donde  permanecía el maestro.

-Bien, todo está saliendo a la perfección, mi querido Gonzalo.

Lo miró con una mirada lasciva y suspiró masticando sus ganas. Con premura le quitó las botas, la camisa y los calzones, dejando tirada deliberadamente toda la ropa sobre suelo, inmediatamente se desnudó haciendo lo mismo con toda su vestimenta, para luego recostarse junto a él en su cama, preparando la escena para el momento culmine de su plan, el momento en el que Margarita entraría por aquella puerta.

-Es lo que he querido hacer toda mi vida Gonzalo- le susurraba junto a su iodo, acariciando con la punta de su nariz sus mejillas hasta llegar a su comisura y besarle en los labios- Ahora te tengo a mi merced, tanto tiempo esperando y lo fácil que ha sido tenerte entre mis sábanas y rodearme con tus brazos, la pena es que estés dormido.  Mi querido Gonzalo. Si no eres mío, no serás de nadie, y mucho menos de ella.

Lucrecia giró sobre sí misma y se posicionó sobre el cuerpo desnudo del maestro rodeándose por los fornidos brazos de Gonzalo.  

-Ahora tan solo nos queda esperar.- Suspiró.

 Obedeciendo órdenes, Margarita llegó a la alcoba de Lucrecia, feliz, riendo a carcajadas junto con Catalina, ajena los acontecimientos que en breves momentos viviría. Ambas amigas seguían haciendo bromas sobre los planes de boda, como sería el vestido de novia, sobre los invitados a la ceremonia. Lucrecia las oyó llegar, estaba exultante, ya que como antaño, volvería a ganar a su rival, volvería a conseguir su objetivo, su única y malévola intención, la misma que hace muchos años ya consiguió, separar a Margarita de su amor de juventud, el único que no había podido conseguir por mucho que lo había intentado, Gonzalo.

 Margarita sintiéndose la mujer más dichosa sobre la faz de la tierra, abrió con fuerza la puerta de la alcoba todavía mirando a Catalina que le estaba explicando una de sus gansadas. Lo primero que le llamó  la atención fue la crispación en el rostro de su amiga, rápidamente volvió la cabeza y vio piezas de ropa por los suelos, alguna pieza de esa ropa le era familiar, un sobresalto removió todo su interior al reconocer en esa ropa, una peculiar camisa verde que amontonada en el suelo abrigaba el corsé color carmín de Lucrecia, esa camisa era de Gonzalo, ¿ropa de Gonzalo y de Lucrecia tirada por el suelo?, ¡por todas partes! Entonces sin apenas comprender nada instintivamente miró hacia la cama, en ese mismo instante la felicidad que había sentido instantes antes, se quedó petrificada en su interior. Margarita no daba crédito a lo que estaban viendo sus ojos,  sintió como un cuchillo de hielo le cruzaba el corazón, cuando vio con sus grandes ojos negros, que Lucrecia está sobre él, ¡sobre Gonzalo! ¡Le estaba besando! El cuerpo de Lucrecia estratégicamente situado, no dejaba ver a Margarita el estado de somnolencia en la que se encontraba  Gonzalo. Ninguna de las dos mujeres se dio cuenta de eso. Margarita solo vio a Lucrecia retozando con su amado, y se quedó en la puerta paralizada. Lucrecia, siempre siguiendo su guión se giró hacia ellas y les gritó la vez que se cubría el cuerpo desnudo  con las sábanas.

-¡Es que no sabéis llamar a la puerta!

     
    



Catalina viendo la situación, reacciono inmediatamente pidiendo disculpas y empujando a Margarita hacia fuera. El corazón de Margarita como si fuera de cristal, volvió a romperse, pero ahora en mil pedazos, mil pedazos difíciles de volver a unir. Destrozada,  huyó  llorando de palacio  sin saber hacia dónde la conducirán sus pasos.

-¡Margarita! ¡Margarita!- Le gritó Catalina, pero Margarita ya está fuera del alcance de su voz, sumida en su dolor, y rota en pedazos.

Gonzalo, lentamente despertó de su letargo, miró extrañado a su alrededor,  en aquel momento  no entendía nada. Se encontraba solo, en la habitación no había nadie y lo más extraño era que  se encontraba completamente desnudo en el interior de la cama de la Marquesa.

Sin más dilación se incorporó y con un nerviosismo inusual, se vistió apresuradamente. En su mente tan solo había espacio para Margarita, estaba en palacio, y no quería ni por un momento que aquella situación fuera a complicar su estrenada felicidad. No  sabía el tiempo que hacía que está allí y debía llegar pronto a casa, era un día especial y  sabía que le espera Margarita, su gran amor. Tenían  que anunciar su compromiso. Pero… ¿que habría podido pasar para despertarse  desnudo en el lecho de Lucrecia? Apenas recordaba nada. Movió su cabeza, para alejar aquella extraña sensación y sin pérdida de tiempo  salió  de allí corriendo, ya tendría tiempo de averiguarlo. Al ir a salir de la habitación un pellizco se instaló en su corazón, « ¿y si alguien me ha visto? »

Gonzalo necesitaba encontrar a Lucrecia, antes de partir hacia la villa tenía que hablar con ella. Caminó apresuradamente intentando buscarla por  palacio para que le diera  una explicación, pero el maestro, se encontró con Catalina.

-¡Catalina!, ¿has visto a Lucrecia? —preguntó nervioso.

Ella, airada respondió.

-¿Es que no has tenido bastante?

-¿Cómo? –contestó interrogándole con la mirada.

-¡Qué si no has tenido bastante! O es que de tanto meneo te has vuelto sordo—Gonzalo la miró perplejo—La marquesa se ha ido a ver al Rey— le reprobó.

 -¿Porque me hablas así?

-¡Así!, ¿y todavía me lo preguntas?—Gonzalo intentaba atar cabosGonzalo, que sepas que me has decepcionado, no mereces ni que te hable, mira que meterte en la cama con la marquesa.

-¿Con la Marquesa?—preguntó alarmado, comprendiendo el alcance de aquella situación.

-No me lo niegues Gonzalo.

-¿Como sabes tú eso?

-Entonces lo reconoces...

-¡No! Yo no reconozco…

-¡Pues que poca vergüenza tienes!, te dije que era una loba, que no te convenía, pero veo que tú también eres igual que todos los hombres, y caíste en sus redes, pero, ¿por qué lo has hecho Gonzalo?, Margarita está destrozada.

-¿Margarita?-Preguntó cogiéndola con fuerza por los hombros y el temor dibujado en su rostro.

-Pues claro, Gonzalo, Margarita trabaja aquí, ¿recuerdas? Y mira por donde, hemos llegado en el preciso momento que….

-¿En qué preciso momento?

-Gonzalo,  ¿te lo tengo que detallar? En el preciso momento que estabais regocijándoos ahí, fornicando ni más ni menos, la rodeabas con tus brazos y ella te estaba besando.

-¿Cómo?

-Gonzalo, serás muy maestro, y quizá a los niños les digas cosas que …. Bueno puedan creerse,  pero a mí, no me la das con queso. Vi, lo que vi, y no puedes negar la evidencia ¡no me digas que no!, ¡que te vimos las dos!

-¡Eso no es así! Pero que estás diciendo. Catalina, esto no tiene sentido.

-Gonzalo por Dios, sé un hombre y reconoce que tuviste una debilidad.

Gonzalo estaba fuera de sí. Repetía.

-Tengo que ir a verla, tengo que encontrarla, dime donde está.

-Quien ¿Lucrecia?

-Catalina por Dios. Margarita, quiero ver a Margarita.

-Pues no creo que sea posible, la pobre se fue de palacio, hecha un manojo de lágrimas y  no se hacia donde.

-Catalina, debo hablar con ella, todo ha sido un error, un gravísimo error.

 -Desde luego, te has lucido, nunca debiste decirle que la amabas si pensabas acostarte con la marquesa, Gonzalo no me lo esperaba de ti.-Catalina dio media vuelta y se fue dejando destrozado al  maestro.

-¡Catalina!, ¡Catalina!… - pero Catalina se fue dejándolo solo y desesperanzado, pensando en lo ocurrido. Debía hablar cuando antes con Margarita, como podía haber sucedido una situación así. Se sentía abatido, Catalina había dicho que le había visto en brazos de la marquesa… estaba aturdido y no recordaba nada. Gonzalo salió corriendo hacia su casa.

Al llegar encontró a Sátur y a Alonso preparando la cena.

-¡Hola padre!

-¿Habéis visto a Margarita?

Sátur sonrío con picardía y le guiñó un ojo.

-Amo – se acercó a  Gonzalo y le susurró-¿Cuando se lo dirán al niño?

-Sátur, ahora no, ¿la has visto?

Sátur, al ver el rictus de Gonzalo cambió la expresión.

-¿Ocurre algo Amo?, ¿Está usted bien? ¿Le ha pasado algo a la señora?

-¡Margarita!, Sátur, la habéis visto, ¡dime!- continuaba diciendo, desesperado.

-No padre- respondió el niño, alarmado-, tía Margarita no ha venido todavía. ¿Le ha pasado algo?

Gonzalo no contestó, no sabía qué hacer, ni que decir, quería hablar con ella, necesitaba encontrarla.

-¡¡Padre!!

-No Alonso, no te preocupes, tan solo que quiero hablar con ella.

-Pues si es raro, si…, la señora ya debería estar aquí-. Dijo Sátur- Aunque nosotros acabamos de llegar. ¡Amo!, ¿y si mira usted en su habitación?, quizá esté allí.

-Tienes razón Sátur.

Gonzalo subió las escaleras de dos en dos, con el corazón en un puño, la puerta de su habitación estaba abierta, llamó pero no obtuvo respuesta, entró deseando encontrarla pero como se temía, la habitación estaba vacía. No había ropa en el arcón, no había ni resto de sus pertenencias. A Gonzalo le invadió una terrible angustia. Tan solo encontró una carta sobre su cama, donde se despedía de él , y le decía que nunca más confiaría en sus palabras, que no la buscara, que deseaba desaparecer, que sabía, que lo ocurrido entre ellos había sido otro error, y que su amor estaba marcado por la desdicha, que ahora sabía perfectamente que él no la amaba. La carta finalizaba:

«Te deseo lo mejor, siempre te querré, aunque nunca podré perdonarte.
 Tuya siempre, Margarita

Gonzalo se dejó caer abatido sobre la cama, Sátur que le había seguido con su habitual curiosidad, lo contemplaba desde el quicio de la  puerta, le miró y comprendió que algo no iba bien, se aproximó a su Amo y cogió la carta que tenía en su mano, la leyó, pero no comprendió nada.

-Amo ¿Por qué dice esto la señora?,¿ dónde está su cuñada?, ¿qué ha pasado?... pero si antes les he visto tan bien, ¿qué ha ocurrido?


Gonzalo sin levantar la vista del suelo respondió.

-Un error Sátur, un gravísimo error. ¿Es que siempre nos tiene que pasar igual?

-No desespere señor, la encontraremos, Margarita volverá.

-No lo creo Sátur,... no lo creo.

Transcurrieron varios días, Margarita había decidido vivir en casa de Marta durante un tiempo hasta saber lo que iba a hacer con su vida, no quería dejar de ver a Alonso, y no podía vivir en casa de Catalina porque cada día vería a Gonzalo.

 Él por su parte y después de muchos intentos para poder hablar  con Margarita, y encontrarse cada vez con su rechazo, se resignó con la convicción de que algún día, le diera la oportunidad de poder explicarse. El tiempo había dado la vuelta a la situación, ahora era Gonzalo el que necesitaba explicarse y era Margarita la que no quería escucharlo. Como se arrepentía de la soberbia con la que él mismo la había tratado, ahora vivía en sus carnes las mismas sensaciones que ella habría sentido tiempo atrás, con su desprecio, con su afán de culparla de todo lo ocurrido sin dejar que se explicara, cuando era él, el que  no la perdonaba y ahora... El maestro respetaba su decisión, pero no obstante, iba todos los días a ver si podía ver a Margarita, al entrar o al salir de palacio, debía insistir, poder explicarle todo lo ocurrido, si era necesario llevaría a Lucrecia ante ella para que explicara toda la verdad. Pero a Lucrecia le había faltado tiempo antes de partir hacia Salamanca, para aclarar la situación con Margarita mientras hacían el equipaje.

-Margarita, hija que quieres, él es un hombre, ¡y qué hombre!, llevaba mucho tiempo solo, era normal que sucumbiera a mis encantos y a todo el placer que yo le podía dar. Pero… a ti, ¿no te debe importar, verdad?, tan solo eres su cuñada y el puede hacer con su vida lo que le venga en gana-. Catalina miró a Lucrecia con las pupilas ensangrentadas por la rabia contenida.

-Mala pécora- musitó.

La Marquesa regocijándose en el dolor de Margarita continuó.

 -Hay Margarita, si yo te contara los buenos ratos que hemos pasado juntos. Pero… que mala cara me tienes, ¿es que no te encuentras bien? Anímate, querida, y sonríe por mi felicidad y por la de él.

Margarita no decía nada, escuchaba las afiladas y envenenadas palabras de Lucrecia, y sentía tanto dolor, que sus mismas  lagrimas ahogaban sus palabras impidiéndole hablar, al fin y al cabo lo que decía Lucrecia era verdad, ella iba a casarse con Juan, si, era cierto, pero solo porque Gonzalo la había rechazado, y porque el doctor había salvado la vida de su cuñado, ella tenía que agradecer ese gesto y se prometió que si Gonzalo vivía aceptaría casarse con Juan. Pero todo hubiera sido diferente si Gonzalo no la hubiera rechazado, ¿por qué no acudió a ella?, ¿por qué la separó de él cuando ella le besó? ¿Por qué interpuso el recuerdo de su hermana muerta entre  ellos? ¿Por qué le mintió diciendo que no había ninguna mujer? ¿Por qué Lucrecia?

Tantas palabras, hechos y preguntas se amontonaban en su cabeza que optó por callar y no seguir preguntándose nada más, ya que por fin entendía las salidas nocturnas de su cuñado. Ahora sabía quién era la mujer misteriosa que cada noche frecuentaba. Por eso encontró su prenda de amor en los aposentos de la Marquesa, junto a los pies de su cama. Aquella secreta mujer, era Lucrecia de Santillana.

Quería marcharse de allí lo antes posible, lejos de aquellos comentarios  perniciosos, empezó a sentirse mal, ya había terminado el  trabajo que le había encomendado Lucrecia y tras una genuflexión salió de la alcoba. Catalina salió junto a ella. Al cerrar la puerta tras de sí,  Margarita  se quedó pensativa, sin entender como Gonzalo había podido fingir de aquella manera, entregándosele de aquella manera tan apasionada, tan dulce, tan maravillosa, si realmente no la quería, y estaba frecuentado a Lucrecia porque le entregó su amor haciéndola soñar.  Margarita no entendía nada y le asaltaban muchas dudas. Catalina al verla  inmóvil sumida en sus pensamientos le dijo.

-Los hombres son así, ya lo deberías saber Margarita. Ya te ha “aclarao” la marquesa lo que hay, pues venga, ná más que decir, borrón y cuenta nueva… ahora, eso sí… a mi Gonzalo me ha decepcionado mucho.

Margarita la miró y caminaron juntas hacia la cocina de palacio.

No mucho tiempo después Margarita entró en la cocina de palacio para seguir con una de sus tareas y al oler la comida una arcada le llegó del estómago, Margarita vomitó. Marta que estaba con ella, llamó a Catalina, esta, al ver el estado en que se encontraba Margarita lo supo enseguida…

-¡Margarita, hija mía...!


Ella le miró con aquellos profundos ojos llenos de lágrimas, y abatimiento. Se sentía llena de vida, llena de amor, llena de él y al mismo tiempo tan vacía, tan profundamente triste. Rompió a llorar asintiendo con la cabeza. Catalina ordenó.

-Marta, ve a por las sales, ¡vamos!- en cuanto Marta cruzó la puerta y se quedaron solas Catalina preguntó.

–Dios mío Margarita. ¿Es de Gonzalo?

-Pues claro Catalina, ¿qué pregunta es esa?

Las dos mujeres se quedaron mirando sin hablar, entonces Margarita dijo de repente.

-Catalina, este niño no es de Gonzalo.

-Pero chiquilla,  no me acabas de decir…

-Yo no te he dicho nada, ese niño es mío, solo mío.

-Si “mu” bien hermosa, pero ¿qué vas a decir a la gente? ¿Qué es obra del espíritu santo por la gracia divina?

-No sé, Catalina, ahora no puedo pensar, puedo decir que es hijo de Juan, de cuando se fue a la guerra, o no sé ya veré lo que voy a hacer….y mirando fijamente a Catalina le dijo muy seria.

-Pero tú Cata, júrame por lo más sagrado, que no dirás nada a Gonzalo. ¡Júramelo!

-Te lo juro mujer, te lo juro, pero que vas a hacer alma de cántaro, que vas a hacer.

- No lo sé, de momento no sé, lo único que se, es que no quiero que nadie lo sepa, después Dios dirá.

-Margarita hija,- le dijo Catalina mirándola dulcemente a los ojos- decidas lo que decidas yo estaré contigo.

-Gracias Cata…

Catalina la abrazo, y las dos se quedaron allí, llorando por el futuro tan incierto que le esperaba a la pobre Margarita.




CAP 2- MARGARITA VUELVE A LA VILLA


La luna cubría la noche con su manto de plata. Toda la villa descansaba en sus hogares, unos dormían, otros pensaban...

Margarita sintió un roce suave y tierno que se posaba en su boca, susurrándole unas palabras.

—Te amo


Su aliento le hizo estremecer  todo su cuerpo, haciendo que sus labios, junto a todo su ser, se entreabrieran esperando y deseando el siguiente movimiento de su amado, ese fue el preludio que dio paso a un beso más profundo, más apasionado. 

Su respiración empezó a mezclarse con la de él, y a agitarse al ritmo de sus corazones, que a su vez acompañaban la coreografía del movimiento rítmico de sus manos. Los dedos de él iban deslizándose por todo su cuerpo, sin dejar ningún rincón por explorar, ningún rincón por acariciar.  La sensación de placer que sentía Margarita era tal, que su cuerpo se curvaba entre sus brazos, deseaba sentirlo más intensamente, deseaba fundirse en él. Ella a su vez, acariciaba el musculoso torso de su amado, que la aprisionaba delicadamente sobre aquel lecho, era él, otra vez era él. Su cuerpo, sus brazos, sus besos, sus caricias, su olor, su virilidad, la transportaban volando hacia un mundo mágico, hacia su mundo, solo de ellos dos.

La pasión desmedida que él le mostraba, la volvía loca, la hacía estremecer hasta tal punto que se sentía parte de él, en aquellos momentos de intimidad, eran una sola persona, un solo corazón. 



Agitada, y gimiendo de placer, sintió como todas las noches, como la fuerza viril de su amado, volvía a penetrar en ella  y la llenaba de un delirio indescriptible, rebosante de dicha y de amor. Al finalizar la danza del amor, Margarita aparto su rostro del de Gonzalo para poder volver a ver sus ojos color miel, para poder besarle de nuevo, pero al mirar sus ojos, estos se fueron diluyendo, hasta que desaparecieron frente a ella, como el humo de las velas que ya dormían en su alcoba, junto a la dulce Margarita.


—¡Gonzalo!, no te vayas, ¡Gonzalo! No me dejes sola... ¡Gonzalo! Te necesito—gritaba revolviéndose entre sus sábanas.

De pronto la puerta de la alcoba se abrió, y entró precipitadamente Marta con una vela en la mano y el mantón sobre sus hombros.

—¿Margarita estás bien? ¿A quién llamas con esa angustia...? no he entendido su nombre. ¿Te pasa algo?
Margarita aturdida, se sentó en su lecho y lo comprendió todo. Angustiada apartó con ambas manos su largo y rizado cabello, que le caía arremolinado sobre su rostro, y comenzó a sollozar como una niña en plena noche de tormenta.

—Margarita- volvió a decir Marta ya con más tranquilidad, mientras se sentaba junto a ella y dejaba la vela sobre la mesilla de noche.

Margarita la miró. Marta continuaba inmóvil expectante junto a su cama, y entonces Margarita se rompió a llorar desconsoladamente sobre los brazos de la muchacha.

—¿Te encuentras bien? — Le dijo la joven al sentir la intensidad de su dolor— ¿Quieres que vaya a buscar a tu cuñado y le diga que estás aquí?

En aquel momento Margarita se separó de ella, y llena de coraje le  espetó.

—Ni se te ocurra decirle que estoy aquí — limpiándose las lágrimas con el reverso de la mano continuó—, no deben saber donde estoy.

—Pero Margarita, piénsalo bien. Alonsillo ha venido a palacio muchas veces preguntando por ti, a mí se me parte el alma cuando le veo tan triste. Tanto él como Gonzalo, incluso Sátur, preguntan continuamente por ti. Con lo empecinados que son hasta que no hablen contigo no van a parar.

—No quiero que sepan que estoy aquí—replicó.

—Sabes que no puedes esconderte por mucho tiempo, tienes que volver a palacio, si no, ¿de qué vas a vivir? Suerte que la Marquesa todavía permanecerá en Salamanca varias semanas, aunque a ella precisamente le dé igual si estás o no estás, mejor si no estás, está claro. Pero a tu familia…

 Margarita la miró entre enojada y compungida

— Si, no me mires así, son tu familia.- continuó Marta—- Yo no sé lo que ha pasado, ni quiero que me lo expliques, tú me ayudaste cuando nos tuvieron retenidas aquellos malvados  hombres y yo siempre te estaré agradecida por ello, eres mi amiga y  por eso puedes quedarte todo el tiempo que necesites, aquí no te pasará nada y tendrás un lugar donde vivir, pero tengo que decirte que todos están muy preocupados.

Margarita agachó la cabeza mirando sus sábanas.

Marta seguía hablando.

—Deberías ir a verles, al menos al niño.

—Bueno Marta ya lo pensaré, ahora déjame por favor, tan solo he tenido una pesadilla. Nada más.

—¿Quieres un vaso de agua o algunas hiervas para descansar?


Margarita miró a la muchacha con dulzura, Marta se había convertido en toda una mujer y comprendía su preocupación. Le sonrió tiernamente mientras le sujetaba su mano que tenía apoyada sobre la cama junto a ella. 

—No te preocupes, no necesito nada, de verdad. Gracias.

—Bueno pues, me voy a descansar que mañana tengo un día muy agotador, estamos haciendo limpieza a fondo en palacio, viene nada más y nada menos que el Inquisidor.

Margarita cambió el rictus.

—¿Otra vez?

—Pues sí, otra vez. Y se vuelve a hospedar en palacio, ya sabes, Lucrecia no podría permitir que tan gran eminencia se hospedara en otro palacio que no fuera el de ella. Aunque fuera el mismísimo demonio.

—Ten cuidado Marta, con lo que dices, con estas personas no se puede cometer errores, ya sabes lo que dicen de ellas.

—Descuida lo tendré, pero aún falta algún tiempo para su llegada, antes deberá volver la Marquesa — dijo la muchacha dirigiéndose hacia la puerta de la habitación. Antes de franquearla Margarita la llamó.

—¡Marta!

—Dime, Margarita


—Muchas gracias por venir, me ha hecho bien, hablar contigo, ya se me pasó la angustia  de la pesadilla.
La muchacha sonrió.

—Me alegro. Que descanses

—Igualmente.

Y se marcho a descansar. 
Margarita se quedó otra vez en silencio, sola en aquella habitación, tan lejos de los suyos, les echaba tanto de menos.

 «Alonso está preocupado, no tengo derecho a hacerle sufrir»- pensó «mañana iré a verle a la villa» Y se acurrucó entre las sábanas, pensando en su sobrino, olvidando la soledad que anidaba en su alma y acariciando su vientre, sucumbió al cansancio entrando de nuevo en el mundo de los sueños, donde allí en ocasiones era feliz, porque podía volver a sentir a su amado, tal y como lo sintió aquella mañana en la casa del maestro de la villa. La casa de los Montalvo. La casa de Gonzalo su gran amor.



Catalina entró en la cocina con exaltación.

—¡Marta!, ¡Marta!, donde se habrá metido esta muchacha.

Una de las cocineras le comentó que Irene había ordenado que subiera alguna doncella  a su alcoba y Marta había obedecido a su llamada.

—Está bien, ya voy a ver-y marchó en busca de la doncella. Tan solo quería hablar con ella de Margarita, estaba preocupada porque ya eran varios días que no sabía nada de ella, y como tenía prohibido ir a visitarla para no llamar la atención de su familia, esperó en el pasillo a que Marta saliera de la alcoba de Irene.

—¡Marta! —  bisbiseó.

—Catalina que susto me has dado, ¿qué haces ahí?

—Tengo que hablar contigo.

—Dime.

—¿Como está Margarita? Ya le has dicho que tiene que volver a palacio.

—Si Catalina se lo he dicho pero ya sabes cómo es ella.

—Sí, hija tozuda como una mula, igual que quien yo me sé.

—Hoy sin falta voy a verla— iba diciendo Catalina a la vez que iban bajando a la cocina de nuevo.

—Sabes que no quiere que te acerques a la casa, espera que ella sea la que diga cuando puedes ir.

—Pues fíjate que no, que voy a ir tanto si quiere como si no, está Alonsillo que no entiende ná, cada día en casa con mi Murillo hasta que llego de palacio, preguntándome que le ha pasado a su tía y que donde está; que quieres, la criatura tiene añoranza, y Margarita tiene que enfrentar la realidad.

—¿Que realidad tengo que enfrentar?

La voz hizo que las mujeres dejaran de cuchichear y voltearan hacia la puerta donde permanecía Margarita con los brazos en jarras. Catalina se echó sobre los brazos de su amiga.

—Margarita hija, ¿estás bien?

—Pues claro que estoy bien. Pero dime, que pasa con esa realidad de la que hablas.

Las dos mujeres se sentaron junto a la mesa mientras Marta seguía con los quehaceres. Catalina explicó que su sobrino estaba todos los días preguntando por ella, a lo que Margarita le prometió que iría a verle  esa misma tarde. Catalina se encargó de todo y preparó el encuentro. Sabía que no tenía que encontrarse con Gonzalo, tan solo con Alonso.



Las campanas de la iglesia de la villa sonaron por septima vez, Margarita llegó como estaba previsto a casa de Catalina, pico con los nudillos dos golpes sobre la vieja madera y al instante la puerta cedió.

— ¡Tía Margarita!— gritó emocionado Alonso, que estaba sentado a la mesa esperando su llegada, lanzándose a los brazos de la mujer.

Alonso, cariño—-decía ella mientras le besaba en las sonrosadas mejillas—, que guapo estás.

—Tía Margarita cuanto tiempo sin verte, ¿por qué no vienes a casa?, todos te echamos mucho de menos. Padre está muy triste y Sátur ya no sabe que decirle para calmarle.

—No puedo ir porque estoy ayudando a una amiga que tiene problemas, en cuanto los solucione volveré, te lo prometo— le dijo mientras de acariciaba con ambas manos las mejillas.

— ¿Tiene muchos problemas tu amiga?

—-Si cariño, y está sola. Así que tengo que quedarme con ella. Pero te prometo que vendré a verte algún día.

—Por eso es que no vas a palacio a trabajar ¿verdad?

—Por eso mi amor— mintió mirando a su  amiga que les observaba.

—Claro, ya sabía yo que era por alguna razón muy importante, y ahora lo comprendo, sé que cuando un amigo te necesita tienes que ayudarle. Pero tía, no podrías ayudarla de día y de noche venir a dormir a casa. Así almorzaríamos juntos todos como hacíamos antes.

—Verás Alonso, mi amiga vive a las afueras de la villa y tardaría mucho en llegar, y está tan malita que tengo que cuidarla día y noche. ¿Lo comprendes verdad mi amor?

—Sí tía, lo comprendo.

Y la abrazó en silencio dejándose arropar por su cuerpo.

Después de pasar varias horas riendo y charlando con el niño, Margarita tuvo que despedirse de él.

—Alonso, corazón, me tengo que ir.

Ya, tan pronto— contestó abriendo los ojos como platos.

—Sí, tengo que llegar pronto a casa de mi amiga, me estará esperando para que le de la cena, y tu no querrás que llegue tarde ¿verdad?

—No tía, pero es muy tarde y se está haciendo  de noche, si tienes que ir muy lejos ¿no será mejor que te acompañe padre?

—No mi amor. No hace falta— se levanto de la banqueta donde estaba y le besó. El niño se ciñó a su cintura  sin dejar de abrazarla.

—Alonso, me tengo que ir.

—Me prometes que volverás.

—Pues claro que sí.

—Está bien.

Margarita, besó a su sobrino en la frente,  y le arremolinó los rubios cabellos.

—Con Dios.

—Con Dios— contestaron todos los presentes y se marchó.




En Casa de los Montalvo, Gonzalo buscaba a su hijo, hacía varias horas que no le veía.

—Sátur, ¿has visto a Alonso?

—Si amo, está en casa de Catalina como cada tarde.

—Anda a buscarle que ya es tarde y tenemos que cenar.

—Sí, amo este Alonsillo siempre se entretiene en casa de Murillo. Pero… es que espera a que llegue Catalina para ver si hay noticias de la señora, ya sabe usted lo empecinado que es.

—Pues… se tendrá que ir acostumbrando, Margarita no va a volver. Así que ve a buscarle.

—Está bien amo.

Sátur salió en busca del muchacho, en el preciso momento que Margarita cerraba tras de sí la puerta de la casa de Catalina. Se quedó mirando sin saber qué hacer. ¿Y si la llamaba y la convencía para que volviera a casa? No, sabía que Margarita era igual que tozuda que el amo, así que optó por lo más sensato y entró de nuevo en la casa llamando a Gonzalo.

— ¡Amo!, ¡Amo!— A los oír gritos Gonzalo salió de su habitación.

— ¿Que pasa Sátur?, ¿hay fuego acaso?

—Fuego no lo sé, pero su cuñada acaba de salir de casa de Catalina.

— ¿Cómo?— en aquel momento Alonso entró por la puerta sonriente.

—Padre, ¿a que no sabes con quien he estado?

Gonzalo llenado los pulmones de aire para disimular su anhelo por salir corriendo tras ella,  respondió.

—Pues no, con quien has estado que vienes tan sonriente.

—Con tía Margarita— Al niño se le iluminaron los ojos. Gonzalo lo miró con aparente sorpresa y Sátur prestó su máxima atención.

—Y está muy bien. Ya sé porque no está en casa con nosotros, ahora se va a casa de una amiga a la que está cuidando porque está enferma.

— ¡Ha! Bien, ¿Y dónde te ha dicho que vive esa amiga?— comentó Gonzalo con disimulo ante su ansiedad.
—En las afueras de la villa, en el bosque.

Gonzalo miró a Sátur haciéndole un gesto con la cabeza. Sátur comprendió la indirecta y  marchó a prepararlo todo.

—Muy bien, pues, ya sabes que está bien, y que ha venido a verte, así que no quiero que te preocupes más. Ahora a cenar.

Sátur volvió en ese momento.

—Señor ya está todo listo.

—Listo ¿el qué?, preguntó el muchacho con su habitual curiosidad.

—Mira que eres preguntón, mocoso. La cena. Que va a estar listo si no.

—Será « lista», Sátur, se dice « la cena está lista ».

—Bueno, pues lista… y listo. Tira pá la mesa,  pero antes lávate las manos. ¡Venga! —le apremió.

Gonzalo aprovechó que Sátur entretenía a Alonso y subió a la guarida a prepararse para ir tras Margarita. Por fin sabría donde estaba, por fin podría verla de nuevo.



Ya era noche cerrada, cuando Margarita llegó al puente que daba paso a la villa, a esas horas  estaba completamente vacío, todos los ciudadanos  permanecían en sus casas exceptuando algún que otro noctambulo o alguna meretriz. Margarita se había detenido recordando la calidez de la casa de Gonzalo, ensimismada  recordando la conversación que había mantenido con su sobrino. De pronto el grito de una lechuza, la despertó de sus pensamientos, un estremecimiento se apoderó de ella, por un momento sintió miedo,  miró a su alrededor. Todo estaba en silencio, todo era oscuridad. El frondoso bosque al final del camino, y un estrecho sendero por donde debería transitar. Una rara sensación le recorrió la espalda de arriba abajo, armándose de valor y recordando todas las veces que había tenido que lidiar sola su miedo, se arrebujó en su toquilla verde, y aceleró el paso. Al llegar al final del puente y entrar en la oscuridad del bosque, empezó a caminar más aprisa  con tan mala suerte que pisó uno de las piedras que formaban el viejo camino y se torció el tobillo.

—Vaya por Dios, si seré torpe. Ahora sí que tendré que andar despacio tanto si, como si.

Un sonido, como el aleteo de un gran pájaro se escuchó a sus espaldas. Margarita gritó.

 —No temas, no te haré nada— Margarita se había girado sobresaltada. El embozado la miraba fijamente. Ella lo reconoció al instante y su miedo desapareció.

— ¡Águila! ¿Eres tú?

— ¿Esperabas a otro?— dijo burlón.

—No, claro que no. No esperaba a nadie, ya lo sabes, sigo como siempre, sola.

Esto último le dolió, sabía que lo decía por él, intentó cambiar el sentido de la conversación.

—Puedo preguntarte ¿qué haces por aquí a estas horas? Si tu casa está en la villa, y queda hacia el otro lado.

—Voy a casa de Marta, mi amiga  y compañera de palacio.

— ¿A estas horas? ¿Tú sola por el bosque? Es que  no tienes miedo de que te asalten.

—Pues no, no es la primera vez que vago sola por las noches—Los ojos del Águila  la miraron extrañados.— Aunque es cierto que últimamente  y desde que llegué a la villa a cuidar de mi sobrino y mi cuñado, a estas horas ya estábamos todos  en  casa.

—Quieres que te lleve, por lo que veo te has torcido el tobillo—En ese momento se agachó para mirar la articulación, y presionó delicadamente la torcedura, Margarita dio un quejido— parece que se está hinchado— continuó diciendo él.

—No te preocupes, no es nada.

—No se hable más, te llevo— dijo extendiéndole la mano.

—Como quieras, pero esta vez espero que no sea volando.

—No, esta vez he traído el caballo— rió. Margarita sonrió también, no había escuchado al animal por lo que se sorprendió al verlo. El Águila subió  a Margarita al corcel y acto seguido subió él. Cerrando los ojos y contendiendo la respiración rodeo a Margarita por la cintura para sujetar las riendas de su caballo blanco. Margarita se sentía bien, siempre que había estado con el Águila se sentía como si le conociera de toda la vida y se relajó apoyando la cabeza sobre su torso. Él al sentir su contacto de nuevo cerró los ojos e inspiró su aroma llenado su cuerpo de recuerdos, pero  debía seguir hablando, no podía desaprovechar aquella ocasión que le brindaba el destino, debía saber qué es lo que en aquellos momentos, sentía Margarita por Gonzalo, su alter ego.

—Y, ¿qué ha pasado hoy para que  no estés en casa de tu amiga y estés aquí en la villa?

—Hoy tenía que ver a una persona muy especial.

— ¿Tan especial que tienes que volver tan tarde, poniéndote en peligro?

—Sí, es una personita muy especial. Es mi sobrino, ya lo conoces.

—Ha, si, Alonso.

—Sí, el mismo. Estaba muy preocupado y he tenido que venir a verlo.

—Preocupado ¿por qué?, ¿acaso no te ve cada día?

Margarita se quedó muda por unos instantes. Él continuó.

—Perdona, no quería…

—No, no pasa nada, es que el recuerdo me entristece.

— ¿El recuerdo?

—Sí…— volvió a enmudecer—, mi cuñado me ha hecho mucho daño—por una extraña razón, Margarita siempre le explicaba al Águila todo lo que le ocurría, lo que sentía. Le abría su alma, pero aquella vez no hacía falta, él sabía perfectamente lo que le sucedía a Margarita, el error de aquella tarde con Lucrecia.
Tras aquellas palabras ambos callaron y cabalgaron en silencio durante un buen rato, al pasar junto al lago  Águila detuvo el caballo.

— ¿Por qué paramos?— preguntó Margarita.


—Quiero que veas una cosa.




CAP-3 NADA ES LO QUE PARECE


El Águila desmontó de su caballo y cogiendo a Margarita por la cintura la bajó también; la cargó sobre sus brazos y la llevó junto a una gran roca cerca del lago. La vista era preciosa, el cielo repleto de estrellas llenaban el infinito con sus destellantes brillos. Se sentó junto a ella reposando su espalda en la misma piedra donde reposaba la de Margarita.

—Pues tú dirás— dijo ella distendida.

— ¿Ves la inmensidad del cielo?

Margarita recordó esas mismas palabras que años atrás le había dicho Gonzalo y una tristeza asomó a su rostro. Permaneció unos instantes perdida  en su , con su mirada fija en  los astros. El Águila(Gonzalo) se dio cuenta de su tristeza.

— ¿Te pasa algo Margarita?

Ella tímidamente le miró.

—Me has recordado a una persona que una vez hace ya mucho tiempo en este mismo lugar me hizo la misma pregunta.

Él recordó y comprendió el sentimiento que reinaba en su interior y compartió aquella misma sensación en silencio.

—Te refieres a…

—Si, a esa persona que no puedo olvidar.

—Tu cuñado.

Ella asintió en silencio.

— ¿Has hablado con él?

— ¿Con él? —Se alteró— ¿y sobre qué? ¿Sobre su indiferencia? ¿Sobre su rechazo? ¿Sobre su traición?

—Lo siento, yo no quería…

Margarita comprendió que aquella agresividad que afloraba a su boca no podía dirigirla hacia aquella persona que siempre le había ayudado.

—Perdona… no puedo evitar irritarme cuando recuerdo lo ocurrido.

— ¿Quieres hablar de ello? ¿Quizá te haga bien y te sientas mejor? A veces, cuando explicamos nuestras preocupaciones a un amigo, estas se vuelven más livianas.

Ella le miró, suspiró

—Es imposible.

— ¿Qué es imposible? ¿Hablar con un amigo?

—Nada que tenga que ver con él— se arrebujó con su mantilla y  preguntó— ¿Que es lo que querías que viera en este firmamento?

El Águila volvió al inicio de la conversación.

—Margarita, ¿que ves?

— ¿Cómo que qué veo?, veo estrellas, miles y miles de estrellas.

—Bien, esas miles y miles de estrellas, ahora mismo se ven muy pequeñas, casi insignificantes, parece que pudieras coger en tu mano un montón de ellas ¿verdad?

Margarita le  miró, no entendía a que venía aquello.

—No me mires a mí, y sigue observándolas, hazme caso.

Margarita volvió a contemplar el infinito diciéndole.

— ¿A dónde quieres llegar? No entiendo lo que quieres decirme.

—Es muy fácil.  A veces, las cosas que vemos tan claramente, tan tangibles, no son reales.

Margarita volvió a mirarle.

— ¿Me estás diciendo que las estrellas no existen, que no las estoy viendo?

—No—sonrió—claro que no. Te quiero decir que esas estrellas en realidad no son tan pequeñas como tú las ves — la miró a los ojos—. A  veces,  las  cosas que vivimos, que  incluso vemos con nuestros propios ojos, no son tales, el destino es muy caprichoso pero todo tiene su explicación.

Margarita sin dejar de mirar sus ojos, musitó.

—Ojalá fuera cierto eso que dices.

—Y lo es, Margarita.

En el  interior de Margarita una chispa le llegó al estómago, aquellos ojos, le recordaban tanto a  Gonzalo, él seguía perdido en su mirada, ella rompió el momento.

— ¿Te puedo preguntar una cosa?

—Lo que quieras—respondió con temor ante la seguridad de la voz de Margarita—si puedo te contestaré.

— ¿Porque me besaste la última vez que nos vimos?

Él se quedó petrificado, no sabía que responder. No esperaba que Margarita fuera tan directa, tenía que reaccionar ante esa situación.

—Porque me recordaste a una persona y me deje llevar.

Ella le miró curiosa.

—Recuerda que yo también soy una persona con sentimientos igual que el resto de los humanos.

Ella sonrió.

— ¿Te molestó quizá?

Se ruborizó, pero el reflejo de la escasa luna no le dejó ver el color rojizo de sus mejillas.

—No, claro que no. Me sorprendió.

—A mi también, normalmente no me dejo llevar por  impulsos. Quizá sentí que lo necesitabas, estabas muy triste y…

—Sí, lo estaba y por su puesto por la misma razón. Por Gonzalo. Siempre Gonzalo.

Él calló.

—No puedes imaginar el dolor que me causa ese hombre y su recuerdo. El dolor, es igual de profundo al  amor que todavía siento por él  y que me desgarra el alma.

Sintió miles de punzadas en su pecho.

—No digas eso, un amor no puede causar tanto dolor.

—El mío, sí. ¡Está maldito!— Margarita empezó a llorar.

Sin saber qué  hacer para consolarla solo supo preguntar.

— ¿Te encuentras bien?

—Sí, gracias—contestó dejando escapar de su corazón las lágrimas que caían sigilosas por sus mejillas.
La rodeo en sus brazos y dejo que se desahogara en su pecho, sabía que lo necesitaba habían sufrido demasiado. Él cerró los ojos queriendo compartir con ella aquel amor y aliviar aquel dolor. Dulcemente le acarició el negro cabello  que brillaba a la luz de la luna, y levantando su rostro hacia él le dijo.

—Desahógate Margarita, saca ese dolor que llevas dentro, explícame, vacíate y te sentirás mejor.
Ella se separó de su pecho y se acomodó en el mismo lugar que antes.

—Todo empezó por ella. Y terminó con ella.

Él, no entendía nada.

— ¿Quién es ella?

—La señora, la gran Marquesa de Santillana. Lucrecia para los amigos, pues entonces era plebeya como nosotros y se suponía que éramos todos amigos.

— ¿Lucrecia de Santillana era plebeya?— debía fingir sorpresa.

—Sí, su padre tenía una cuchillería, junto a la casa de Catalina.

Él lo recordó como si hubiera sido ayer.

— ¿Y qué tiene que ver ella con vosotros?—preguntó con aparente extrañeza.

— ¡Todo!, ¡lo tiene que ver todo! Gonzalo y yo…— se hizo un pausa—,  éramos novios, éramos felices, nos queríamos muchísimo y nos prometimos amor eterno—un sollozo rompió sus palabras.

 Gonzalo tras su embozo, permanecía en silencio, sentado junto a ella, repitiendo mentalmente aquellas palabras que había dicho Margarita «amor eterno» y recordando  todo lo ocurrido. Suspiró esperando escuchar por primera vez en su vida la explicación de Margarita, la que nunca antes había querido escuchar. La voz desgarrada de Margarita le volvió a la realidad.

— ¡Pero tuvo que ser ella! —y volvió el silencio tras un gemido—Yo era muy inocente y me deje convencer por ella, tenía que darle celos a Gonzalo, ya que últimamente estaba más por las espadas que por mí, más tarde comprendí que había sido una estrategia de Lucrecia, ella siempre ha estado enamorada de Gonzalo, pero entonces yo no sabía nada, y me dejé convencer. Iba a ser como un juego, Lucrecia  había organizado el encuentro con un noble que se había encaprichado de mí. Así que fui a un pajar que había a las afueras de la villa y esperé a que aquel noble viniera. Estuvimos charlando un buen rato, yo tenía ganas de marcharme de allí para estar con Gonzalo, pero tenía que esperar a que llegara Lucrecia con él y entonces dejar que el noble me besara, ¡era un juego!... un maldito juego de niños.

—Por un momento Gonzalo estuvo tentado de huir de allí, de no seguir escuchando lo que Margarita estaba a punto de revelar, pero debía permanecer junto a ella, ahora le tocaba escuchar.  —Lo que yo no sabía, era que Lucrecia había llenado la cabeza y el corazón de a Gonzalo de mentiras, diciéndole que estaba con el noble en el pajar de la manera más desalmada, le di o a entender que habíamos mantenido relaciones…—los sollozos le ahogaban las palabras que salían entrecortadas por el dolor de aquel recuerdo. Gonzalo  con las mandíbulas doloridas por la presión de la ira contenida,  continuó mudo, junto a ella — ¡y no había hecho nada! ¡Nada!

—Tranquila, tranquila…te creo.

—Tan solo le di un ligero beso en los labios. Pero ya era tarde, las palabras de Lucrecia habían hecho mella en él y sin escucharme ni dejarme hablar retó a duelo al noble y salió como una exhalación hacia la villa.
Gonzalo continuaba con la mirada fija en el húmedo suelo del lago. Lo recordaba todo, recordaba las palabras que como puñales le clavó Lucrecia en el corazón. Sentía una furia en su interior— «Maldita Lucrecia»—. Esas palabras que ella le incrustó en su cabeza llegando hasta su alma, serían las que le guiaran por muchos años más, pero ahora no podía hacer nada al respecto simplemente escuchar. Temeroso por la respuesta,  le preguntó.

— ¿Y qué ocurrió?

Margarita le volvió a mirar.

—Le mató.  Gonzalo mató al noble. Él nunca dejo que le explicara, no me escuchó, yo podía haber evitado aquella muerte y podíamos haber  sido felices…. —lloró— Gonzalo y yo, nos íbamos a casar. ¡Dios mío! Porque no me hizo caso, porque no me escuchó. Si hubiera tenido a alguien como tú.

La miró sorprendido.

—Alguien como yo, ¿para qué? ¿Que podía haber hecho yo?

— Ahora mismo tú has dicho lo de las estrellas, si hubiera habido alguien que hubiera hecho ver el error,  lo que tú me acabas de decir. Que nada es lo que parece….Haberle convencido para que hablara conmigo, para que recapacitara... Pero no, nadie intervino, y Gonzalo nunca me perdonó.

Margarita, suspiró y miro al infinito.

—La  única y última  vez que hable con él fue al día siguiente, el mismo  día del duelo. Yo no sabía donde había quedado con aquel muchacho para el reto, ni a qué hora, así que hice guardia toda la noche frente a su casa, por si le veía y podía disuadirle, pero salió muy sigiloso al alba y cuando me di cuenta y averigüe al lugar de la cita, ya era demasiado tarde. —Gonzalo seguía recordando lo ocurrido, escuchaba el sonido de las espadas cuando unían su acero, al chocar entre ellas para reclamar justicia. Sintió como su espada penetraba en el pecho de aquel joven que cayó fulminado a sus pies. Recordó cuando llegó Margarita junto a él. Volvió a cerrar los ojos y siguió mordiendo su furia en silencio. Ella siguió explicando.

— No llegué a tiempo—se lamentó entre sollozos—.Tan solo pude abrazarle y repetirle hasta que me desgasté de tanto llorar, que huyera, y que siempre le querría,… toda la vida. Prefería que siguiera vivo, a tenerlo conmigo. Nunca más le vi. Hasta que volví a la villa, tras la muerte de mi hermana.

Gonzalo camuflado en su capuz permanecía con los ojos cerrados, nublados por las lágrimas que luchaban por salir, por escapar igual que hizo él, tiempo atrás. Cuantos recuerdos volvían a su mente,  pero en aquel instante recordó la carta que le envió y armándose de valor le preguntó.

—Y durante todo este tiempo, ¿no recibiste ninguna carta, ni noticia de él?

—Gonzalo nunca me escribió, él nunca me perdonó. Unos días después los hombres del comisario vinieron a buscarle para apresarle, pero él ya no se encontraba en la villa, así que apresaron a sus padres, y los torturaron hasta su muerte. Toda la villa me culpó por ello. Lucrecia se encargó de decir que todo había sido por mi culpa. Hasta mi gran amiga Catalina me dio la espalda, tan solo mi hermana Cristina sabía la verdad. Pasaron los días y no recibía ninguna noticia de Gonzalo, no sabía nada de él. ¡Una carta, tan solo una carta! y hubiera cambiado el rumbo de mi vida, de nuestras vidas. Pero no, no llegaba nada. Pasaron los meses y ya no podía más. Veía el sufrimiento y la vergüenza de mi familia cada vez que iban al mercado, o paseaban por la villa,  así que decidí marcharme de allí, porque comprendí que solo les causaba dolor y que Gonzalo nunca vendría a buscarme, le había hecho mucho daño.

—Pero tú no tuviste la culpa de la muerte de sus padres.—le dijo con suavidad.

—¡Yo tuve la culpa de la muerte de sus padres y de la de aquel muchacho!

—No digas eso. Tan solo el destino  es el responsable de lo que ocurrió. Tenía que pasar.

— ¡Y porque tenía que pasar!—gritó angustiada—. No sabes lo difícil que ha sido mi vida. Primero por tener que dejar a mi familia, y dejar la villa, ya que si me iba sabía que tarde o temprano cuando el volviera no me encontraría allí, si me iba, le habría perdido para siempre. ¿Pero qué podía hacer yo?, todo el mundo me señalaba, me miraban como si fuera una cualquiera, y sentía el peso de la muerte de sus padre, así que me despedí de mi familia y marché a Sevilla a casa de unos conocidos donde trabajé de costurera, al menos los rumores y los chismorreos dejarían de marcar a mi familia y yo empezaría una nueva vida. Pero  no fue así…cada día y cada noche pensaba en Gonzalo, durante los siguientes años escribí a mi hermana con la ilusión de recibir noticias de él, pero el tiempo y los años iban pasando y las cartas eran cada vez más vacías y más espaciadas hasta que dejó de escribir.  Mi hermana nunca me dijo que Gonzalo había vuelto a la villa, pues hubiera regresado al instante. Hasta que un día, llegó una carta, recuerdo que abrí con toda ilusión, esperaba ansiosa alguna noticia, pero la noticia que recibí  fue el final de mi esperanza y el principio de mi desdicha. En la carta me decía que se casaba con Gonzalo —Un desgarró salió de su pecho convertido en llanto— ¡el hombre de mi vida, mi futuro marido, mi amor eterno, se iba a casar con mi hermana!, sin decirme nada, sin dejar que me explicara, sin apenas preguntar por mí.

—Margarita—La abrazó con fuerza, intentó consolarla y así calmarse a si mismo su aflicción.

—Llora Margarita, llora, desahógate de todo ese pesar—. Sentía el mismo dolor que ella, pero no podía demostrarlo, no podía hacer nada al respecto. De pronto le asaltó una duda ¿Y la carta que envió junto con su prenda de amor, para que llegara a ella? ¿Nunca le había llegado? ¿Quien la interceptó? Comprendió que el destino había vuelto a jugar con ellos.




CAP 4- CONFESIONES



Permanecieron abrazados en silencio, como si uno formara parte del otro. Los corazones palpitaban  a la misma velocidad. Él acababa de descubrir cosas que no llegaba a comprender, y ella se sentía descorazonada aunque algo más aliviada.

— ¿Te encuentras mejor?

—Sí, no te preocupes. No sé porque te estoy explicando todo esto.

—Quizá lo necesitabas, ¿habías hablado de lo ocurrido con alguien alguna vez?

—No, con quien querías que lo hablara, la única persona que me escuchaba y comprendía mis sentimientos era Cristina, era la única que podía haber convencido a Gonzalo de mi inocencia y no fue así,  ella ahora ocupaba mi puesto, ella estaba con él. ¿Cómo iba a decirle nada, si apenas yo lo entendía? —De su interior emergió un sollozo—. Ella siempre me había dicho que le hubiera gustado tener un novio como él, que quería encontrar en su vida a otro Gonzalo. Pero ese Gonzalo era mi amor. Ella iba a ser la madrina de mi boda, y fue la novia y además lució mi vestido el vestido que mi madre me entregó para casarme con él—Margarita ya no lloraba, las lágrimas resbalaban con fuerza  y libres por sus delicadas mejillas— Yo mientras tanto estaba sola, en una villa que no era la mía, con una familia que no me pertenecía y rota por el dolor de aquella culpa, y sintiéndome traicionada por Gonzalo y mi hermana. Pero me consolé pensando que era mi castigo, que tenía que enmendar mi error y lo tenía que pagar viendo a las dos personas que más quería en este mundo, unidas y felices mientras yo era desdichada.

— ¿Por qué volviste?—preguntó compungido.

Volví por mi sobrino, a pesar del dolor que me produjo la boda de mi hermana con él, yo la quería, la quería mucho. Y  aunque nunca comprendí como pudo casarse con ella, mi sobrino me necesitaba.

— ¿Tú no te habías casado ya?

—No,  pero tenía que dar un paso adelante, ya no podía hacer nada, se iban a casar, así que le envié mi felicitación por el enlace y me excusé para no asistir diciendo que yo también me iba a casar con un hombre muy rico.

Un día,  la familia que me daba cobijo comentó que ya no podía quedarme allí por más tiempo, que sintiéndolo en el alma debía dejar la casa. Así que si no hacía algo al respecto, me encontraría en Sevilla, sola y sin poder volver a la villa. Un hombre que frecuentaba la posada de al lado de casa hacía tiempo que me estaba cortejando, se veía un buen hombre, y en breve no tendría a donde ir. Me dijo que si me casaba con él viviría como una reina. A mí ya todo me daba igual, Gonzalo se había casado. Y ya sabes, una mujer sola no es nadie, así que me casé con él intentando olvidarme de todo, dispuesta a empezar una nueva vida.

—Pero resultó que no era rico, ni era bueno.

—Pues sí. Eso mismo. Era un rufián y un ladrón, después de varios años huyendo se enroló en ejército, o al menos eso me dijo, quizá para huir de sus deudas y me quedé sola. Muy poco tiempo después murió mi hermana y mi sobrino me escribió una carta pidiéndome que fuera a verle, y me trasladé a la villa.

—Pero ahora vivías con ellos, estabais bien ¿No?

—Sí, le costó mucho perdonarme. Pero lo hizo, y me sentí feliz por ello— Hubo un silencio— a veces me daba la sensación que me quería,  y otras veces que nunca lo había hecho.

—Porque dices eso, si él te quiso alguna vez…—se quedó en silencio pensando en lo que iba a decir—quizá todavía te quiera.

—Eso creía yo. Que quizá sentía algo por mí, pero ahora creo que siempre he vivido un sueño, una fantasía de adolescente, creo que él nunca me quiso, ni me querrá.

—No puedes estar segura de eso, si se batió por ti debería quererte mucho.

—No, eso fue una herida en su ego. Los hombres sois así, la mujer es una posesión más y claro está se sintió humillado.

Quiso defenderse.

—No conozco mucho al maestro, pero por lo que explican por la villa, debe ser un hombre de principios, y no creo que sea así.

—Pues yo ahora desde la distancia, no le reconozco, siempre creí que tenía unas fuertes convicciones, y unos valores muy profundos, respecto a la familia, a los amigos, y a las mujeres pero ahora tengo mis dudas. Creo que es como todos los hombres.

Gonzalo se sintió molesto, pero como podía defender al maestro sin levantar sospechas, simplemente contestó.

—Todos los hombres no somos iguales. Puede que esté confundido al verte tras la muerte de su esposa y…
—No está confundido—interrumpió—, él nunca me quiso, siempre quiso a mi hermana,  lo que no entiendo es porque  nunca me lo dijo y me dejó soñar —Margarita le miró buscando respuestas, él la observaba escondido tras su disfraz, sin entender porque decía eso—. Lo sé porque el bueno de  Sátur manipuló  una carta en la que se declaraba a mi hermana,  le cambió el nombre por el mío, en esa carta ¡le decía las mismas cosas que me había dicho a mí! Explicaba detalle a detalle lo que creí que sentíamos los dos. Entonces comprendí que siempre me había mentidoél no podía dejar de mirar sus grandes ojos negros bañados en lágrimas.

— ¿Fue aquel día que te encontré en el tejado, verdad?

—Sí, yo creí…— reinó el silencio— Una vez le besé, pero me rechazó recordándome a mi hermana y meses después  lo encontré en la cama con otra mujer, ¡en casa!, pared con pared con la habitación de Alonso, él me dijo que era una amiga que tenía problemas y que tenía que ayudar. Le creí de nuevo, incluso le ayudé. Y ahora esto.

— ¿A qué te refieres con esto?

Hace unos días estaba desolada, Juan me había dejado por otra mujer, me había engañado, y él, Gonzalo, lo sabía, no me había dicho el más mínimo comentario, dejó que pasara, al igual que todo… siempre deja que pase; me sentía sola, triste y me cobije en su alcoba  y allí me encontró, no sé ni cómo ni porque, pero sucedió lo que tanto tiempo había estado deseando,   y me declaró su amor, incluso íbamos a decirle a todo el mundo que nos queríamos. O al menos eso creí, volví a creer como una tonta. Me engañó, me volvió a romper el corazón.

—Pero si te declaró su amor, porque dices que te engañó. A caso le sentiste frio, no había pasión en sus palabras.

—En aquel momento si, así lo sentí, pero horas después…. Ahora ya sé porque sale casi todas las noches. Ahora ya se a quien frecuenta a escondidas.

— ¿Sale casi todas las noches, y  sabes a dónde va?—continuó

—Sí, ahora lo sé. Va a ver a la misma mujer que nos cambió el destino de nuestras vidas.

— ¿Cómo? Quieres decir que va a ver a…—se sorprendió ante aquella respuesta.

—Sí,  hace tiempo que va a ver a Lucrecia, desde que se quedó viudo ha visitado su alcoba,  noche sí, noche también.
Una inmensa ira se apoderaba de él de pies a cabeza, como podía haber sido capaz,  otra vez Lucrecia, como había podido manipular tan sutilmente su vida y sin que él se diera cuenta.

— ¿Pero cómo puedes estar segura de ello?— increpó.

—Porque les vi, les vi con mis propios ojos, y Lucrecia me confirmó que llevaban meses viéndose a escondidas para no llamar la atención. Entonces empecé a unir detalles que me habían pasado por alto, piezas sueltas que revoloteaban por mi cabeza y entendí el porqué de lo que había encontrado al poco de entrar a trabajar en palacio.

— ¿Qué encontraste?

Le miró con un profundo pesar, recordando aquel momento.

—La prenda de amor que teníamos los dos.

— ¿Una prenda de amor?

—Sí, se la regalé a Gonzalo cuando nos conocimos, la hice yo misma era una flor de lis grabada en un trocito de madera. Y estaba allí en el suelo de la alcoba de Lucrecia.

Gonzalo se revolvía dentro de su alter ego, tenía ganas de matar a Lucrecia, ¿si  ella tenía la flor de lis, tendría también la carta que escribió para Margarita? Pero… ¿quien se la había hecho llegar? ¿Por qué no se la había entregado a Margarita?

El cielo se había cubierto de nubes. Un estruendo  rompió la conversación.

—Creo que debemos irnos, empieza a chispear y tengo que llegar  a casa de Marta o pensará que me ha pasado algo.

Él estaba ensimismado pensando en lo que había acabado de escuchar de boca de Margarita, ella extrañada le miró.

—Águila, te pasa algo.

— ¡He! sí, sí, disculpa— contestó con rapidez— estaba pensando en el destino, que nos marca un camino a veces difícil de entender. Pero tienes razón— dijo a la vez que se incorporaba—, te he entretenido mucho, vamos  te llevo.

—No, no importa, no te preocupes, puedo sola— respondió sacudiéndose la falda.

Pero antes de que continuara hablando ya iba en brazos del héroe de la villa, que la dejó sobre su caballo e  inmediatamente empezaron a galopar. Llegaron hasta la puerta de Marta. Una tenue luz asomaba desde el interior, el Águila desmontó del caballo ayudando a Margarita a bajar también, ella ya en el suelo le sonrió.

—Gracias por tu tiempo.

—Ha sido un placer Margarita.

—¿Volveré a verte alguna vez?

—Cuando quieras verme o necesites hablar conmigo, cuelga un trapo rojo en una de las ventanas de palacio y yo vendré al lago — de un salto subió al caballo, agarró con fuerza las riendas su corcel blanco levantándolo a dos patas frente a ella  y partió velozmente perdiéndose en el horizonte.

  




CAP-5 LA MENTIRA DE CRISTINA


—Por Dios amo, me tenía usted preocupado. ¿Cómo está la señora?

—Sátur, baja la voz—le reprendió el maestro que entraba a pasos agigantados— ¿Y Alonso?

—El niño ya duerme, y menuda una que me ha liao. Quería hablar con usted de su tía y ná, he tenido que inventar no se qué cosa para que dejara de preguntarme por usted.

—Está bien Sátur, está bien.

Gonzalo se dirigió hacia el estante cogió  un vaso y se sirvió agua.

—Pero me va a contestar o va hacer como siempre, escurrir el bulto.

El maestro le miró con desagrado, Margarita también le había dicho que siempre dejaba pasar el tiempo esperando que se arreglara todo sin intervenir.

—Amo, perdóneme usted pero no me mire así. Es que siempre que le hablo de su cuñá me sale por la tangente.

—Está bien, Sátur, Margarita está bien.

— ¡Así que la ha visto!, que pájaro es usted — le giñó un ojo.

Él movió la cabeza a ambos lados en señal de  reprobación y se dirigió a su habitación con el vaso en la mano. Sátur iba tras él.

—Bueno, es que no me va a explicar ná, ¿qué le ha dicho la señora?, si no es mucha indiscreción y tiene a bien contármelo.

Gonzalo le volvió a mirar.

—Ahora no, Sátur, ahora tengo que pensar.

— ¿Pensar?, ¿pero pensar en qué?

—Ya, Sátur, mañana te cuento.

—Bueno pues como veo que no le voy a sacar ná de la cuestión yo si tengo que contarle.

Gonzalo se había sentado junto a su mesa de trabajo y ya no escuchaba a Sátur, solo  pensaba  en lo que le había contado Margarita, y en cómo iba a arreglar aquella situación en la que estaban envueltos;  lo que más le dolía era que le habían manipulado como a un muñeco de trapo jugando con sus sentimientos y su futuro. Recordaba a Margarita, no se podía sacar de la cabeza aquella imagen que minutos antes contempló,  veía esos hermosos ojos llenos de dolor, derramando lágrimas y más lágrimas por su culpa. Por no escucharla, por haber sido tan irreflexivo e impetuoso. Se maldijo por ello y cerró con fuerza su mano casi hasta sangrar. Cuánto dolor se hubiera evitado tan solo con escuchar sus ruegos. Eso que ahora él mismo aconsejaba  y hacía con asiduidad, escuchar, escuchar dentro de sí mismo   y analizar, comprobar y saber, meditar y medir las consecuencias antes de actuar.  De pronto su puño cerrado dio un soberano golpe sobre la  mesa. Sátur que se encontraba  hablando junto a él se sorprendió.

—Por Dios Santo amo, que susto me ha dado ¿Qué le pasa? ¿Por que da esos porrazos? , si no quiere no le cuento ná y me voy al jergón que no estoy pá broncas a estas horas de la noche, mañana le cuento— Y con paso ligero se dirigió hacia la puerta. Gonzalo no le escuchaba, estaba fuera de sí, murmuró.

—Tengo que averiguarlo. Tengo que saber la verdad. Voy a ir a verla.

Sátur al oír la voz del maestro se detuvo.

— ¿Cómo?... ¿A verla?, pero vamos a ver, ¡es que no me ha dicho usted que ya la ha visto! Este hombre que no sabe si está o no está. ¿A quién quiere ir a ver a estas horas de la noche?

—A Lucrecia. Prepara los caballos—dijo alzándose de la silla y dirigiéndose hacia la salida.

—Pero hombre de Dios, como va a ir a estas horas a palacio, si estará tó Dios durmiendo—le barró el paso—. Además, si no recuerdo mal  Catalina dijo el otro día, que la señora Marquesa andaba en Salamanca. ¿A dónde quiere usted ir? ¿A Salamanca?

Gonzalo le miró con los ojos humedecidos de la rabia y el dolor. Sátur inmediatamente cogió a Gonzalo por los brazos y le empujó hacia la cama, rápidamente  se sentó junto a él.

—Amo, ¿qué sucede?, ¿porque está usted así?

—Sátur,…toda mi vida ha sido un error, toda mi vida es una mentira, nada es lo que parece, ni mis padres son mis padres, ni nada es verdad.

—Pero… porque dice eso amo, me está asustando, nunca le he visto así. Bueno si, cuando me habló de la muerte de sus padres…, los de antes…, claro, porque los de ahora no los conoce,  — se santiguo—Dios los tenga en su Gloria. ¿Pero, que le ha dicho Margarita para que usted venga así?

Gonzalo le volvió a mirar, quería saber la verdad de lo ocurrido, se sentía hundido,  y ahora podía desahogar su dolor, ya no estaba junto a ella, ya no hacía falta fingir, de un tiempo a esta parte Sátur se había convertido en su confidente, sabía lo que pensaba y lo que sentía sin apenas decirle nada, Gonzalo con su fiel escudero se mostraba tal y como era, Sátur se había ganado su confianza con creces y a él no le podía engañar.

— ¡Le he hecho tanto daño! —musito y ahora tengo que descubrir la verdad. Se lo debo.

— ¿Daño?, ¿a quién ha hecho usted daño?, si es incapaz de matar a una mosca —esbozó una sonrisa pícara—. Bueno, cuando es maestro claro, porque cuando se vuelve pájaro…

Gonzalo continuó.

—Sátur, sin saberlo he destrozado la vida de Margarita —miró al suelo afligido—y la mía. Ella nunca recibió mi carta.

— ¿Su carta? Pero la carta no era para su difunta esposa— volvió a persignarse.

—Esa carta no, la primera carta que escribí para ella, al poco tiempo de marchar, después del duelo con el noble.

—Y si no es mucho preguntar—se acercó curioso— ¿qué es lo que le decía en la carta?

Cerrando los ojos y dejando escapar en silencio su llanto Gonzalo contestó.

—Que la quería desde que era un niño y  que jamás podría olvidarla, que me dijera que sentía lo mismo que yo. Que si ella me decía que aún me amaba y que estaba equivocado, la perdonaría en ese mismo  instante, y le envié  nuestra prenda de amor junto a la carta— Gonzalo se quedó en silencio abatido, frotándose las mejillas con la mano para secar su llanto.

— ¿Entonces?—observó Sátur—¡ usted a quien quería de verdad …era a Margarita! ¡Si ya lo sabía yo!, que eso se nota, lo noté ná más llegar la señora. Amo, ¡si usted todavía la quiere…! —Sátur se quedó un instante pensando— ¿Pero amo, ella nunca le contestó? Es de todos  conocido, que la señora nunca le ha dejado de querer, ¿pero, no le dijo que le quería también?

Gonzalo contestó alterado, levantando la voz.

— ¿Te crees que si me hubiera dicho eso, yo me habría casado?— Gonzalo había contestado con rabia, y con el corazón, sin medir las palabras. Sátur le miró de soslayo, y arqueó las cejas , sorprendido por aquella revelación.

— ¡Hay madre!—masculló— que esto es peor de lo que me imaginaba.

—Si ella me hubiera contestado, todo habría sido diferente. Pero ella nunca recibió la carta.

— ¿Cómo?, ¡hijos de mala madre!—musitó mordiéndose el labio inferior—Entonces, ¿la señora nunca supo que usted la amaba? Y por eso nunca le dijo… Pobre señora, ¿no?...—hubo otro silencio— Pero amo y si tanto la quería. ¿Por qué no la buscó? ¿Por qué no fue tras ella?

—Porque cuando volví a la villa,  me dijeron que se había ido a Sevilla, y al no recibir respuesta comprendí que ya no me amaba y me enrolé  en el ejército hacia Flandes.

—Pero eso fue… ¿antes… o después de  Agustín y los chinos?, porque lo de usted es un no parar.

—Después, Sátur después. Cuando volví la primera vez me encontré con mis padres muertos,  y que Margarita se había ido.

—Entonces fue cuando se hizo el “irakiri” ese del que le salvó Agustín—Gonzalo le miró  de golpe—Y no me mire así amo,  que se lo oí comentar con el monje, ya sabe que por naturaleza soy curioso. ¿Y por qué hizo eso amo?¿ Por qué se quería matar?

—Estaba desesperado, entiendes, mis padres muertos y  sin ella…¿Cómo iba a sobrevivir sin Margarita?, por eso me enrolé hacia la guerra de Flandes, buscaba la muerte, pero escapé…

—No me diga más…no me diga más que yo ya se me lo que viene a continuación. Cuando escapó se enroló en un barco que resultó ser el de Richard Blake, donde conoció a la pirata, y ese barco le llevó a Barbados y de allí a la villa,… que sepa yo hasta ahora.  Amo, usted es un saco de sorpresas.

—Escapé solo por verla, no podía morir allí debía volver, debía hablar con ella.

—Haber, amo haber. Entonces soy yo el que no entiende nada.

Gonzalo le miró interrogándole.

—Se enroló a Flandes para morir, pero escapó de Flandes porqué no quería morir sin  volver a verla, y cuando llega… Y discúlpeme usted por lo que le voy a decir, con todos mis respetos pero es que no lo entiendo, se casa con la hermana ¿Por qué se casó con ella amo?

En el rostro de Gonzalo un rictus de consternación afloró al tiempo que susurraba.

—Porque se había casado, Sátur, cuando volví me dijeron que Margarita se había casado, y me llené de odio hacia ella, había sufrido lo indecible por volver, venía dispuesto a perdonarla, a buscarla si ella todavía me estaba esperando, pero  cuando volví…— volvió a recordar y la rabia volvió a sus sentidos— ¡me mintieron! ¡Me mintieron Sátur! Y yo me lo creí.

Sátur se llevó su mano a la boca enmudeciendo sus palabras.

— ¡Hay Dios!, ¡le mintieron!… —hubo un silencio—amo… discúlpeme otra vez, pero… ¿quien le dijo a usted que Margarita se había casado?

Gonzalo elevó su cabeza y recordó, recordaba muy  bien a  la persona que le había dicho que Margarita se había casado, pero no podía ser, ella no podía haberle engañado.

—Amo, le he hecho una pregunta, o ¿es que no recuerda quien fue?

—Sí, claro que lo recuerdo. Lo recuerdo como si fuera hoy.

El tono de su voz se asemejaba más a la voz del Águila que a la suya propia, sonaba grave y dura. Sátur continuó.

— Si bien, muy bien pero ¿puedo saber quien fue? O no me lo piensa decir.

Gonzalo le miró con la incomprensión en su mirada.

— Pero… ¿Qué le pasa otra vez? ¿Por qué se queda así? Ido.

—Cristina, fue Cristina.

— ¿La difunta? Hay Dios— volvió a persignarse abriendo los ojos de par en par, ambos se quedaron en silencio, pensando en aquellos acontecimientos pasados. La curiosidad  de Sátur rompió el silencio.

—Amo, ya que estamos puestos, ¿puedo hacerle una última pregunta?

—Dime Sátur— contestó resignado.

—Usted antes ha dicho, que si la señora Margarita le hubiera dicho que le quería  no se habría casado con la hermana. —Gonzalo se arrepintió inmediatamente de haber dicho aquello— entonces  una duda que me salta a la mente. ¡La carta…!

— ¿Qué carta Sátur?

—La segunda carta, ya sabe… la de su declaración, esa carta… ¿para quién iba dirigida? Tengo curiosidad  y creo que ya lo sé, pero sáqueme de dudas por favor, amo.

Gonzalo se quedó mudo, pensando en el día que escribió la carta. 

—Esa carta la escribí para Margarita, a la vuelta de Barbados, pensaba dársela cuando llegara a la villa y la encontrara aunque hubiera tenido que ir a Sevilla, quería buscarla, y pasar con ella el resto de mis días. Pero cuando me enteré de su boda todo se me vino abajo. Quise romper la carta, pero no pude, la dejé para alimentar mi rencor  y  la guardé en lo más profundo del arcón, cuando la veía y la leía, más odio le tenía, y así fui alentando ese sentimiento que tan profundamente anidó en mi corazón. 

Cristina  venía a veces a ayudarme en las tareas de la casa, era buena, dulce, cariñosa. Un día  estaba recogiendo mis cosas y la encontró. La carta no estaba terminada, así que cuando la encontré fuera de su lugar supe que la había leído— Sátur le miró con desconcierto— Si, Sátur no me mires así, obré mal,  tiempo después aproveche aquel escrito para entregársela a ella. Por eso cuando tu se la hiciste llegar a Margarita…

—Claro amo, le entiendo. En realidad usted buscaba en su esposa lo que no pudo conseguir con Margarita. Usted quería a la señora y se quedó con su hermana. Al fin y al cabo eran sangre de la misma sangre y seguía de alguna manera unido a ella.

—No lo digas así, yo la quise— replicó

—Sí, claro, no diré que no, pero como quiere que se lo diga… No hay  otra manera, usted la quiso porque no había otra cosa, y no me diga que no— Gonzalo le lanzó una mirada de reproche—porque bien me ha dicho que si Margarita le hubiera contestado o no le hubieran mentido no se habría casado con su esposa. La hermana de la señora. Ya sabemos que en el matrimonio no tienen por qué ser pasión. Esa pasión que nos pellizca en lo más hondo. Con amor ya vale, pero amor también se lo tenemos a los familiares, a los amigos, incluso a los vecinos.

— ¡Basta ya, Sátur! Yo amaba a Cristina. Fue una buena esposa, y una amorosa madre.

—Si basta, basta… Y  yo no digo que no quisiera a la difunta, pero ¿y la pasión?, esa que nos vuelve locos, la que bulle la sangre y anima los bajos instintos, ya sabe usted que le digo, no hablo de obligación, hablo de pasión. ¿Dónde estaba?, pues  ya se lo digo yo… volando pá Sevilla— Gonzalo le lanzó una mirada de reproche.

— ¿Qué sabrás tu de mi matrimonio?

—Saber,  sabré lo mismo que sabía  que iba a ocurrir con el matrimonio de la señora con el doctorcito.  Ella iba a casarse con él porque usted se empecinó en no decirle ná. Si usted hubiera hablado con ella, o le hubiera dicho que la pirata era una amiga, y muchas cosas más. Margarita no se hubiera comprometido con Juan. Ella necesitaba estar con alguien, estaba falta de cariño y buscaba  la felicidad que usted le negaba cada vez que ella se le acercaba, usted no se decidía y dejaba pasar el tiempo, pero amo, ustedes dos están hechos el uno para el otro y todavía les queda mucho por vivir. Lo que pasa, es  que el destino les ha jugao una mala pasada. Y Dios no ha estado donde tenía que estar.

—No metas a Dios es esto, él no tienen nada que ver, somos los hombres los que hacemos y deshacemos a nuestro antojo.

—Eso, eso. Usted, niegue, niegue la evidencia. Quizá por eso le ha tratado  tan mal, porque reniega de él a cada paso que da.

—Sátur, ¿de verdad  que tú crees que Dios hizo que me mintieran con la boda de Margarita, como castigo?

—No, amo, claro que no. Eso fue por una cochinada que salió de la  boca de su difunta esposa… a saber por qué.

Ambos se quedaron de nuevo en silencio, Gonzalo le miró con enojo y Sátur le miró pidiéndole disculpas.

— ¿Has terminado? — se enojó.

—Pues no señor, y le pido perdón por lo que le he dicho, pero es la pura verdad y aunque le duela porque ella compartió su vida, y es la madre de su hijo, no me diga que no le gustaría saber… ¿Por qué hizo eso su mujer?


—Eso es lo que trataré de averiguar Sátur. ¿Por qué Cristina me mintió?



                                               CAP-6  EL ACCIDENTE



Durante toda la noche Margarita estuvo pensando en la conversación que había mantenido con el héroe de la villa. No llegaba a entender como podía haberle explicado todos aquellos secretos, sentimientos y vivencias tan guardados en su recuerdo. Por no contar, no se los había contado ni a Catalina. Aquel personaje le transmitía tanta paz, tanta protección y a la vez tanta curiosidad. Él había dicho que era un hombre, y era obvio, pero ella hasta ese momento, nunca había prestado atención a aquella apreciación que parecía carente de importancia. ¿Quién sería el héroe de la villa?, se preguntó, sacudió la cabeza para sacarse aquella pregunta de su interior, se arrebujó entre las sábanas y se dispuso a dormir, no sin antes pensar en Gonzalo.
Los golpes apresurados contra su puerta la hicieron despertar sobresaltada.

— ¿Que pasa?

—Margarita vamos tarde. Me dijiste que hoy vendrías a palacio.

—Disculpa Marta me he dormido. Esta noche no he descansado bien y ahora se me han pegado las sábanas.

—Pues date prisa que antes de irnos a palacio tenemos que ir a por agua.

—Está bien, ahora mismo voy.

Se vistió con rapidez y salió junto a Marta a buscar el agua al rio. No llevarían ni cinco minutos andando cuando de repente se escuchó el galope de varios caballos y el crujir de un carruaje. Las dos mujeres tuvieron que dar un salto hacia el lado del camino por la velocidad que llevaba la comitiva. Unos metros delante de ellas, una mujer llevaba dos cantaros de agua, y fue arrollada por la carreta, sin ni tan siquiera parar para ver como se encontraba aquella mujer continuó su marcha hacia quien sabe donde.

—Por Dios santo Marta, la mujer, han atropellado a la mujer. ¡Vamos corre!

Ambas corrieron hacia ella, era una mujer de edad avanzada, estaba tendida boca abajo Margarita la asistió.

—Señora, señora, contésteme por favor. ¿Está usted bien?

Margarita le daba palmadas suaves en las mejillas, y Marta recogía el destrozo de sus tinajas. La mujer poco a poco fue abriendo los ojos.

— ¿Se encuentra bien?

—Si, joven, me encuentro bien. Gracias por recogerme.

—Esa gente… que porque tiene dinero nos trata como animales. Tendrían que tratarlos a ellos igual que nos hacen a nosotros—dijo enojada Margarita— todas estas personas adineradas son iguales, no tienen sentimientos, mira que ni pararse para ver como se encontraba.

—Muchacha, no te preocupes—comentó la mujer más recuperada— Y no todos los adinerados, son iguales.

Marta se acercó nerviosa

— ¿Viste quienes eran?

—Pues no, no me di cuenta de nada, solo tuve tiempo de apartarme— contestó Margarita ayudando a incorporarse a la mujer.

—Yo si— contestó Marta acercándose mucho más a ellas— yo conozco el carruaje.

—Y de quien es si puede saberse.

—Del inquisidor.

—Dios mio —dijo Margarita preocupada— nada menos que del inquisidor.

—Shhh, no digas nada más— inquirió la mujer— los arboles tienen oídos, y la inquisición y el poder los tentáculos muy largos.

Las dos jóvenes se miraron con turbación.

— ¿Porque dice eso señora?

—Porque lo se de buena tinta, —susurró— nunca te puedes esconder lo suficiente si la inquisición te persigue, si te señala porque has dicho o vas en contra de sus ideas. Debemos ir con cuidado, en lo que decimos, en lo que hacemos, incluso en lo que pensamos.

—Margarita— interrumpió Marta más nerviosa si cabía— debemos irnos, llegaremos tarde a palacio y ya ves hacia allí va el inquisidor, me imagino que la Marquesa ya está de vuelta y no quiero llegar tarde para no tener que aguantar sus impertinencias. Anda vamos por favor.

La mujer se sorprendió.

— ¿Trabajáis en palacio?

—Si, señora.

— ¿En el palacio real?

Sonrieron.

—No, señora, no. En el palacio de La Marquesa de Santillana cerca de la Villa.

—Pues id, no os entretengáis más por mí.

— ¿Seguro que ya se encuentra bien?—volvió a preguntar Margarita.

—Si, y gracias por todo — respondió.

Al dejar a la mujer sola frente a ellas, esta se tambaleó.

— ¡Señora!—gritó Margarita evitando que su castigado cuerpo cayera de nuevo al camino— Marta no la podemos dejar aquí.

—Tan solo ha sido un vahído— interrumpió con voz trémula.

—Nada, le acompaño a su casa. ¡Marta vete tú a palacio!

—Pero Margarita si no vas, la Marquesa…

—Dile a Cata que yo iré más tarde que le dé una excusa, que invente algo. Además no creo que la Marquesa me encuentre a faltar. Y descuida que después a la tarde cuando volvamos de palacio, ya iremos a por agua.

—Está bien como quieras. Con Dios.

—Con Dios.

Margarita cargó en su costado el peso de la mujer que a duras penas andaba, y se encamino hacia su morada.

—Vive usted muy lejos.

—No, estoy en una cabaña aquí al lado del rio.

—Y, ¿está usted sola? ¿Tiene familia?

—Estoy sola, pero tengo tres hijos.

— ¿Viven con usted?

—No.

La respuesta fue tan contundente como el silencio que acompañó a las dos mujeres hasta la cabaña. Al llegar al lugar Margarita lo reconoció enseguida. Era la antigua casa de la madre de Matilde, la niña que vivió algunos meses con Inés y Cipri en la Villa. La pregunta era esencial.

— ¿Conoce a la mujer que vivía aquí antes de que llegara usted?

—No, hija no. La encontré por casualidad. Yo me hospedaba en la villa, en una mísera pensión, pero me quedé sin maravedís, y me echaron de allí, así que tuve que buscar otro lugar. Por suerte encontré esta cabaña.

—Pues aquí corre peligro— le dijo agitada— Aquí vivía una mujer que fue condenada a la hoguera por la inquisición, la acusaron de brujería, y la pobre tan solo conocía las hierbas y su poder curativo. Debe de tener cuidado con permanecer mucho tiempo aquí, ya que ahora no es un lugar seguro.

—Lo tendré jovencita, lo tendré, aunque te tengo que decir que de peores lugares he salido—la mujer le palmeo la mano que tenía Margarita apoyada en su brazo.

— Se le ve muy fuerte a pesar de su edad.

—Soy muy fuerte. He tenido que arreglármelas sola durante mucho tiempo. Pero he aprendido mucho en mi soledad. He aprendido que las personas no son lo que aparentan, que las cosas no son como parecen ser, que no debes de fiarte de nadie pues el más cercano al que más ames, te traicionará. Tan solo los recuerdos, la venganza y la paciencia, han sido mi sostén para salir del agujero al que estaba sujeta mi vida.

— ¿la venganza, la paciencia?, ¿ha estado esperando algo?

—He estado esperando a que pasara el tiempo y pudiera de nuevo volver a vivir, he vuelto a renacer, he salido de la tumba en la que he permanecido durante treinta largos años. Y ahora tengo que seguir. Debo vengarme.

La mirada de aquella mujer le dejó la sangre helada, hablaba con tanta fuerza como la presión que ejercía su mano sobre la de Margarita. Esta se dio cuenta de que estaba con una mujer a la que no conocía, y en un lugar del bosque donde nadie sabia que se encontraba, miró a su alrededor y sintió miedo.

—Señora, ¿Por qué ha dicho eso de la tumba y de su venganza?, me está asustando, y me está haciendo daño.

La mujer miró hacia su mano y dejó de presionar a Margarita.
—Disculpa jovencita no era mi intención. No me hagas caso, son cosas de la edad.

Margarita cambió de tema. Se sentía incómoda y quería salir de allí.

— Señora ¿y sus hijos?, ¿viven por aquí cerca? ¿Quiere que vaya a buscarles?

—Mis hijos… —La mujer se sentó en una banqueta cerca de la entrada y respondió con desánimo—No sé donde están. Ni que aspecto tienen, ni si viven todavía.

— ¿Que no sabe donde están sus hijos, ni si están vivos? ¿Ni el aspecto que tienen?

—Sí, aunque te parezca extraño, no lo sé, por desgracia los perdí cuando eran unos niños.

— ¿Los perdió? Discúlpeme señora pero a tres niños no se pierden sin más, si usted me ha dicho antes que ha estado encerrada durante treinta años. ¿No será que…se los quitaron? Puede confiar en mí.

La mujer la miró con los ojos llenos de tristeza. Margarita comprendió su silencio.

—Dios mío cuanto habrá sufrido. ¿Porque no se viene usted conmigo a casa de Marta? Luego, si usted quiere, yo misma le puedo ayudar a buscar a sus hijos.

La mujer la miró con gratitud, y observó la mirada noble de Margarita, ella le hablaba con dulzura.

—Señora. ¿Por qué me mira así?

—Hace tanto tiempo que nadie me hablaba como tú lo has hecho, que nadie se preocupaba por mí de esta manera tan desinteresada. Te lo agradezco de corazón. Pero no puedo aceptarlo. Debo encontrar algo muy importante que me robaron hace algunos días en la villa, es muy importante que lo recupere y que nadie lo encuentre.

Margarita miraba a la mujer, no podía dejar de pensar en su madre, en lo que le hubiera gustado tenerla junto a ella en aquellos momentos, pero por desgracia murió poco tiempo después de que su padre lo hiciera, por una maldita gripe. Margarita también había estado sola mucho tiempo, y no encerrada en una tumba como comentaba la mujer, pero encerrada en su corazón viviendo una vida vacía, sin familia, sin amor, al igual que ella. Sintió lástima por aquella pobre mujer, la cogió con ambas manos y la levantó de la banqueta animándola a seguirla.

—Pues ahora lo que vamos a hacer es ir a casa de Marta, le preparo unas gachas y luego vamos a buscar eso que le han robado, pero primero tiene que recuperarse, piense que ha recibido un gran golpe. Mañana ya vendré yo a buscar sus cosas, pero ahora nos vamos.

La mujer no dejaba de mirarla, con su mano trémula le acarició el rostro, y le sonrió.

— ¿Como te llamas muchacha?

—Margarita, Margarita Hernando.

—Yo me llamo Laura, Laura de Montingnac.

— ¡Es usted extranjera¡

—Sí, Soy francesa, “ma cherè demoiselle” ¹, soy francesa. Pero recuerda que debes llamarme Laura sin más, — le susurró—, nadie puede saber mi apellido, ¿me prometes guardar el secreto?

—Se lo prometo señora, ya le he dicho que puede confiar en mí.

Le guardaré su secreto y todos los que usted quiera.

—Muy bien, Margarita, muchas gracias. Cuando todo esto haya pasado te compensaré con creces.

Margarita asintió, pero dudaba de la cordura de aquella mujer, hablaba de unos hijos que no conocía, de una tumba, y ahora de una compensación. Como la iba a compensarla con creces si era una mendiga. De todas maneras estuviera cuerda o no, no podía dejarla allí. Le apenaba el pensar que en su estado y después del accidente tenía que dejarla sola a su suerte, por eso prefirió llevarle la corriente y llevarla a casa.

—Bueno pues cuando todo pase, yo se lo recordaré, descuide.
Caminaron durante un rato hasta llegar a casa de Marta.

Margarita la instaló, le ayudó a asearse, le ofreció ropa de la difunta madre de Marta que todavía guardaba en el arcón, le dio de comer las migas que le prometió y estuvo con ella durante todo la mañana, después de recoger se dispuso a salir para ir a palacio. Cuando iba a salir dio media vuelta y le preguntó.

—Laura ¿Qué es lo que me dijo que quería ir a buscar a la villa? ¿Qué le robaron?

—No te lo he dicho hija. Ven, acércate—bisbiseo la mujer.

Ella obedeció sin decir palabra y se acercó curiosa.

—Tengo que encontrar…—Laura miró de un lado al otro, temiendo que alguien la escuchara —, una copa.

— ¿Una copa?—preguntó extrañada.

—Shhh. sí, es una copa de madera, vieja, con unos grabados como el de las olas del mar—Laura dibujó en el aire unas líneas onduladas. Margarita escuchaba asombrada sus explicaciones.

— ¿Pero una copa es tan importante para usted?

La mujer, volvió a mirar a todos lados.

—Esa copa es muy peligrosa—silencio—, no se puede usar. Nadie puede beber de ella, solo los de sangre real, pero no los reyes mortales, es otro tipo de realeza, una realeza superior, divina.

Margarita escuchaba como si se tratara de una fábula, como podía hablar de realeza inmortal, divina. Al ver la expresión de la muchacha Laura le explicó.

—Es cierto, debes creerme. Es una copa que pertenece a mis antepasados, la tengo que proteger con mi vida si es necesario, y tengo que encontrarla porque si alguien la encuentra antes que yo, si cae en malas manos, puede hacer mucho daño, tiene un grandísimo poder. Todo lo que se vierte en ella se trasforma en veneno.

De pronto varias imágenes se amontonaron en su mente.

No podía ser, era una solemne tontería, pero…

— ¿Cómo dice? Una copa que envenena.

—Sí, no te asustes Margarita. Debemos encontrarla lo antes posible, si alguien bebe de esa copa, morirá. De verdad Margarita. Necesito que me creas.

A Margarita inmediatamente le volvieron a venir las imágenes a la mente, y preguntó inquieta.

—Señora, por favor. Que síntomas tiene ese veneno que produce la copa.

—Es un veneno letal. Empieza con unos dolores estomacales muy fuertes y va entumeciendo los músculos lentamente, empieza por las manos, no las puedes mover, las paraliza, hasta que llega al corazón y lo detiene.

Un suspiro de angustia salió del pecho de Margarita, en aquel momento recordó el día que ella estuvo a punto de morir, esos eran sus síntomas. Se sentó junto a la mujer y se sujetó la frente a la vez que recordaba las palabras de Juan «la sopa está envenenada». ¿Cómo podía haber sucedido?,¿ cómo llegó la copa allí?. Cuando ella se recuperó todos intentaron buscar una explicación a lo que había sucedido, pero nadie dio con una explicación. Pero ahora todo era diferente, Margarita lo veía de otra manera, recordó que Alonso vertió con una copa de madera muy parecida a la que decía la mujer el agua en la sopa que ella luego probó, la sopa que la envenenó y que casi le quita la vida. Y empezó a ponerse nerviosa.



—Señora—dijo, levantándose de la silla y dirigiéndose a la mesa donde había dejado su toquilla. Creo que ya sé donde está la copa.

Laura de Montignac se irguió sobre su silla y la miró implorando una respuesta.

— ¿Donde?

—En mi casa. En la villa, tengo que ir a por ella, antes de que sea demasiado tarde.

Se cubrió sus hombros con el mantón. Laura la llamó.

— ¡Margarita¡

— ¿señora?

—Ten cuidado, y gracias. Eres muy valiente.

—Lo tendré, descuide. Usted no se mueva de aquí. Vuelvo enseguida.

Margarita salió por la puerta con celeridad, debía llegar lo antes posible a casa, no podía ni imaginar que Gonzalo, su sobrino o Sátur pudieran correr la misma suerte que había corrido ella, tiempo atrás. Se había olvidado de la traición, del dolor que sentía por lo que hizo Gonzalo. Solo quería protegerlos. Que no les ocurriera nada. El amor volvió a activar su corazón guiándola hasta la casa de su cuñado.

¹ ”mi querida jovencita”



                                   CAP 7- DUDAS



— ¡Que pasa, en esta casa que no hay nadie del servicio!—gritó con furia Lucrecia, entrando en la cocina como una exhalación—.Es que tengo que bajar hasta aquí para que acudáis a mi llamada. ¿Para eso os pago?, ¿para hacer yo las tareas?

Todos los criados y doncellas se pusieron firmes alrededor de la mesa de la cocina.

— ¡Señora!—se sorprendió Catalina dándose la vuelta y realizando una genuflexión—disculpe si no la hemos recibido, nadie nos dijo que volvía de Salamanca…

— ¡Nadie os tiene que decir nada! Vosotros tenéis que estar listos para cuando yo quiera. Sois mis criados, y me pertenecéis.

—Lucrecia miró a todos y a cada uno de los allí presentes con altanería—, pues venga, que estáis haciendo ahí como unos pasmarotes, ¿os he dicho que dejéis de trabajar? Que suba alguien enseguida y arreglar mis baúles.

—Vamos, vamos, ya habéis oído. A trabajar—Gritó Catalina palmeando ambas manos.

— ¡Catalina!

—Señora.

—Prepara una habitación, tenemos invitados.

—Como ordene la señora.

— ¡Ha! Y dile a Margarita que quiero verla en mi alcoba. Enseguida.

Catalina se quedó blanca, no sabía que decirle a la Marquesa.

—Señora, verá. Margarita estaba indispuesta, se ha tenido que ir a casa.

— ¿A casa?, ¿a casa de quien?—Lucrecia clavo sus ojos en los de la pobre Catalina que no sabía cómo reaccionar—, que yo sepa ya no vive con su cuñado. Y no está por la villa, ¿a casa de quien ha ido si puede saberse?

—A mi casa señora, está allí conmigo.

Lucrecia arqueó las cejas con desdén, no le gustaba nada la idea de que Margarita hubiera vuelto a la Villa, y menos frente a la casa de Gonzalo.

— ¿A tu casa? ¿Y quien le ha dado permiso para irse de palacio?
—Señora como usted no estaba…

— ¡Yo!, fui yo, la que le di el día libre.

Lucrecia volteó, y encontró frente a ella a la dulce e inocente Irene.

—¡Cómo no!, ¿y quien podía haber dado día libre a esa infeliz, si no otra infeliz? Dios las cría y ellas se juntan—se aproximó lentamente a Irene mientras le miraba fijamente a los ojos, — No sabía que ahora eras la dueña de mi palacio y andabas dando órdenes a mi servicio, ni tampoco creí que te llevaras tan bien con los plebeyos querida. Aunque mirándolo bien, no es de extrañar, siempre estás aquí metida— Su mano se movió con repugnancia—. No sé cómo no se te pega algo de todos ellos.

—Yo me llevo bien con todo el mundo Lucrecia, aun habiendo nacido noble, a diferencia de ti, que tratáis a todo el mundo con desprecio, parece que no recuerdes de donde procedes.

Lucrecia la miró con odio y displicencia. Irene había experimentado un cambio desde que Hernán tuvo el accidente, ahora se sentía fuerte y se lo iba a demostrar a cada paso, era la esposa de Hernán Mejías, el comisario de la Villa. Pero Lucrecia no lo iba a permitir, no iba a consentir que una mocosa la pusiera en evidencia frente a su servicio, ni frente a nadie, ella era la única dueña de su palacio, y así lo debía de entender.

—Eso de que naciste noble querida…habría que verse—dio media vuelta y se dirigió hacia las escaleras que la conducirían al salón.

— ¿Qué quieres decir con eso Lucrecia? — respondió altiva esperando una respuesta. Catalina la miró en silencio, sabía que Lucrecia era mucha mujer para aquella jovencita, y se la iba a comer al mínimo descuido.

—Pregúntale a tu tío, querida… o a las monjas…sí, mejor… pregúntales a las monjitas de donde saliste tú—se volvió a mirar de nuevo a Irene, esta vez con fuego en sus ojos— Nadie sabe de dónde has venido, ni quiénes fueron tus padres —Irene la miró con interrogación— ¿A caso no sabes que tu tío el Cardenal nunca tuvo hermanos niña? —Vio como Irene se quedaba en silencio, pensativa, se sintió triunfante, había vuelto a ganar, pero debía rematar su faena con una mortal estocada—¿Entonces? ¿Cómo vas a ser su sobrina?—Irene estaba petrificada junto a Catalina que todavía permanecía a su lado, miró a la malvada Lucrecia como subía despacio las escaleras mientras decía con burla— Hay Irene. Para ser una serpiente, primero tienes que dejar de ser un ratón.

En cuanto desapareció Catalina se dirigió a Irene.

—Señorita, no le haga caso. Ya sabe como es la Marquesa.

Irene permanecía inmóvil. Catalina intentó cambiar de conversación.

—¡Ha! Y por cierto, gracias por lo de Margarita.

—Gracias Catalina. Pero ¿Qué habrá querido decir con eso? Mis padres murieron, mi tío me lo dijo… —hubo otro silencio—pero, también es cierto que no he conocido hermano alguno de mi tío, ¿será cierto que no tiene hermanos? ¿Por qué no lo he pensado antes?¿ Y si realmente no es quien dice ser?¿Entonces…?

—Señorita Irene, siéntese por favor, y no piense más en eso—la acompañó hacia una silla mientras le servía un vaso de agua—.Tome esto señorita. ¿Quien se pone a cuestionar si su tío tiene o no hermanos? De toda la vida si a una le dicen que ese es su tío, es su tío y ya está—Irene continuaba sumida en sus pensamientos, miles de preguntas revoloteaban por su cabeza, Catalina se sentó junto a ella—La señora Marquesa es muy lista y lo ha dicho por despecho, lo que usted le ha dicho le ha dolido y mucho y claro ella…pues le ha lanzao su veneno. Pero no piense más y dígame que la trae por la cocina.

—Ahora no recuerdo bien lo que he venido a hacer Catalina. Tengo que ir a ver a mi tío.

—Señorita Irene, déjelo estar, que las cosas contra más se remueven…

— ¿Tu sabes algo Catalina?— Preguntó inquieta.

—Vamos a ver señorita. ¿Qué voy a saber yo que no sepa usted?
Irene se incorporó y se dirigió hacia las escaleras.

—Debo irme, voy a hablar con mi tío.

—Señorita Irene— pero Irene ya había subido velozmente las escaleras—vaya con Dios señorita y que Dios le proteja, porque si esta harpía ha dicho eso… por algo será—susurró.

Catalina volvió a sus quehaceres, en ese momento entró Marta por la puerta.

—¡Catalina!

—Ya era hora muchacha… Pensaba que ya no veníais, que os habíais ido a comer al campo. ¿Dónde está Margarita?, la marquesa la ha llamao, y he tenido que decirle que está en mi casa y que se ha marchado indispuesta.

—Gracias Catalina. Es que antes de venir a palacio, cuando íbamos a por agua…

—Marta apremia hija... que no tengo to el día.

—Pues que casi nos tira del camino una carroza.

— ¿Y?, ¿qué pasa con eso... ¿Te ha tiráo?, no, pues ala, a trabajar. Vaya excusa más tonta.

—Catalina, que lo que te quiero decir es que hemos visto el carruaje del inquisidor.

Catalina le tapó rápidamente la boca con su mano.

—Marta baja la voz, que la señora marquesa está en casa y bonica que ha venio. ¿Estás segura que es el carruaje del inquisidor?

—Sí, Catalina, era él, yo le he visto con mis propios ojos.

—Esa debe ser la visita que ha hecho mención la señora Marquesa.
Así que ya nos estamos subiendo el escote. Dios nos tenga confesáos — y se santiguo. ¿Y a todo eso Margarita?

—El carruaje del inqui…

—Sí, Marta dime…

—Han atropellado a una mujer que estaba a unos metros de nosotras y Margarita se ha quedado ayudándola.

Catalina volvió a santiguarse.

—Por Dios bendito ¿Y le ha pasado algo, a Margarita?

—No ella está bien, está con la mujer.

—Bueno gracias a Dios— se santiguo.

—Anda pues tira pa arriba, que la señora está que trina. Y sácale los trajes de los baules que ha traído del viaje. No sé yo pa que habrá vuelto aquí el inquisidor. Pa que habrá vuelto.

La puerta se abrió de golpe.

—¿Es que no sabéis picar antes de entrar?— gruño malhumorado el Cardenal Mendoza sin levantar la vista.

—Hola tío.

El Cardenal alzó los ojos de la cuartilla que estaba sobre la mesa sorprendido al oír aquella dulce voz.

— ¿Qué haces aquí Irene?

—Sentí añoranza y quise venir a verte. Hace mucho que no hablamos y hoy precisamente me siento un poco nostálgica.

El Cardenal se sintió alagado y se levantó de su butaca.

—Ven, acércate—ella obedeció, al llegar a su lado el Cardenal le besó en la frente—, siéntate aquí y dime lo que quieras decirme.
Irene le miró fijamente, quería estar pendiente de su reacción cuando le preguntara sobre sus padres, sobre su nacimiento, sobre su vida. Quería ver si encontraba dentro de él algún indicio de lo que le acababa de contar la Marquesa. El Cardenal se había sentado junto a ella, y le sujetaba una de sus manos en su regazo.

—Tío, ¿le puedo hacer una pregunta?

—Pues claro hija, ¿desde cuándo te he prohibido hacer preguntas?— Ella le sonrió dulcemente. La luz que penetraba por los grandes ventanales de su despacho, acariciaban el dulce rostro de Irene dándole un aspecto celestial. El Cardenal la miró con cariño, era tan pura, y tan bella como su madre—. Dime pues niña.

—Verás tío. Me gustaría saber algo más de mis padres. Como eran, como se llamaban, donde vivieron, si tuve hermanos, si....

El Cardenal no la dejó terminar de hablar y se levantó rápidamente.

— ¿A qué viene esa pregunta?

—No se enoje, tío. Tan solo me he acordado de ellos. Desde que perdí a mi hijo, me acuerdo mucho de mi madre. Me hubiera gustado conocerla, saber cómo era, que me decía de pequeña, si me cantaba alguna canción de cuna, si…

—Irene—se dirigió a ella, debía tranquilizarla, sabía que una mala respuesta la podría dejar más preocupada por saber quien fue su familia—Es cierto que te he tenido abandonada tras el fatal infortunio. Pero comprenderás que no soy mujer y no se me da muy bien esas cosas.

—Lo sé tío y no quiero que piense que le estoy reclamando mi atención, sé que hay cosas mucho más importantes y que usted es un hombre muy importante y no puede desatender sus obligaciones. Pero tan solo quiero saber…—El Cardenal la interrumpió de nuevo.

—Tus padres murieron cuando tú eras muy niña, eso ya lo sabes— Irene le miraba fijamente. El no tuvo más remedio que continuar. Se volvió a sentar junto a ella, y de nuevo le cogió las manos entre las suyas—. Yo estuve presente en el lecho de muerte de tu madre y fue entonces cuando me pidió que te llevara conmigo. Creo que siempre se lo agradeceré, porque me has hecho muy feliz, hija mía, y tu deberías hacerlo también.

— ¡Ho, si claro tío!, claro que se lo agradezco. Yo también he sido muy feliz con usted, pero dígame. ¿Quién era de su sangre, mi madre o mi padre? ¿Cómo era mi madre? ¿Tuve algún hermano?

Varios golpes en la puerta libraron al Cardenal a contestar las preguntas de Irene.

—Adelante—ordenó.

—Señor, tiene una visita muy importante.

—De quien se trata.

—Buenas tardes, Cardenal—La voz le resultó familiar y cuando miró tras su lacayo vio como hacía acto de presencia su viejo amigo el inquisidor.

— ¡Padrino¡—clamó Irene, acercándose de un salto para besarle la mano en señal de respeto y devoción.

—¿Os importuno con mi visita?

—De ninguna manera—dio media vuelta y extendiendo la mano hacia Irene le dijo—. Irene ya se iba. Querida, seguiremos en otra ocasión, ahora mismo tengo asuntos importantes que atender.

—No te preocupes tío, lo primero es lo primero—se acercó a ellos y con una reverencia saludó—Tío. Padrino.

—Con Dios Irene.

—Que Dios te bendiga hija.

Los dos hombres esperaron a que Irene franqueara la puerta y una vez solos el Cardenal fue quien rompió el silencio.

— ¿A qué debo el honor de vuestra visita?— dijo ofreciéndole asiento— Motivo de placer no parece ser—ironizó.

—Seguís con el mismo sarcasmo de siempre querido Cardenal. Como bien decís, no vengo por placer, vengo por motivos de trabajo. Por lo visto,tengo que hacer el trabajo de los que no lo saben hacer—El Cardenal le miró airado.

— ¿Acaso me estáis acusando de algo?

— ¿Acaso hay algo de lo que os tenga que acusar?

— ¿Entonces cual es el problema eminencia?

—El problema no. Los problemas, diría yo.

— ¿Los problemas? ¿De qué problemas me estáis hablando inquisidor?

— ¿Y sois vos quien me lo pregunta? Si tan seguro estáis de que no tenéis problema alguno, ¿podríais explicarme donde está el padre Alejandro?

El Cardenal le miró con sorpresa.

—No me mires así Cardenal ¿Cuando me ibais a decir que se os escapó? ¿Y que todavía tiene en sus manos el quinto evangelio?—el inquisidor se puso en pié mientras le gritaba ¿Sabéis lo que ocurriría si la gente descubriera ese maldito evangelio?

—No debéis alteraros, inquisidor. Estoy en ello, pronto tendrá noticias del padre Alejandro, que ya no es tan padre, yo mismo lo descomulgué. Así que descuide en cuanto tengamos al tal Alejandro, tendremos el evangelio.

—Otro lamentable error. El padre Alejandro no tiene el evangelio.
El Cardenal le miró molesto.

— ¿Quien ha dicho semejante estupidez?

—Uno de los hombres que mandasteis al convento para forzar al padre Alejandro a entregaros el evangelio matando a su madre y que se salvó milagrosamente. Él fue el que me comentó que el padre Alejandro entregó el libro al Águila Roja.

—Eso son habladurías para que no le matáramos a él por hacer mal su trabajo. En cuanto consigamos a Alejandro, confesará. Déjelo en mis manos.

— ¿Cómo os dejé el asunto de Laura de Montignac?

El Cardenal le miró de sopetón y contestó colérico.

—Lo de Laura fue diferente, estaba involucrado el Rey, y se nos escapó de las manos, y aún así todo salió a la perfección.

— ¿Todo?, ¿estás seguro de ello? ¿Realmente Laura y todos sus descendientes están muertos? Tengo ciertas dudas de ello, y por eso estoy también aquí. Esta vez voy a supervisarlo todo. Te doy dos días para que me entregues al hereje y al evangelio. Después hablaremos de Laura.

—Está bien, en dos días lo tendrá. Y… ¿A qué viene ahora remover el pasado? ¿Qué hay de nuevo para que volváis a interesaros por Laura de Montignac?

—Se han encontrado indicios de que Laura de Montignac sabía dónde estaba escondido el Santo Grial.

— ¿Y como habéis sabido semejante cosa?

—Sabéis que a mí no se me puede mentir. Así que torturamos a varios de los antiguos lacayos de los Montignac, se les acusó de herejía, pero en realidad íbamos tras la pista de un escrito que llegó a mis manos con información de relevante importancia que cambiaba el curso de las cosas. Fue fácil uno de los lacayos, un hombre de avanzada edad, cuando vio lo que le hacíamos a sus hijos confesó.

El Cardenal miró con desaprobación al inquisidor. Este continuó con una pérfida sonrisa.

—No me miréis así Cardenal, vos también habríais hecho lo mismo. No debemos olvidar, que según el escrito ellos son los descendientes directos de María Magdalena y por ello los guardianes del Santo Grial.

— ¿Cómo? ¿Eso decía el escrito? ¿Y os lo creéis?

— ¿Y por qué no? No pierdo nada por investigar esa pista. Ya tengo cierta edad y he decidido centrarme en esto último, además tengo todo el tiempo y el poder del mundo para ello.

—Discúlpeme excelencia, pero de ser cierto eso que dice, nunca podremos encontrarlo porque Laura murió y con ella se llevó su secreto. Yo mismo lo vi muerta con mis propios ojos.

—Nunca aprenderás Cardenal, la mayoría de las veces las cosas no son como las vemos. Debiste comprobarlo tú mismo con tu espada. Deberías hacer como yo. Interrogar e interrogar hasta sacar la verdad aunque sea con sangre. Según aquel anciano, les habían llegado noticias de que posiblemente Laura no estaba muerta, que estaba encerrada en algún lugar de España.

—Habladurías, chismes del pueblo.

El inquisidor prosiguió sin prestar atención al comentario del Cardenal.

—Por lo que deduzco, mi querido Mendoza, que si es así, posiblemente sus hijos tampoco estén muertos. Y hemos de exterminar a todos los Montignac. Así que he venido a buscar a Laura, a sus descendientes y el Santo Grial.




                                      CAP 8- EL SECRETO DE CRISTINA




Sátur seguía junto al maestro, los dos permanecían sumidos en sus pensamientos buscando una manera de averiguar el porqué de todo aquello. Pero siempre llegaban a la misma conclusión. Fuera lo que fuera que sucediera, se lo había llevado Cristina a la tumba. Sátur rompió el silencio.

—Amo, ¿cómo vamos a hacer para saber lo que su santa esposa pensaba y lo que pasó hace tanto tiempo, si además la persona que nos lo tendría que decir está muerta?

—No lo sé Sátur, no lo sé.

La derrota había arropado su voz. Sátur se frotaba el mentón sin parar, miraba a su amo y miraba de un lado al otro sin saber cómo podría ayudarle. El maestro siempre sabía qué hacer, siempre sabía que decir, encontraba cómo salir de los embrollos, hasta en los más difíciles momentos. Y ahora, estaba ahí tan apático.

—Amo, ¿no le explicaría la difunta a Catalina algo de lo sucedido? Ya sabe que las mujeres se lo cuentan tó.

—No lo creo Sátur. Catalina se enteró el mismo día que yo. Estábamos todos en la taberna de Cipri, cuando llegó Cristina con la noticia de que había recibido una carta de Margarita, y de que se había casado con un joven acaudalado. Cristina estaba muy contenta por haber recibido noticias suyas.

— ¡Claro que estaba contenta amo…! ¿Cómo no iba a estarlo?, si se lo había inventado todo— movió ambos brazos y dejó caer de canto una de sus manos sobre la otra—. De un plumazo se sacó del medio a su hermana y tenía vía libre pa enamorarlo a usted—Gonzalo levantó la vista y le miró con disgusto. Inmediatamente Sátur, bajó la mirada al suelo, sabía que había traspasado la raya, una cosa era que su amo le tratara como de la familia y otra que le dijera tan crudamente lo que pensaba. Gonzalo saltó inmediatamente en defensa de su difunta esposa.

— ¡No vuelvas nunca más, hablar así de Cristina! Hasta que no sepamos que pasó no quiero que tengas la menor duda de su honestidad, ni de su cariño hacia Margarita.

—Como quiera amo… pero las cosas son como son.

—Sátur, no creo que lo hiciera, quizá la engañaron a ella también —dijo buscando en sus palabras su deseo. Miró a Sátur que seguía fijo en su posición, observando como el maestro eludía lo evidente. Prosiguió

— Y si lo hizo fue por algo.

— ¡Sí, algo!, ya se puede imaginar usted por lo que fue.

El maestro volvió a mirarle indignado.

—Sátur. Me vas a obligar a que te eche de aquí.

—Pues perdóneme usted pero tengo que decir lo que siento. Yo puedo ser más objetivo que usted, ya que usted se negará a ver cosas que no le interesen ver, entiendo que por respetar la memoria de su difunta esposa no quiera entender... Pero lo que es… pues és— dijo meneando los brazos con su forma habitual.

—Sátur…. —vituperó el maestro.

—Pues, digo yo; si al menos, su señora esposa hubiera dejado escrito algo al respecto. Algunas memorias como hacen los escribanos con la nobleza o algo así, quizá…, sabríamos algo de ella y de lo que pasó. Si tan buena era y cometió alguna falta, tendría que haber dejado su conciencia tranquila escribiendo en algún lugar sus culpas—miro a Gonzalo—¿no?

A Gonzalo se le iluminó el rostro y le cambió el semblante.

— ¡Eso es¡—exclamó mientras se incorporaba de un salto—¡Eso es Sátur! 

— ¿Eso es? ¿El qué, es?, ya está corriendo de un lao pa otro como tigre enjaulao. ¿Me quiere decir lo que es y lo que está buscando?

Gonzalo se dirigió con rapidez hacia su plúteo y miró uno a uno todos sus libros. Sátur andaba tras el sin entender nada.

—Amo, ¿que buscamos entre los libros?, ¿alguna historia relacionada con lo que pasó?

— ¡Sátur, busco el diario de Cristina!; el que encontró Alonso por casualidad, quizá ahí pudo haber escrito algo sobre lo que ocurrió y el porqué dijo que Margarita se había casado.

—Amo, pero que cabeza tiene usted—se señaló la frente con una mano—. Como no se me pueden ocurrir a mi todas esas cosas. Mira tú que simple, el diario. Pues claro, ahí normalmente se apunta todo lo que se hace, se dice y se piensa… ¿no es así amo?
Gonzalo seguía buscando con la yema del dedo índice todos los libros uno por uno. No recordaba donde lo había dejado, nunca le había dado importancia, ya que siempre pensó que eran intimidades y nunca quiso ahondar en él. Quizá su sensibilidad, su sexto sentido o su intuición le habían hecho desistir de leer el diario para que no encontrara lo que no debía encontrar. 

—No está Sátur, estoy seguro que lo dejé ahí…, pero no está.

— ¿Y si el niño lo ha cogido para leer cosas de su madre? Quizá el chiquillo le ha dao añoranza.

—No, Alonso me lo habría dicho—de pronto recordó— ¡Espera!
Sátur se quedó inmóvil.

— ¡Pero si yo estoy esperao! Que no ve que no se qué hacer.

Gonzalo cruzó la habitación y se dirigió hacia el arcón. Lo abrió y buscó entra las ropas, y allí estaba, junto al vestido de novia, envuelto en un fino retal de tela de algodón blanco amarilleado por el paso de los años. Lo cogió y cerró la tapa. Se dirigió lentamente hacia la mesa, lo dejó con sumo cuidado sobre ella y se sentó en su silla. Sátur le imitó. Cogió una silla y se sentó en ella como si montara a su caballo, cruzó los brazos sobre el respaldo esperando que Gonzalo diera el siguiente paso. Debía de leer el diario de Cristina.

Gonzalo desanudó con delicadeza aquel paquete de tela y dejó al descubierto el manuscrito de su difunta mujer. El libro raido por el paso del tiempo había adquirido un color amarillento por el oxido de sus hojas y desprendió un suave olor a lignina.

—Amo. Va a tardar mucho usted en abrirlo. Por Dios amo, que ya es muy entrada la noche— replicaba.

Gonzalo le miró lentamente. Parecía no estar allí. Tenía temor. Por primera vez en su vida, temía saber. Sentimientos encontrados se mezclaban en su recuerdo, lo que había sido, era y podría haber sido su vida, todo podía aclararse en ese libro. Pero… ¿Y si lo que encontraba en él le hacía cambiar la imagen angelical de Cristina? 

—Amo, ¿va a abrirlo o no?

—Ya voy Sátur.

—Aunque tarde en leerlo, lo que está, ya está. Ya no puede hacer na. Solo saber, como usted me dice a mí, siempre es mejor saber que vivir en la inorancia.

—Se dice ignorancia, Sátur.

—Si usted lo dice—le miró y señaló el diario que permanecía en la mesa esperando ser observado—. Abra amo, ¡abra ya! Que me tiene en ascuas.

El maestro miró a Sátur respiró profundamente y se armó de valor, abrió el libro por una página cualquiera.

«….Padre nos ha castigado por marear y jugar con las gallinas…» 

«…Hoy hemos ido a lavar al río, Margarita iba cantando todo el camino, Gonzalo he ha hecho llegar una carta donde le dice cosas preciosas, se la ve tan feliz...» 




Gonzalo suspiró, recordó lo feliz que era con Margarita, lo bien que se sentían los dos, ajenos a todo lo que el destino tenía preparado para ellos.

—Amo, no se quede ido otra vez, y dígame por Dios, que dice. No me explica ná—el postillón cogió la silla y se sentó a su lado, Gonzalo siguió pasando páginas.

«…Hoy estoy contenta, Gonzalo le ha pedido a Margarita que sea su esposa. Padre aún no lo sabe y me han dicho que no diga nada. Se ven tan enamorados. A veces me pregunto si yo encontraré a alguien como Gonzalo….»

Continuó leyendo hojas sueltas, pasaba las páginas con ansiedad por encontrar algo que le diera una explicación.

«… Hoy Margarita se ha escapado como cada noche para encontrarse con Gonzalo y les he seguido hasta el lago. Han estado hablando durante mucho rato, abrazados y tumbados sobre la cálida hierba mirando las estrellas, el acariciaba sus cabellos y ella le miraba con amor, se han dado un largo beso….Como me gustaría ser Margarita. Gonzalo la quiere tanto… ¡Ojalá pueda tener un novio como Gonzalo!»

Gonzalo recordó aquellos días. Cerró el diario, no podía continuar. Se incorporó de la silla y dio varios pasos por la alcoba.

—Amo, porque cierra el libro ese. Ahora que se estaba poniendo interesante.

Gonzalo le miró súbitamente. Señalando el libro y dijo con rabia.

— ¡Ahí no vamos a encontrar nada!

— ¿Cómo que nada?—Sátur se levantó de su silla y se sentó en la que había ocupado Gonzalo. Abrió el diario y continuó por donde se había quedado el maestro—Aquí queda claro algo que usted y perdóneme no quiere ni ver.

—Sátur no empieces ¿Qué queda tan claro?

—Pues verá, tendríamos que seguir leyendo un poco más para comprobar, verdad, pero hasta ahora, cada vez que su esposa—se santiguo—Dios la tenga en la gloria, escribía una frase, le mentaba a usted—Gonzalo le miró

— ¿Y qué? 

— ¿Cómo que y qué?, Usted será mu listo pa unas cosas pera pa otras…— hizo una mueca—. Pa las mujeres amo es un desastre, y perdóneme pero…. ¿Es que no se da cuenta? Su mujer quería ser su cuñá. Estaba enamorá de usted. Pero claro…, estaba su hermana.

Gonzalo cerró de un manotazo el diario que tenía en las manos su fiel postillón.

—¡Pues ya!, ¿ya te has despachado a gusto verdad?

—Pues sí, me he despacháo, pero no me niegue lo que hemos leido—Gonzalo con el ceño fruncido le volvió a mirar— y no me mire usted así, está bien, de acuerdo, si usted no quiere ver, pues ala, quédese ciego. Yo ya he visto un poco de luz en to este entuerto.

—Por favor Sátur, ¡basta ya! Anda ve a preparar los caballos tenemos trabajo—dijo envolviendo el libro en el trozo de tela.

— ¿Ahora?—protestó el postillón— ¿Dejando a la difunta encima de la mesa?

— ¡Sátur!

—Está bien, está bien… ya voy pero esto no lo puede dejar así. Es muy grave y puede que ahí esté la llave de su felicidad, la de su hijo y la de su cuñá Margarita.

—Anda por favor—levantó la mano indicándole la salida de la alcoba—. Date prisa hemos de ir al puente de Briñas.

— ¿Otra vez ahí, amo?

—Sí, allí encontraste la cruz de mi madre, ¿no? Pues tenemos que volver a ver si encontramos alguna pista más. O quizá si la perdió allí, haya vuelto a buscarla.

—Pero… y si lo dejamos pá mañana…, estoy mu cansao y… —Saturno se dio la vuelta y Gonzalo ya no se encontraba en la habitación.—Pues ná, Saturno, pal puente de Briñas.

— ¡Buenos días Sátur!—Gritó Alonso al cerrar tras de sí la puerta de su habitación.

—Buenos días Alonsillo, ¿que animado te veo hoy?

—Sí, ya estoy más tranquilo, he soñado con que mi tía Margarita regresa a vivir con nosotros. Y tengo un hambre que me muero—dijo sentándose en la mesa para almorzar.

—Pues claro Alonsillo, como hablaste ayer con ella, se te ha abierto el apetito.

—Pues será eso.

—Pues ala, toma unas gachas que me han quedáo de vicio—Sátur, sirvió al muchacho.

— ¿Y mi padre?

—Pues no sé, se ha levantado temprano, no sé dónde ha ido. Pero tú a comer y después a remover la paja del establo.

— ¡Pero si es domingo!

— ¿Y qué pasa los domingos?, No se come y se hace lo mismo que los otros días, pues ya. Almorzar y al pajar.

—Está bien— dijo con resignación— pero después tengo que ir a casa de Murillo.

—Bueno, eso será cuando termines las tareas de la casa.

—¡Uf, Sátur pareces mi padre!

— ¡Sshhhh! Chitón. Y a comer.

Alonso terminó de almorzar y se fue a arreglar el pajar. Sátur no sabía donde había ido Gonzalo. Estaba preocupado.

— ¿Dónde estará este hombre?—se dirigió a su habitación. Una vez allí la curiosidad hizo presa de su razón, y se acercó al arcón donde sabía que Gonzalo había guardado el libro de la difunta. Una vez frente a él, empezó hablar para sus adentros.

—Saturno, no debes—movió la cabeza repetidas veces—. Pero si es solo un momentillo de ná. Que no, que no está bien que leas esas cosas, deja que tu amo se encargue de eso. Bueno Saturno tienes razón, me voy— no había dado ni dos pasos cuando se dio la vuelta rápidamente—. Pues yo no estoy hecho pa esto, soy curioso por naturaleza así que ahora no voy a hacer una excepción, no creo que le sepa mal a mi amo que lea algo del libro, a lo mejor yo encuentro algo que él no pueda o no quiera ver; vamos Saturno que no tenemos todo el día— se agachó sobre el arcón y lo abrió, buscó entre la ropa, pero no encontró nada.

—No hay na de ná—se incorporó cerró el arcón y se sentó sobre él—Se lo ha llevao. Se ha ido pa leerlo. Ya sé dónde ha ido el amo. Ya lo sé.

Todavía no había amanecido, Gonzalo contemplaba el alba desde su rincón. Donde años atrás estuvo con Margarita tantas y tantas noches. Se sentía roto, derrotado por los últimos acontecimientos. La suave luz del amanecer, el trinar de los pájaros revoloteando entre las ramas de los árboles que le daban cobijo, el olor a hierba mojada del rocío le llenó de sensaciones. Unas sensaciones que no sentía desde hacía muchos años. Miró hacia sus manos, en ellas llevaba el diario de Cristina. No había tenido el valor de seguir leyendo, tenía temor a que lo único que creía bueno, lo único que creía noble y puro en su vida se viera truncado, marcado por la mentira.
Abrió el diario y continuó leyendo. Hasta que lo encontró. Asió el libro con las dos manos y se lo aproximó a sus atribulados ojos.

«… Margarita me ha contado que Lucrecia ha preparado un encuentro con un noble que está prendado de ella, para darle celos a Gonzalo. A Margarita no le hacía mucha gracia pero al final cedió. Lucrecia nos ha dicho que es mejor que Gonzalo encele y así estará más por ella. Últimamente está muy apegado a un monje que va con él y todo el día está con la espada… yo creo que Lucrecia está enamorada de Gonzalo….»

Pasó páginas y páginas.

«…Hoy a sucedido algo terrible. Gonzalo ha matado a un noble y Margarita le ha dicho que tiene que huir de la villa, incluso de las Españas para que no le ejecuten. Ella lo prefiere a que se quede. No voy a volver a verle nunca más. Nunca voy a perdonar a Margarita por ello. Nunca la voy a perdonar...»

Gonzalo cerró con tristeza el libro, quedando sus dedos presos de él, como si el mismo libro no le dejara escapar de aquella realidad. El corazón le latía con fuerza, empezó a transpirar. Comprendió lo que Sátur le había dicho la noche anterior, lo imaginaba desde que explicó a su fiel criado e la conversación que mantuvo con Margarita, pero no podía pensar que Cristina, la dulce y bondadosa Cristina… 

Cabizbajo meditó, analizaba cada momento, cada vez que había hablado con ella de Margarita, cada vez que preguntó por ella. Margarita nunca supo que regresó, ni que preguntó por ella, nadie le avisó. Ahora las imágenes bailaban en su cabeza desmontando su vida como un castillo de naipes, situaciones vividas con su difunta mujer ahora tenían otro color.

Afligido miró al cielo. El sol salía por oriente iluminando el lago y todo su alrededor. Las aguas reflejaban aquella luz que daba color y vida a todo lo que permanecía en aquel lugar. Menos a Gonzalo, que permanecía vacío y profundamente solo. 

—Debo continuar. Debo saber que pasó—se repetía una y otra vez. De pronto escuchó risas y miró a su alrededor. Pero no vio a nadie. Permaneció inmóvil unos instantes, hasta que pudo entender que las risas eran sus recuerdos, vivían en su memoria. Corría con Margarita junto al lago, corrían uno tras otro hasta darse alcance, entonces él la rodeaba con sus brazos y se fundían en un dulce y largo beso, ella escapaba y volvían a correr. El solo quería besarla, y sentirla muy cerca de él—sonrió—. Debo continuar por ella— siguió leyendo.

«… Hoy he visto a Gonzalo ha venido a la villa después de seis largos años. Está más encantador que nunca, su mirada es más dulce, se ha vuelto un hombre muy atractivo. Me ha preguntado por Margarita, no sé lo que hacer, le he dicho que no tenía noticias de ella desde hacía mucho tiempo. Me da miedo que quiera ir a buscarla y le vuelva a perder. Ella no se lo merece, le ha hecho mucho daño, por su culpa mataron a sus padres.



En cambio yo… he permanecido esperándolo todos estos largos años. Todas mis amigas se han casado Lucrecia con un noble, el Marqués de Santillana, y se marchó por las Españas, Dios sabe donde andará. Catalina se casó con Floro y Inés con Cipri. Yo le he estado esperando pacientemente a que volviera. Y él solo ha preguntado por Margarita. Dios mío ¿Qué debo hacer?...»

El corazón le latía como un caballo desbocado. Cristina se preguntaba, ¿que debía hacer? Aún sabiendo el amor que sentía por su hermana, no le dio cuentas de ella. ¿Por qué? Todo hubiera sido tan fácil. La verdad, la justicia, la honestidad, y el amor. Todas las virtudes que él tanto valoraba huían de su vida jugando con sus sentimientos y llevándolo a una vida paralela a su voluntad. Su mirada continuó hambrienta de aquellas palabras. Debía seguir.

«…Hoy he encontrado una carta de amor. Creo que se me va a declarar. Aunque lo que decía pudiera ser que en principio no hubiera sido escrito para mí, sé que me la entregará, llegará a quererme de la misma forma que quería a mi hermana, y esas palabras serán mías, igual que él solo mío… ¡Se expresa tan bien! Me gustaría besarle como hacía Margarita y que me mirara de la misma manera….»

«…… Desde que le dije a Gonzalo que Margarita se había casado, siento que ha cambiado, me frecuenta más. Catalina me dice que ha notado que me habla y me mira de otra manera. ¿Se estará enamorando de mí…?»

«….Gonzalo quiere ser maestro, le he dicho que puedo ayudarle con las tareas, yo solo quiero estar con él, pasamos muchas horas juntos»

«… Hoy ha llegado carta de Margarita, pregunta por nosotros y por Gonzalo. He decidido que no le voy a decir nada de él, no merece que le haga sufrir de nuevo. Es mejor que se quede en Sevilla…»

Pasaba las páginas con desazón. Ya no sentía temor, ni tan siquiera rabia. Tan solo sentía tristeza y un hondo pesar.

Siguió.

«…Hoy soy la mujer más feliz de la tierra, por fin lo conseguí. Gonzalo me ha pedido que sea su esposa. La carta que encontré en su arcón, me la ha entregado. Es tan tierno...»

«…Hoy madre y me ha dado el vestido de novia con el que se iba a casar Margarita, estaba llorando, no sé bien si por tristeza o por mi felicidad, me ha dicho que lo lleve yo, que me sentará bien igual que el collar que tiempo atrás me dio, me ha dicho que siempre lo ilumino todo y que seré una novia preciosa. Me he sentido muy feliz. Ya no me siento la segunda en todo, ahora todos están por mí...»

«…Hoy he escrito a Margarita, después de tanto tiempo, no sabía cómo hacerlo, le he dicho que Gonzalo y yo nos vamos a casar. Espero que me sepa perdonar por mentirle pero tenía que hacerlo, Gonzalo tenía que ser mío, ella no se lo merecía, yo le quiero con toda mi alma, siempre le quise y le daré todo el amor que pueda darle, será feliz…y la olvidará»

Gonzalo dejó de leer. Las lágrimas no dejaron que siguiera viendo el trazado del carbón que dibujaban aquellas palabras con las que Cristina acababa de romperle en mil pedazos su alma. Lloró como un niño, retorciéndose por dentro, por descubrir la cruda realidad.

—Margarita—Su nombre afloró a su boca, como dejándola escapar de aquella angustia que cubría su cuerpo, su mente, y su corazón. Su mundo se hizo añicos, ahora ya sabía la verdad, entre Lucrecia y Cristina tejieron su futuro, sin tiempo, ni oportunidad de poder hacer nada al respecto. Y todo por la envidia de una y los celos de la otra. Se cubrió el rostro con sus manos, no quería ver nada ni nadie, la única mujer que había amado en la faz de la tierra, la única ajena a todo lo acontecido y era a la única que le había dado la espalda causándole un gran dolor. Se maldijo por ello. En aquel momento Gonzalo supo que Margarita había sido victima al igual que él, de una conspiración contra sus destinos.

*MONTAJES DE SUEÑA Y AURA



                                               CAP 9 - EL FIEL POSTILLÓN


Sátur llegó casi sin aliento, subió a la gran roca donde su amo solía practicar algún atardecer con la Katana y desde allí observó la orilla. No vio a nadie. Recorrió todos los rincones de la zona. «¿Dónde podría estar el maestro?», se preguntaba. Cuando ya había desistido en su búsqueda y volvía hacia casa, se dio cuenta que bajo un árbol y detrás de unos arbustos sobresalían unas botas. Enseguida las conoció, eran las de Gonzalo. Corrió hacia él.

— ¡Amo!—gritó, pero el maestro ni se inmutó. Seguía lejos del lago, lejos de aquel lugar,en aquel momento Gonzalo de Montalvo se encontraba quince años atrás, perdido en sus recuerdos, reviviendo momentos pasados que tenía escondidos en un rincón de su memoria. El postillón siguió hablando mientras caminaba hacia él— ¿Por qué no me ha dicho que venía hasta aquí?, ya me estaba preocupando yo. No sabía si se había ido a una misión o ¿qué? Como no ha dicho na—Gonzalo no contestó.

Sátur se detuvo un instante—Amo, ¿qué me escucha?— hubo un silencio de respuesta y Sátur dejó de hablar. Las botas de su amo permanecían inmóviles en la misma posición que había visto desde lejos, no era normal, preocupado aceleró el paso con la inquietud reflejada en su rostro.

Cuando por fin llegó junto a él, se quedó fijo, mirando el semblante taciturno de su amo, por eso no dijo ni preguntó nada, el fiel criado se dio cuenta de que el maestro lloraba y que en sus manos sujetaba el diario de Cristina. Comprendió que Gonzalo había descubierto la verdad de todo aquello y que esa verdad le estaba causando un profundo dolor. Se acercó y se sentó junto a él ofreciéndole su apoyo con tan solo su presencia. Los dos hombres continuaron en silencio unos minutos más, pero Sátur que no estaba acostumbrado al mutismo ni a la meditación, miró al maestro y hablo.

— ¡Amo!—le movió el brazo con cuidado—despierte amo, vuelva aquí conmigo, que yo estoy pa ayudarle—le sonrió tímidamente.
Gonzalo al escuchar aquellas palabras, miró a su criado con afecto y gratitud. Le devolvió la sonrisa.

— Supongo que ya sabe lo que pasó. Por eso está así, ¿no?
Gonzalo movió la cabeza asintiendo.

—Sí—suspiró—ya lo sé. Se lo que ocurrió y el porqué ocurrió—su voz sonaba débil, fatigada.

—No se me venga abajo amo, no se me venga abajo. Que no hay nada que no pueda arreglar usted.

—Estoy cansado. Sátur, muy cansado.

—No amo, no. Cansado no puede estar, que lo diga yo, pues vale, pero usted, usted está hecho de otra pasta. ¡Es el héroe de la villa!, la gente le quiere y le necesita. Así que se me va levantando de ahí y nos vamos pa casa, se como unas gachas y como nuevo. Luego…—levantó la mano sobre su cabeza y la movió queriendo alejar las penas—. Dios dirá. No puede haber sido tan grave lo que ha leído pa que esté usted así. Además, siempre soy yo el que se fatiga, usted es el águila y un águila siempre está alerta, atenta, y nunca descansa.

Gonzalo sin dejar de mirar el lago, le tendió la mano con la que sujetaba el libro, sus dedos eran presos de una página en concreto. Sátur lo cogió y lo abrió por esa misma página. Leyó muy lentamente las palabras que había dejado grabadas Cristina.




— ¡Me cago en la madre que la parió! Y discúlpeme, pero aunque su madre…, la de ella digo, sea la misma que la de su cuñá y esta fuera una santa, su santa esposa no era tal—Gonzalo dejó de mirar el horizonte y le miró. Por primera vez en su vida no le molestó lo que su postillón estaba diciendo de Cristina, Sátur tenía razón, su difunta esposa se había compotado de una manera egoísta y mezquina, por lo que no le dijo nada, dejó que siguiera hablando y volvió a mirar al infinito.

— Amo, no se preocupe usted, que esto ya pasó y lo pasao, pasao está. Ahora Margarita está libre y usted también, ya no le debe nada a nadie, y puede actuar con normalidad, la deuda con su esposa ya se ha saldado con creces, así que vaya hablar con Margarita y asunto arreglao.

—No es tan fácil Sátur—se lamentó.

— ¡A no! ¿Por qué no? Si puede saberse.

— ¿Tu sabes porque Margarita no volvió a casa?

— ¡Pues no! Nunca me lo ha querido explicar y créame que no les entiendo, pues pensaba que después de lo que pasó en su alcoba entre la señora y usted…. —Gonzalo le miró de nuevo—Bueno que todo iría como la seda. Pero no, no sé qué les pasó, ni me lo puedo llegar a imaginar.

Gonzalo le miró con profunda melancolía, se sentía insignificante.

—Sátur, un error muy difícil de reparar.

—Bueno, se acabó ya—Saturno se incorporó y obligó a Gonzalo a levantarse—.Ya es hora de que volvamos a casa, y de que se espabile, ¡que está ennortáo!, ¡que si un error, que si otro error! ¡Qué tiene que reaccionar! Que el pasado no puede condicionarle su presente ni el futuro de usted, ni de su familia. Porque le recuerdo, que usted tiene una familia que tiene que cuidar, y mantener unida. Así que se acabó. —Cogió el retal de algodón que permanecía en el suelo junto al maestro y envolvió con rapidez el diario de la difunta, intentando que desapareciera de su vista, lo guardó bajo el brazo y se puso a caminar hacia la villa tirando del maestro— Venga que a este paso llegaremos al anochecer.

Gonzalo siguió a su postillón. Por primera vez los papeles se habían intercambiado, el postillón iba delante dirigiendo los pasos de su amo, que cabizbajo le seguía sin ningún tipo de interés.

No llevarían mucho tiempo caminado cuando escucharon unos gritos que provenían de una de las casas que había junto al camino.

— ¡Amo! Ha oído usted.

Los gritos de aquella mujer despertaron de inmediato al maestro de la abulia de la que era preso. Gonzalo se detuvo, como un felino agudizó sus sentidos que volvieron a revitalizarle. Tiró de su postillón hacia unos matorrales y agazapados prestaron toda su atención hacia el lugar de donde provenían los lamentos.

— ¡Es el comisario!—profirió Sátur.

—No. Esos hombres no son del comisario—se arrastró por entre las ramas, hasta que pudo ver a unos embozados sacar de aquella casa a toda la familia. Del interior de la vivienda sacaron un saco con algo dentro. Cuando los embozados se disponían a partir, el padre de familia se armó de valor, se incorporó y les reclamó lo que se llevaban, uno de los hombres le golpeó tirándolo sobre el carro donde había más sacos, entonces el hombre tiró con fuerza de uno de ellos esparciendo todo el interior sobre el suelo. Un sonido hueco llegó hasta ellos. Amo y criado se miraron sin comprender y volvieron a mirar hacia aquella casa agudizando más la vista, pero desde aquel lugar no pudieron ver nada claro. La mujer pidió clemencia sobre su marido, y los niños lloraban aferrados a las faldas de su madre. Uno de los hombres gritó.

— ¡Dejadlos!, ¡recoged lo que ha caído y vámonos! Tenemos mucho trabajo que hacer, hay que peinar la zona y el tiempo apremia.

—Ha oído usted eso. Van a peinar la zona.

—No, si se lo impedimos—contestó Gonzalo poniéndose en pie y dirigiéndose veloz hacia la villa.

—Así me gusta amo. Ya ha vuelto en sí. Hemos de ayudar al pueblo. Pero…. ¿Qué es lo que buscan?

Gonzalo ya no estaba junto a él. Había volado hacia su guarida.





                           CAP 10 -LA COPA QUE ENVENENA



Margarita llegó a la villa, corrió hasta llegar al barrio de San Felipe, y recorrió las callejuelas hasta llegar a casa del maestro. Subió rápidamente las escaleras y sin pensarlo ni un instante abrió la puerta y entró con precipitación.

— ¡Alonso!..., ¡Gonzalo!..., ¡Sátur!...— uno a uno los fue llamando, mientras miraba por todos los rincones de la casa. Pero allí no había nadie. Se dirigió con paso firme hacia la cocina y buscó entre los estantes la copa. Pero no la encontró. Buscó por todas partes y no vió nada. Su corazón se aceleró, se dejó caer en una de las sillas que circundaban la mesa. Pensó « ¿y si alguno de ellos ha bebido de la copa y por eso no hay nadie en casa...?» «Dios mío...» suspiró. «¿Y si han ido a buscar a Juan». Se incorporó de nuevo, su corazón latía descontrolado, comenzó a transpirar por todo su cuerpo y una sensación de mareo la desequilibró. Margarita se sujetó a la mesa, y se sentó unos instantes. Sabía lo que le sucedía, sabía que con el tiempo aquellos mareos desaparecerían, acarició su vientre y respiró profundamente, pero su mente no dejaba de pensar. «Margarita no seas tonta, si hubiera pasado algo estarían en casa, no hubieran ido todos a buscar a Juan» esos pensamientos la tranquilizaron, y por un instante se relajó, cuando estuvo más recuperada se incorporó y caminó hacia la puerta. En ese preciso momento, Alonso entro en casa y la vio.

— ¡Tía Margarita!—corrió a sus brazos. Ella lo recibió con todo su cariño, se fundieron en un breve pero intenso abrazo. Se sintió más tranquila a ver que Alonso estaba bien, le beso los cabellos alborotados y él le regaló una amplia sonrisa.

—Que contento estoy de que hayas venido tía. ¿Te vas a quedar?
Margarita se agachó a la altura de su sobrino, le cogió por los hombros mientras le decía.

—Alonso, cariño, solo he venido a verte y de paso, a buscar un objeto que me deje y que necesito.

— ¿Qué es ese objeto tía?

—Alonso, ¿tú te acuerdas de una copa de madera vieja que había en los estantes?

—No. ¿Qué copa?

Margarita llevó al niño hacia la mesa y se sentó junto a él.

—Alonso, ¿tu recuerdas la copa de madera que trajiste a casa hace algún tiempo? Una que encontraste en la calle, cuando jugabas a la peonza.

Alonso pensó un momento y enseguida recordó.

—A, si tía, la copa de madera. Estaba ahí en el estante— se acercó al lugar que había señalado y miró.

Margarita intervino.

—Alonso ahí no está, ya he mirado yo antes—le habló con dulzura. El niño la miró haciendo un mohín.

— ¿Qué no está?—se quedó callado un instante y al momento dijo— ¡Ha, ya! Posiblemente…—recordó—, está en el arcón.

— ¿En un arcón?, ¡normalmente esas cosas se guardan en la alacena!

—Sí, pero Cipri guardó varias cosas del estante en el arcón.
Dice que así está todo más recogido. Ya sabes que Sátur y él, siempre se pelean, cada uno quiere dejar las cosas en sitios diferentes y Cipri se quiere encargar de la cocina, le gusta tenerlo todo muy recogido, como hacía en la posada, así que guardo algunas cosas de menos uso ahí, para que Sátur no las toque —se dirigió hacia la viejo arcón que quedaba cerca de la mesa. Junto a la puerta de salida de la cocina.

—Son como niños—comentó Margarita mirando al cielo—. Ya os imagino yo, cuatro hombres solos en casa, debéis estar muy divertidos. ¿He, Alonso?— bromeó con aparente tranquilidad.

—Bueno, tía, no te diré que no, porque a veces parece que estoy en el colegio—rió—. Padre está todo el día poniendo paz entre ellos. Suerte que Catalina viene mucho por aquí y también les abronca.

— ¿Cata, viene mucho?—preguntó sorprendida.

—Sí, viene a ayudar con alguna que otra tarea, algunas veces ella y Murillo cenan con nosotros. Lo hace desde que te fuiste, para animarnos.

Margarita miró a su sobrino con cariño. Pero curiosa preguntó por aquella nueva situación que no acababa de comprender.

— ¿Catalina cena con vosotros algunas veces?

—Si tía—dijo Alonso buscando en el interior del arcón—.Mira tía aquí están.

—Vamos a ver Alonso, sácala de ahí—comentó mientras se aproximaba al arca.

—Esta és.

Margarita miró la copa y recordó lo que Laura le había contado, las líneas onduladas se perfilaban alrededor del cáliz. Un escalofrío le recorrió toda su espalda, esa era la descripción de la copa que hizo Laura. Y ese era el recipiente que causó su envenenamiento. Inmediatamente se la pidió con nerviosismo.

—Gracias cariño. Dámela.

El muchacho obedeció. Margarita no dejaba de mirar la copa como si la hechizara. Alonso preguntó curioso.

— ¿Te pasa algo tía?

—No, no pasa nada.

— ¿Y para que quieres esa copa? ¿y porque la miras así?

Margarita no sabía que decir. Optó por la verdad.

—Es que verás—pensó con rapidez—. He conocido una señora que dice que hace algún tiempo, perdió una copa como esta, en esta misma calle, se sentía muy apenada, y entonces recordé cuando me explicaste que tú encontraste una tirada en la calle y la trajiste a casa. Así que le prometí que se la llevaría y si no era la suya, la devolvería. Es una pobre mendiga que solo tiene esa copa, y como te he dicho esta muy apenada, es el único recuerdo que tiene de su familia.

Alonso se quedó pensativo unos instantes.

—Tía, déjame ver la copa de nuevo.

Margarita se la dejó ver pero sin antes decirle.

—Mírala pero no la toques que está muy sucia— tenía miedo de que a Alonso le ocurriera algo, aquella copa era mortal y no quería que se le acercara.

—Pero tía, que no pasa nada.

—Alonso haz lo que te digo.

—Está bien. Lo haré—contestó resignado, no quería contradecir a su tía. Alonso contemplo la copa con detenimiento, y entonces recordó.

— ¡Tía, yo conozco a esa mujer que dices!

— ¿Cómo? Alonso, ¿cómo vas a conocer tú a esa mujer? Si vive a las afueras de la villa.

—Sí tía, te digo que sí. No recordé la copa cuando la traje, no caí, pero cuando me has explicado lo de esa mujer, me ha venido a la memoria y ahora lo recuerdo todo.

— ¿ Qué es lo que recuerdas?

—Una noche que volvía a casa me tropecé con una mujer mayor, que deambulaba por la calle, al chocar con ella, se le calló algo al suelo que yo mismo recogí, y era esa misma copa, ahora lo recuerdo con claridad; días después la encontré por casualidad tirada en la calle cuando buscaba mi peonza.

— ¡Alonso!—dijo sorprendida, recordando que Laura le explicó que había estado en la villa—¿no estarás equivocado?

—No, no lo estoy. Me acuerdo perfectamente de ella. Esa mujer era casi una anciana y a mí también me sorprendió su reacción pues cuando se la di la guardó con rapidez y se fue sin apenas hablar. Era como si la sobreprotegiera. Tía llévasela. Si a mí me sucediera lo que me has contado, yo también querría proteger el único recuerdo que me quedaría de mi familia.

—Muy bien Alonso— le alentó—. Se la llevaré—Margarita comprendió que aquella copa era la que le había contado Laura, ahora no tenía ninguna duda. Asió la copa y la envolvió en un retazo y se despidió de Alonso.

—Tía, ¿ya te tienes que ir?

—Sí mi amor—le acarició el rostro con su mano—me tengo que marchar. Se está haciendo tarde y debo volver a casa.

—Tu casa está aquí— dijo tajante.

Margarita le miró desconcertada.

—No me mires así tía. Es verdad. Esta es tu casa. Aún no entiendo que es lo que ha pasado para que no vuelvas aquí.

—Alonso, creí que ya lo habías entendido. Estoy cuidando a una vieja amiga.

Alonso la miró con tristeza.

—Es que… —se echó sobre ella rodeándola con sus brazos—.Te hecho mucho de menos tía. No quiero que me dejes solo.

A Margarita se le humedecieron los ojos.

—Alonso, me vas a hacer llorar. Ya te lo explique. No te estoy dejando solo mi amor, está tu padre, Sátur, incluso ahora tienes a Murillo y Catalina—le cogió el mentón y le miró a sus ojos color miel, esos ojos tan parecidos a los de Gonzalo—. Cuando mi amiga se encuentre mejor. Volveré. Te lo prometo, de verdad. Créeme.

El niño se soltó de su cintura y la miró con lágrimas en los ojos. Margarita dejó la copa sobre la mesa y le secó aquellas lágrimas con sus pulgares. Le dio un tierno beso en las mejillas y le hablo sujetando su rostro con ambas manos.

—Antes de que te des cuenta, estaré de nuevo en casa.

Él asintió.

—Ahora me tengo que marchar— cogió de nuevo la copa y caminó hacia la puerta de la casa.

—Me lo prometes—le gritó Alonso.

—Te lo prometo—contestó Margarita y caminó con paso firme, hasta llegar a la salida. Antes de franquear la puerta y envolverse entre el bullicio de los vecinos, no pudo contener las ganas de mirar hacia la alcoba de Gonzalo, donde días atrás se había entregado en cuerpo y alma al amor de su vida, la alcoba donde habían compartido, mucho más que amor. Cerró los ojos y masticó su tristeza y su dolor sabiendo que Alonso la estaba observando.

Miró de nuevo a su sobrino que permanecía estático junto a la mesa, le sonrió con toda la serenidad de la que pudo hacer acopio, abrió la puerta y salió. Al Igual que salieron de sus grandes ojos negros, las lágrimas que había retenido minutos antes frente a su sobrino y que la acompañarían todo el camino hasta la casa donde la esperaba Laura.




  CAP 11- IRENE



Llevaba tanto tiempo hincada de rodillas que ya no podía sentir sus piernas. El entumecimiento y el dolor que sentía en sus articulaciones le recordaban su pecado y calmaban su penitencia, reconfortando su fe y aliviando el sentimiento de culpa que albergaba en su alma. 

Como cada atardecer desde hacía varios meses, se encontraba en la capilla de palacio; pero aquel día era distinto, permanecía quieta, fija, postrada en el reclinatorio sin mover un ápice de su cuerpo. La oscuridad iba ganando terreno a la luz, y como en el final de una gran batalla, una fina capa de plomo y fuego iba copando el interior del oratorio. Irene, apenas podía leer su misal, permanecía con los ojos pegados a él y girando una a una las cuentas de aquel rosario que le regaló sor Lucía cuando era una niña.

—«¡Sor Lucía, si todavía permanecieras aquí, junto a mí, como antaño, te preguntaría tantas cosas!»—pensó.

Miró nuevamente al retablo, implorando perdón y siguió rezando. Ella sabía que todo lo ocurrido últimamente, era castigo del señor y bien merecido que lo tenía. Dios la había abandonado a su suerte, por pecadora, había quebrantado tres de los diez mandamientos de Dios. Se había entregado a los placeres de la carne sin pensar en nada más, además de mentir a su esposo por esconder el hijo del pecado; y a su querido tío que siempre confió en ella, y en su pureza. Ahora le recomía la culpa por todo aquello, había perdido el amor de su vida, había perdido a su hijo, y su marido había tenido aquel fatal accidente de caballo que le había dejado prácticamente ciego. Pero aquel atardecer otras preocupaciones inundaban su pensamiento, la mordedura de una víbora había abierto una brecha en su mente, en su memoria, y ahora reflexionaba sobre lo que Lucrecia le había insinuado, el veneno estaba causando su efecto, la había envenenado tal y como era su propósito, y ahora ella tenía dudas, preguntas sin respuesta y se culpaba por no saber nada de su pasado. Se daba cuenta de que había vivido toda la vida entre algodones, rodeada de mujeres espirituales que siempre le habían dado la paz y el amor que necesitaba, y nunca sintió la curiosidad de conocer el pasado, ni preguntar por nada, ni por nadie. Pero ahora sí, ahora quería saber, quien, cómo y por qué ni su tío ni nadie, nunca le había hablado de sus padres. Porque las monjitas nunca les nombraron y contestaban con evasivas sus escasas e inocentes preguntas ¿Y si toda su vida, hubiera sido una farsa, tal como dio a entender Lucrecia?, ¿Quien era ella en realidad?

Irene intentó lentamente mover sus piernas para sentir alivio, pero al hacerlo sintió varias punzadas clavarse en su delicada piel, el cilicio que ella misma se había impuesto estaba haciendo su función. Un castigo habitual que practicaba cada atardecer desde que había perdido a su hijo.

De pronto la puerta se abrió. Irene se incorporó por el sobresalto.

— ¡Señorita Irene!, le estaba buscando por todas partes.

— ¡Por Dios Catalina, que susto me has dado!

La muchacha le contestó enojada, intentando disimular el dolor que sentía en aquel preciso momento. Al ponerse en pié, la presión sobre su pierna fue mucho más intensa, y el dolor se había agudizado. Catalina lo advirtió.

— ¿Le sucede algo señorita?— preguntó preocupada.

—No Catalina, no pasa nada. ¿Por qué me buscabas?

—Su esposo la anda buscando.

— ¿Hernán? ¿Ha ocurrido algo?

—No, tranquila quiere verla, simplemente.

—Bien pues dile que ahora voy de inmediato.

—Como diga la señora.

Catalina la miró de soslayo mientras hacía una reverencia para disponerse a salir de allí. Pudo observar que Irene no se comportaba de un modo habitual, estaba esquiva y extraña.

—Discúlpeme señorita Irene…. —se atrevió a preguntar—¿está segura que no le ocurre algo?

— ¡Que no Catalina!, puedes retirarte—insistió.

—Está bien, señorita— saludo bajando su cabeza y se retiró.

Irene quiso salir inmediatamente hacia su alcoba, se había entretenido ahondando en sus pensamientos, en sus vagos recuerdos de infancia y el tiempo había seguido su curso, se había hecho tarde y ahora su esposo la reclamaba, tenía que acudir rápidamente a sus aposentos para quitarse su penitencia, y acudir a la llamada del comisario de la villa, pero el dolor era muy intenso, por lo que tuvo que esperar unos minutos sentada en la capilla. Catalina a escondidas, aguardó pacientemente a que Irene saliera del oratorio, sabía que nada bueno estaba pasando, así que en cuanto Irene salió del oratorio, la siguió a sus aposentos comprobando que andaba de una manera inusual.

— ¡Si te digo yo que a esta, le pasa algo!—musitó.

Irene por fin entró en su habitación. Y rápidamente se sentó en la cama conteniéndose el fuerte dolor. No habrían pasado ni dos minutos cuando Catalina entro precipitadamente sin llamar. En aquel momento la doncella se quedó perpleja, viendo a Irene como se había arremangado la falda y estaba intentando retirar el cilicio de su pierna.

— ¡Señorita Irene!, Por Dios!—rápidamente cerró la puerta tras de sí, y se dirigió hacia la afligida muchacha. Irene la miró con lágrimas en los ojos. Implorando silencio ante aquel descuido por su parte. Catalina se aproximó. La vio tan vulnerable que la abrazó como si fuera su propia hija.

— ¡Dios Mío. Señorita Irene!, ¿que pretende hacer con eso?, ¿y si hubiera sido el señor comisario el que hubiera entrado en su alcoba?

Irene arropada entre los brazos de la doncella, lloraba desconsoladamente. Catalina se separó unos centímetros de la muchacha y le sujetó el mentón obligándola a mirar a sus ojos.

— ¿Quién le ha dado el cilicio?, ¿por qué se castiga así? ¿Qué le ocurre señorita Irene?

La muchacha entre sollozos le comentó.

—Catalina me siento sucia, todo lo que ocurre a mi alrededor es por mi culpa. La huída de Martín—cerró los ojos y suspiró profundamente— ¡yo le quiero!, sabes Catalina.

—Lo sé señorita Irene—contestó acariciándole las mejillas.

—La pérdida de mi bebé, la indiferencia de mi marido, el menosprecio de Lucrecia…

—Pare, pare señorita...—dijo la mujer, intentando tranquilizar a la muchacha. —Eso no es así, pero lo primero que vamos a hacer es quitar la cosa esa de su pierna, antes de que alguien pueda entrar en la habitación, luego hablamos con tranquilidad de todas esas cosas que usted ha dicho.

—Tienes razón Catalina—dijo limpiándose las lágrimas.

—Señorita Irene, déjeme que yo le ayudaré.

La mujer se agachó y empezó a aflojar el cilicio lentamente intentando causar el menor daño posible. Las púas estaban profundamente marcadas en su fina piel, no había perforaciones, tan solo alguna laceración.

— ¡Madre mía!, ¡madre mía! Pero,… en que estaba pensando usted—decía mientras dejaba el cilicio sobre la cama junto a Irene—, ahora mismo tiro esto lejos de palacio.

Irene sintió un gran alivio y le sonrió.

—Gracias Catalina.

— ¿Quiere que le traiga alcohol de romero para calmar el dolor?

—No, no te preocupes, y ayúdame tengo que ir a ver a Hernán.

Catalina sacó un vestido del arcón. Llegó junto a la muchacha y dejó el vestido sobre la cama, y la cogió por los hombros empujándola con delicadeza sobre la cama, la doncella se puso frente a ella y mirándola dulcemente comentó.

—Esto no se puede quedar así—Irene la miró extrañada— Señorita Irene, quiero que se saque todas esas cosas de la cabeza, solo le traerán dolor, y creo que ya ha sufrido bastante con las perdidas, así que olvídese de todo eso y ¡nunca más!… ¡prométame que nunca más!… se castigará de esa manera. Usted no es Dios, para hacer tal cosa, si a caso él ya lo hará en su momento, si es que no lo ha hecho ya. La vida misma es la que hace que el dolor nos llegue y se vaya de la misma manera. No creo que el señor nos haga tanto mal. Y menos a usted que es un ángel.

—Catalina yo…

—Señorita Irene, escúcheme por favor. Todas esas cosas que dice usted, no son por su culpa, ni mucho menos. Mire, yo a Lucrecia la conozco desde chiquitilla, y siempre ha sido así, soberbia, altiva, déspota, incluso cuando era plebeya. El señor comisario ya sabe usted que es un hombre sin escrúpulos, y perdóneme pero aunque sea su esposo, todo el mundo sabe a qué se dedica cada día, a torturar a los que dice que son maleantes y usted sabe igual que yo, que la mayoría de las veces, no es cierto, y pagan justos por pecadores.

—Lo sé Catalina —dijo apenada—pero yo no he obrado bien, he pecado y…

—Pare, pare, pare… Usted ha luchado por su amor, se enamoró y ya está, era un amor imposible. ¡Y que conste que yo ya les advertí!, pero na, ustedes dale perico al torno. Y pasó lo que pasó. Pero eso, no es pecado, usted se le entregó porque le quería, es al único que ama, así que no se atormente por ello.

— ¿Y mi hijo?, él tuvo que pagar mi cobardía.

—Pero vamos a ver. ¿En qué mundo vive usted?, que quería, ir diciendo a todo el mundo que el niño era de Martín, que era fruto del amor. No, usted hizo lo que haría cualquier madre para proteger a su hijo. Y con eso, no hacía mal a nadie. Y Dios sabe que es verdad—se persignó—. ¿Cuánta gente hay que no dice la verdad sobre sus hijos y mienten por protegerlos, por darles una vida mejor que la que ellas llevan? Donde menos se lo piense ahí hay un bastardo.

Irene le lanzó una mirada torva.

—No me mire así señorita Irene. Es la pura verdad. Y me disculpará de nuevo, pero entre la nobleza se dice que hay cientos. Sin ir más lejos. ¿Usted pondría la mano en el fuego por la señora Marquesa?

—¡Catalina!—censuró.

—Con las veces que la señora Marquesa se ha encamao, tanto hombre que ha pasado por su alcoba, incluso su marido, el comisario… ¡a saber de quién es hijo Nuño!

En aquel momento recordó la carta que Hernán le dio, para entregársela a Nuño si a él le ocurría algo alguna vez. Irene había leído la carta pero sin saber por qué razón había enterrado su contenido en lo más profundo de su alma, tan profundamente que casi había olvidado su gran secreto, quizá porque sentía algo especial por el comisario de la villa, y no era amor de mujer, era un sentimiento más limpio, más desinteresado, más altruista, era como si le conociera desde hacía mucho tiempo, pero a la vez como si no le conociera de nada. Hernán con ella siempre había sido gentil, protector, benefactor, hasta que perdió a su hijo, en aquel momento el comisario le dio la espalda completamente y ahora anidaba en ella un nuevo sentimiento, que crecía poco a poco y le iba minando el corazón.

— ¡señorita!, se ha quedado ahí pensativa, ¡venga que tiene que vestirse!

—Tienes razón Catalina.

Mientras la doncella la vestía siguió con la conversación.

—Señorita Irene, usted está muy rara hoy ¿Es por lo que le ha dicho la marquesa verdad?

Irene guió sus ojos hasta encontrar las cristalinas y honestas pupilas de su criada. Le sonrió.

—Sí, Catalina. Lo que ha dicho la marquesa me ha hecho reflexionar sobre mi vida, y me he dado cuenta de que nunca me he preocupado ni de mi pasado, ni de nada. ¿Quién es verdaderamente mi familia?—Irene no sabía si seguir hablando, pero Catalina era lo más parecido a un pariente, que tenía en aquel lugar del mundo. Catalina la trataba como parte de su familia, quizá por la relación vivida con su sobrino, pero siempre estaba ahí, junto a ella, en todo momento, y en los peores momentos nunca dejó de velar por su persona. Ella y Margarita eran las dos únicas personas en las que podía confiar. Necesitaba hablar con alguien, necesitaba abrir su alma y prosiguió—Mi tío me contó que mi madre murió junto a él, pero algo me dice que no es cierto. ¡Casi se ofendió cuando le pregunté!

—Pero señorita, ¿cómo no se va a ofender, si le encasquetó la pregunta de que si le había mentido?

—No, nada de eso Catalina. Fui muy cuidadosa con mis palabras, además estuve mirándole en todo momento mientras le preguntaba, al principio él no supo que contestar, pero rápidamente me dio una respuesta, pero no me convenció. Debo saber algo más. Tengo que averiguar quién soy.

—Y ¿cómo piensa saberlo? Si no recuerdo mal usted estuvo desde muy pequeña en un convento en Italia.

—No, Catalina, el que estuvo en Italia fue mi tío, yo estuve en el convento de las Carmelitas Descalzas en Valladolid.

—No sabía, yo… no

—Y allí es donde iré, iré a ver a sor Lucía. Ella me dará respuesta a mis preguntas.

—Pero cree usted que es prudente.

— ¿Y por qué no? Quien va a sospechar mi verdadera motivación para ir a ver a mi vieja educadora. Ya le he comentado a mi tío que me sentía sola, así que no creo que tenga ningún perjuicio para que me acerque a verlas.

— ¿Está usted segura?, mire que su tío, sabe más que los ratones coloraos.

—Sí, Catalina, estoy completamente segura— Los ojos de Irene volvieron a tener esa chispa de ilusión, dulzura y bondad que había perdido hacia algún tiempo. Ahora brillaban ante la idea de saber realmente cual era su verdad— mi tío no sospechará nada.

—Y si su educadora….esa…

— ¿Sor Lucía?—intervino.

—Sí, esa misma, ¿y si ya no continua allí?

—Ya lo veré, pero, no sé por qué no tendría que continuar allí. Si le hubiera pasado algo, yo lo sabría.

—Puede que tenga usted razón. Bueno, usted verá. Ahora déjeme que termine de curarle esas heridas, para que no le roce la enagua y menos mal que su marido duerme en otra alcoba mientras se recupera de la operación, porque si no, no sé qué excusa le daría para explicarle estos verdugones.

—No te preocupes, algo se me ocurriría. Eso no me preocupa. Lo importante es que ya se lo que voy a hacer para saber sobre mi pasado. Y no voy a descansar hasta averiguarlo. Además la idea de ver a sor Lucía, me hace feliz. ¡Tengo tantas ganas de verla!
En aquel momento un golpe de aire llegó hasta ellas seguido de una voz inconfundible grave y profunda, que paralizó a las dos mujeres.

— ¿A quién tienes tantas ganas de ver? —El ruido de las espuelas chocando contra el mosaico encerado de palacio las estremeció como si fueran las mismas cadenas del infierno—. No será a mí desde luego, hace tiempo que te estoy buscando y no te has dignado a venir.

Irene reaccionó

— ¡Hernán!

El saber que mientras estuvo enferma al borde de la muerte nadie la acompañó, nadie preguntó por ella, el dolor que sintió tras la pérdida de su hijo le daba fuerza y la mantenía firme, en su propósito, poco a poco, les haría pagar por aquel comportamiento, por no rezar por la salvación de su pequeño, por su indiferencia, por eso su penitencia y su dolor, le habían hecho cambiar su candidez por una fuerza mayor, mucho más recia, Irene había urdido un plan. Se dirigió hacia el comisario con fingida alegría en su rostro

— Ahora mismo estaba terminando para ir a tu encuentro. ¿Te gusta?

Hernán la miró.

—No está mal, pero ya te lo puedes estar quitando, tienes que ponerte uno más discreto, ponte lo más recatada posible, se celebra una cena en honor al inquisidor y tienes que estar a la altura. Por algo eres la esposa del comisario de la Villa—Hernán se aproximó a su mujer y le cogió su mano, la besó sin dejar de mirarla a los ojos. Todavía se sentía débil, pero desde que había vuelto de Salamanca tras la operación de ceguera, algo en él había cambiado, el sentir la presencia de Irene, en la cabecera de su lecho día tras día, noche tras noche, le había hecho experimentar una transformación excepcional hacia ella. Nunca antes, nadie había estado tan pendiente de él. Irene lo sabía, había estado trabajando esa nueva relación durante las últimas semanas, solo con un propósito, ¡la venganza!... Irene miró con coquetería a los ojos de Hernán y le sonrió.

—Está bien Hernán, como dispongas—y dio media vuelta para que Catalina siguiera vistiéndola.

Hernán dio media vuelta y salió acompañado del chirriar de sus espuelas.

Una sonrisa pérfida asomó a la comisura de sus delicados labios, mientras se dirigía hacia Catalina que permanecía en segundo plano en la alcoba. Ahora las cosas iban a ser diferentes. Había aprendido a ser una mujer, una fuerte mujer que ya no le importaba nada. Irene había sujetado fuertemente las riendas de su vida y no se dejaría manipular, ni por él, ni por Lucrecia ni por el mismísimo Cardenal Mendoza. Su tío.





CAP 12 -DIEGO DE ARCE Y REINOSO 


Cabalgaban a gran velocidad. Águila Roja, y su fiel postillón llegaron hasta el lugar que momentos antes había estado observando tras los matorrales. Los campesinos todavía desconcertados, recogían los pocos enseres que les habían quedado enteros y acondicionaban su morada. Héroe y escudero vieron desde la ventana de la vivienda que la familia se encontraba bien.

—Mire amo, parece que se encuentran bien—dijo Sátur sonriendo—. ¿Qué será lo que andan buscando aquellos hombres?

—No lo sé. Vamos, miraremos alrededor de la casa.

Sin ser vistos se acercaron al lugar donde momentos antes el padre de familia, había derribado uno de los sacos que transportaban los asaltantes. Buscaron por todas partes, pero en aquel lugar no había restos de nada que les pudiera aclarar lo que buscaban aquellos hombres. Gonzalo miró a Sátur.

—Aquí no encontraremos nada— dijo con voz queda.

Sátur con un trozo de vasija en la mano comentó.

—Solo hay restos de loza, no se ve na más. ¿Para qué querrán la loza?

— Vamos Sátur, seguiremos buscando.

Montó de un salto su caballo y le indicó a su escudero que debían seguir buscando cerca del rio. Los dos amigos cabalgaban uno junto al otro mirando por todas partes para poder distinguir cualquier cosa que les pudiera llevar a aquellos hombres. Sátur preguntó.

— ¿Que es lo que estamos buscando? Si puede saberse —silencio—. Podíamos haberles preguntao a esos pobres desgraciaos que es lo que se les han llevado.

—No, Sátur. No podíamos dejarnos ver.

—Pero no lo entiendo, muchas veces se deja ver y no pasa na.

—¡Ahora no! Venga deja de hablar y vamos, algo me dice que nada bueno nos vamos a encontrar.

Sátur se encogió de hombros y comentó.

—Bueno, me parece bien, pero si no preguntamos, no sabemos. Así que vamos a ir de un lao pa el otro, sin ton ni son.

Gonzalo no le prestaba atención, Iba cabalgando delante de él, lentamente, intentando agudizar todos los sentidos, por si podía escuchar algún sonido, o algo que les indicara que iban en buena dirección. De pronto se escucharon unos gritos, y un olor intenso a fuego les alertó.

— ¡Amo! ¿A escuchao eso?

—Sí, ¡vamos!—gritó.

Águila tiró fuertemente de sus riendas, dio un brusco giro al caballo y rápidamente se adentro en el bosque. A pocos metros se veía un intenso humo, desmontó del caballo y se internó en la maleza. Sátur, después de anudar a los animales hizo lo propio. Pero al llegar al lugar donde se suponía estaba Gonzalo, él ya no estaba. Mirando entre las ramas se dio cuenta que su amo estaba en medio de una fuerte batalla, cuatro de hombres intentaban acabar con él.

El atardecer vistió de sangre aquel lugar. Uno a uno águila fue acabando con ellos, la Katana relucía con el resplandor del fuego, sonando entre el chisporroteo de la hoguera que iba engullendo aquella aldea. Saltos, patadas, y sables se mezclaron entre las sombras, bailando al ritmo de las llamas, hasta que los venció, Aguila Roja dejó a todos los hombres esparcidos por los suelos. Él héroe miró a su alrededor, guardó su Katana y se dirigió hacia los pobres aldeanos que lloraban desconsolados la pérdida de sus posesiones.

— ¿Os encontráis bien? —preguntó agravando su voz.

—Sí, águila muchas gracias—respondieron con agradecimiento—pero nuestras casas, nuestras cosas…

El héroe gritó.

—Los hombres que estéis bien, id corriendo al rio a por agua, y sofocar el fuego. ¡Vamos!

Sátur había llegado hasta ellos, con la cara cubierta por su capa preguntó a una de las mujeres.

—Señora… ¿Que andaban buscando, lo saben ustedes?

—No, no sabemos nada—dijo la mujer llorando—solo sabemos que nos han roto todas nuestras cosas, y nos han quemado las casas.

— ¿Había más hombres?, ¿hacia dónde iban?—siguió preguntando el postillón.

—Si había muchos más. Entre ellos decían que iban a bordear el rio, que tenían que buscar en cada rincón del bosque.

En ese momento llegó un hombre ensangrentado. Varias mujeres se acercaron rápido para socorrerle.

—¡Darle agua!—gritó una de ellas. Un niño, trajo de uno de los cántaros que habían sobrevivido al expolio un poco de agua entre las manos.

Águila miró a Sátur y sin decir palabra se marcharon apresuradamente. Al llegar junto a los caballos Gonzalo musitó inquieto.

—Rio arriba. ¡Sátur!—gritó a su postillón—, debemos bordear el rio.

Gonzalo había montado a Talibán, su caballo, y empezó a galopar. Sátur como siempre todavía no había montado a Minero, el suyo.

—¡Eso!, ¡no me espere! Que yo ya llegaré—dijo moviendo la mano como alejándole más de su amo.

El héroe galopaba por el camino que circunvalaba el rio. De pronto escuchó galopar varios caballos que se aproximaban a él, tuvo que virar y esconderse tras unos arbustos a esperar, dejo pasar aquellos hombres que cabalgaban a gran velocidad. Cuando pasaron frente a él se dio cuenta que entre ellos había varios hombres con una vestimenta diferente, no eran hombres del comisario, pero « ¿donde había visto esos trajes?».

Estaba sumido en sus pensamientos cuando una mano le sujetó fuertemente por el hombro sorprendiéndole. Rápidamente sacó su tantô¹ y agarro aquel brazo retorciéndolo hasta quedarse justo tras la cabeza de su agresor con a punto de seccionar parte de su cuello. Una voz conocida hizo que desistiera de aquel impulso.

—¡Amo por Dios!, ¡Soy Sátur!

—¡Sátur!—soltó a su amigo con impresión—, ¡cuántas veces te tengo dicho, que cuando estemos de misión no me sujetes por la espalda!—gritó amenazante.

Sátur se manoseaba el cuello, una y otra vez intentando sosegarse y tomar aliento.

—¡Por Dios santo amo! Casi me deja sin pescuezo.

—Lo siento. Pero cualquier día no voy a poder detenerme. Así que no vuelvas a hacerlo nunca más.

—¡Y entonces como le aviso! Le he visto que se escondía aquí, y le he seguido. Simplemente me acerque para comentarle que un poco más atrás he visto a unos hombres como se separaban del grupo.

—Bueno y que, habrán ido para otro lado.

—Me parece muy raro amo.

—Que te parece raro Sátur. Que se dividan para poder peinar mejor y más rápido la zona.

—No, claro eso no. Si me deja que le explique.

Con resignación por la retórica de las explicaciones de Sátur dijo mientras se encaminaba hacia su caballo.

—Explícate, anda. Explícate.

—Pues vera. Lo raro de la cuestión, es que yo venía detrás de usted, bueno detrás, detrás, pues no, porque realmente no le veía, porque usted no cabalga, no, usted vuela—movió ambos brazos imitando el vuelo de un ave—, claro por eso es un águila…
—le sonrió.

—Bueno Sátur, apremia, que tenemos mucho que hacer. Anda acaba por favor.

—Está bien, está bien. El caso es que ha pasao un grupo de hombres al parecer con mucha prisa, pero al llegar al desvío…, ese desvío que hay ahí atrás, el que…

—Si, Sátur el desvío que va a la villa.

—Ese, pues bien, ahí se han separado unos pocos.

—¿y?

—Pues que algunos de esos pocos…¡iban vestidos de frailes!

Gonzalo le miró de reojo arqueando sus cejas.

—Sí, amo, no me mire así, que sé lo que he visto, se han separado unos frailes con varios hombres embozados, y no los llevaban presos, no. Ellos eran los que daban las instrucciones. Los demás han tomado este camino. ¿No le parece extraño?

—Pues sí Sátur. Me parece extraño. Yo también me he dado cuenta de que varios de los hombres que me han adelantado vestían de una manera distinta al resto….—En aquel momento lo entendió.

—¡Amo! Quiere hacer el favor de terminar, siempre se queda así, pasmao. Vamos acabe, vestían de una manera…

—Sátur, claro... Creo que ya sé a quién corresponde esa vestimenta. Son los hombres del Cardenal Mendoza.

Sátur se movió de un lado al otro tocándose el mentón con nerviosismo, mientras repetía.

—Bueno, bueno, bueno. ¡Los hombres del Cardenal van con unos embozados quemando casas! Creo que usted está algo mal, amo. ¿Se ha dao algún golpe mientras yo no estaba?

Gonzalo le miró frunciendo el ceño.

—Sátur, creo que ya se lo que deben andar buscando.

— ¿Y porque van unos frailes con ellos?

—Porque así no levantan sospechas cuando llegan a las aldeas y las personas les dejan entrar en las casas sin oponer resistencia. Piensa que no son los hombres del comisario, esos entran sin más. A estos les tienen que dejar entrar y la única manera es que un fraile toque a tu puerta.

—Dios mío, qué mala leche. ¿Y todo eso dice que lo ha preparado el Cardenal?

—No lo sé, lo único que digo es que los otros hombres, los que han pasado por aquí vestían como los hombres del Cardenal Mendoza.

—Entonces. ¿Hacia dónde vamos ahora? y ¿Qué es lo que van buscando?

—Muy fácil—le golpeó varias veces en el hombro—Vamos a ir tras los frailes, tengo que comprobar una última cosa.

—Bien, pues ala, tras los frailes.

Subieron a sus caballos y volvieron tras sus pasos. Al llegar al lugar donde le indicó Sátur giraron hacia la villa, a pocos minutos de allí, escucharon unos gritos. Al llegar al lugar de donde provenían se dieron cuenta que habían llegado tarde. Aquella familia estaba herida, y la casa destrozada. Bajaron rápidamente del caballo y se acercaron a ellos.

—¡Águila, nos lo han destrozado todo, y se han llevado a mi hija!— le gritó un buen hombre.

—¿Quiénes eran? ¿A dónde han ido?, ¿qué querían?

—No sé quiénes eran ni donde se la han llevado… —dijo entre lágrimas. Un niño se le acercó.

—Han llegado unos frailes, y nos han pedido agua, mi madre les ha dado de beber, y entonces han entrado más hombres que nos han amenazado con matarnos si no les dábamos todos nuestros vasos, tinajas y jarras—la madre se le acercó y la rodeó con sus brazos. Prosiguió.

—Nosotros solo teníamos cuatro vasos uno para cada miembro de la familia, no teníamos nada más, han seguido buscado por todas partes, ¡lo han destrozado todo!—se lamentaba—. Y como no encontraban lo que buscaban, nos han golpeado hasta que le hemos dicho donde teníamos guardados los pocos maravedís que nos quedaban, y cuando se iban han cogido a mi hija y se la han llevado.

—A nosotros nos ha pasado lo mismo—explicó otra mujer que se encontraba junto a ellos—también se las ha llevado, ¡por favor ayúdanos!

—Tranquilos—les dijo.

La furia por la impotencia ante aquella salvajada iba minando el espíritu del héroe, habían manipulado los sentimientos nobles de aquellas personas, fingiendo ser monjes para poder tener acceso a la casa, como él temía. Lo más curioso era que cada vez sus sospechas sobre lo que andaban buscando se iban diluyendo. Si era cierta su intuición, aquellos hombres no pararían hasta encontrarlo y lo peligroso era que esos supuestos frailes iban camino de la Villa. Sátur se acercó corriendo hacia él. Con su rostro tapado le gritó.

— ¡Águila!, en el poblado de al lado están haciendo lo mismo.

El volteó de golpe. Y se incorporó.

— ¡Cuidaros! ¡Tengo que irme! Vosotros tenéis que avisar a vuestros vecinos que se vayan de las casas, dirigiros en grupos a la villa y avisad al comisario.

—Gracias Águila— le gritaron.

Él volvió a subir sobre su caballo y antes de partir les dijo.

—Encontraré a vuestras hijas.

Tomó rumbo al siguiente poblado, mientras, sobre los campesinos, caía lentamente una pluma roja. Aquella gente le sonrió, sabían que aunque en aquella ocasión no había llegado a tiempo, ahora podrían estar tranquilos, confiaban en él.

Durante las siguientes horas la lucha fue encarnizada, el héroe tuvo que lidiar con todos y cada uno de los hombres que habían tomado esa senda, casa por casa, fue ayudando a todas las familias que encontró a su paso, intentando evitar la crueldad de aquellos hombres.

En la última lucha uno de los frailes quedó mal herido, el héroe se aproximó a él, le cogió por el pecho y le gritó.

—¿Para quién trabajáis?

—Somos siervos del señor..—dijo apenas sin voz.

El Águila le zarandeó enfurecido por la respuesta.

—Que sepa yo tu Dios no da órdenes de matar a sus fieles, ni de quemar las casas y menos aún de llevarse a sus hijas. Dime pues, ¿para quien trabajáis? ¡Dímelo! —le gritaba con toda su furia. El monje le contestó con su último aliento.

—Diego…de A..arce..y ..reino..so.

El héroe dejo lentamente el cuerpo de aquel fraile sobre la tierra. Y comprendió. Era mucho pero de lo que había estado pensando. Debía poner sus ideas en orden, debía llegar a su guarida y comprobar sus dudas. Sátur que estaba junto a él le miró al tiempo que decía sin entender nada.

—¿Qué le ha dicho amo?

—¡Vamos! debemos llegar pronto a casa—dijo levantándose y corriendo hacia su caballo. Sátur le siguió aprisa, sin saber porque su amo había cambiado totalmente la expresión al oír lo que aquel monje la había dicho.

Cuando llegaron a la guarida, Sátur siguió preguntando mientras recogía sus armas.

— ¿Entonces usted ya sabe quiénes son esos hombres y que es lo que andan buscando?

—Creo que sí. Sátur. Y creo que no nos va a gustar nada. Sabemos como se llama quien ha organizado todo esto, y sabemos que se llevan son vasijas, jarrones, vasos, tinajas creo que lo tengo claro.

Sátur le miró incrédulo y le sonrió.

—Lo sabrá usted que es más listo que el hambre. Pero a mí, me lo explica. Además yo no he oído ningún nombre.

—Después Sátur después, ahora vamos a bajo y veamos que tal está Alonso. ¡En cuanto se duerma nos vamos!

—¡Otra vez, amo! Tengo la entrepierna hecha un…

El maestro ya no estaba junto a él, había bajado a su habitación. Sátur terminó de recoger sus ropas y bajó a la cocina.

Momentos después entró Alonso como un torbellino, venía acalorado y agitado.

— ¡Padre! ¡Padre!—gritó tras traspasar la puerta. El maestro salió a su encuentro. Sátur dejo de hacer la cena y siguió a su amo.

—¡Alonso!, ¿Qué pasa? ¿Por qué gritas?—preguntó Gonzalo.

—Padre, la gente dice que están incendiando las casas y aldeas que hay cerca del rio.

Con fingida preocupación le sujetó por los hombros y preguntó.

—¿Quien dice eso?

—Familias enteras que están llegando a la villa. Dicen que les han arrasado sus casas, que buscan algo, se llevan tinajas o vasos y algunas mujeres. El águila Roja les ha dicho que vengan a la villa. ¡Padre!

—Bueno tranquilo, Alonso, tranquilo, nosotros estamos todos bien. No creo que lleguen a la villa. Para eso está el comisario.

—¡Pero padre! —gritó alzando la mano en señal de reproche—no estamos todos bien.

— ¿Ha no?—curvó sus cejas.

—¡No! ¿Y tía Margarita? ¿¡Acaso sabes dónde está!? Tienes que ir a buscar a la tía.

—Hijo, pues claro que lo sé. Tía Margarita está en palacio—contestó con calma aparente. Gonzalo empezaba a sentir inquietud ante el nerviosismo de Alonso. Sátur asintió con la cabeza y corroboró las palabras de su amo.

—Ya deberías saberlo Alonsillo, tu tía todos los días está allí, en palacio, y allí está protegida de todo altercado—apoyó el postillón.

—La tía estará bien—repitió el maestro.

—¡Pues no! ¡No te enteras de nada! Como nunca estás en casa.

— ¿A, no?¿Entonces? —Preguntó molesto—dime, ¿qué es lo que te preocupa?

—No te iba a decir nada, pero como he visto a esos campesinos tan asustados he pensado que te lo tenía que decir.

—Alonso me estás asustando. ¡Que pasa!

—La tía no está en palacio. Ha venido aquí a casa a buscar una cosa que se dejó.

—¿Una cosa que se dejó?—preguntó mirando extrañado a su criado. Alonso se sentó.

—Sí. Ha venido a buscar una copa de madera.

Gonzalo abrió los ojos sin entender nada y espero a que prosiguiera con la explicación.

—Bueno es una historia muy larga.

—Tenemos todo el tiempo Alonso, pero no entiendo porque ha venido a buscar una copa. ¿qué copa?

—Sátur—preguntó Alonso—, ¿tú te acuerdas de una copa de madera que encontré en la calle y traje a casa?

—No—contestó el postillón.

—¡Bueno pues da igual!, ha venido a por esa copa. Me ha dicho que una anciana la perdió en la villa, en esta calle, hace algún tiempo ya, que era el único recuerdo de su familia y que posiblemente sería esa porque tal como se la había descrito era igual y como yo me la encontré pues pensó en ella. Como esa mujer vive con la tía en casa de su amiga se la llevó. ¡Lo entiendes ahora padre!¡Se la llevó a su casa! ¡Y ella ahora vive cerca del rio!

Gonzalo sintió un pellizco en el alma «cerca del rio», «unos hombres embozados que incendian casas y se llevan mujeres», «unos frailes» «Diego de Arce y Reinoso», «una copa», ¡Margarita podía estar en peligro!

—Alonso, presta atención—le dijo con nerviosismo sujetándole los brazos—te dijo la tía como era la copa... ¡Viste como era esa copa!

—Si padre, si esa copa ha estado aquí todo este tiempo, tu también la has tenido que ver, es de madera vieja, y tiene unos grabados ondulados.

Sátur intervino.

—Sí, ahora que recuerdo, estaba en el estante, tiene razón el chiquillo.

—Está bien Alonso, mira haremos lo siguiente, ves a casa de Catalina y quédate allí con ellos, Sátur y yo iremos a ver si encontramos a la tía. Pero por favor no te muevas de allí, es importante que permanezcas con ellos, si es cierto lo que cuentas puede que se arme un alboroto con tanta gente por las calles no quiero que andes por ahí solo. ¡Lo has entendido!

—Sí, padre, pero tú ves a por la tía por favor.

—No te preocupes, confía en mí.

—Anda corre— le animó el escudero.

Cipri llegó a palacio con el alma en un vilo. Entró en la cocina y preguntó por Catalina.

—Ahora mismo la busco—dijo la doncella.

—Gracias—contestó el posadero. Cipri espero impaciente la llegada de su amada. Al momento vino Catalina.

—Hola Cipri que te trae por aquí.

—Catalina tienes que venir a la villa rápidamente, están quemando las casas que circundan el rio, y todo el mundo está revuelto, yo he venido a buscarte para que no vayas sola, dicen que se llevan a las mujeres. ¡Debemos irnos ya!

—Pero Cipri, ¿pero que pasa, porque están haciendo eso?

—Catalina vamos no perdamos más tiempo.

Marta que acababa de entrar escuchó lo que Cipri le estaba contando. Enseguida quiso irse de palacio hacia su casa. Catalina se interpuso.

—No Marta, no. Tu quédate aquí esta noche, aunque sea duermes en la cocina, pero de aquí no te vas. ¿Cómo te vas a ir, con todo lo que está cayendo?

—Pero Catalina, yo vivo cerca del rio, debo ir.

—Precisamente por eso, ¿es que no has odio? muchacha, si a ti nadie te espera en casa, que más te da. Aquí estarás más tranquila que sola por ahí. No se hable más, te quedas y punto.

—Está bien Catalina, pero no me preocupaba por mí, alguien debe ir a avisar a Margarita. Margarita está en casa, ¿qué le pasará si llegan esos hombres?

De pronto la mujer cambió de expresión. Era verdad, no había ido a trabajar y ahora se encontraba sola en medio del bosque sin nadie que la protegiera. Con desazón continuó.

—Está bien Marta, no te preocupes. Yo me voy con Cipri pa la villa y avisaré a Gonzalo para que vaya a buscarla. Estate tranquila, ¿de acuerdo?

Marta asintió y se quedó más calmada.

—Pues iros ya.

—A más ver —se despidieron los dos.

—A más ver —contestó Marta.

En cuanto el niño salió por la puerta, Gonzalo corrió hacia su habitación, entró con fuerza y se dirigió hacia el plúteo, miró entre sus libros. Dejó uno de ellos sobre su escritorio y buscó con desesperación en su interior, página a página miraba las ilustraciones, leía las frases, quería ordenar todo lo que su cabeza estaba recordando, quería entender, hasta que por fin lo encontró. Dio varios golpes con el dedo índice sobre el párrafo encontrado.

—Aquí está.

—¿Que amo?

—Diego de Arce y Reinoso.

—¿Y quién es ese?

—Ese es el nombre que me ha dicho el fraile. El que está detrás de todo esto. Toda la villa está expuesta. A este hombre no hay quien le pare. Estamos en grave peligro.

—Pero amo, me está preocupando. Usted es el otro, yo soy el que teme, el que huye, el que tiembla y ahora usted está asustado.

—Sátur, ¿pero es que no sabes quién es?

—Pero hombre de Dios, como voy a saber todos los nombres de los nobles de las Españas. Eso usted que tiene una cabeza privilegiada y le cabe toda una enciclopedia, ¿pero a mí?

—Sátur, Diego de Arce y Reinoso, es nada más y nada menos que el inquisidor general de las Españas.

—Madre—musitó santiguándose varias veces—Dios nos coja confesaos—Y ¿qué es lo que buscan?

—Buscan el Santo Grial. Está claro. Por eso se llevan tinajas, vasos y demás enseres.

—Claro por eso había trozos de loza por el suelo cerca de aquellas casas.

—Sí Sátur. Todo el mundo cree que el Santo Grial concede la vida eterna a quien la posea.

—Pero amo como van a tener unos campesinos el Santo Grial en casa, si toda la gente sabe que es una copa con incrustaciones de piedras preciosas y oro.

—No, Sátur, todos están equivocados, en este libro dice que el Grial es completamente al revés.

— ¿Como que al revés?— preguntó Sátur.

—Si, según este libro, la copa que utilizó Jesus en la última cena, era de madera.

—¿De madera?

—según la biblia Jesús era pobre, y no tenía riquezas, así que la copa que él utilizó, era de lo más sencilla, y era de madera.

—Gonzalo cerró el libro con fuerza, miró a Sátur atribulado.

— Recuerdas cuando fuimos al bosque de la cepeda lo que nos dijo el monje ciego.

Sátur intentaba recordar. El maestro continuó.

—Dijo, que el Grial está hecho con un material que envenena cualquier líquido que se vierta en su interior.

—Sí amo, si, ahora lo recuerdo.

—Y esa copa— Se sujetó la barba con una mano, se levantó de la silla y con la cara desencajada musitó— esa copa…

— ¿Qué? Y ¿esa copa…que? Por Dios diga lo que piensa que me tiene en ascuas.

Ambos se miraron en silencio.

—Hay Dios—masculló Sátur—Amo, no me querrá decir que la copa que ha dicho Alonso, la que se ha llevao su cuñá es…

Gonzalo le miró moviendo rítmicamente la cabeza asintiendo todo lo que Sátur estaba especulando.

—¿Me está usted queriendo decir, que la copa esa era el Santo Grial y que lo hemos tenido en esta casa, tirao por ahí?

—Sí Sátur, y lo peor no es eso, ese cáliz fue el que envenenó a Margarita.

— ¿Cómo?— se alarmo.

—Posiblemente lo usara para hacer la sopa. No lo sé, pero ahora estoy seguro que esa copa es el Santo Grial.

—Madre del amor hermoso. Y ha estao en casa al alcance de todos, hemos estao a punto de morir—Satur se persigno de nuevo, y miró al cielo—Gracias señor por haber evitao una masacre.

—Sátur. Eso no es lo más importante.

—A no, eso no es importante. Tiene usted en casa el cáliz de nuestro señor Jesucristo y dice que no es importante. Ya le digo yo que le van a quemar hasta los cataplines. Si usted continua diciendo esas cosas que dice.

—Sátur prepara los caballos tenemos que salir sin pérdida de tiempo.

—¡Ahora!

—¿Que no te das cuenta? ¡Esos hombres están buscando el Santo Grial!

—Ya, ya me lo ha dicho usted. Ya lo he entendido.

—Los campesinos han dicho, que peinan la zona del rio. Si están buscando el Grial por la zona del rio…— Gonzalo en aquel momento se quedó petrificado, y comprendió el gravísimo peligro que estaba corriendo Margarita. Después gritó —¡Vamos prepara mi caballo!, tengo que irme inmediatamente.

—¿Pero ir a donde? si está a bien decírmelo.

—¡Gonzalo! ¡Sátur!—la voz de Catalina y Cipri interrumpieron su conversación. Gonzalo salió a su encuentro.

—Catalina, ¿has visto a Alonso?

—No, no lo he visto, pero tienes que ir corriendo a casa de Marta.

—¿A casa de Marta? ¿Qué Marta?—preguntó Sátur con su habitual curiosidad.

—La doncella de Lucrecia—contestó Cipri.

—¿La doncella de quien? —Miró a su amo sin entender nada.

—Sátur en casa de Marta está viviendo Margarita. Y su casa está cerca del rio—explicó Catalina angustiada.

—Está bien Catalina, ahora mismo voy para allá—contestó Gonzalo, miró a Cipri y le dijo—tu quédate con ella y con los niños, vuelvo enseguida.

—Sí, eso, volvemos enseguida—repitió Sátur acompañándolos a la puerta de salida.

Catalina y Cipri salieron de inmediato, mientras el maestro y su criado se preparaban para partir. Sátur iba preguntando.

— ¿La señora Margarita está en una casa a orillas del rio?

—Sí, Sátur, yo mismo la dejé ayer allí. ¿Comprendes ahora porque tenemos que ir sin perder tiempo?

—Ahora sí, claro, como no voy a comprender. ¡Pero como nunca dice na! Se lo guarda to pa dentro. Pues no tenía claro pa que teníamos que ir, ni a donde teníamos que ir. Menos mal que ha venido Catalina que si no, no me entero.

—Sátur a prisa, deja de hablar y vámonos tenemos que llegar lo más rápido posible. Puede que esté en grave peligro, está sola por el bosque, lleva consigo el Santo Grial, y si la encuentra la inquisición la pueden detener por lo que quieran incluso por hereje.

—¡Dios Mío!—imploró—Sí, amo sí corramos. Y no podemos olvidar que si tiene sed se acerca al rio y bebe del cáliz. Se nos queda más tiesa que la mojama... que se nos muere amo.

—¡Sátur! —Increpó—¡No vuelvas a decir eso nunca más! Margarita no va a beber de ningún sitio y no le va a pasar nada. ¿Lo entiendes?

Sátur le miró.

—Y una pregunta… como va a ir ¿de maestro o de Águila?





CAP 13- EL SANTO GRIAL

Había caído la noche sobre el camino del bosque, Margarita caminaba con prisa por llegar a su destino, sujetaba fuertemente la copa, como intuyendo que ese cáliz era algo más que una simple copa de madera. De pronto escuchó varios caballos que se aproximaban por el sendero. Presa de angustia, se escondió rápidamente entre la maleza que dibujaba el borde del camino. Permaneció inmóvil, casi sin respirar por temor a ser vista, sintió la copa  entre sus manos, rezo para que nadie se percatara de su presencia y permaneció en silencio. Tenía miedo. Por el camino, había encontrado varios aldeanos que se dirigían a la villa, trémulos, atemorizados por los últimos acontecimientos. Al encontrarse con ellos, le habían explicado lo que estaba ocurriendo por los alrededores y le habían aconsejado que regresara con ellos a la villa, que no se internara en el bosque y sobre todo que no se aproximara a la zona que bordeaba el rio, pero ella no podía volver, pensaba en Laura, sola en casa de Marta, le había dicho que no se moviera, que volvería con ella, así que les dio las gracias y prosiguió su camino, tenía que llegar junto a ella, después, quizá volverían a la villa, pero no podía dejarla a su suerte.

El sonido de las herraduras de los caballos al pasar frente a ella se ralentizó, aquellos hombres redujeron la marcha, y su respiración se entrecortó al igual que los latidos de su corazón, entonces escuchó el llanto de una mujer, intranquila por la cercanía de los hombres miró hacia uno de los carro que viajaba con ellos y vio a varias mujeres de diferentes edades atadas unas a otras y a un hombre que les vociferaba.  Un estremecimiento se apoderó de su cuerpo y la suave brisa del viento se poso en su espalda llenándola de un sudor frio. Aquellos gritos le hicieron temer lo peor. Recordó cuando ella misma había sido raptada, las humillaciones y vejaciones por las que  había tenido que pasar. Miró con excitación y lo que vio la dejó perpleja ¿Porque había varios frailes con aquellos hombres sin hacer nada? y ¿Porque iban aquellas mujeres en el carro?

De pronto, uno de los que iba en cabeza del grupo, se aproximó al carro de las mujeres.

—¡Dejad de gritar, si no queréis que tengamos que mataros y dejar vuestros inútiles cuerpos desangrarse al borde del camino! — Las mujeres le miraron con horror, presas de pánico ahogaron el llanto con su silencio. Sabían que si no dejaban de llorar cumplirían con su amenaza. Uno de los  frailes se aproximó al gerifalte.

—Tendremos que llevarlas a la gazapera. El inquisidor así lo ha ordenado.

—Está bien—contestó aquel hombre—, os llevaréis dos de los carros. Nosotros continuaremos buscando—se dirigió a sus hombres y gritó— ¡vosotros!, ¡traspasar a las mujeres al carro de los enseres rápido, tenemos que continuar con la marcha!

Margarita desde su escondite pudo escuchar la conversación.

—¿Dios mío?—tragó saliva —. Son los hombres del inquisidor. ¿Y porqué llevaran a esas mujeres presas?—masculló. No sabía si continuar escondida hasta que ellos marcharan o lentamente alejarse de allí, pero no pudo moverse, el pánico la tenía presa. Sabía que la inquisición no se andaba con menudencias, y en cualquier momento y a cualquier persona por menos que canta un gallo, le colocaban el san Benito,  así que permaneció en su escondite hasta que escuchó la orden de seguir hacia delante, y aquel grupo de hombres desapareció por la senda que bordeaba el río.

Durante unos minutos fue incapaz de caminar, refugiada entre la maleza las piernas le temblaban. Se armó de valor y continuó rio abajo. Tardó un tiempo hasta que llegó a casa de Marta, le sorprendió ver que la oscuridad reinaba en su interior, ni un ligero halo de luz iluminaba las ventanas. Se aproximó vigilante mirando a su alrededor, temía que aquellos hombres estuvieran esperándola. Llegó al umbral de la puerta, estaba abierta. Margarita asomó su dulce rostro y vio por la tenue luz de la inmensa luna que filtraba por las ventanas, que  el interior estaba totalmente destrozado, sillas, loza, estantes, ropa, todo estaba por los suelos. Margarita con desespero llamó a Laura.

—¡Señora, ya estoy aquí!¡Donde está usted!¡Señora!—gritaba mientras miraba por doquier.

—No grites muchacha. No grites que te van a oír—escuchó a sus espaldas—. Tranquila, estoy aquí.

—Dios mío, señora que susto me ha dado. ¿Dónde estaba usted?¿Se encuentra bien?

Laura la tomó de la mano, y la llevó a una habitación. Cerró la puerta tras de sí y le dijo.

—Aquí estaremos más tranquilas, y a salvo.

—No, señora, no—respondió con agitación—. Debemos irnos de aquí lo antes posible. Aunque por lo que he visto, ya han venido los hombres esos que están destrozando todas las casas  ¿verdad? ¿Cómo ha podido librarse de ellos?

—Hay Margarita, hija. La experiencia de la vida. Escuché el sonido de varios caballos que cabalgaban hacia la casa. Y rápidamente me escondí. Estoy acostumbrada a esconderme por esos mundos de Dios, así que no me fue nada difícil hacerlo. Salí por el pajar y me refugie en el bosque.

—¡Y si esos hombres hubieran mirado por alrededor!

—Era eso o quedarme aquí esperando que entraran.

Margarita asintió.

—Pues ha hecho bien—Margarita cogió con dulzura la áspera mano de Laura, la acarició mientras le hablaba— que susto me he llevado cuando no la he encontrado en casa y he visto la puerta destrozada.

— Le sonrió—. Pero ya pasó y ahora tenemos que irnos.

—No, no hace falta. Esos hombres ya han pasado por aquí, no han encontrado nada, ni a nadie, así que no creo que vuelvan.

—Quizá tenga usted razón, pero de todas maneras tenemos que irnos.

Laura la sujetó sin fuerzas. Margarita la miró y arqueó las cejas preguntado sin hablar. Laura le contestó.

—La tengo, hazme caso. Ahora nosotras nos quedaremos aquí, tranquilas a esperar que pase la noche. Por hoy esos hombres no van a volver. Créeme.

—Puede que tenga razón—hubo un silencio—. ¿Ha pasado mucho miedo?—le preguntó.

—El suficiente, ¿y tú? ¿Te los has encontrado verdad? por la cara que traías.

—Pues si señora, me los encontré por el camino y llevaban un carro lleno de mujeres maniatadas. Las pobres estaban aterrorizadas.

—El que te priven de tu libertad siempre es terrible—dijo Laura mirando al vacío.

—Lo sé, y lo peor,  es la incertidumbre de no saber que va a ser de una, lo viví no hace mucho.

—¿Has estado presa?

—Si varias veces.

Laura la miró fijamente esperando su explicación—Una vez fue el comisario de la villa y otra me quisieron vender como esclava—la mujer no dejaba de mirarla—. ¿Y usted? Seguro que cuando estuvo encerrada también sintió lo mismo.

Laura de Montignac suspiró.

—A mi me quitaron mis bienes, mi posición y  treinta años de mi vida, los que deberían haber sido ¡mis mejores años!

—Y a sus tres hijos—recordó Margarita mirándola con ternura.

—Sí, niña sí, eso fue lo más doloroso y lo que me ha mantenido en pie todo este tiempo.

Margarita quiso animarla al ver la tristeza reflejada en su rostro curtido por el paso de los años.

—Pues mire Laura, le tengo una sorpresa.

Laura la miró turbada.

— ¿Una sorpresa?

— ¡Pues claro! ¿Acaso no recuerda que he ido a la villa a buscar su copa?

Laura abrió los ojos  con fuerza.

—Sí, claro que lo recuerdo—Una chispa de luz los iluminó al momento que decía.

— ¿La has encontrado?

Margarita le sonrió.

—Siéntese por favor— dulcemente la acompañó hacia una silla que levantó del suelo y le aproximó—, verá —dijo sonriente—, yo he traído una copa, pero no sé si será la que usted busca.

Con ansiedad y nerviosismo, Laura extendió sus manos.

—Haber, déjamela hija por favor. Déjamela ver.

Margarita le acercó el cáliz envuelto entre la ropa, Laura temblorosa lo dejó sobre la cama y deslió lentamente el retal. La escasa luz de la luna que iluminaba parte de lecho le dejó contemplar como poco a poco asomaba a la vida lo que tenía que proteger con la suya propia. Ahí estaba de nuevo, frente a ella, sobre la austera cama de aquella morada. Sus ajados dedeos acariciaron cada curva de aquel cáliz que tanto significaba para ella. Con solemnidad Laura sujetó la ansiada copa con sus manos, la alzó frente a ella, y la contempló con devoción. Recordó las palabras de su padre, y el dibujo que él le hiciera para que en el momento oportuno ella, Laura de Montignac reconociera el cáliz. Era el Santo Grial.

Laura permaneció unos minutos, contemplándola en silencio, sus húmedos y cansados ojos dejaron escapar lágrimas que brotaban sin fuerza, deslizándose por el curtido y rugoso rostro de la noble dama. La aferró durante unos segundos con fuerza contra su corazón, dándole gracias a Dios por haber permitido recuperarla. Sus lágrimas  a diferencia de las derramadas durante los  treinta años de reclusión en soledad, le sabían diferentes, ahora su sabor era de sosiego, había recuperado lo que su familia había guardado durante tantos años. Laura de Montignac juró en silencio que no la volvería a perder y que de ahora en adelante la iba proteger con su vida. Margarita fue quien rompió la ceremonia de aquel momento.

—¡Señora! ¿Es esa la copa que andaba buscando?

Laura, casi sin separar sus ojos del Grial, contestó a Margarita.

—Sí, hija. Esta es la copa. Este es el Santo Grial.

Margarita se quedó extrañada, había escuchado «El Santo Grial», la copa sagrada que todo el mundo creía que concedía la vida eterna, y en cambio esa misma copa fue la que a ella estuvo a punto de costarle la vida. Sin comprender nada de todo aquello, se aproximó a Laura y le volvió a preguntar.

—¿Qué es lo que me ha dicho? ¿Que esa copa, es el Santo Grial?

Laura cambio el rumbo de su mirada, bajo la copa y comprendió que su admiración por el cáliz, le había hecho revelar aquel gran secreto que debería guardar por siempre. Al ver el rostro de Margarita comprendió que ya era demasiado tarde, había revelado su misterio y ella no iba a dejar de preguntar. La miró y le ordenó con delicadeza que se sentara junto a ella. Margarita obedeció.

—Mira hija, deja que te explique—Margarita estaba aturdida, «el Santo Grial». No podía ser verdad lo que aquella mujer le había dicho, pensó que la mujer continuaba con su delirio y que sería parte de su desvarío. Laura se percató.

—Margarita, mírame a los ojos, no te estoy mintiendo, mírame.

Al mirar a los ojos a aquella mujer que apenas conocía su alma se lleno de paz y tranquilidad, era como si mirara a una divinidad. Sentía algo bello, y profundo que no sabía explicar, cuando le hablaba, cuando la miraba, cuando la acariciaba. Por eso le prestó atención, la curiosidad la envolvió y disipó toda la sinrazón.

—Dígame señora, la escucho.

—Mira muchacha, me tienes que prometer por tu vida que lo que voy a decirte nunca lo vas a explicar a nadie.

Margarita asintió

—Se lo prometo.

—Está bien, ese será nuestro secreto. Al fin y al cabo, no tengo a mis hijos conmigo, y alguien tiene que continuar con su custodia si yo falto algún día, cosa que creo que acontecerá pronto. Así que si el destino te ha puesto en mi camino, y me ha demostrado que eres una mujer fuerte, y de buen corazón,  será una señal y posiblemente seas tú la elegida para este cometido.

Margarita seguía sin pestañear y prestando toda su atención.

— ¡Señora, yo! ¿Qué debo custodiar?

Laura miró la copa que mantenía entre sus manos. Margarita arrastro sus ojos hacia el cáliz y miró a la mujer con zozobra.

—Sí, Margarita, la copa. El Santo Grial.

— ¿El… Grial? Es muy peligroso, estuvo a punto de matarme.

—No, el Grial no es peligroso, pero ¿Acaso bebiste de él? —preguntó Laura inquieta.

—Yo no sabía… estaba haciendo la sopa para la cena y mi sobrino vertió en la olla agua con ella.

—Y al comer la sopa fue cuando…

—Si—interrumpió—, estuve a un paso de la muerte. Esa copa cuanto más lejos mejor.

Laura sonrió con dulzura.

—Verás. Si tuviera a mis hijos no te pediría esto, pero quién sabe si alguna vez los voy a encontrar. Atiéndeme por favor. Esta copa… —miró alrededor y hablo con voz queda—esta copa fue con la que Jesucristo bebió en la última cena, y la que después sirvió para recoger su sangre cuando fue crucificado—Margarita la escuchaba con sus cinco sentidos—¿lo sabías?

—Sí, lo explica en un pasaje de la biblia.

—Bien, no sé si sabrás que en la biblia explica que José de Arimatea la trajo a Europa—miró a ambos lados y continuó susurrando—, pero lo que la iglesia esconde, lo que no quieren que se divulgue es que después de la crucifixión, el Santo Grial viajó hasta las costas del sur de Francia junto con María Magdalena y su hija, la hija de ambos.

Margarita se incorporó rápidamente.

—Señora, por Dios. ¿Me está contando que Jesús y María Magdalena se casaron y tuvieron un hijo, y que Jesús era hijo de hombre? ¡Eso es una blasfemia! Como se le ocurre decir semejante cosa—Margarita estaba nerviosa, pensó que posiblemente que a aquella mujer la habían tenido encerrada por pensar de aquella manera, esos pensamientos eran contrarios a la iglesia, una herejía; pensó en salir de allí y no mirar atrás, estaba poniendo en peligro su vida, y la de su hijo. La miró repentinamente, pero por una fuerza superior al encontrarse con sus ojos volvió a apiadarse de ella, le habló—Laura, ¿sabe que a esos hombres que han vendió hasta aquí, los envía el inquisidor? Mire, yo quiero ayudarla, pero referente a eso no quiero saber nada más, perdóneme usted pero no me parece que sea yo la persona que tenga que custodiar nada, yo no…

—Por favor Margarita deja que te explique. Por favor —le imploró alargándole con su  trémula mano.

Margarita se compadeció de aquella mirada, y resignada se volvió a sentar junto a ella.

—Usted dirá.

—Mira hija, hay varios evangelios que la iglesia a escondido y no quiere que salgan a la luz, en uno de ellos explica que Jesús era hijo de hombre y no de Dios.

—Dios Santo Bendito—se alarmó.

—Créeme, las bodas de Caná en realidad era la boda de Jesus con María Magdalena, por eso ella, su mujer, fue la que le ungió sus heridas y la que trajo a Francia el Grial junto con su hija. Ese Grial ha pasado de generación en Generación, es de sangre real, «sang royal ¹», con el tiempo y las pronunciaciones pasó a ser el Santo Grial Se dijo que había viajado a Inglaterra con Jose de Arimatea pero en realidad estuvo toda la vida custodiado por mi familia.

Margarita abrió los ojos de par en par.

—¿Me está usted diciendo, que está emparentada con la familia de Jesús? Vamos hombre, no me lo puedo creer, por favor. Creo, con todos mis respetos doña Laura, creo, que ha permanecido demasiado tiempo encerrada y ha vivido un mundo irreal.

—Comprendo que no lo entiendas, y que no me creas, incluso que creas que estoy loca, pero sé que con el tiempo me creerás, dame tiempo—Margarita la miró enojada, la gran dama se excusó—He creído necesario explicarte toda la historia para que me puedas ayudar, para que comprendas la importancia y el alcance de todo esto.

Margarita volvió a ceder, era imposible negarle algo, y no sabía el por qué.

—Está bien, y suponiendo que todo este cuento fuera verdad. ¿Qué evangelios se supone que son esos? Haber dígame, necesito que me conteste para creerla. Que yo sepa solo hay  cuatro evangelios, el de San Mateo, San Marcos, San Lucas y San Juan. ¡No hay más!

Laura se sonrió.

— Esta bien muchacha. Te lo explicaré todo.

—Tenemos toda la noche— dijo Margarita poniéndose cómoda sobre aquel colchón repleto de paja. La voz de Laura de Montignac envolvió la habitación.

— Por desgracia Margarita, el clero se encargó de esconderlos, solo algunos estudiosos casi siempre frailes franciscanos han podido tener acceso a él.

—¿Y cuál es ese que dice todo eso?

—El evangelio de Judas, la verdadera Biblia. Ahí explica todo lo que te he dicho.

Margarita se santiguo temblorosa, se incorporó de nuevo, y miró rápidamente por las ventanas que daban al exterior de aquella habitación. No vio a nadie. Laura permanecía sobre la cama, mirando a la muchacha ir de un lado al otro. Una vez comprobó que no había nadie escuchando se acercó a ella y con apenas un susurró continuó.

—Señora, le ruego por favor que no me hable más de eso. Judas era un traidor, y me dice que escribió un evangelio y que ese evangelio es la verdadera biblia. ¡Madre de Dios!

Laura comprendió que era demasiado para poder hacerla comprender que aquello que le estaba explicando era real. Así que opto por cambiar de conversación, debía darle tiempo, ya continuaría al día siguiente o cualquier otro día, lo que si sabía era que debía explicárselo todo, tenía que confiar en alguien para poder cumplir la promesa y custodiar el Grial y entendió que aquella mujer con aquella dulce figura sin duda era la elegida para tal fin. Laura continuó.

—Pero eso no es lo que quiero explicarte.

—¡Ah! ¿Es que hay más?— dijo agitada—, usted es un saco de sorpresas—se desesperó—es que, en realidad no sé lo que hago yo aquí—dijo elevando las manos y dejándolas caer sobre sus piernas—. El inquisidor está quemando casas, destrozando hogares, incluso llevándose a las mujeres de la zona del rio y usted aquí hablando de todas esas cosas. Por mucho menos de eso,  han condenado a mucha gente a morir en la hoguera.

Laura cogió las manos de Margarita  y las palmeó para tranquilizarla.

—No te preocupes, ahora lo que importa y te lo agradezco en mi nombre y en el de mi familia,  que hayas encontrado el Santo Grial. Nunca debe caer en manos de personas sin corazón, sin sentimientos. Como el…

— ¡Inquisidor! — interrumpió Margarita.

—El inquisidor, por supuesto y otros muchos más que no lo son, nobles, clero, reyes—Margarita la volvió a mirar, pero esta vez no preguntó nada más, se limitó a guardar silencio. Durante unos segundos fue lo que en aquella habitación reinó, las dos mujeres permanecieron calladas la una junto a la otra. Hasta que Laura preguntó.

— ¿Dices que están peinando la zona del rio?

—Sí, casa por casa. Buscan algo que aún no han encontrado, y creo que se llevan a las mujeres para forzar a las familias para que delaten a sus vecinos.

—Eso es habitual de la inquisición.

—Por eso debemos irnos, y esconder el Grial.

Entonces Margarita recordó a los frailes, eran franciscanos, o al menos llevaban sus hábitos. En aquel momento las explicaciones de Laura le ayudaron a comprender.

—¡Claro! ¡ Laura,  están buscando el Grial!, debemos esconderlo, han venido a buscarlo.

—Porque dices que buscan el Grial, esos hombres no pueden saber que estaba en la villa.

—Porque esos hombres iban con unos franciscanos. Y ellos no hicieron nada por ayudar a las mujeres que iban con ellos en el carro. Ellos eran los que daban las órdenes. Tenemos que pensar en algo.

—Entonces, es eso. Diego está aquí.

Margarita la miró frunciendo las cejas.

—¿Diego?

—Sí, pensaba que solo eran sus hombres los que habían llegado a la villa, pero si me dices que los frailes iban en el grupo de los asaltantes. Eso quiere decir que Diego está aquí y dirige personalmente la búsqueda.

—De acuerdo, pero ¿quién es Diego?

—Diego—le dijo con una sonrisa insidiosa—Es el inquisidor General de las Españas.

Aturdida preguntó

—¿Usted conoce personalmente al inquisidor general? Y ¿le llama Diego?

Laura suspiró

—Es una historia muy larga, que algún día te explicaré.

—Eso será si no nos detienen antes.

—Estate tranquila y dime. Sabes de algún lugar donde podamos guardar el Grial, si lo llevamos con nosotras, sí que lo encontrarán y correríamos peligro.

—Tiene usted razón—Margarita recordó un lugar donde ella siempre había dejado guardados sus más íntimos secretos.

—Lo llevaremos a un lugar que yo conozco, ahí estará seguro.

—Está bien, confío en ti. Mañana iremos.

Margarita, miró a Laura, cerró los ojos y con resignación le dijo.
 
—Ande, ahora debería descansar,  ¿por qué no se acuesta un poco? Mientras me acerco a palacio, Marta no ha llegado y no sé lo que ha podido pasar, a estas horas ya debería estar aquí. Así aprovecharé y traeré algo de comida de palacio—sonrió—. Allí la marquesa tira gran parte, sin pensar en las personas que pasan hambre.

—Está bien, Margarita, realmente estoy muy cansada. Y aunque los hombres ya han pasado por la zona, ten  mucho cuidado.

—Lo tendré. Ahora me voy y vuelvo enseguida.

Margarita se levantó de la cama y la ayudó a recostarse. Laura cogió la copa entre sus manos y se dispuso a descansar. La muchacha se dirigió hacia la puerta de la habitación, cuando se disponía a salir, la mujer la llamó.

—¡Margarita!

—Sí.

—Muchas gracias por ayudarme, por creerme y por estar aquí.

—No se preocupe, lo hago con mucho gusto.

— ¿Me ayudarás a buscar a mis hijos?

La tristeza con que pronunció esas palabras, hizo que Margarita se aproximara a  su lado.

—Se lo prometo— le respondió con una mirada dulce mientras le acariciaba su ajada mejilla. Laura se lo agradeció con una sonrisa.

—Sabes hija.

—Dígame.

—Mi hija posiblemente ahora será un poco más joven que tú. Era la pequeña, y era preciosa cuando nació, toda una princesita.

Margarita sonrió de nuevo.

— ¿Cuantos años tendrán sus hijos ahora?

—El mayor tendrá, cuarenta y dos, el pequeño, treinta y siete, y la niña veintinueve habrá cumplido recientemente.

—Y como son,  tiene algo que nos pueda ayudar a encontrarlos.

—Recuerdo cuando nació Ana, que así se llama mi hija, antes de que se la llevaran al convento...

— ¿Se la llevaron a un convento?—interrumpió.

—Eso fue lo que me explicaron

—Que crueldad.

—Antes de que se la llevaran pude ver que la niña tenía una mancha junto al cuello, debajo de la oreja izquierda, una especie de antojo—suspiró. Aquel recuerdo le dolía, recordaba aquel diminuto cuerpo gritar y llorar junto a ella, esos ojos que la miraban suplicantes pidiendo que no la apartaran de su lado, que no la apartaran de su calor, de su amor. Pero poco pudo hacer.

— ¿Y sus hijos?— dijo Margarita devolviéndola a la realidad—, ¿sabe donde los llevaron?

—No, no sé nada de ellos. Mis hermosos y amados hijos, tan parecidos y tan diferentes a la vez—una suave sonrisa se dibujó en su compungido rostro—. Uno moreno como yo, y con el porte, la elegancia y el saber estar de su padre, y el otro, mi niño mimado, con su pelito dorado como su padre, inteligente, inquieto y despierto como yo—por un instante Laura enmudeció sumida en sus recuerdos—. ¿Qué habrá sido de ellos?—se preguntó. De nuevo las lágrimas inundaron sus mejillas— ¿Porque me los quitaron si era lo que más quería en esta vida?— Margarita con sus ojos húmedos por la emoción, se acarició instintivamente su vientre, como queriendo proteger con sus brazos a su hijo, comprendiendo todo el sufrimiento por el que habría pasado aquella mujer. Laura la miró.

—Hija

—¿Si?

— ¿estás…?

Ella se dio cuenta, y disimuladamente bajó sus manos.

— ¿He?, ha, no, no. Yo no estoy, no.

—Me había parecido que...

—No señora, no.

Laura en aquel momento supo que Margarita estaba embarazada. Pero respetó su deseo y no insistió.

—Está bien, como quieras.

—Señora debo irme—dijo queriendo huir de allí.

—Hasta luego Margarita, ten mucho cuidado—le dijo para tranquilizarla.

—Lo tendré, ahora mismo vuelvo. Mientras tanto descanse.

—Lo haré.

Cerró la puerta y guiada por la luz de la luna, se dirigió con paso firme hacia palacio. Laura abrazó el cáliz, y cerró los ojos, rezó por sus hijos, como hacía todas las noches. Ahora tan solo le faltaba encontrarlos. Y Margarita la iba a ayudar. Con esa tranquilidad Laura de Montignac sucumbió en un profundo y tranquilo sueño, como hacía muchos años no había sido capaz de encontrar.


¹«sang royal » en francés significa sangre real.



14-LAURA CONOCE A ÁGUILA ROJA


El viento acariciaba sus ojos, el embozo limitaba su respiración que a veces sentía que le faltaba. El corazón le latía con la misma intensidad con la que galopaba su caballo, mientras su mente solamente pensaba en ella, y en el peligro inminente en el que podía encontrarse Margarita.

Cuanto más corría, más ansiedad le invadía. La recordaba, veía sus grandes e inmensos ojos perderse en la oscuridad del camino. El sabor de sus labios húmedos y cálidos, esperando entregarle al alma. La quería como nunca había querido a nadie en la vida. La vivía a cada momento desde aquella hermosa mañana, donde días atrás se entregaron en cuerpo y alma, unos momentos tan deseados y tan inolvidables para los dos.  Lo sabía, lo sentía, Margarita formaba parte de él, siempre había sido así desde la más tierna infancia y no iba a consentir que nadie la apartara de él, otra vez no. Ni tan siquiera que la miraran, y mucho menos, que le hicieran daño, debía evitar que aquellos hombres llegaran a donde estaba ella. Cada minuto que perdía podría  convertirse en un minuto de dolor. Pero… ¿por qué pensaba eso si siempre era él, el que calmaba la angustia y el pesimismo a los demás? Sabía que a Margarita no le iba a ocurrir nada malo. Pero sentía una sensación extraña, esta vez era diferente, sentía miedo de perderla. Suspiró profundamente y se dijo a sí mismo.

—«¡¡He, Gonzalo!! ¡No! A Margarita, no le va a suceder nada, te lo prometo»

En aquel preciso momento de debilidad, su «alter ego», había cogido las riendas de sus sentimientos, cubriendo el alma del maestro, de arrojo, valentía y amor.

La Luna vigilante, jugaba entre los frondosos árboles con su tenue y blanco reflejo, que se disipaba a su paso entre las espesas ramas, iluminando  muy débilmente el camino que el héroe tenía que seguir.
Por fin, a lo lejos, divisó la morada de Marta. Con rapidez y en silencio se apeó del caballo y sigilosamente con la Katana en su mano, se aproximó hacia su puerta. Observó que  la puerta permanecía entornada  y escuchó antes de abrirla, no se oía nada en su interior,  con el mismo sigilo que llegó, entró en su interior. Vio con estupor que todo el interior de la casa estaba destrozado, no habían dejado nada en pié. Temió lo peor. Pero el héroe, no gritó el nombre de Margarita. Lentamente miró por todos y cada uno de los rincones y comprobó que no se encontraba allí.  Por una intuición natural se detuvo en medio de la oscuridad de aquel habitáculo, sentía una presencia, permaneció quieto, expectante, casi sin respirar. Los cinco sentidos, se irguieron en él, permitiéndole escuchar a través del silencio y de la suave brisa, cualquier sensación que pudiera  percibir.
 
De pronto sintió los latidos de un corazón. Pensó en Margarita, podría estar herida, y se dirigió presuroso hacia el lugar de donde provenían aquellos lentos pero intensos latidos. Abrió la puerta con brío, y lo que encontró en aquella habitación contigua, lo dejó apenado. La mujer que permanecía en el camastro no era Margarita, era otra mujer. Comprobó con tristeza que ella no estaba allí. La mujer, asustada le miraba desde su lecho. Había escuchado los pasos apresurados del héroe, pero pensó que eran los de Margarita.  Ahora estaba aturdida, « ¿Quién era aquel hombre que vestía de aquella manera tan extraña? ». Él comprendió el sobresalto de la mujer. Moviendo la mano hacia ella, intentando tranquilizarla dijo.

—No tenga miedo, señora, no le voy hacer daño alguno. Tranquila.

Laura que al incorporarse en su camastro había escondido la copa bajo sus ropas, le dijo sujetando la mantilla que cubría su cabello.

— ¿Que es lo que desea? ¿Quién es usted? ¿Por qué va vestido de esa manera?

El Águila, se extrañó al pensar que alguien que vivía en la villa, no le reconociera.

—Señora, cálmese—repitió con tranquilidad.

—Me calmaré cuando envaine su espada—dijo con el orgullo de una reina.

Él, no se había percatado de que tenía la Katana sujeta con fuerza por si tenía que entrar en combate en cualquier momento, y tras aquellas palabras comprendió que no había peligro alguno y debía guardarla. Miró aquella mujer, le había sorprendido la valentía con la que se había enfrentado a alguien que no conocía y que empuñaba un arma. « ¿De quien se trataba?»

—Señora, no tiene por qué preocuparse. ¿No me conoce? ¡Soy Águila Roja! Y defiendo las causas nobles. ¿Qué hace usted aquí tan sola? ¿Acaso usted vive aquí?—preguntó mientras  enfundaba su arma.

Laura con los ojos de par en par, miró al héroe con júbilo. Se incorporó sobre la cama y dijo.
— El Águila Roja. ¿De verdad es usted  Águila Roja?

Él se aproximó. La escasa luz que penetraba por la ventana iluminó sus castaños ojos que  asomaban sobre su embozo.

—Sí, soy yo.

—He escuchado tantas historias de usted, que creí que era una leyenda. Nadie ayuda desinteresadamente a los infelices. Nadie salva a nadie por nada, enfrentándose a la ley.

—Pues ya ve que era cierto, existo, eso se lo puedo asegurar— le dijo complacido —Pero, dígame buena mujer. ¿Ha visto a la joven que vive en esta casa?

Laura desconfiaba, lo sentía inquieto, no quería contestar sin averiguar algo más de aquel ser que tenía frente a ella.

— ¿Cuál de las dos? —preguntó rápidamente con astucia. Él se quedó callado, no había  recordado que Marta también vivía en la casa, por lo que especificó.

—Margarita, una joven morena, que trabaja en palacio de costurera.

Le miró a los ojos, quería saber porqué aquel hombre estaba buscando a la muchacha que la había tratado como una hija. Al encontrar sus ojos Laura sintió un pellizco en su estomago. Aquella mirada tan limpia y clara... Él Héroe repitió.

—Por favor, señora, la mujer, ¿sabe dónde está?, ¿la ha visto? , no la encuentro por la casa, ni por sus alrededores.

Laura volvió en sí.

—Y porque tendría que decírselo.

—Escúcheme, esa mujer, Margarita, puede estar en grave peligro, y yo he venido a prevenirla, a salvarla, si la encuentran esos hombres puede que sea demasiado tarde.

Laura al sentir la angustia del guerrero comprendió que debía explicarle lo que sabía.

—Está bien, está bien. Margarita ha ido a palacio en busca de Marta y de algo de comer. Ya habrá visto que esos hombres no nos han dejado nada.

— ¿Ha palacio, a estas horas y sola?—se inquietó.

—Pues sí. ¿Está muy lejos el palacio donde ella trabaja?

Él héroe la miro arqueando las cejas.

— ¿No sabe donde está palacio?

—Es que…No soy de aquí.

Sentía que estaba perdiendo el tiempo con aquella mujer, que Margarita podría estar en grave peligro, por lo que decidió finalizar la conversación y marchar en su busca.

—Bueno verá está un poco lejos. Así que voy a buscarla—Dio media vuelta y caminó hacia la puerta de la habitación.

— ¿Usted va a ir a buscar a Margarita a palacio?—gritó la mujer.

Él se giró, y observó que ella  le miraba sentada en su cama.

—Sí. Ya le he dicho que creo que puede estar en grave peligro. Lleva consigo un objeto que…
Se quedó en silencio, pensativo, no podía decir que llevaba el Santo Grial, al fin y al cabo acababa de conocer aquella mujer y no sabía quién era, ni que intenciones tenía. Solo sabía que la inquisición y el poder, tenían los tentáculos muy largos y que Margarita podía estar en el punto de mira de uno de ellos.

— Bueno mire me tengo que ir. Usted por favor, no salga sola por el bosque. Esta noche está repleto de maleantes.

—Lo sé. De aquí no me moveré.  Pero dígame, ¿qué objeto lleva Margarita para que esté en peligro?
Él Águila, recordó el Santo Grial, pero no dijo nada. Laura lo comprendió enseguida.

—No me lo quiere decir, ¿no es eso?—prosiguió la dama. El tiempo corría, y no sabía que había sido de Margarita. La miró.

—Señora, lo siento, de verdad, pero me tengo que ir.

Había algo en aquella mujer que le decía  que no era tan débil como parecía, además de transmitirle una gran serenidad y paz interior. Laura giró sobre sí misma y sacó el Grial de entre sus ropas a la vez que decía.

—Está bien, pero…— cuando Laura volvió a mirar para mostrarle la copa, el héroe ya se había ido—… ¡oiga!— Laura dejó lentamente el cáliz en su regazo y musitó—, lo que tanto busca está aquí—. Levantó su mirada tras la estela del héroe y formulo una pregunta.

— ¿O no es el cáliz lo que con tanta desesperación ansía, el Águila Roja?

 Al decir aquellas palabras, a su memoria llegó como un destello el blasón de su familia. El Blasón de los Montignac. Laura se quedó absorta en aquel recuerdo. En su escudo había ¡un águila Roja! Claro, ¿cómo no se había dado cuenta antes?, ¿sería aquello una señal? ¿Tendría algo que ver ese gran guerrero, con su linaje?

De pronto Laura sintió un estallido en su corazón. Saltó de la cama y corrió hacia la puerta por donde había salido el héroe. Se apoyo sobre ella y miró al horizonte. Ya era tarde, ni rastro del héroe. Sintió el reflejo de la luna en su rostro, que ahora respiraba en libertad. El canto de los grillos chirriaba con fuerza acompañándola en aquel momento. Miró hacia el universo, un pensamiento le había llenado su ser de agitación y un presentimiento llenó su espíritu de contenida excitación. Respiró profundamente, y  presionó su puño sobre su cansado pecho queriendo sujetar su palpitar. Una leve lágrima afloró a sus tristes pupilas, dejando brotar aquel sentimiento que había perturbado durante tantos años su alma. Recordó el calor de los ojos del águila, cuando momentos antes, alumbrados por el suave resplandor de aquella luna que ahora la cubría, le había dejado contemplar. Aquellos ojos… Junto aquel recuerdo, una pregunta afloró de sus labios como un susurro.

—Dios mío. ¿Y si el héroe de la villa, es uno de mis hijos?

Laura, lloró en silencio, rezando para que ese presentimiento, se convirtiera en realidad.




15-LUCRECIA, ESPIA EN PALACIO


—Inquisidor—Saludo Hernán, tras entrar en el salón—. Lucrecia, Cardenal—se dirigió a ellos inclinando su cabeza.

A Lucrecia se le iluminó el rostro, siempre que tenía cerca al comisario algo en ella revivía. Había sufrido mucho durante su ceguera, había removido Roma con Santiago para que Hernán volviera a ser lo que era, y lo había conseguido. Lo había conseguido todo menos su perdón.

—Hernán, toma asiento—Lucrecia miró tras el comisario buscando a su cándida esposa y agregó irónicamente—¿Irene? ¿A caso está otra vez indispuesta, que no ha venido a recibir al inquisidor, como él se merece?

El inquisidor la miró de soslayo, y Hernán justificó su ausencia ante los presentes.

—Debe disculparla inquisidor, ahora mismo vendrá, se entretuvo rezando por vos en la capilla.

—No hay mejor entretenimiento para una mujer que rezar, para pedir a Dios por los suyos y esperar para cumplir los deseos de su marido—replicó.

Lucrecia miró con fingida sonrisa al inquisidor, suspiró profundamente, y respondió con sorna.

—Por supuesto inquisidor, es una bendición tener una mujer con esas cualidades tan devotas. Irene es un amor.

Hernán molesto por el comentario, buscó los ojos de Lucrecia, que le sonreía desde su lugar insidiosamente, intentando desprestigiar ante el inquisidor a su esposa. Con rabia contenida por aquella actitud salió en defensa de la joven.

—Es cierto, mi joven esposa, es única en todo.

—Me alegra que opinéis así, comisario—respondió el Cardenal—esa niña, es la niña de mis ojos, lo mejor que Dios me ha dado en esta vida—elevó la mirada dando gracias a Dios por ello.

—Comisario, es usted un hombre con suerte, ha sido bendecido por nuestro señor con una joya sin igual—contestó el inquisidor—, es una joven, buena, dulce y honesta y además, con una gran fortuna, una de las más sustanciosas del reino de las Españas—dirigió su mirada a Lucrecia—, Irene, es un cúmulo de virtudes, de las pocas que quedan en el reino—, inquirió.

—Sin lugar a dudas, inquisidor—dijo Hernán, mirando a Lucrecia—, he sido bendecido con esa dicha.

Lucrecia molesta por tanta devoción hacia Irene, se alzó y con estudiados movimientos se dirigió hacia el Inquisidor, rompiendo aquella conversación.

—Ha sido una suerte que el Cardenal pensara en mí para preparar a Irene a comportarse en las relaciones sociales de la corte—al llegar a la altura de Don Diego, extendió su brazo y con delicadeza movió su mano para indicarle el camino hacia el comedor—.Pero bueno, si me permitís, dejémonos de Irene y pasemos a la mesa.

—Buenas noches, y disculpen el retraso—dijo Irene entrando en la sala y acercándose como un rayo al inquisidor para besarle el anillo.

—Buenas noches Irene. No te preocupes jovencita, eres a la única a la que le permito este retraso.
Irene sonrió azorada y le ofreció benévola reverencia. Hernán se aproximó  y le ofreció su brazo para acompañarla al salón.

—Irene.

—Hernán—, ella  volvió a sonreír, iluminaba la estancia con tan solo su presencia, la porte de Irene, y su saber estar, eclipsaba todo lo demás. Lucrecia les miró llena de envidia, por las atenciones que volcaban todos los presentes sobre Irene, en especial Hernán. Hernán era suyo, y aunque siempre había jugado con los nobles sentimientos que Hernán le había demostrado una y otra vez, lo sentía suyo. Y ahora la había abandonado, por aquella mujercita, que día a día iba ganado terreno frente a ella. Ahora Lucrecia se sentía sola, nadie calentaba su cama como su apasionado Comisario. El simple hecho de no ser el centro de atención de aquella velada, hacía que todo su ser se retorciese de celos. Ella era la Marquesa de Santillana, e Irene no era nadie.

—Bien—dijo con simulado entusiasmo— , pues dejémonos de elogios y vayamos a cenar, ¿no creen caballeros?

Irene, asió el fornido brazo del comisario y pasó delante de ella.

—Con permiso. Lucrecia.

—Irene—respondió con orgullo, maldiciéndola por dentro.

La cena transcurrió sin contratiempos. Al finalizar, los comensales se retiraron a descansar; el inquisidor había llegado de un viaje agotador  y el Cardenal Mendoza al día siguiente, tenía asuntos de estado que resolver, por otro lado Hernán todavía convaleciente se sentía cansado y Irene quería rezar un rato antes de retirarse,  así que la fascinante Lucrecia se encontró en la estancia completamente sola, ante la calidez del hogar que le proporcionaba aquel tronco de madera devorado por el intenso fuego que chisporroteaba frente a ella. Se sirvió la última copa de vino, y se dejó caer  en el butacón frente al hogar, esperando en silencio la llegada del alba.

Hernán acompañó a Irene a sus aposentos, al llegar allí la muchacha le comentó.

—Hernán, mañana iré al convento de las Carmelitas, si me das tu consentimiento, claro está.

Él la miró y dijo sonriente.

—Claro, no veo por qué no puedas ir.

—Muchas gracias Hernán, pues con tu permiso me retiro a descansar que mañana saldré temprano—sin dar pie a que su esposo dijese nada más, se puso de puntillas y le besó en la mejilla cerrando la puerta tras ella. Desde que había vuelto de Salamanca dormían separados cada uno en una alcoba diferente, el médico le había dicho que tenía que guardar reposo absoluto, cosa por otro lado que agradó inmensamente a Irene, ya que no tendría que pasar más noches junto a él.

—Que descanses Irene—respondió con voz queda, frente a la puerta ya cerrada.

Ya en su alcoba recordó los momentos de pasión que había vivido con Lucrecia, todavía estaba profundamente enamorado de ella y no sabía cómo arrancarla de su corazón. De pronto afloró en su mente el dulce rostro de Irene, era bella, angelical, pero el sentimiento que reinaba en su corazón era totalmente diferente al que seguía sintiendo por la Marquesa. Varios golpes acompasados sobre su puerta le llamaron la atención, Hernán se dirigió hacia ella y la abrió con premura.

 Pedro estaba frente a él con cara de preocupación.

—Espero que tengas una razón poderosa para venir a estas horas de la noche a interrumpir mi descanso.

—Señor—le respondió con apresurada incomodidad—varios hombres embozados están destrozando y quemando las casas que circundan el rio, además se están llevando a las mujeres de la villa.

— ¿Cómo dices? Varios hombres embozados, ¿y, por qué? ¿Quién los envía? ¿Abras detenido alguno de ellos no?

Pedro contestó con nerviosismo ante tanta pregunta.

—Yo, señor, no sabía qué hacer. Hemos seguido a esos hombres y hemos visto que junto a ellos  había varios frailes.

De pronto pensó en Mendoza.

—Está bien, está bien, ve, ahora mismo voy yo.

Entró de nuevo en su alcoba se acomodó su casaca, cogió su espada para dirigirse hacia los calabozos donde le esperaban sus soldados, pero antes, tenía que hacer una visita forzada para saber algo sobre aquella situación.

Al llegar a los aposentos del Cardenal, entró como un relámpago, sin previo aviso. El Cardenal se entretenía entre las sábanas, con una jovencita de apenas dieciséis años, de aterciopelado rostro, y una larga cabellera dorada. Él, de lado, junto aquel joven cuerpo, acariciaba libidinosamente el virginal seno que sobresalía sobre aquella piel desnuda que yacía junto a su grasienta panza y que le avocaba sin impunidad a la concupiscencia del placer sexual. Por la diferencia de edad que había entre los dos y si el Cardenal hubiera sido un hombre vulgar, bien había podido ser su hija. En realidad, pensó,  podría serlo, ya que el Cardenal era de lo más promiscuo que había en el reino de las Españas, mucho más que él mismo, pero a diferencia de su eminencia, Hernán nunca había estado con una niña, por eso en aquel momento el comisario sintió nauseas.

—¡¡Como osas entrar en mis aposentos de esta manera, sin ni tan siquiera anunciarte!!—gritó indignado.

—Eminencia—bajó su mirada al suelo—, lo que tengo que decirle es muy importante— levantó de nuevo su cabeza y miró hacia el lecho donde la joven se cubría el rostro con la sábana de encaje. Mendoza, se incorporó de la cama y se cubrió con su bata de seda.

—Está bien, tú dirás.

—Señor, insisto, es un problema de estado. Debemos hablar a solas.

El Cardenal giró la cabeza y ordenó a la jovencita que se vistiera y se marchara lo antes posible. La joven obedeció rápidamente, su rostro reflejó alivio, y en su interior agradeció aquella improvisada visita, aunque sabía que tarde o temprano tendría que volver a aquella alcoba.

Una vez solos, Hernán continuó hablando.

—Eminencia, unos embozados están destrozando las casas junto al rio. ¿Qué sabe de eso?

— ¿Y por esa simpleza, tengo que dejar lo que estaba haciendo?—espetó—.Pero, ¿es que tú no te bastas solo, para solucionar los problemas del pueblo?, ¿acaso no eres la autoridad en la villa?, se supone que tú debes averiguar todo lo que pasa en ella, deberías ser tú, quien tendría que contestar a esa pregunta, y no al revés.

—Lo haría con mucho gusto, Cardenal, pero, es que la mayoría de esos hombres son frailes franciscanos. Y se supone que los frailes son cosa suya.

Mendoza cambió el rictus de su rostro.

—¡¡Maldición!!—gritó colérico.

Hernán le miró sin comprender nada, agudizando más su sarcasmo.

—Por su ira, comprendo que sabe algo al respecto. Algo se le ha ido de las manos, ¿verdad eminencia?

El Cardenal le miró airado, situación que aprovechó Hernán para ahondar en el problema.

—Mi intuición de comisario no me engaña. ¿Quiénes son esos hombres y que es lo que andan buscando? ¿De quién reciben órdenes? Si no es de usted.

El Cardenal  se dirigió hacia el gran ventanal que dominaba su alcoba y por la que podía ver el exterior de palacio.

—Eso es cosa del inquisidor—habló contrariado—, se nos ha adelantado. Ha vendió a por el Grial y no parará hasta encontrarlo.

Hernán comprendió. El Cardenal continúo dando órdenes.

—Hernán, tienes que encontrarlo antes que él, de lo contrario todos nuestros planes y esfuerzos habrán sido inútiles. El Grial es mi salvoconducto para llegar al Vaticano—Hernán esperaba en silencio sus indicaciones—. Apresúrate, que haces ahí como un pasmarote.

—Y que gano yo en todo esto. Yo no tengo prisa alguna.

El Cardenal le miró con indignación.

— ¿Qué es lo que quieres comisario?

—La mitad de lo que consigáis eminencia, como somos familia debemos compartirlo todo.
Sus pupilas se clavaron en las del comisario, hundiéndose en su interior como si fueran dos dagas.
—¿Te parece poco lo que te he dado?—reprochó—¿Acaso Irene no es suficiente premio? ¿Hasta dónde llega tu ambición?

—No me llega ni a la mitad que la suya, eminencia.

El Cardenal Mendoza se frotaba las manos y daba vueltas continuamente a su anillo. Respiró profundamente.

—Está bien, Comisario. Está bien. Si conseguís el Grial antes que el inquisidor, os daré la mitad de lo que yo consiga.

—Ahora sí, eminencia, ahora sí que esta cuestión es mía también, iré a por el Grial, y mataré a quien se interponga.
—Id con Dios.
—Eminencia—con una reverencia el comisario de la villa abandonó la alcoba.

En la estancia contigua a la habitación del Cardenal, permanecía en silencio, la perversa Lucrecia. Minutos antes,  cuando saboreaba el buen vino que quedaba en su copa, escuchó pasos presurosos por los pasillos de palacio, se asomó intrigada al ventanal del salón y vio salir de palacio a Pedro, el lugarteniente de Hernán, que partía con rapidez junto a varios de sus hombres. Momentos después escuchó el chirriar de las espuelas del comisario y curiosa le siguió hasta la alcoba del Cardenal. Sigilosa entró en la habitación contigua y tras el cuadro que regía la sobria habitación, escuchó con atención toda la conversación
.
—¡El Santo Grial!—musitó—, están buscando El Santo Grial aquí, en la villa.

Su cabeza maquinó rápidamente para poder obtener parte de semejante botín. Eso sí que era un gran triunfo. Rápidamente salió de su escondite, hacia su alcoba para poder pensar con tranquilidad el paso siguiente para lograr aquel gran triunfo que le abriría todas las puertas que últimamente se le estaban cerrando. Si conseguía aquel éxito, volvería a ganar la confianza del Rey, y volvería a ser sin duda su más admirada concubina. Volvería a lucir con luz propia en todos los rincones de la corte y del reino de las Españas y volvería a ser la más deseada. Una maliciosa sonrisa, iluminó su rostro como hacía tiempo no lo había hecho. Salió velozmente hacia las cocheras para encontrarse con Hernán, tenía que hablar con él antes de que partiera de palacio.



16-EL QUINTO EVANGELIO


Margarita andaba con rapidez por el sendero que la conducía a Palacio. Llevaba varios minutos caminando absorta en sus pensamientos, la conversación que había mantenido con Laura, todas aquellas explicaciones que había escuchado la habían puesto muy nerviosa, además de  suponer que la mujer se había percatado de su estado. ¿Cómo lo iba a disimular? De momento tan solo eran dos faltas, quizá fuera un retraso sin más. Recordó la conversación que mantuvo tiempo atrás con Catalina.

—¿Margarita, estás segura de que estás preñada?


—Sí, Catalina, tengo todos los síntomas.

—Pero alma de Dios. Tienes que hacerte la prueba.

—¿Que prueba?

—Pues, ¿cuál va a ser?, ¿la de admisión en la corte como costurera del Rey?

—Hay Cata, siempre estás igual. ¿Qué prueba es esa?

—Pues la del embarazo. Es que no sabes que se tiene que hacer pa saberlo seguro. ¿Mira que si es solo un retraso?

—Déjate de pruebas que lo yo lo sé seguro.

—Seguro, seguro, solo se sabe que una se ha de morir algún día. Así que ahora mismo me vas a escuchar. Porque he tenido más experiencia que tú, ya que yo he tenido dos hijos y tu ninguno.
Margarita la miró.

—No me mires así. Y  esta noche coges un ajo y lo pones debajo de tu almohada.

—¿Y para qué?

—Te quieres esperar a que termine.

—Venga, tira.

—Si por la mañana te levantas con sabor a ajo. No estás preña. Pero si tienes su sabor estará confirmado, y solo nos quedará esperar.

—Hay Cata, tú y tus cosas.

—Que no mujer, que no. Que lo que te digo es así de toda la vida. Lo hacía mi abuela, mi madre y todas las mujeres de mi familia. Anda Margarita, así sales de dudas y vamos pensando que es lo que vamos a hacer. Que yo sigo creyendo que se lo debes decir a Gonzalo.

Margarita la volvió a mirar.

—No quiero bajo ningún concepto que digas nada a Gonzalo, me lo juraste un día. Ni se te ocurra, Cata, ni se te ocurra.

—Punto en boca— respondió Catalina pasando sus dedos por sus labios cerrados—yo no digo na.
Una triste sonrisa  se dibujo en el rostro de Margarita al recordar aquella conversación. Nunca llegó hacerse la prueba del ajo, que tanto le insistió Catalina. Pero sabía en el fondo de su alma que estaba esperando un hijo de Gonzalo. Un hijo fruto de su amor.

Por fin, llegó a Palacio con la respiración entrecortada, había estado corriendo desde el último sendero que dividía el camino, tuvo que esconderse y cambiar de dirección varias veces, para poder sortear aquellos hombres que no cesaban de buscar por todas partes. Entró como una exhalación en la cocina buscando a Marta. Pero en la cocina no ya había nadie.

—Me lo temía, deberá estar en la habitación del servicio.

Cuando se disponía a subir por las escaleras que daban al piso superior, escuchó como alguien bajaba por ellas. Un sexto sentido hizo que Margarita se escondiera en la alacena. Desde allí escuchó un sonido inconfundible de las espuelas del comisario de la Villa. Hernán había bajado a las cocheras por la cocina, cogió un vaso y se sirvió agua de una de las jarras que descansaban sobre la gran mesa de madera. Cuando se disponía a salir, escuchó una voz que le paralizó.

—Dónde vas tan presuroso—Lucrecia de Santillana, había bajado tras él.

Margarita se sorprendió. ¿Qué hacía la Marquesa y el Comisario en la cocina cuando se suponía que deberían estar descansando en sus alcobas? Siguió agazapada.

—Lucrecia—contestó sorprendido, dándose la vuelta para mirarla—que haces a estas horas despierta.
 Estaba hermosa, el resplandor del hogar pintaba su tez de color dorado, el fulgor del fuego  coloreaba su cabello, tiñendo sus mechones de rojo pasión, sus labios entreabiertos, humedecidos por su viperina lengua, se le ofrecían con intrépida osadía, para transportarlo a su mundo, un mundo de amor, de pasión y de  voraz frenesí, que el comisario conocía perfectamente. Ella no dejaba de mirarle, lo conocía muy bien. Sabía que la sangre del hombre que tenía frente a ella, le bullía en su interior, y sabía que Hernán estaba luchando entre lanzarse sobre ella o salir corriendo. Lucrecia coqueteó, era su hombre, era su juego y le encantaba jugar con él.

—Ya sabes que soy ave nocturna—se aproximó contorneándose hasta que llegó a tan solo unos centímetros de su boca—Y como tal, estoy pendiente de todo lo que acontece en mi Palacio—rozó sus labios con los suyos y siguió hablando— Te he escuchado y he venido detrás de ti—mordió el aliento entrecortado que salía del excitado comisario y se separó bruscamente para tomar un vaso de la mesa que estaba junto a ellos.

Hernán cerró los ojos con fuerza para no caer de nuevo en sus encantos. La lucha interior que sostenía cada vez que esa mujer se le acercaba le debilitaba por momentos, pero tenía que ser fuerte, no podía caer en la tentación diabólica de aquella pérfida mujer.

—Lo siento Lucrecia, pero no tengo tiempo para tus jueguecitos. Llama a cualquier lacayo que te sirva de juguete, yo ya no tengo nada que ver contigo. Ya te lo dije. ¿Recuerdas?

Lucrecia le miró de reojo y una carcajada salió de su boca.

—Hay, Hernán, mi querido Hernán. Parece que no me conocieras. Tú sabes que a mí, no se me puede esconder nada, y menos si se urde en mi Palacio.

Hernán se quedó sorprendido.

— ¿Que me estás queriendo decir?
Lucrecia se llevó el vaso a sus labios, y antes de absorber su contenido dijo mirándole por encima de él.
—El Santo Grial.

Margarita, palideció. ¡El Santo Grial! Como era posible que ese mismo día, todas las personas que se había encontrado hablaran de lo mismo. « ¿Qué sabía la Marquesa y el comisario del sagrado cáliz?» Empezó a transpirar por todos los poros de su piel, nerviosa continuó allí oculta.

Hernán abrió los ojos de par en par. «¿Cómo sabía lo del Grial?»

—¿Es que no puedes dejar de espiar ni en tu propia casa?—le reprochó.

—Hernán, no te alteres que te va a perjudicar tu recuperación. Te necesito con la vista de un Águila, no sea que el mismo Águila Roja, vuele y lo encuentre antes que tu.

—Eso no va a pasar.

—Claro que no querido. Tú lo encontrarás antes,  igual que encontrarás el evangelio de San Judas.
Hernán volvió a mirarla extrañado.

— ¿De qué evangelio me hablas? ¿Que sabes tú de ese evangelio?

—Siéntate Hernán, primero me cuentas tú y luego te cuento yo, seamos socios como hemos sido siempre.

El comisario sabía que tenía que ceder, aquella mujer era capaz de cualquier cosa por obtener el poder y la gloria, y él no sabía nada referente al evangelio. Posiblemente el Cardenal estaba tramando algo a sus espaldas, tenía que unir fuerzas con ella, tenía que averiguar que sabía sobre el evangelio. Hernán tomó asiento frente a ella y le explicó todo lo que sabía referente al Grial. Ella le explicó lo que el inquisidor había conversado con el Cardenal sobre aquel misterioso evangelio. Pero lo que les llamó la atención a ambos, fue lo que el Inquisidor había recalcado al Cardenal, un nombre de mujer que nadie conocía y que inquisidor la relacionaba con la descendencia del mismo Dios. Laura de Montignac.

En aquel momento Margarita se tuvo que tapar la boca con su mano, debilitando el grito que salía por su garganta. Estaban hablando de Laura, la mujer que ella encontró en el camino. Y lo peor es que la relacionaban con el  inquisidor, el Santo Grial y el evangelio de San Judas. Pero ¿quién sería aquella harapienta? ¿Sería una noble dama? ¿Por eso la encerrarían? ¿Sabrían algo de sus hijos? Las preguntas se amontonaban en su cabeza.

Los dos conspiradores analizaron la situación y firmaron un pacto de honor. Por un tiempo dejarían las afrentas y trabajarían a la par, codo con codo como habían hecho tiempo atrás.

Hernán se incorporó de la mesa, Lucrecia imitó al comisario, y le barró el paso  tendiéndole su mano para que la besara, él la sujetó entre las suyas con delicadeza, y sin dejar de mirar su bello rostro la besó con suavidad, en aquel preciso momento el mundo se detuvo frente a ellos. Lucrecia sintió un escalofrío que le subió de los pies a la cabeza, le añoraba; el comisario levantó su rostro de la mano de la Marquesa, ella se aproximó más a él esperando que Hernán la besara, sus ojos se volvieron a encontrar, por un momento, toda su excitación subía y bajaba por sus cuerpos que arropados por el calor del hogar desprendían un calor inusual. Hernán no pudo resistirse a sus encantos, cuando la Marquesa comenzó a mordisquear sus carnosos labios, intentando abrirse paso con su lengua, a través de su apetitosa boca. El comisario volvió su rostro, pero ella le agarró con ambas manos y  le besó con ferviente pasión. Hernán se dejo hacer.

Margarita desde su escondite, presenciaba aquella escena sin saber hacia dónde mirar, los jadeos y las respiraciones llenaron la estancia, ella se sentía incómoda ante aquella situación que cada vez se volvía más tórrida. Rezaba para que terminara de una vez por todas y poder salir de allí. Intentaba evadirse de aquel lugar, tratando de recordar, y  de pronto recordó. Recordó que una vez escuchó a Sátur comentar algo de un evangelio mientras tendía la ropa en el patio. Sátur estaba en la habitación de Gonzalo cuando gritó algo sobre el quinto evangelio. No recordaba muy bien aquella conversación ya que ella no estaba pendiente de su charla, pero si recordó la exclamación de Sátur en referencia a aquel evangelio, el del traidor.

 La mente de Margarita empezó a analizar. Un pellizco  de ansiedad, alertó sus sentidos. « ¿Y si Gonzalo, que tenía cientos de libros, tenía entre ellos ese evangelio?» «Si la inquisición entraba en su casa y lo encontraba, peligraba la vida de todos y cada uno de sus miembros» Tenía que salir de allí lo antes posible, como fuera, pero no podía hasta que Lucrecia dejara de liarse con el comisario. En aquel momento las prioridades habían cambiado, ya no le importaba Marta, ni Laura, ahora solo le importaban los suyos, Alonso, Gonzalo y Sátur. Tenía que llegar a su casa, tenía que alertarles del peligro que suponía tener entre sus cosas el quinto evangelio. Nerviosa esperó impaciente a que finalizara aquella ardiente situación, tan desagradable para ella. Pero ante su sorpresa, no tardó mucho en finalizar. El comisario había caído en las redes de Lucrecia, pero antes de que ella llegara a despojar al comisario de sus ropas, él la apartó con fuerza.

—¡No, Lucrecia! No me busques, sabes que no voy a ceder. Te lo dije  hace tiempo. ¡Estás sola! Tú elegiste este camino, no me busques más.

Dolida en lo más profundo de su ser contestó altiva.

—Olvidas que hemos hecho un trato, y que somos socios.

—Ser mi socia, no te da derecho a nada más—contestó Hernán recogiendo su espada—. Mi cuerpo pertenece a otra mujer,  tú nunca me quisiste, ahora no me busques porque no me encontrarás.
Lucrecia le miraba con rabia.

—Es cierto Hernán. ¡Tu cuerpo! ¡Pero tu corazón y tu alma, me pertenecen! —Le gritó—Y por más que luches y que disimules, ¡siempre me pertenecerán!

—Adiós Marquesa. Los negocios me llaman.

—¡Eres odioso Hernán! Y sé que tarde o temprano volverás.

—Buenas noches—Hernán dio media vuelta y salió hacia las cocheras dejando sola a Lucrecia, dolida en su orgullo femenino y con sus ganas a flor de piel. Lucrecia no tuvo más remedio que retirarse a sus aposentos donde ella misma calmaría su apetito sexual.

Por fin Margarita pudo salir de su escondite. Debía llegar a la villa lo antes posible, pero antes debía hacer algo, debía avisar al Águila Roja, él le había dicho que si necesitaba su ayuda colgara un trapo rojo en la ventana de servicio, y así lo hizo, corrió hacia aquel lugar y dejó colgando un retal de color rojo ondeando al viento. Después corrió hacia el barrio de San Felipe, rezando porque el evangelio no estuviera entre las pertenencias de su familia.


17-MARGARITA BUSCA EL QUINTO EVANGELIO


Llegó a la Villa, ya era noche cerrada. Subió los escalones y entró en su casa, miró en la cocina, todo estaba en silencio, abrió con suavidad la puerta de la habitación de su sobrino Alonso, se aproximó a su cama, cogió de entre sus manos un libro que habría estado leyendo antes de rendirse en un profundo sueño, y le arropó con la sábana de algodón, el niño se estremeció y se acurrucó entre las ropas. Ella le miró con dulzura, y salió lentamente de espaldas a la puerta sin dejar de mirarlo en ningún momento.

Al salir de la habitación una voz a su espalda la sorprendió.

—¡Señora!, ¿qué hace usted aquí?

—¡Por Dios, Sátur!, que susto me has dado.

—Disculpe señora, pero pa susto el que me he llevao yo, no me esperaba encontrarme a nadie por aquí paseando.

—Sátur, no estaba paseando, salía de la habitación del niño.

—Ya, ya lo he visto—señaló con su dedo uno de sus ojos—. Pero no esperaba que nadie saliera de la habitación. De haber sabido que usted estaba no me hubiera asustado, comprende señora.

—Bueno Sátur, no pasa nada—Margarita se dirigió hacia la habitación de Gonzalo.

Sátur que sabía que él no estaba impidió que siguiera su camino.

—¡A donde va!, seguro que no ha cenao nada, siéntese Margarita que le sirvo un caldito.
La mujer le miró.

—Necesito hablar ahora mismo con Gonzalo.

—¿Su cuñao?

—Sátur,  a ver, ¿cuántos Gonzalos conoces que vivan en esta casa?

Satur se miró la mano y subió lentamente el dedo índice.

—Uno..—Margarita miró al cielo con resignación y siguió hacia la habitación de Gonzalo—Sí, claro, su cuñao—continuaba diciendo Sátur tras ella sujetándola del brazo.

—Sátur por Dios, cuanta tontería—suéltame anda tengo que hablar con él, creerme es importante.

—Señora—volvió a interponerse en su paso—su cuñao…,su cuñao se ha ido… a donde Catalina, con Cipri, tenían que arreglarle no se qué.

—¿A estas horas?—dijo arqueando las cejas sin creer nada de lo que había dicho el criado. Sátur movió rápidamente la cabeza de arriba abajo varias veces sin decir nada más. Margarita indignada por aquella excusa le dijo.

—¡Ah, claro!, no está, como no me había acordado, él nunca está por las noches. Tenía que haberlo supuesto. Habrá ido como cada noche a ver a Lucrecia.

—Señora, ¿por qué dice usted eso? ¿El amo con la Marquesa?, pero que cosas tiene. Es que no me escucha. ¡No le digo que ha tenido que ir a ayudar Catalina! Venga siéntese y cómase algo calentito.

—Sátur, ¡no quiero nada calentito!—espetó.

—Pero señora...

Margarita recapacitó. ¿Sería verdad lo que le decía Sátur? Ella misma había visto a la Marquesa con el comisario en la cocina. Pero… no, el comisario había dejado a la Marquesa plantada y Gonzalo debería estar como era habitual, esperándola en su alcoba, tal como le había explicado tiempo a tras Lucrecia. Miró al bueno de Sátur y se calmó.

—Bueno Sátur en realidad me da igual si está o no está.

—Ya estamos, que se parece usted al amo, que si sí, que si no.

Margarita le lanzó una mirada de desaprobación.

—No me mire así Margarita, no sé lo que les pasa a ustedes dos, estaban de lo más bien y ahora…
Ella le interrumpió.

—¿Es que no te ha dicho nada verdad? Claro, de sus pecados ni mención. Él para todos es un buen maestro, un ejemplar padre y un ¡Gran mentiroso!

—No consiento que diga eso del amo.

—Pues lo siento, pero lo vas a tener que consentir.

Sátur la miró extrañado, esa actitud de Margarita no la conocía. Ella le volvió a mirar.

—Anda, tráeme ese caldito que me decías y siéntate que quiero preguntarte una cosa.

—Hay madre, miedo me da— musitó mientras se acercaba al puchero—miedo me da.

Sirvió la sopa y se sentó junto a ella.

—Sátur, tienes que ayudarme.

—Si señora, puede confiar en mí.

—Lo sé, pero esto no se trata de confiar o de no confiar. Quiero que recuerdes, una conversación que mantuviste con Gonzalo, es muy importante que recuerdes.

Sátur se removió en su asiento, acercándose más a la mujer.

— ¿Que conversación?, mantengo muchas con  el amo.

—Sí, lo sé. Sátur, es referente al quinto evangelio, el evangelio de Judas.

Sátur, al oír aquellas palabras de la boca de Margarita, se levantó al instante. Corrió hacia la cuadra y hacia la entrada de la casa, mirando a su alrededor. Se acercó a la mesa y  le dijo muy bajito.

—Señora, ¿qué es lo que está usted diciendo? Es muy peligroso hablar de eso.

Margarita, le sujetó del brazo y le hizo sentar de nuevo.

—Sátur, tengo que saberlo. ¿Dónde está ese evangelio? Por la expresión de tu cara y tu actitud, se que está aquí.

Sátur no sabía qué hacer, ni a dónde mirar. Margarita se había dado cuenta de que él sabía de qué le estaba hablando.

—Sátur, ¡quieres prestarme atención!—susurraba para no despertar al muchacho.

—Señora, pero que quiere que le diga yo a usted.

—Está bien, lo buscaré yo sola.

Margarita se incorporó de la mesa y se dirigió a grandes zancadas hacia la habitación de Gonzalo. Abrió la puerta y se  acercó al anaquel a toda velocidad. Buscó libro por libro. Pero no encontró nada. Sátur entró tras ella.

—¡Señora!, ¿pero que hace?, ¿que busca?

—Busco el libro Sátur, ya te he dicho que me lo voy a llevar de aquí. La inquisición ha llegado a Palacio y están buscando ese evangelio.

—Madre mía—dijo santiguándose Sátur—La inquisición nada menos.

Margarita con los brazos en jarras, le explicó.

—Un día que tendía la ropa, aquí en el patio, te escuché gritar.

—¿A mi…? ¿Gritar...?, ¿Al amo...? Si yo nunca grito.

 —Gritabas que solo había cuatro evangelios, y el te contestaba que existía un quinto. Seguro que lo tiene, y debe de estar por aquí.

—Señora deje de buscar entre sus cosas, sabe que el amo es muy meticuloso y si encuentra sus cosas revueltas me va a recriminar.

—Lo siento Sátur, pero lo tengo que encontrar, lo voy a encontrar. Y tú sabes dónde se encuentra.
Sátur permanecía de pié junto a la cama de Gonzalo. Margarita se dirigió hacia él.

—Que no lo entiendes. Debo llevarlo lejos de casa. Sátur, ahora vivo cerca del rio, me lo llevaré y lo tiraré por algún rincón del bosque. Entiendes que es muy peligroso que lo encuentren en esta casa. Todos sufriríamos las consecuencias.

—Sí, señora pero el amo no está en casa para preguntarle si debo...

—¡No tenemos tiempo! Por favor, Sátur, está en peligro la vida de Alonso, de Gonzalo la tuya y también la mía, ¿es eso lo que quieres? ¡Ponernos en peligro a todos! Si Gonzalo estuviera aquí, podría hablar con él pero…—elevó sus hombros y movió sus brazos en señal de hastío— como él nunca está cuando se le necesita.

—No diga eso señora, se lo ruego, el señor siempre está aunque usted no lo vea.

—Sátur por favor—Margarita salió de la alcoba—por Dios, necesito que me des ese evangelio—le sujetó ambos brazos y le miró suplicante—por favor.

Al ver el desasosiego en el rostro de  Margarita, Sátur no pudo seguir mintiéndole.

—Está bien señora, el amo seguro que me matará, pero venga usted, el libro lo tengo yo.

—Gracias a Dios.

Sátur se dirigió al granero, al pasar por la cocina le dijo.

—Señora, espere usted aquí.

Margarita esperó pacientemente en la cocina. Al cabo de un rato Sátur volvió con el libro.

—No va a entender na. Está escrito con unos dibujillos.

Margarita lo miró, abrió aquel extraño libro y comprobó con sus propios ojos, lo que le acababa de decir Sátur, aquella lengua no era comprensible para ella, por lo que adivinó que ese, era el libro que buscaba Lucrecia y Hernán. Sin pérdida de tiempo, lo envolvió con un paño y se lo guardó.

—Gracias Sátur—Le besó en la frente y se fue sin dar tiempo al postillón a hacer, ni a decir nada. El postillón se quedó inmóvil frente a la mesa viendo como Margarita se marchaba con aquel peligroso libro entre sus manos.

—Hay Dios. Que he hecho. El amo me va a matar, me va a matar— murmuró.




18-UN FATÍDICA NOCHE

 Allí, en el horizonte, apareció vestido de plata, el suntuoso palacio de Lucrecia, la Marquesa de Santillana. El palacio, parecía dormir arropado en la inmensidad de la noche, que se desplomaba lentamente sobre la villa y sus alrededores. Ningún ruido, ni búhos, ni lechuzas, ni grillos, nada, la naturaleza había enmudecido, dormía igual que la mayoría de los habitantes de la villa, observados bajo el resplandor de aquella enorme luna llena.

Todo allí, era silencio, tan solo se escuchaba el resoplar fatigado de su caballo, y su mismo respirar. Sus ojos, de gran agudeza visual, entrenados para vigilar entre la oscura noche, tenían las pupilas dilatadas, atendiendo a cualquier movimiento fuera de lo común. Cualquier cosa, era detectada por el héroe. Él, a lomos de su caballo, permanecía majestuoso sobre la pequeña colina, bajo aquel manto de estrellas, inmóvil, a penas sin respirar, agudizando los sentidos, intentando vislumbrar algo que le llevara junto a su querida Margarita.

Desde allí, analizó cada palmo de tierra hasta palacio. Todo permanecía tranquilo fue aproximándose a paso lento sobre su corcel, sabía que si Margarita había llegado allí, debería pasar por aquel lugar para volver a la casa cerca del rio. Se entretuvo mirando una a una aquellas enormes ventanas, que desde aquella distancia parecían mucho más pequeñas. De pronto, una luz le llamó la atención, un vago resplandor asomó a una de ellas, era en la zona de servicio, la parte baja de palacio. El héroe se puso en alerta. Al observar con detenimiento comprobó que algo ondeaba al viento junto al ventanal.


Decidió aproximarse más. Llegó a una zona desde donde podía tener mejor visión, escondido entre los matorrales  pudo observar como un trozo de ropa estaba prendido de aquella gran ventana y aunque el color no se apreciaba por la penumbra, comprendió que era la señal, recordó que le había dicho a Margarita,«…si alguna vez tienes problemas cuelga un trozo de tela roja en una ventana de palacio y luego dirígete a  la laguna…». Más inquieto, por aquel descubrimiento, volvió a mirar a su alrededor con el deseo de encontrarla, próxima a aquel lugar.

Al no ver a nadie, agarró las riendas de su caballo y  tiró de ellas con firmeza,  dirigiéndose rápidamente  hacia el lago. Al llegar al lugar, dejó el corcel sujeto en unas ramas y se resguardo de ser visto entre la maleza a esperar la llegada de Margarita. El tiempo pasaba lentamente, y él, solo pensaba en ella «¿que podría haber pasado para que le dejara aquel aviso? ¿Dónde podía estar Margarita en aquel momento? ». Había tenido tiempo de sobras de llegar allí. «¿Y si aquellos hombres la hubieran hecho presa al dirigirse hacia el lago?». La intranquilidad y la duda fueron ganando espacio a la cordura y la lógica del héroe. No podía pensar con tranquilidad, los nervios estaban haciendo mella en él. Su amor era tan fuerte y profundo, que no podía pensar, y precisamente en aquel momento, necesitaba más que nunca, pensar. Pero no podía, ahora sabía toda la verdad, había descubierto todas las artimañas y embustes que habían urdido a su alrededor para alejarlos el uno del otro, habían jugado con su destino, les habían hecho creer hechos y situaciones malintencionadas para separarlos, y ahora solo podía pensar en ella. Tan hermosa, tan dulce y apasionada. Cerró los ojos con tristeza, con rabia contenida, la había tratado tan duramente, había pasado a su hermana por encima de ella, siendo ella precisamente, la única víctima de unos celos enfermizos. La había juzgado severamente, le había culpado de toda su desdicha, sin saber que Cristina había obrado de la forma más vil con ellos, con sus sentimientos, y con sus vidas.

Abrió los ojos buscando el cielo para que le perdonara. Sintiendo que ahora Margarita volvía estar sufriendo de nuevo, por otra mezquina mentira,  por lo que le hizo creer Lucrecia.

—¡Maldita Lucrecia!—musitó apretando el puño.

Juró bajo la luna, que la obligaría a aclarar delante de Margarita lo ocurrido, debía decirle que nada tuvo que ver con aquella farsa. Él nunca tuvo relaciones con Lucrecia y eso lo debería saber Margarita, después, decidiera lo decidiera, lo acataría sin rechistar. Pero primero tenía que defender su amor, y enfrentarse a él mismo y luchar por ella. Hasta ahora no lo había hecho, por cobardía, por no enfrentarse a su miedo, al miedo de caer perdidamente ante aquel amor que le dolía de tanto enterrarlo, de tanto negarlo, de tanto pensarlo; pero ahora que había vivido aquel amor  tan deseado que le había entregado Margarita, no la podía volver a perder, ella formaba parte de él mismo, era inconcebible vivir sin ella. Ya habían esperado bastante, tras lo ocurrido con Lucrecia la había dejado alejarse a meditar, pero nunca más la dejaría, debía aclararlo todo, ya no le debía nada a nadie, tan solo se lo debía a él mismo, y a su gran amor, el único, Margarita
.
Él hombre dentro del héroe era un guerrero, se sentía fuerte, valiente, tenaz, intrépido, su “alter ego” le hacía diferente al maestro de la villa, pero al fin y al cabo, Gonzalo se decía una y otra vez que el Águila y él, seguían siendo una única persona. Ahora se sentía como si hubiera vuelto quince años atrás, cuando regresó de Flandes, con una sensación que antes no tenía, con una fuerza renovada, con su amor a flor de piel. La quería, igual que entonces, como siempre lo había hecho, como nunca dejo de hacer, ahora iba a luchar por ella, por su amor y por su felicidad robada.

Una brisa suave le volvió al lago, miró vigilante alrededor, Margarita no llegaba, llevaba varios minutos allí esperando tras los matorrales, de pronto un pellizco en el corazón hizo que se pusiera en pie de improviso, un presentimiento le comenzó a minar por dentro. Algo había pasado, lo presentía, debía buscarla, no podía permanecer ni un minuto más allí. Pero… ¿hacia dónde buscar? Entonces escuchó a lo lejos el trotar de un caballo, inquieto montó en el suyo y se dirigió sigiloso hacia el camino. Cuál fue su asombro al reconocer  aquella manera tan peculiar y desgarbada del jinete que montaba aquel caballo pardo.

—¡Sátur!— Le salió al encuentro.

—¡Amo!, que hace usted aquí, le creía en casa de Marta la muchacha de palacio, la que vive cerca del rio, donde vive ahora Margarita.

El Águila lo miró preocupado.

—¿Le ha pasado algo a Alonso?

—No, señor, Alonso está de lo más tranquilo. Pero… quien está en peligro… y serio…es…
Sátur, se calló y miró a ambos lados. Él héroe le increpó.

—¡Vamos, Sátur, déjate de adivinanzas! ¿Quién está en peligro?, y ¿por qué has venido a buscarme?
—Hay señor no me pregunte tantas cosas a la vez, y déjeme que le explique…—el héroe esperó. Sátur le miraba como un niño travieso— Hay amo, que la he liao parda… Me va usted a matar.

—¡¡¡Sátur!!!—gritó impaciente.

—Está bien, está bien, se trata…

Gonzalo, arqueo las cejas esperando la respuesta.

—…De su cuñá. La señora Margarita.

El Águila, se removió en su silla sobre su caballo blanco, y acercándose más al escudero pregunto.

—¿Qué le pasa a Margarita?, ¿que sabes de ella?¿Dónde está?

—Señor, perdóneme usted, pero es que su cuñá, tal parece que sea su hermana—El maestro continuaba expectante tras el embozo—¡Si tiene más cabezonería que usted mismo! Ya sabe eso de “quien anda con un cojo, al año cojea o renquea”

—Sátur déjate de refranes, y dime. ¿Qué es lo que está pasando?

—Pues verá. La señora ha llegao a casa buscándole, y yo le he dicho que usted no estaba. Entonces se ha puesto hecha una furia, diciendo no se qué cosa de la Marquesa y usted…ya sabe dando a entender que…—Sáturno movió sus dedos juntándolos y separándolos rápidamente, miró a su amo y se quedó en silencio esperando una aclaración a lo último que había explicado.

—¿Y?—preguntó ansioso por saber que ocurría, sin dar respuesta a su curiosidad.

—Pues que yo le he dicho que usted na tenía que ver con la Marquesa, si no que había ido a casa de Catalina con Cipri, y entonces ha sido lo más extraño.

—¿Qué ha pasado entonces?

—Pues que hecha una furia, a entrao en su alcoba y ha ido derechita a sus libros.

—¿A mis libros?

—Sí.

—¿Y que buscaba entre mis libros?

—No, entre, no amo. Buscaba él.

—¿Él?, ¿el qué?

Sátur se acercó lo máximo que permitían los caballos y le susuró entre miedo y angustia.

—El quinto evangelio.

El Águila movió el caballo de un lado al otro. No entendía lo que había sucedido. No sabía porque Margarita preguntaba por el quinto evangelio.

—Y ¿por que buscaba el quinto evangelio?

—Decía que lo tenía que llevar al bosque, por lo visto escuchó una conversación en palacio de la señora Marquesa y su …. Su hermano. Algo tramaban con el libro.

—Y que ha pasado, ¿lo tenías guardado en la guarida verdad?

Sátur le miró con preocupación. La sangre del héroe comenzó a bullir en sus venas. El postillón bajo la mirada confirmando las sospechas del Águila.

—¡Sátur!, dime que no lo ha encontrado. Dime que el libro está en la guarida a buen recaudo.

—Señor … yo… me ha insistido mucho, me ha dicho que estábamos en peligro, que usted y el niño podíamos ser apresados por la inquisición.

—¡No me digas que le has dado el libro!—le gritó con furia.

—Señor… yo.

—¡Pero Sátur, en que estabas pensando! ¡Ahora por tu culpa, Margarita está  en grave peligro!

—No me diga eso señor.

—Que no te diga el que. Como se te ocurre hacer semejante barbaridad.  ¡¡Llegado el caso nosotros podemos defendernos, pero ella!! Si la inquisición la llega a encontrar con el evangelio—sus ojos fijos en los del postillón destellaban rabia e impotencia, guardó silencio para no seguir hostigando a su lacayo, su mano estaba alzada frente a su escudero marcando cada palabra que había salido de sus labios, la bajó lentamente mientras el miedo afloraba sus pupilas— ¿sabes lo que le pasará si la  encuentran?—dijo con rabia—. ¿Sabes lo que les hacen a los herejes antes de llevarlos a la picota? Y a las mujeres... ¿sabes lo que les hacen a las mujeres?

—Por Dios señor—se santiguo—, no siga que me voy a poner malo.

—Malo estoy yo, de pensar que anda por ahí, sola, en el bosque y con esa bomba en la mano. Tengo que encontrarla.

—Señor, y si no es mucho preguntar…¿usted que hacía aquí?

—La estaba esperando. Cuando la lleve devuelta a la casa del rio le dije que si alguna vez estaba en apuros colgara un trapo rojo en una de las ventanas de palacio.

—Y la colgó, verdad amo.

—Pues sí. La colgó y aquí vine, para encontrarme con ella. Pero no ha llegado y llevo aquí mucho tiempo ya. Ahora comprendo por qué lo puso. Quiere que le ayude a deshacerse del evangelio. Dios mío. ¿Dónde estará?

—Amo, no desespere—Gonzalo le miró frunciendo el ceño. Su mirada apenas visible por el embozo pareciera más implacable. Sátur no sabía que decir, comprendía el grave error que había hecho, y el dolor que eso pudiera causar.

—Amo, tranquilo. ¿Y si la señora ha tirao por dentro del bosque?— el Águila lo miró.

—Puede que sí, puede que tengas razón. Pero ahora tenemos que dividirnos. Por el camino de la villa no está porque acabas de venir de allí, así que—pensaba, pensaba con rapidez—, tu vete bordeando el rio hasta casa de Marta, por si aparece por allí. Yo iré por el interior del bosque que rodea el camino hasta la villa. No puede andar muy lejos.

—Está bien señor.

—¡Sátur!

—Sí, señor.

—Si la encuentras la traes a la laguna. Yo volveré aquí.

—Sí, señor, descuide.

El Águila desapareció, y Sátur tomó camino hacia la casa del rio. No habrían pasado ni cinco minutos cuando escuchó unos hombres que hablaban entre sí. Reían y se mofaban de alguien. Aminoró la marcha de su caballo y se dirigió hacia aquel lugar separándose de su camino. Sátur con su habitual curiosidad, dejó su corcel lejos de aquellos hombres y caminó escondido tras las matas. Lo que vio a continuación le heló la sangre, un nudo subió a su garganta. Tenían en sus manos un libro, temió lo peor  y en aquel preciso momento uno de los hombres dijo en voz alta.

—Señores, aquí lo tenéis. El quinto evangelio.

—Vaya cara pondrá el inquisidor cuando lo vea—dijo un segundo hombre.

De nuevo carcajadas.

—No sé yo si el Cardenal, pagaría más por ello. —comentó el tercer hombre.

Las carcajadas rompieron la noche, elevando su sonora risa hacia las nubes que empezaban a ensombrecer el bosque, dejando translucir un débil resplandor de aquella inmensa luna.

Pero, si esos hombres tenían el libro ¿dónde estaba Margarita? Miro por las proximidades de aquel grupo de hombres para ver si la encontraba,  hasta que por fin en un rincón, bajo un árbol, vio el cuerpo de una mujer, que esperaba con resignación su destino.  A Sátur  los ojos se le llenaron de lágrimas, cuando reconoció a Margarita maniatada, llorando en el suelo.

—Señora—exhaló cubriéndose la boca con su mano.

Uno de los hombres dejó el grupo y se aproximó a la mujer, que imploraba piedad y suplicaba que la dejaran ir. Aquel hombre no tenía buena intención y mientras se aproximaba a ella, Sátur vio como iba desabrochándose uno a uno los botones de sus calzas, sonriendo maliciosamente.

—¡Será mal nacido!—susurró el postillón, con los ojos húmedos por las lágrimas—¡te voy a matar hijo de perra!—bisbiseo.

—Por favor señor, no me haga daño—sollozaba Margarita —. Ya le he dicho que ese libro no es mío. Lo encontré ahí en el suelo cerca del rio y sentí curiosidad. Debe creerme— repetía una y otra vez.

—Curiosidad siento yo de saber que tenemos aquí dentro preciosa— aquel hombre arrancó los cordones que sujetaban el corpiño que cubría el delicado cuerpo de Margarita. Sátur tras los matojos no sabía qué hacer, su amo había partido hacia la villa y él no podía dejar allí a Margarita sin hacer nada, para ir en busca de su amo. El fiel escudero se movía de un lado al otro, inquieto, buscando algún tronco, piedra o algo con que defender a la señora.
El hombre se situó a horcajadas sobre Margarita,  empujándola contra el húmedo suelo, intentando arrancarle la camisa.

—Déjeme por favor, déjeme, se lo ruego—suplicaba la mujer. El hombre se reía y le acariciaba el rostro y el cabello libidinosamente.

Aunque eran muchos para luchar el coraje y la rabia que sintió Sátur al ver a Margarita en aquella situación le hizo envalentonarse y salir de su escondite, no podía permitir que le hicieran daño, debía ayudarla, no quería que Margarita por su culpa se encontrara en aquella situación. El postillón armándose de valor decidió encararse a ellos.  En el preciso momento que iba a gritarles, otra voz más potente enmudeció la suya, paralizando la  acción de todos los presentes, incluso la de aquel hombre, que había empezado a lamer el suave cuello de Margarita.

—¡Quieto! —Gritó la voz—.¿Qué pensabas hacer con la mujer?

—Señor comisario—El hombre se incorporó dejando caer su pantalón—. Nada, no íbamos a hacer nada. Solo...

—¡Abróchate los calzones, rápido! no te pago para pasatiempos sexuales, te pago para que custodiéis el evangelio, y para que estéis pendientes de todo, esa mujer nos tiene que aclarar muchas cosas sobre ese libro, y la quiero entera. Después ya tendréis tiempo. Pero después.

Margaría agradeció el gesto del comisario de la villa, con el miedo implantado en sus ojos, temblorosa y  con las manos atadas, intentó ponerse bien la camisa que aquel hombre le había roto dejando ver sus hombros. El comisario la miró. A primera vista no la había reconocido. Pero creyó conocer su rostro y se apeó del caballo dirigiéndose a ella.

—¡Hombre!, pero si tenemos aquí a Margarita.

—Señor comisario—respondió tímidamente.

—¿Eras tú la que cargaba el libro?

—No señor comisario…el libro no es mío… yo solo…

Se agachó frente a ella, cogió con su gran mano ambas mejillas y la levantó del suelo.
—¿Así que eres tú? ¿Y dices que el libro no es tuyo?

Ella apenas podía gesticular palabra, las manos le oprimía tanto sus mandíbulas que era imposible hablar. Entre dientes pudo decir.

—Señor comisario, ¡piedad! Usted sabe que no creo en esas cosas. Soy inocente—sollozó.

—¡¡A no!! ¿Ese libro no es tuyo?—rió a sus soldados.


Margarita negó con su cabeza.

—Claro, es verdad, tu eres muy católica, vas a misa, pero… estoy completamente  seguro que tratándose de un libro…—Dijo con profunda ironía. Margarita temió lo peor, pensó en Alonso, en Gonzalo  y Sátur, y ¿qué podía hacer al respecto?, el comisario la miró de nuevo—Haber princesa…¿en qué lugar exceptuando palacio, se encuentran los libros de la villa…?—ella le miraba temerosa, sus ojos llenos de lágrimas imploraban perdón —. Anda, dímelo Margarita, ¿Dónde?

—No sé… lo que quiere decir—dijo con un gemido de dolor.

El comisario gritó.

—¡Te lo diré yo, y sin tanto lloriqueo!—la soltó empujándola de nuevo contra el árbol. Margarita calló contra el suelo, llorando de impotencia.

—En casa de tu cuñado—ella lo miró de repente—Si, mujer. Gonzalo de Montalvo, el maestro de la villa.
—¡No, eso no es cierto!—recriminó altiva intentando ponerse en pie—, lo encontré ahí cerca del rio y lo cogí para ojearlo.

El comisario se rió y mandó llevar a la mujer ante el inquisidor. Margarita al comprender que aquellos hombres se la llevarían hacia una muerte segura, se armó de valor y gritó.

—¡Es mío!, ,les mentí señor comisario, les mentí, ¡el libro es mío! ellos no tienen nada que ver.
El comisario se acercó a unos centímetros de su rostro y le dio.

—Imposible, Margarita, pero… acabas de hacer una confesión y eso tiene consecuencias. Y tranquila, no vas a ser la única que tenga su merecido. ¡Toda tu familia pagará por ello!

Ataron a Margarita al caballo preparándose para llevarla a palacio frente al inquisidor. Sátur entre los matojos, se santiguo, debía ir a por su amo inmediatamente, debía ponerlo  sobre aviso  y rescatar a Margarita de manos de la inquisición. Así que el postillón subió a su caballo y marchó velozmente  en busca de su amo.

Cuando se disponían a marchar, el comisario detuvo a  sus hombres.

—¡Un momento!

—Señor comisario.

—Lo he pensado mejor. Llevarla al calabozo. Mañana ya la llevaré ante el inquisidor. Ahora no digáis nada a nadie, y llevarla a los calabozos como os he dicho. Nadie debe veros. Y no se os ocurra tocarla. ¡Me habéis entendido!

—Como ordene señor.

Miró a Margarita, insidiosamente.

—Ya pensaré algo para ti, princesa.

Margarita lo miró aterrada y un tirón de la soga que sujetaba sus muñecas, hizo que tambaleara tras el caballo.

Se dirigieron hacia la villa. Durante el trayecto, ella solo veía el lomo del caballo que la precedía, y el resplandor de la luna que iluminaba débilmente entre los espesos arboles el  ensombrecido camino. Cerró sus ojos, y lloró. Por su culpa habían descubierto el evangelio, y no había servido de nada que ella lo encontrara antes. El comisario iría en busca de Gonzalo, Alonso y Sátur, sin que ella pudiera hacer nada al respecto. El miedo fue su compañero hasta que llegaron a la celda donde aguardaría a que la inquisición la interrogara.

—¡Pasa!—le dieron un empujón tirándola al suelo, un suelo lleno de paja mugrienta apestada a orín—Hoy te has librado, pero ya has oído al comisario, mañana—se carcajeo, junto a sus compañeros—mañana preciosa, será otro día, y como ya sabemos todos la sentencia del inquisidor, antes que mueras te daremos gusto al cuerpo, que por cierto es muy hermoso.

—Ella se incorporó como pudo y les miró altanera.

—Como bien decís, mañana será otro día—dio media vuelta y  buscó un rincón donde la olor y la humedad no fuera tan fuerte. Apartó con sus pies la mayoría de la paja y se dejó caer sobre aquel pedazo de suelo frio y duro. Flexionó ambas piernas hasta poder apoyar sus brazos sobre ellas y reposó su cabeza en ellos. Sabía que aquello podría ser el fin. Sabía que a los herejes les quemaban en la hoguera, lentamente bajo una mano para posarla sobre su vientre. Lo acarició con dulzura, comprendiendo que nunca vería el rostro de aquel hijo tan deseado por ella. Nunca podría decirle a Gonzalo que esperaba un hijo de él. Nunca podría reír con ellos. Miró el techo de su celda y lloró en silencio recordando los besos apasionados de su gran amor, sus manos, el estremecimiento que sentía cada vez que la tocaba, cada vez que la miraba,  sus caricias, la excitación que sintió escuchando sus gemidos cuando estuvo tan cerca de ella, dentro de ella. Volvió a mirar su vientre lleno, rebosante de ese inmenso  amor apasionado. Un lamento salió por su boca formando un nombre.

—¡Gonzalo!

Hundió su cabeza entre sus brazos y su larga cabellera cubrió parte de sus piernas. Lloraba. De pronto un gemido de dolor la alteró, varios gritos de dolor salían de un lugar próximo al de ella, se estremeció, pero intentó animarse, debía estar serena, aquellos gritos no debían perturbarla, aunque era imposible no sentir miedo, debía luchar por seguir, debía ser fuerte, entonces se acordó.

—El Águila Roja. Claro, se me había olvidado. ¿Y si el Águila Roja ha visto mi señal, y  al ver que no acudo al lago intenta buscarme? —Una pincelada de esperanza se dibujó en su mirada, sonrió y le habló a su vientre.

—Sabes, Águila Roja nos vendrá a buscar, no te preocupes, ya lo verás.

Y  Margarita se quedó allí,  en aquel rincón con una triste sonrisa, rezando para que el comisario no fuera a buscar a su familia y  con la única esperanza de que Águila Roja volviera de nuevo a salvarla.



  


19- EN BUSCA DE MARGARITA


Sátur, galopaba a gran velocidad por el intrincado bosque. Al llegar al sendero que había  dejado minutos antes, dudo, no sabía si dirigirse hacia la laguna o ir directamente a la villa. Había estado durante mucho tiempo escondido, observando aquel grupo de desalmados, quizá su amo había tenido tiempo de  regresar  y le estaría esperando en la laguna.

—Saturno, ¿pa donde vas?—se decía—, ¿y  si voy pa la villa y el amo ya ha vuelto?, perdería mucho tiempo  y entonces no llegaríamos a palacio antes de que lleven a  Margarita ante el inquisidor. Pero…¿ y si voy a la laguna y tampoco está? Hay madre mía, esto es un sin Dios.—miró al cielo implorando que le hiciera una señal. Palmeo a su caballo sin saber qué hacer.

—Tú qué dices, ¿nos vamos pa la derecha o pa la izquierda?

El caballo resopló moviendo la cabeza hacia la izquierda, señalando el camino de la villa
.
—Esta debe ser la señal que esperaba, una señal en forma de caballo, —levantó sus hombros— pero una señal al fin y al cabo. Gracias Dios mío—tiró de sus riendas y se dirigió hacia allí.

Al poco tiempo, escuchó el sonido de los cascos de un caballo y se escondió en el borde del camino, esperando ver a quien se acercaba y al momento lo tuvo frente a él. Águila Roja venía a  gran velocidad, cuando llegó a su altura  Sátur salió de su escondite y tirándose literalmente sobre su amo. Le gritó.

—¡¡¡Amo!!!

 Águila tuvo que tirar fuertemente de las riendas para parar justo sobre su escudero. Extrañado por aquel encuentro, gritó.


—¡¡Sátur!! ¿Qué pasa?, ¿por qué has salido así barrándome el paso?¡No ves que es muy peligroso, podíamos habernos hecho daño!—el Águila Roja, miró alrededor de su escudero esperando encontrar a Margarita junto a él.

—Amo no mire, que no hay na—dijo moviendo la cabeza.

Él no comprendía lo que Sátur quería decirle.

—¿Dónde está? Si estás aquí, es porque la has encontrado, y si la has encontrado…  ¿por qué no está contigo?

Sátur le miró, abriendo los ojos como platos.

—Sí, amo, tiene usted razón, la encontré, pero como bien dice, no he podido traerlasu gesto cambió y empezó a hablar rápidamente— Amo, tiene que darse prisa, hemos de llegar a palacio antes que ellos.

—¿Ellos? ¿Quiénes son ellos?—preguntó confuso.

Sátur hizo un gesto característico, insinuando lo que su amo empezaba a adivinar.

— Amo, a Margarita la tienen presa unos hombres, cuando los encontré la tenían maniatada a un árbol.

Gonzalo comenzó a alterarse bajo su disfraz.

— ¿Donde están?—dijo con irritación, mientras se movía de un lado al otro, sobre su caballo.
—Espere amo, espere. Se la han llevado pa palacio, la van  a entregar al inquisidor. Lo he escuchado con mis propias “orejas”.

Una gran congoja le subía por la garganta, quería gritar a los cuatro vientos su rabia por haber llegado tarde, quería matar a aquellos hombres que habían osado tocar a Margarita. Respiró profundamente llenando de aire sus pulmones,  su respiración se agitó, los dientes le dolían de tanto apretar unos contra otros, mientras mantenía su mirada en un punto fijo. Preguntó.

—¿Como estaba Sátur?, ¿le han hecho algo esos mal nacidos?

—Por suerte no, señor. Por suerte llegó el comisario y evitó una desgracia—Gonzalo que seguía mirando a un punto fijo en el horizonte, al escuchar aquella frase dirigió su mirada de furia hacia su criado. Sus  ojos entrecerrados por la ira contenida, se clavaron como espadas de fuego en los ojos del fiel escudero ¿que había querido decir Sátur con que había evitado una desgracia?  El postillón continuó explicando lo que había visto. La sangre del héroe empezó a bullir, un calor ahogado se posó en su pecho. La imagen de Margarita maniatada sometida a aquellos hombres, le pesaba como losas de mármol. No quiso escuchar más, no podía. Interrumpió a Sátur diciendo.

—¿Hacia dónde dices que se la ha llevado?

—Su her… el comisario, dijo que la llevaran ante el inquisidor. Creo que comentaron que se hospeda en palacio.

Antes de que finalizara la frase, el Águila Roja ya volaba hacia el palacio de la Marquesa de Santillana.

—Espere amo, espere que voy con usted.

El fiel escudero salió a galope tras el héroe.

Toda la noche estuvieron buscando a Margarita por los recovecos de palacio, pero allí no había nadie. No había ni rastro de aquellos hombres, ni de  mujer alguna, y mucho menos de Margarita.

—¿Estás seguro que la traían aquí?

—Eso fue lo que dijeron amo, créame. El comisario lo dijo claramente.

—Pues iré a ver al comisario

—Señor, mire ya despunta el alba, tenemos que ir a la villa. Alonsillo pronto se despertará y tenemos que estar en casa cuando eso ocurra.

Él quería seguir buscando a Margarita, no podía ni pensar lo que estaría sufriendo, cada minuto de retraso era un minuto crucial en su contra.

—Sátur, no puedo dejar la búsqueda, tengo que encontrarla. ¿Es que no lo entiendes?

—Señor, recapacite. Se acuerda cuando la raptaron que estuvimos varios días buscándola. Al final la encontramos, y no le había pasado nada. ¿Y cuando estuvo a punto de morir por el veneno? No pasó nada, ¿Y cuando aquellos degenerados que chupaban la sangre, se la llevaron a la cueva? Tampoco le sucedió nada. Amo, la fortuna está de su parte, a la señora Margarita, la protege Dios. Así que vamos a casa, descansa un rato y luego volvemos. Tenemos que pensar donde pueden haber ido. ¿Y si hay algún otro palacio por ahí que ahora no recordemos?

Aguila Roja le miró.

—Sátur, ¿de verdad crees que si la inquisición la ha encontrado con el evangelio, Dios la protegerá?—el postillón frunció el ceño airado— Como no la encontremos pronto no se que le podrá ocurrir Sátur, no lo sé.

—Y dale perico al torno. Usted siga blasfemando, haber si ahora el mismísimo se va a cabrear, nos da la espalda y abandona a la señora. Haga el favor hombre y confíe un poco en Dios, que no le va a pasar na por eso. Y ahora es mejor que nos vayamos pa casa, descansa y luego ya veremos.
Águila vio que el amanecer iba cubriendo rápidamente el horizonte y decidió hacer caso a su postillón y se dirigieron hacia la villa.

—Buenos días Sátur—dijo Alonso desperezándose en la cocina.

—Buenos días Alonsillo. ¿Qué tal has pasado la noche?

—Bien, he dormido de un tirón.

El criado sonrió, revoloteando los rubios cabellos del niño.

—¿Y mi padre?, ¿ya se ha levantado?

—Si, por ahí anda—Le dijo levantando el brazo y señalando la habitación.

De pronto se escuchó la puerta de la casa, y apareció Catalina.

—Buenos días nos de Dios.

—Pasa, Catalina, pasa… ¿qué te trae por aquí?—preguntó Sátur, mientras servía las gachas al muchacho.

—¿Está  Gonzalo en casa?—preguntó nerviosa.

—Sí, ahora le llamo. Pero siéntate a esperar mientras vuelvo.

—Está bien, pero no tardes, que tengo que ir a palacio antes de que se despierte la señora.

Catalina se quedó junto a Alonso mientras Sátur se dirigía a la habitación de Gonzalo.

—Señor, — Gonzalo se encontraba enfrascado en sus pensamientos, con la mirada perdida en uno de sus libros. Sátur le llamó la atención.

—Amo, ¿qué hace ahí leyendo?, ¿no se iba a preparar para ir a buscar a Margarita?—preguntó algo molesto, Gonzalo le miró, y Sátur se dio cuenta de su desacierto.

—¿Y qué te crees que estoy haciendo? —Dijo cerrando el libro de un golpe—Estoy buscando información, para saber donde pueden haberla llevado, no puedo dar pasos en falso, a los herejes los queman en la hoguera, y en estos momentos Margarita es una de ellos. Tengo que encontrarla pero no sé cómo hacerlo—Gonzalo hablaba airado, impotente, abatido,  con los ojos húmedos. Por primera vez estaba dejando escapar sus emociones más intimas sobre su cuñada, frente a su criado. Gonzalo no podía ni imaginarse que Margarita fuera condenada a la hoguera, tenía que encontrarla antes de que la llevaran ante el inquisidor, antes de que conocieran su identidad. Durante el tiempo que permaneció en su habitación, por su mente habían pasado imágenes que le perturbaban, había visto a Margarita, paseada por toda la villa a lomos de un  burro, con un San Benito cubriéndole el cuerpo, después imagino cómo era atada a una estaca sobre un montículo de paja, y el inquisidor en persona prendía la hojarasca, para, como decía la inquisición, purificar su alma con el fuego eterno. En su mente, vio a Margarita llorando, desesperada, angustiada, gritando de dolor, con una vaga esperanza, ser rescatada por el héroe de la villa. Recordó cuando estuvieron encerrados en los calabozos esperando ser ejecutados, cuando ella le animaba a luchar por seguir adelante, porque Margarita, esperaba fervientemente la llegada de Águila Roja para su rescate. Pero esta vez Águila Roja, no sabía cómo hacer para salvarla. Tan solo le quedaba buscar en los calabozos del comisario o encontrar al inquisidor y darle muerte.  Sátur al verlo tan angustiado se disculpó.

—Está bien, está bien, perdóneme usted.

—¿Que quieres Sátur?—preguntó, secándose las lágrimas  que le caían silenciosas por sus mejillas y volviendo en sí—¿Ya lo tienes todo preparado?

—No, señor, verá,  ha venido Catalina y pregunta por usted.

—¿Catalina?—dijo con sorpresa, quedándose de nuevo pensativo.

—Sí, amo, Catalina, ¿recuerda?, su amiga de la infancia, la que trabaja con Margarita
.
—¡Sátur, ya sé quien es Catalina!

—Pues no sé yo, como se ha quedáo así.

— Bien,  quizá Catalina pueda ayudarnos sobre el paradero del Inquisidor.

Se incorporó de un salto y se dirigió hacia la cocina. Sátur le siguió  manoteando.

—Pero si ya le dije yo que estaba en palacio—musitó.

—Catalina— dijo el maestro mientras se acercaba a ella.

—Hola Gonzalo

—Tú me dirás—Gonzalo, apoyó sus manos en el respaldo de la silla.

—Me gustaría hablar contigo…a solas.

—¡Ya estamos. Catalina!,  que mi amo no tiene secretos pa mi. Anda tira.

Catalina miró de soslayo al niño. Gonzalo comprendió.

—¿Alonso ya te has comido las gachas? Pues ala, a vestirse que llegarás tarde a la escuela.

Alonso le miró, arqueando las cejas y abriendo los ojos de par en par contestó.

—Está bien, pero con decirme que queréis que me vaya habría sido suficiente.

Gonzalo le miró, ya era todo un hombrecito.

—Está bien hijo. ¿Te importaría dejarnos solos?

Alonso se incorporó de su asiento y se dirigió hacia su alcoba. En cuanto el niño cerró la puerta tras de sí, Catalina le dijo.

—Te enteraste de la quema que esta noche han hecho esos hombres —se santiguo.

—Sí claro, todo el mundo habla de ello anoche en la villa.

—Pues tienes que ir a buscar a Margarita.

Gonzalo la escuchó extrañado y cruzando sus fornidos brazos, fingió no conocer su paradero.

—¿ Y a donde debo ir si puede saberse?

Catalina se levantó de su silla.

—Gonzalo ella me prometió que no te dijera nada, pero tengo que decírtelo.

—¿Decirme el que?

—Margarita vive en casa de Marta, la doncella de palacio, cerca del rio. Y estoy muy preocupada porque ayer noche estaba sola,  Marta se quedó en palacio toda la noche …¿ y si le ha pasado algo?
Sátur miró a su amo, esperando su respuesta.

—No mujer, ¿qué le tenía que pasar?

—¡Pues no se Gonzalo!, estaba allí, sola, en aquella casa cerca del rio. Dicen todos los que llegaron  a la villa que no han dejado casa sin asaltar, ni mujer joven sin secuestrar.

—Estate tranquila, Margarita sabe cuidarse de sí misma, ya verás cómo no le ha pasado nada—Catalina negaba con la cabeza, Gonzalo la miró—Catalina, ¿cómo es que Margarita, no estaba trabajando?

La mujer se volvió a sentar inquieta. No podía decirle a Gonzalo lo del embarazó, pero tenía que decirle algo para que fuera en su busca, estaba muy  preocupada por su amiga.

—Verás, Gonzalo. Margarita no viene a trabajar porque está al cuidado de una mujer que se encontró en el camino cuando iba con Marta  a por agua, a la pobre casi la mata el carruaje del inquisidor.

—¿Has dicho del inquisidor?—Preguntó con fingida sorpresa.

—Sí, vino hace un par de días,  se hospeda en palacio.

Gonzalo miró a Sátur, y  se encontró con la mirada del  escudero.

—Y ¿a que ha venido el inquisidor?—indagó.

—Se dice entre los criados de palacio que busca algo muy valioso, otros dicen que buscan a  alguien, pero todo son rumores, lo llevan muy en secreto. Ayer sin ir más lejos escuché como el Cardenal enviaba a sus hombres en busca de algo y les decía que no volvieran sin ello. No sé a qué se referían. Gonzalo ¿y si son los hombres esos, los que han quemado las casas? porque, menuda pieza está hecho el tal “monseñor”.

Gonzalo se había puesto en guardia, pensaba en el comisario y en el inquisidor, pero también podía haber sido el Cardenal Mendoza.

—No, no lo creo—le contestó con un semblante sereno para tranquilizarla—, pero ten cuidado con lo que dices en palacio, si está el inquisidor, es muy peligroso, cualquier comentario pueden usarlo en tu contra.

—Lo tendré Gonzalo.

— ¿Y dices que Marta, la doncella se quedó en palacio toda la noche? ¿Acaso esperaban la visita de alguien más?

—¿O la llegada de algún preso?—Dijo Sátur, con la reprobación instalada en la mirada de su amo.

—Que preso ni que niño muerto. En el palacio de la Marquesa hace años que no se usan las mazmorras, allí nunca van presos, las tiene como almacén de vino y grano, llegado el caso y si fuera necesario, se los llevarían a casa del comisario, o del mismísimo Cardenal Mendoza. Pero que importa eso—y mirando a Gonzalo le suplicó—, yo solo quiero que vayas en buscar a Margarita, yo no tengo tiempo porque tengo que volver a palacio, y si la marquesa pegunta por mi y no estoy es capaz de matarme—Catalina agarró a Gonzalo por los brazos—Por favor se que habéis discutido por aquello que pasó entre la marquesa y tú, pero ya es hora de que lo arregléis ¿no te parece?

Sáturno García miró con curiosidad a su amo.

—Catalina no te preocupes, haré lo que pueda.

—¿iras?

— Iré a buscarla. Te lo prometo.

—Bueno pues ya me quedo más tranquila, y  me voy, que voy a llegar tarde a palacio.

—Bien Catalina, pues que tengas un buen día.—comentó Sátur señalando la puerta.

—A más ver— dijo Catalina.

—Con Dios —respondieron los hombres.

En cuanto Catalina cerró la puerta, el postillón dejó el trapo que llevaba en la mano y se sentó junto a su amo.

—Amo que es eso de “lo que pasó entre la Marquesa y usted”, si está a bien contármelo.
Gonzalo le miró.

—No habíamos pensado en el Cardenal Mendoza.

—Eso, váyase por la tangente.., es que nunca me cuenta ná, que soy su postillón, abrase de una vez.
Volvió a mirarle pero no contestó.

—Tengo que salir a buscarla. 

—Y a donde si puede saberse, porque en las mazmorras de palacio no hay na de ná. Que hemos estado toda la noche buscando.

—Primero iré a ver al Comisario—le contestó mientras se dirigía hacia su alcoba.

—Y ¿después?

—Ya veré, en algún lugar la deben tener, ¿no te parece?

—Sí, amo, pero no podemos ir de un lado al otro como patos mareaos. Tenemos que pensar. Bueno, usted tiene que pensar. Yo le seguiré.

—Sátur, dile a Alonso que hoy no hay escuela—Entonces Sátur recordó lo que el comisario le dijo a Margarita.

—¡Dios mio!—susurró tapándose la boca con una mano. Gonzalo se giró al escuchar ese lamento.

—¿Qué te pasa?

—¡Amo! No me acordaba, tenemos que irnos de inmediato de aquí, corra.

Gonzalo se detuvo

— ¿De que no te acordabas?¿por qué tenemos que irnos corriendo de aquí?

—Señor, perdóneme, no me acordé de decírselo. El comisario va a venir a buscarnos.

—¡¿A buscarnos?!

—Si amo, aunque la señora negó varias veces que el libro era de usted, el comisario prometió venir a buscarle dice que usted es el dueño de ese libro y que toda la familia tiene que pagar por ello.
Gonzalo le miró.

—¡Y ahora me lo dices! Hemos perdido un tiempo precioso.

—Señor, lo siento, es que entre unas cosas y otras.

—¡Es muy peligroso lo que me has dicho! Así que no perdamos más tiempo.

—Si amo, lo extraño es que el comisario no lo haya hecho ya.

—Tienes razón. Coge a Alonso y llévatelo de aquí  que vaya a casa de Catalina y que no salga para nada de allí y después lleva mis cosas a la cueva, si el comisario viene a casa no  tienen que  encontrar nada. Yo tengo que encontrar a Margarita.

—Pero amo, si vienen y no encuentran a nadie, mirarán por los alrededores y darán con él niño.

Gonzalo no podía pensar con claridad. Esa nueva situación lo cambiaba todo, su hijo también estaba en peligro. Sátur habló.

—Señor, y si lo llevo donde Estuarda. Y le digo que pase todo el día con Gaby y así tenemos tiempo de pensar y buscar a la señora.

Gonzalo le miró sorprendido por esa brillante idea.

—No me mire así, que yo también tengo muy buenas ideas, por algo soy el ayudante del héroe.
Gonzalo sonrió. Y poniéndole una mano en el hombro le dijo.

—Me parece muy buena idea Sátur, pero tienes que irte ya. Sin pérdida de tiempo.

—Está bien. Yo me encargo del muchacho y de sus cosas. Usted de su cuñá

—Bien Sátur Gracias.

—Amo, y usted que va a hacer.

—Yo me voy a los calabozos.

—¿Así tal cual? ¿A pecho descubierto? Mire amo que el comisario ya habrá dao ordenes de buscarle.

—¡No, Sátur!, no voy a ir  como Gonzalo.

—Bien, eso está bien. Y una cosa amo. Cuando termine con el niño, y sus cosas ¿a dónde voy?

Gonzalo pensaba, y pensaba mientras subía a la guarida.

—Dirígete a casa de Marta la doncella—dijo con premura.

—Está bien, eso haré. Y usted tenga cuidao, que cuando va así de ennortao no ve nada.

—A más ver—se despidió Gonzalo.

—Vaya con Dios amo, vaya con Dios.

Sátur salió de la alcoba y se dirigió a la habitación de Alonso.

—Alonso, tu padre me ha dado permiso para que nos vayamos a ver a Gaby. ¿Qué te parece?

—Estupendo— dijo el zagal.

—Pues mira, ahora acércate a casa de Catalina y me esperas allí, que vuelvo enseguida. No te vayas de allí para nada. En cuanto venga nos vamos. Entiendes Alonso, que no te vayas de allí, bajo ningún concepto.

—¿Pasa algo Sátur?

—Que va a pasar, quiero darles una sorpresa y quiero llegar pronto porque tu padre me ha pedido que haga unos recados mientras el va a buscar a tu tía.

—¿A mi tía? ¡Qué bien Sátur! Quiere decir que posiblemente  vuelva a casa con nosotros.

El postillón sonreía, viendo la alegría que había instaurado en el niño.

—Posiblemente Alonsillo Alonsillo—le dijo acariciándole la mejilla—. Ala, pues venga,  ves a casa de Catalina.

—Está bien.

—¡Alonsillo! —llamó al muchacho que corría a la puerta.

—¿Qué?

—Sal por el establo.

—¿Por qué?

—No quiero que tu padre te vea, se arrepienta y le entren ganas de ir a la escuela.

—Está bien Sátur—dijo Alonso mientras salía por la puerta de la cocina hacia casa de Catalina. Sátur, subió de inmediato a la guarida y empezó a llevar las cosas a la cueva tal como le había dicho Gonzalo.

Más tarde cuando Alonso ya se encontraba a salvo en casa de Estuarda, Sátur se dirigió hacia la casa del rio, a esperar a su amo. No podía ni imaginarse el cambio de rumbo que se produciría en la familia, ante la grata sorpresa que se encontraría al llegar a aquel lugar.




20- LA CELDA

El tiempo parecía haberse detenido. No se atisbaba ni un ápice de luz natural, no sabía si era de día o continuaba siendo noche cerrada. Su única compañía era una rata que roía algo al otro lado de la pared y los gritos que de vez en cuando la despertaban de su intranquilo sueño. Sus manos continuaban rodeando su vientre queriendo proteger aquel ser que nacía dentro de ella. Miró hacia el techo y rezó. Pensó en Águila Roja, sabía que vendría a buscarla, esperaba impaciente, y cada vez que oía algún paso o ruido, creía que Águila Roja ya estaba allí. Pero el tiempo pasaba y su esperanza se iba debilitando por momentos. No sabía dónde estaba, si estaba en la villa o lejos de ella, lo único que sabía era que estaba sola, encerrada en una celda, con humedad, frio, y que tenía sed, mucha sed. Se levantó lentamente, tenía las piernas entumecidas, al intentar dar un paso, un ligero pinchazo la hizo doblarse hacia delante, enseguida pensó en su bebé. La noche anterior había sufrido mucho, atada al caballo, caminando durante mucho tiempo. Alguna vez cuando el terreno era más escarpado, se había caído de bruces sobre el suelo, y aquellos hombres continuaban su camino arrastrándola sin piedad y sin ayuda para levantarse. Sujetó su vientre con ambas manos y aprisionó el costado causante de aquel leve pero punzante dolor.

—¡Dios mío, no me lo quites!—susurró—es lo único que tengo de él.

Al terminar aquella súplica, se dio cuenta que estaba presa y sola, y que si no ocurría un milagro, posiblemente no habría futuro para ellos dos. Si el destino y el héroe de la villa no lo remediaban, en pocos días Margarita Hernando habría pasado a la historia, sin poder decirle a quien más quería en este mundo, cuanto lo amaba, y cuanto hubiera dado por estar junto a él.

  Volvió a sentarse abrazada a sus rodillas, pero no quiso llorar, el recuerdo de Gonzalo la llenaba de fuerza, recordó que él mismo, le había confesado que años atrás había escapó de una prisión para volver a verla, así que ahora ella tenía que ser fuerte, como siempre había sido, y pensar en salir de allí para poder volver a estar junto a él. Pero… ¿Qué podía hacer? Tenía que salir de allí, pero ¿cómo?

El sonido de varios hombres la alertó, poco a poco se fueron aproximando a su celda. Margarita volvió a su rincón, y se hizo la dormida, vigiló entre sus brazos cuando pasaron frente a su celda. Por suerte, se dirigían hacia otro. Muy despacio, se fue incorporando de nuevo, quería ver hacia donde se dirigían aquellos hombres, así que sujetándose el costado por debajo del vientre se acercó a las rejas de su puerta. Miró a ambos lados y vio  a lo largo de aquel pasadizo a varias mujeres asomadas entre los barrotes igual que ella. El pasadizo estaba iluminado con una tenue luz que desprendían varias antorchas situadas a lo largo del serpenteante pasillo. Las mujeres gritaban agarradas a sus rejas, suplicaban agua. 

Un estremecimiento le cubrió el cuerpo. ¿Cuánto tiempo llevarían allí aquellas mujeres? De pronto todas callaron, atemorizadas, se apartaron de sus barrotes escondiéndose en la oscuridad de su celda, solo se escuchaba un desgarrador llanto; una mujer implorando piedad. Ella hizo lo que vio hacer a las demás y se alejó de las rejas, al momento vio  pasar frente a ella a dos hombres arrastrando a una joven semidesnuda, con las ropas hechas jirones, se dirigían  hacia las escaleras que minutos antes había visto al final del. Entonces se dio cuenta que aquel lugar no era el calabozo de la villa, aquel calabozo nunca lo había visto. La vez que estuvo encerrada con Gonzalo estuvo en otro lugar, no era allí. Ese lugar parecía una especie de gruta, con cavidades estrechas, delimitadas por rejas que a su vez hacían de puertas, lo que impedía ver a la persona que permanecía en la celda de al lado.

La humedad resbalaba por las frías paredes, aquella cárcel lloraba al igual que la mujer que llevaban arrastras por los pasillos implorando perdón. Perdón por una culpabilidad que no era cierta. Las demás, volvieron a  gritar, suplicando un poco de agua que llevarse a la boca. Margarita permanecía absorta en sus pensamientos, cuando de pronto frente a ella, asomó una mujer con la cara destrozada mirándola fijamente. Margarita dio un salto hacia atrás, la mujer todavía ensangrentada presentaba unos cortes en su rostro que imaginó se los había producido el filo de un arma blanca. ¡Le habían desfigurado el rostro!, que ahora en parte infecto, todavía sangraba o supuraba.

Margarita suspiró profundamente, intentando que su sorpresa y el asco que sintió al verla, no se notaran y haciendo un verdadero esfuerzo para no vomitar, le sonrió. Aquella mujer al ver su honesta sonrisa lloró. Margarita se apiadó de ella.

—No llores, mujer—le dijo dulcemente.

—Eres… la primera persona que me sonríe… desde hace muchos meses, desde que Valentina, la mujer que estaba ahí en tu celda, murió.

Margarita se sorprendió por aquello.

—¿Cómo te llamas?—siguió preguntando la mujer.

—Margarita—respondió  temerosa y angustiada.

—Yo me llamo Jimena.

La mujer vio en los ojos de Margarita el horror que reflejaba su presencia.

—No te preocupes, se lo que estás pensando, que soy una especie de monstruo, ya sé que estoy desfigurada, y horrible; al principio me importó, pero ahora,  ya no me importa. ¡No me importa nada! ¡¡Quisiera morirme!!—gritó con un desgarro que le helo la sangre.

—¡No digas eso!, siempre hay una esperanza.

—¿A sí?

— De momento sigues viva ¿no?

—¿y para qué?, no hay salida para nosotras, y todo porque unos hombres dicen, que soy una bruja.

—¿Y por qué dicen eso?—preguntó Margarita.

—Porque me encontraron buscando romero para hacer unas hierbas a mi madre, y dijeron que buscaba hierbas para hacer conjuros contra la iglesia y la corona, nos encerraron a las dos, a mi por bruja y a ella por estar poseída por Satán.

Margarita se quedó angustiada. No sabía que decir.

—Y…—preguntó Margarita tragando saliva—¿cómo te has hecho eso?—dijo señalando su rostro.
La mujer, bajó la vista al suelo.

—Más vale que no lo sepas. Y reza para que no empiecen contigo.

Margarita se  estremeció, estaba aterrada. Otro pinchazo le hizo lanzar un pequeño grito de dolor.

—¿Te ocurre algo?—preguntó la mujer.

—No, no es nada. Tan solo tengo un pequeño dolor, abajo y en el costado.

—¿A caso te han forzado?¿ Han abusado de ti?

Margarita palideció. Porque le estaría preguntando aquello aquella mujer.

—No te avergüences Margarita,  aquí eso es normal.

—¿Cómo que es normal? … a ti… también...

—Pues claro mujer. Todas pasamos por eso, y lo normal no es que lo hagan solo una vez, si no varias veces al día. Es lo habitual. Y te aconsejo que no te resistas, porque de lo contrario usarán sus herramientas de tortura. Porque te crees que se han llevado a esa pobre muchacha.

Margarita no podía creer lo que le estaba diciendo aquella mujer.

—¡Pero si apenas es una niña!—censuró.

—Esas les gustan más—dijo pegando su rostro contra los barrotes—. Las puras, las vírgenes, esas son las que más mal lo pasan y con las que ellos más disfrutan.

—¡Dios mío! ¿Y quién da las órdenes?—preguntó indignada.

—Aquí no hay órdenes. Aquí cualquier hombre hace lo que quiere. Casi siempre van en grupos de cuatro y te violentan de dos en dos o de tres en tres. Uno por delante, otro por detrás, otro te mete mano…

En aquel momento en la celda contigua asomó otra mujer y dando un golpe en los barrotes gritó.

—¡¡Cállate ya!! Porque le dices eso a la pobre.

—¡Porque tiene que saber la verdad! ¡Tiene que saber a qué se enfrenta! ¡¡No hay salvación para nosotras!! Acaso es mentira lo que le digo.

—No seas cruel Jimena.

—La verdad, sí que es cruel. ¿Por qué no puedo decírselo? Acaso si callo se va a salvar de ese dolor, de esa humillación. ¿Es que no es mujer? Y ¿qué es, ser mujer?

Margarita permanecía en silencio, con los ojos como platos intentaban comprender aquella pesadilla, intentaba permanecer serena, pero no pudo, la congoja nubló su mirada con las lágrimas que brotaban del fondo de su alma sin poder evitarlo. ¿Qué pasaría con ella? ¿Y con su bebé? Tenía que huir de allí. Tenía que pensar algo. Pero ¿el qué?

—Disculpadme, pero no me encuentro muy bien—dijo Margarita con un hilo de voz.

—Está bien—gritó Jimena—, escóndete en el rincón más lejano de tu celda, ¡pero pronto te sentirás peor!

—¡¡Jimena!!, basta ya, que la estás asustando.—hablo la segunda mujer que estaba junto a Jimena—¡Margarita! Hola,  me llamo Mencía, y te digo que no te preocupes,  que procures descansar lo que puedas, y no le hagas caso a Jimena, desde que le pasó lo que le pasó, está un poco ida.

—¡¡Te estoy escuchando!!—gritó a pleno pulmón Jimena. Mencía no le hizo caso y continuó calmando a Margarita.

—A veces, pasan días sin que esos hombres pasen por aquí. Además hoy ya se han llevado a una joven, así que ante la desgracia de la pobre, nosotras podemos respirar un poco más tranquilas.
Margarita apenas podía ver a Mencía, pero le regaló una tímida sonrisa.

—Gracias.

—Anda, descansa—le indicó la mujer, dentro de un rato nos traerán agua y comida, es la única comida que nos dan al día, y aunque apeste intenta comer, hemos de mantenernos fuertes.

—Sí, descansa que ya te cansarán ellos—continuó importunando la primera mujer.

—¡¡Jimena!!, ¡creo que no deberías hablarle así! Déjala en paz.

Una espeluznante carcajada salió de la garganta de aquella mujer. Mencía miró a Margarita y le hizo un gesto para que terminaran la conversación, no hablaran más y se retirara a descansar.

Margarita, se acurrucó en el mismo rincón que había ocupado desde que llegara a la celda. Pensó en la crueldad de aquellos hombres, y en el abuso al que eran sometidas todas las mujeres, en cierto modo, Jimena aun poseída por aquel dolor y rozando la demencia, tenía razón, las mujeres ya fueran ricas o pobres, si algún hombre lo deseaba siempre acababan sometidas, maltratadas, ya fueran sus maridos, o por los señores nobles donde trabajaban, por el clero, por los soldados, por cualquier hombre que se le pusiera entre ceja y ceja. La mujer que tenía la desgracia de cruzarse ante aquellos desalmados, siempre era humillada, vejada y se encontraba indefensa ante aquella sociedad, era usada como un simple mueble, no tenía derecho a tener corazón, a pensar por sí misma, a decidir sus actos, ni mucho menos a tener sentimientos. De repente, irrumpió en sus pensamientos como una fuerte luz, la imagen nítida de Gonzalo. Que diferente era al resto de los hombres que había conocido. Tan dulce, tan honesto, tan tierno, tan encantador.



—¡Gonzalo!—su nombre salió con un suspiró del interior de su ser—¡Te quiero con toda mi alma!—musitó—, aunque me hayas traicionado con Lucrecia, no puedo dejar de amarte, te amo tanto, que me duele, he luchado contra eso, Dios sabe que es verdad, pero es imposible, no puedo arrancarte de mi corazón, ni ahora, de mis entrañas —miró su vientre, lo acarició, recordó los momentos vividos con él. Gonzalo siempre había sido especial para ella. Desde pequeños, él había respetado sus decisiones, su manera de pensar, su manera de hacer.  Que diferente a Víctor, cuanto le había hecho sufrir. Aunque ahora Gonzalo también la había traicionado. Cerró los ojos reviviendo aquel fatídico día, donde toda su ilusión se hizo añicos, cuando encontró a Lucrecia y a Gonzalo retozando en aquel lecho. Volvió a respirar ahogando su dolor y su llanto, queriendo transformarlo en arrojo y coraje. Debía ser fuerte, se repetía una y otra vez, pero Gonzalo era su debilidad, no podía ante aquel ser tan imprescindible para su vida, necesario como el aire que respiraba. De nuevo, sintió un ligero dolor en su vientre, y en aquel rincón del mundo Margarita se sintió más sola que nunca, completamente desamparada. Sin quererlo, y aunque luchó para no caer, la pena y el miedo se fueron apoderando de ella hasta que por fin  lloró, lloró tan intensamente hasta que el cansancio de su misma angustia y el dolor que reinaba en su alma, venció a su mente y la dejó profundamente dormida.


  

21- EL RESCATE


El Águila Roja llegó a los calabozos. Con sigilo escondiéndose entre las sombras de aquel lugar,  entró y fue directamente al despacho del comisario. No había nadie. Miró entre sus papeles para ver si encontraba alguna nota, o cualquier cosa que le llevara sobre la pista de Margarita, buscó por los estantes, en los cajones. Ninguna nota, ¡nada! Entonces escuchó el sonido característico de las espuelas del comisario, rápidamente desenvainó su Katana y buscó un lugar donde esconderse, se aproximo a las cortinas que quedaban más lejanas de la mesa y se refugió tras ellas. El comisario entró en aquella estancia seguido del Cardenal Mendoza y su lugarteniente. Entregó un papel a su subalterno mientras le decía.

—Pedro, puedes retirarte, quédate en la puerta que no entre nadie, ¡nadie entiendes!

—Como ordene señor.

El lugarteniente salió de la habitación, dejando solos a los dos hombres.

—Tome asiento monseñor.

El Cardenal se sentó frente al comisario que hizo lo propio frente a su escritorio.

—Y bien comisario, ¿qué es eso tan importante que dice que tiene?

—Todo a su tiempo querido cardenal, todo a su tiempo.

—Pues no me lo haga perder, señor comisario. El tiempo es oro y yo no tengo tiempo ni oro que perder. ¿Porque me ha traído hasta aquí? ¿Acaso ha encontrado el Santo Grial?

—¡Por Dios excelencia!, es algo mucho mejor para Usted, y para su candidatura al trono del san Pedro que tanto desea.

El cardenal frunció el ceño y miró detenidamente al comisario de la villa, apoyó sus codos sobre los brazos de la butaca y cruzó sus manos frente a su mentón.

—Está bien. ¿Qué es lo que quiere comisario?

—Ahora está mejor. Veo que nos vamos entendiendo.

—¡Déjese de sarcasmos comisario y dígame de una vez lo que quiere!

El comisario sacó una carta de su escritorio.

—Lea esto eminencia.

—¿De qué se trata?

—Lea, luego me dice.

La cara del Cardenal palideció.

—¡Como osáis pedir tal cosa!

—Se de alguien que si  me lo dará.

El Cardenal se puso en pié.

— Yo no puedo darle eso que me pide.

—¡Está bien!, no vayamos a discutir. Eminencia—Hernán le hizo una reverencia y le indicó la puerta. El Cardenal miró hacia la salida pero no podía marcharse sin saber de qué se trataba aquel negocio.

— ¡Y qué cosa es tan valiosa, para semejante premio!

Sin mediar palabra Hernán se incorporó y se dirigió hacia un arcón que quedaba cerca de la mesa, lo abrió y de su interior sacó una  caja que dejó con sumo cuidado sobre la mesa. Inmediatamente desabrochó su casaca de cuero negro dejando a la vista su recio pecho, descubriendo pendida de su cuello, el brillo de una cadena, que sujetaba una pequeña llave. La sacó de entre su ropa y abrió la caja, lo que sacó de ella, dejó atónito al Cardenal que se incorporó al instante, dando un paso al frente, sus pequeños y maliciosos ojos se abrieron con fuerza al contemplar lo que le estaba mostrando el comisario.

—¿El quinto evangelio?

El héroe desde su escondite se estremeció al oír aquellas palabras. Quería salir de allí, pero debía guardar calma, en aquel  momento no podía hacer nada, tan solo espera y escuchar. El comisario tenía el evangelio, así que el mismo comisario le llevaría hasta Margarita. Cerró los ojos, movió sus dedos uno a uno y apretó los puños sobre la empuñadura de su Katana que alzada a un costado permanecía fija en posición de ataque, tras el pesado cortinaje de terciopelo negro, esperando el momento de actuar.

—¿Donde lo ha encontrado?¿ Quien lo tenía?

—Eso no importa eminencia, lo importante, es que está en mi poder, y con él, puedo llegar donde quiera, incluso puedo llegar al rey.

—¡Eso nunca!

—¿Y por qué no? El rey,  agradecerá mi lealtad y quizá me pague más que vos.

—El rey no puede tener el quinto evangelio, ¡lo ha de tener el clero!

—O sea vos. Para chantajear al rey, si no hace lo que le pedís, y para someter al pueblo. Si se llegara a descubrir lo que en él se dice, se le acabaría el poder de la iglesia sobre los hombres ¿verdad eminencia?

El Cardenal lanzó veneno en su mirada.

—¡Y que sabéis vos de lo que dice o no dice el evangelio!

—No os creáis que soy un ignorante, yo también tuve mi educación eminencia, y precisamente un franciscano ya me había hablado alguna vez del quinto evangelio—El comisario parecía divertirse ante aquella situación de la que creía tener las riendas. Gonzalo recordó a Agustín cuando a él también le habló de aquel evangelio. El comisario prosiguió—Aunque a decir verdad, nunca creí lo que aquel buen fraile me explicó sobre la verdadera biblia.

—Sabéis que por menos que eso, la inquisición ha matado a muchos que pensaban como vos.

—Cardenal—dijo irónico—, ¿quien ha oído que yo le haya dicho algo sobre el evangelio? Estamos solos.

El Cardenal comprendió.

—Por eso, por el valor que tiene este libro, os pido lo que os pido, creo que si vale la pena que os lo penséis. Habéis tenido el privilegio como familia que somos, en ser el primero en saber que lo tengo yo, así que… eminencia, os dejo de plazo hasta media noche para que aceptéis mi propuesta. 

—¡Yo no puedo daros todo ese oro que pedís!

—Bien, no hace mucho, vos me pedisteis mi parte del botín,  cuando me amenazasteis con matar aquel pequeño bastardo.

—Eso era otra cosa.

—Está bien mi querido Cardenal. Quizá…—hizo una pausa—, quizá al inquisidor le interese mi propuesta.

—¡Dadme inmediatamente ese libro!—gritó colérico el Cardenal.

El comisario dejó el libro dentro de la caja y la cerró de golpe, poniendo sus manos sobre ella.

—Pensaos bien lo que os he dicho eminencia. No estoy bromeando. Si a media noche no tengo noticias vuestras,  se lo propondré al inquisidor, o al mismísimo Rey si es preciso —El comisario apoyándose en sus manos, movió su cuerpo sobre la caja que contenía el evangelio y que permanecía sobre su escritorio, acercándose deliberadamente a la sudorosa  piel, que cubría la grasienta frente del Cardenal . Hernán clavó su mirada en la de él y le preguntó— ¿Quién creéis que pagará mejor de los dos? ¿El inquisidor? O ¿El Rey?

El Cardenal indignado, dio media vuelta y se dirigió a la salida.

—Estáis jugando con fuego comisario. Nos volveremos a ver.

—Cuando deseéis eminencia. Os estaré esperando.

El Cardenal salió de la estancia exhalando ira por sus poros. Hernán guardó su caja en el arcón, momento que aprovechó el Águila para salir de su escondite, pero en el preciso momento que el héroe iba a lanzarse sobre el comisario, escuchó al lugarteniente hablando con una mujer, inmediatamente reconoció aquella inconfundible voz, era la voz de Lucrecia. Sorprendido ante aquella visita inesperada,  regresó rápidamente al mismo lugar donde había permanecido escondido durante todo el tiempo.

—¡Hernán!, ¿qué le has hecho al pobre Cardenal, que ha salido hecho una furia?

—¡Lucrecia! Que sorpresa, ¿qué haces por aquí?

Como era habitual en Lucrecia, no contestó a aquella pregunta, y paso directamente al motivo por el que había llegado a su despacho.

—¿Has encontrado el evangelio?

Hernán dudo en decirle la verdad. Pero acabó cediendo.

—Tan directa como siempre.

—Hernán—contestó mirándole con indiferencia.

—Pues sí. Lo encontré.

Cambiando su actitud hacia él, preguntó mientras se le acercaba.

—Y bien querido, ¿quién lo tenía?

—Eso da igual Lucrecia—dijo poniendo tierra de por medio.

—No, Hernán no da igual—contestó Lucrecia tajante, clavando su mirada hacia el comisario—. Esa persona sabe que existe ese evangelio y nos puede perjudicar, mira lo que pasó con el padre Alejandro.

—No pasará nada, el padre Alejandro, sabía su contenido, y esa persona no creo ni que lo haya abierto.

—¿Y si lo ha leído?

—Lucrecia, el evangelio está en hebreo, no creo que haya cultura en la villa y los alrededores que llegue a descifrar ese idioma.

—¿De quién se trata? Dímelo Hernán.

—Mejor que no lo sepas. Tan solo te diré, que se trata de una mujer.

—¡De una mujer!—se movió intrigada— ¿Una mujer tenía en su poder el evangelio?

—Bueno ella dice que no, como todos a los que hacemos presos, niegan una y otra vez su culpabilidad, pero esta vez quizá tenga razón.

—Hablas con benevolencia sobre la portadora del evangelio. Hernán ¿qué es lo que tratas de esconderme?—lo miró pícara—¿Acaso la conozco?

—Marquesa, mejor que te mantengas al margen. Hoy en cuanto te vayas de aquí, y regrese de una de mis  ocupaciones,  iré a verla para sacaré la verdad.

—Hernán, ¡tienes que acabar con ella! No puede quedar ningún cabo suelto.





—Lucrecia ya sé lo que tengo que hacer. Primero tengo que averiguar si alguien más conoce la existencia del evangelio.

—La habrás llevado a un lugar seguro, lejos de la villa ¿no?

El comisario la miró sonriente.

—Hernán no juegues conmigo.

Lucrecia se quedó pensando. Una pérfida sonrisa afloró a sus labios.

— ¿O, es que ya la has matado?

Él Águila Roja, pensó en salir en aquel momento, y obligarles a confesar, pero aún no sabía el paradero de Margarita. Debía seguir esperando. Y por fin escucho lo que tanto anhelaba.

—Vamos Lucrecia, te acompañaré hasta la salida.

—Eres intratable.

—Lucrecia, descuida, que tanto el evangelio como la mujer, están en un lugar seguro, muy bien escondidos, en un lugar que nadie podría encontrar, ni el mismísimo inquisidor. Y créeme, si te digo, que  esa mujer de allí nunca podrá salir, con vida.

—¿No la habrás llevado a las cuevas junto al río?

Hernán volvió a sonreír maliciosamente.

—¡Hernán, ahí están todas las presas del inquisidor!

—Pues que mejor lugar que ese, acaso no la condenarán por herejía.

—Hay Hernán como eres.  Por cierto, ya se lo has notificado al inquisidor.

—Antes, tengo que negociar su precio, y posiblemente no tengamos que entregarlo nunca, teniéndolo nosotros en nuestro poder, ganaremos mucho más que entregándolo.

Lucrecia se acercó peligrosamente a Hernán. Sus ojos no dejaban de penetrar dentro del hombre que aguanto  como un jabato la mirada sensual que le proyectaba la dama. Ella, que disfrutaba provocando al comisario, acercó sus jugosos labios a los de él, respirando sus latidos. Movió su respingona nariz por la comisura de los labios del hombre y mordisqueó el aliento entrecortado que liberaba lentamente el comisario cada vez que la tenía tan cerca. Lucrecia dio inmediatamente un giro de noventa grados y continuó hablando como si tal cosa.

—Está bien, querido, lo dejo en tus manos —el comisario respiró aliviado. Ella continuó—. Pero, me preocupa esa mujer.

—No tienes de que preocuparte, mis hombres están siempre custodiando el lugar, día y noche.

—Bien, tú sabrás lo que haces. Vamos Hernán—le tendió la mano.

—Detrás de ti, Lucrecia—Y salieron de la estancia.

El Águila Roja abandonó su escondite, guardo su Katana tras su espalda y se dirigió al lugar donde Hernán había dejado la caja, la sacó y con su tantô forzó la cerradura.

—No tan rápido Hernán, no tan rápido.

Sacó el libro de su interior y volvió a dejar la caja en el mismo lugar donde la encontró.

Antes de salir de allí analizo la última parte de la conversación con Lucrecia. La Marquesa había hablado de una cueva, donde llevaban a las mujeres que tenía que interrogar el inquisidor, sin embargo tenía la sensación de que Hernán había mentido a Lucrecia, pero… ¿por qué? ¿Por qué motivo no le dijo a Lucrecia que la mujer era Margarita? ¿Y Por qué  no había cumplido con la amenaza de ir a buscar a toda su familia a su casa aquella misma noche, tal y como le explicó Sátur? No entendía nada, pero detrás de todo aquello había un propósito que ahora mismo no entendía. De lo que si estaba seguro, era que Margarita estaba viva. Pero ¿dónde podría estar? De pronto, una corazonada le hizo reaccionar. El comisario había dicho que el evangelio estaba tan a salvo como la mujer, le había hecho creer a Lucrecia que estaba lejos de aquel lugar a buen recaudo, pero él sabía que el evangelio estaba allí mismo. Recordó al padre Alejandro cuando le dio el evangelio  para su custodia. « A veces,  la mejor manera de ocultar algo, es precisamente no hacerlo» ¡Claro!, por eso el comisario dijo que estaban sus hombres día y noche. ¿Y si Margarita estaba allí mismo? En aquellos calabozos. Sátur le había dicho que la llevaban ante el inquisidor, pero por lo que Hernán dio a entender mientras conversó con sus dos visitas era que primero y ante todo, tenía que negociar el precio del evangelio, así que de momento no había dicho a nadie que lo había encontrado, ni que lo llevaba Margarita. Cada vez estaba más claro, no la habría llevado junto con el resto, porque de lo contrario los hombres del inquisidor la hubieran visto y delatado. Así que seguramente estaba allí mismo.

 Él Águila excitado ante aquella posibilidad, se asomó con precaución, por la puerta del despacho del comisario mirando desde allí, la entrada del calabozo. Cuando vio que los centinelas no estaban, bajo las escaleras y se infiltró en las entrañas de las mazmorras, siempre escondiéndose entre las sombras de aquel oscuro lugar.

Buscó por todos los rincones, celda a celda iba mirando por todas partes. Los presos casi no le podían ver ya que durante la noche les torturaban y durante el día permanecían somnolientos, por el cansancio y la angustia vivida. Él, en aquella ocasión, no quería llamar la atención, debería evitar la lucha hasta dar con ella. Aquel calabozo debería tener una parte trasera, o subterránea, ya que no encontraba nada en todo el recinto. De pronto unas voces le alertaron, se escondió, al momento vio como se abría un pasadizo en una pared, miro atentamente y vio que por ella salían dos hombres arrastrando a una mujer. En un principio pensó en Margarita, pero rápidamente se dio cuenta que no era ella, aquella mujer llevaba el pelo más corto que su cuñada, y tenía la piel mucho más blanca. Respiró aliviado, cerrando los ojos mientras reposaba su cabeza contra la pared para no ser visto.

Su pensamiento ahora era entrar en aquel lugar, y buscar en su interior. Poco a poco se fue acercando hasta la puerta. Cuando los centinelas dejaron aquel rincón para seguir vigilando por otras inmediaciones, aprovechó para colarse dentro de ella. Una vez allí tuvo que adaptar sus ojos a la oscuridad del lugar, volvió a sacar su Katana y sujetándola con ambas manos, descendió, lentamente las escaleras, con la espalda apoyada en la roca. Cuando llegó al final de las mismas, se encontró sorprendentemente con un estrecho y largo pasillo que fue siguiendo hasta el final.

Cuando faltaban varios metros hasta llegar al final del trayecto escuchó el griterío de varias mujeres pidiendo agua. Como un felino agudizó los sentidos, no sabía lo que se podría encontrar más allá y descendió de nuevo por aquella oscura cavidad, hasta que llegó al final  de su trayecto donde vio un largo pasillo lleno de puertas enrejadas y brazos extendidos. Miró una a una por las celdas. Las mujeres atemorizadas se recluían en la oscuridad. Él,confundido por lo que allí sucedía, intentaba tranquilizar con sus manos a las reas.

—No os preocupéis, no vengo a haceros daño. Tranquilas. Os sacaré de aquí.

 Todas estaban atemorizadas. Pero una de las mujeres lo reconoció, se acercó de un salto a sus barrotes y gritó.

—¡¡Águila Roja!! Ha venido Águila Roja.

Él intentó que se callara que no gritara, pero la mujer emocionada por su presencia y por lo que aquello suponía, coreaba su nombre alarmando a todas las demás. Todas las mujeres se tiraron sobre sus barrotes clamando ayuda.

—¡¡Sálvanos Águila. Por favor!!

—Es verdad, es él. Está aquí el héroe de la villa.¡¡Gracias Dios mío!!

—Queremos ir con nuestras familias, por favor,¡¡ Águila sácanos de aquí!!

—¡¡El héroe, ha venido el héroe!!

—¡¡Águila, ayúdanos. Águila!!

Él estaba atónito, todas aquellas mujeres allí encerradas. Buscaba entre todas aquellas voces la de la única mujer que en aquel momento le importaba. Margarita. Pero ¿Dónde estaba Margarita? Katana en mano, andando vigilante por el pasadizo, miraba a un lado y al otro, en cada una de las celdas. Lo que veía en ellas, le llenaba de angustia, rabia y  odio ante aquella brutalidad que estaba descubriendo. El sonido de aquellos gritos, mezcladas con su ansiedad de encontrar a Margarita,  le estaba trastornando por momentos. Hasta que una de las mujeres gritó.

—¡¡Callaros ya!! ¡Solo vais a conseguir alertar a los centinelas, ya falta poco para que nos traigan  la comida, así que callaros por favor! —pero aquellas mujeres llenas  de la esperanza al verse rescatadas no podían dejar de gritar y reír nerviosamente al mismo tiempo.

Tal fue el escándalo que los hombres que bajaban junto al carcelero para entregar la comida a las presas, escucharon el griterío desde la planta superior. Al principio no dieron importancia, pero al escuchar  el nombre de Águila Roja, uno de ellos subió en busca de refuerzos  mientras los demás  bajaron junto con el carcelero  para acabar con el héroe.

Él Águila que lo intuyó se escondió en un recodo que había bajo las escaleras a esperar que esos hombres bajaran como así fue.

Uno tras otro fueron bajando todos los hombres del comisario que en aquel momento custodiaban el calabozo. Águila salió de su escondite, y empezó una gran lucha por los pasillos. Golpes, patadas, saltos, cuchillos, espadas, durante un tiempo se mantuvo una feroz lucha.

Margarita escuchó todo aquel alboroto, escuchaba como aquellas mujeres clamaban el nombre del héroe de la villa, y se incorporó de un salto acercándose a los barrotes. Con su cara pegada a los barrotes, miraba hasta donde podía ver desde aquel lugar. Vio a Mencía como también se asomaba a su puerta y como Jacinta reía sin parar. Pero al que no veía era al Águila Roja. Escuchaba el ruido de las espadas, y los quejidos de aquellos hombres, pero no veía nada. Entonces, vio como uno de los hombres se aproximaba por el pasadizo, luchando contra el héroe.  A Margarita se le saltaron las lágrimas al reconocerlo. Por fin la había encontrado, estaba batallando con aquel hombre frente a su celda, cuando Margarita no pudo contenerse y  gritó.

—¡Águila!, ¡sabía que vendrías! ¡Soy Margarita! ¡Estoy aquí!

La dulce voz de Margarita, hizo que por un instante Águila bajara la guardia frente a su adversario, y dirigió sus ojos hacia los de ella siguiendo su voz. Su mirada se cruzó un instante con la de Margarita, en un momento de falsa calma, en medio de aquella lucha, Margarita le sonrió llenándolo de fuerza y de paz infinita. En aquel momento Margarita sintió un cosquilleo en su corazón, algo que nunca antes había sentido con nadie excepto con Gonzalo.

De pronto, la mujer vio como el adversario del héroe se revolvió espada en mano y se lanzaba sobre él dirigiendo su acero  hacia el corazón del Águila que continuaba absorto ante su  mirada. Margarita gritó aterrada.

—¡¡¡Cuidado!!!—Él héroe, reacciono de inmediato pero no pudo esquivar la espada de aquel rival que le clavaba sin piedad, hiriéndole en el brazo izquierdo. El héroe se dolió ante aquel enviste, se tambaleó, pero recuperó fuerzas al pensar que había encontrado a Margarita, y luchó de nuevo con aquel enemigo con toda la furia contenida, sabía que era el último hombre que quedaba de aquel primer grupo y debía acabar con él antes de que llegaran los refuerzos, sabía que no podían tardar mucho y que aquel lugar era una ratonera, solo  tenían una salida para escapar y esa salida era por donde llegarían esos refuerzos.

Se incorporó como pudo y  volvió a la carga. Las espadas se cruzaban sobre sus cabezas una y otra vez, retumbando su sonido por todas las celdas, las mujeres gritaban, reían, lloraban. Hasta que el héroe pudo por fin hacer  tambalear a su contrincante, y aprovechó ese traspié para asentarle una patada en su cabeza que lo dejó tendido en el suelo. Él, cayó  exhausto de rodillas, por el dolor, permaneció unos segundos junto aquel último hombre, ante la llamada de las mujeres, se incorporó como pudo y corrió junto al cadáver del carcelero en busca de las llaves de las celdas. Las mujeres gritaban auxilio, pero él se dirigió hacia la celda de Margarita, buscó entre todo el manojo de llaves probando una a una hasta que encontró la que correspondía a su celda diciéndole al mismo tiempo.
—Ya estoy aquí, no tengas miedo, tranquila.

—Margarita solo reía nerviosa, sin creer lo que estaba sucediendo. Otra vez Águila Roja la estaba salvando de su irremediable destino, una y otra vez, la devolvía a la vida. Solo podía sonreír, no podía hablar. Aquella mirada la había dejado trastocada. Cuando por fin abrió la puerta, se fundieron en un abrazo tan intenso como breve.

—¿Estás bien?—le preguntó el Águila. Ella sin dejar de mirar sus ojos respondió.

—Ahora sí. Por favor vámonos de aquí.

—Vamos. Pero primero tengo que abrir las puertas a estas mujeres, no puedo dejarlas aquí.

—Está bien yo te ayudo.

Poco a poco fueron abriendo las celdas de aquel lugar. Al abrir la celda de Mencía, esta  le dijo al héroe.

—¿Cómo podré pagarte este gesto?

—A mi no me debes nada, es Margarita la que me dio el aviso, si ella no hubiera llamado mi atención no hubiera podido salvaros.

Mencía se acercó a Margarita. Las dos se quedaron mirando, Mencía era más bajita que ella, su rojizo cabello le caía desgreñado sobre su blanca y sucia piel, sus ojos azules como el mar, le transmitieron una paz infinita, las dos mujeres se encontraban cara a cara, sin barrotes de por medio. Mencía abrazó a Margarita que lloraba de emoción.

—Gracias Margarita, ¿cómo podré encontrarte?—le dijo mientras la abrazaba.

—Vivo en la villa, en casa del maestro del barrio de San Felipe—puedes venir allí cuando todo esto termine.

Águila había escuchado aquellas últimas palabras complacido, eso quería decir que Margarita volvería a casa. Emocionado siguió alentando a las mujeres para que salieran lo más rápido posible de aquel lugar. El tiempo apremiaba y tenían que salir de allí.

—¡¡Venga, vamos!! Salid de aquí, ¡¡deprisa!!

Antes de marchar Mencía le contestó.

—Margarita, te buscaré, gracias, nunca podré agradecerte, que hayas avisado al Águila y que por ti podamos estar de nuevo libres.

Margarita acarició el rostro de aquella joven y bella mujer.

—No tienes porque agradecer nada. Ahora vámonos de aquí rápido.

De pronto varias mujeres cayeron desplomadas al suelo, por las escaleras varios hombres bajaban empujándolas o clavando sus espadas en sus débiles cuerpos. El héroe apartó a Margarita del paso y poniéndose frente a ella.

—Escóndete Margarita—le gritó el héroe.

Y esperó el ataque de aquellos hombres que descendían hacia las celdas. Espadas golpes, gritos  y disparos se mezclaban en aquel lugar, todo se convirtió en un caos.

Margarita  agarró a Mencía de la mano y la arrastro hacia un rincón en una de las celdas, allí se acurrucaron mientras el Aguila Roja seguía peleando. Pero la mala suerte se cebó con ellos, Un de los hombres del comisario cogió una de las  antorchas que colgaba de la pared  y  prendió fuego a la paja que había desparramada por el suelo, la orden era que nadie quedara con vida. Rápidamente el humo y las llamas se hicieron dueños de aquel sótano, y poco a poco se empezó a quedar todo en tinieblas.  Los hombres empezaron a subir las escaleras matando a toda mujer que se les ponía por delante, querían salir de aquel infierno lo antes posible, no habían calculado el alcance de aquel incendio. El Águila dejó de luchar, sujetándose el brazo por el dolor, sus ojos buscaba a Margarita.

Margarita junto con Mencía, se incorporaron y andaban a ciegas en busca de las escaleras, para poder huir de allí, el humo cada vez era más denso. Águila gritaba entre la humareda.

—¡¡¡Margarita!!! ¡¡¡Sal de aquí!!!

De pronto le pareció ver junto a las escaleras la figura de Margarita que caminaba  junto a la joven mujer que minutos antes la había visto despedirse, al momento vio como Margarita se desplomaba y caía al suelo. Aquella mujer intentó levantarla pero no podía. Él corrió hacia ellas, al llegar allí, ordenó.

—Ya  me encargo yo de Margarita, no te preocupes. Vamos, ve tras de mí y en cuanto salgamos de aquí, corre sin mirar a tras—Le dijo.

 Y así lo hizo la mujer. Al llegar a la planta superior comprobaron que aquello se había descontrolado y que todo el calabozo estaba lleno de humo, no se veía nada. Se pegaron junto a las paredes unos instantes para poder ver donde estaban los hombres del comisario, al ver que todo el mundo corría hacia el exterior, salieron entre la multitud. Una vez fuera, aquellos hombres en vez de custodiar el calabozo para que nadie huyera, estaban más pendientes de recuperar la visión y su respiración que de cualquier otra cosa. Así que una vez fuera, Águila gritó a Mencía.

—Corre muchacha, corre.

Mencía miró a los ojos de aquel increíble hombre embozado, le sonrió y marchó corriendo hacia su libertad, llevando en su mano una pequeña pluma roja.

Él Águila cargó  el cuerpo inerte de Margarita y montó junto a ella sobre su caballo  alejándose a galope hacia un lugar más seguro. Por fin volvían a estar en libertad. Por fin Margarita estaba de nuevo junto a él.



22- SOR LUCÍA Y EL PADRE AGUSTÍN


Aquella mañana se había levantado muy temprano, después de un ligero almuerzo se dirigió a sus aposentos, llamó al servicio e inmediatamente Catalina entraba en la alcoba.

—¿Ha llamado la señora?

—Si Catalina, dile al cochero que prepare el carruaje, me voy al convento de las carmelitas.

—Señorita Irene, ¿va usted sola?

—No, Catalina, tú me acompañarás.

—Señorita, creo que va a ser imposible. La señora Marquesa salió esta mañana muy temprano y comprenderá que yo no puedo acompañarla sin su permiso. Si fuéramos a la villa no pasaría nada, pero ¡al convento!

—Que contrariedad Catalina, tengo que ir a las carmelitas, tengo que hablar con sor Lucía y tú eres la única persona en la que confío de verdad, tienes que venir tú.

—Pero señorita—dijo afligida—ya sabe como es la Marquesa, yo soy su doncella, no puedo ir con usted a menos que ella me autorice.

—Está bien, pues entonces, dile a Margarita que venga, en ella también confío.

Catalina la miró apenada. Irene que se dio cuenta, la preguntó.

—¿Pasa algo Catalina?, ¿por qué te has quedado así?

—Es que, verá señorita. Margarita no ha venido hoy a palacio, y la marquesa no sabe nada.

—¿Está indispuesta?—dijo preocupada.

—No, está en casa cuidando de una anciana que encontraron en el camino, a la mujer casi la mata un carruaje que pasaba  a gran velocidad.

—Dios mío. Entonces ¿Quien puede venir conmigo?

Las dos mujeres se quedaron pensativas. Irene se había dejado caer en la cama con desanimo. De pronto la puerta se abrió y dio paso a Marta que venía para adecentar la alcoba.

Catalina dio un brinco y le dijo a Irene.

—¡Marta!

—¿Cómo? —respondió Irene

—Que pasa Catalina, ¿he hecho algo mal? — preguntó la muchacha al oír su nombre.

—Señorita Irene. Que la acompañe Marta—repitió la doncella.

Irene miró a la muchacha, que seguía inmóvil frente a ellas, con las sábanas sobre sus manos extendidas. Irene suspiró y se incorporó de la cama.

—Está bien. Marta, ve a prepararte, me acompañaras al convento de las carmelitas.

—¡Yo señora!—respondió mirando a Catalina, era la primera vez que alguien de palacio le pedía tal cosa.

—¡Vamos! Obedece— le reprendió Catalina.

Marta, miró de soslayo a Irene y con una genuflexión contestó.

—Como desee la señora.

—Trae las sábanas, ya adecentaré yo la alcoba—le acució Catalina. Marta obedeció y entregó las sábanas a la mujer y salió de la alcoba. Irene más animada, y pasándose las manos por su vestido le dijo a Catalina.

—Estoy bien Catalina.

—Está muy guapa, señorita.

—Bien, pues ayúdame, a terminar de arreglarme, recógeme el pelo.

—Si señorita.

Mientras Catalina peinaba la larga cabellera de Irene le preguntó.

—Señorita Irene, ¿Qué le va a decir a  la monja?

—¿A sor Lucía?, pues… no lo sé, no lo he pensado todavía. Cuando la tenga delante ya se me ocurrirá algo.

—Pero, usted tiene que llevar algo pensado. ¿Cómo se las va a ingeniar para preguntar sobre sus padres sin levantar sospechas?

Irene comenzó a sentirse nerviosa. Catalina se  dio cuenta.

—Y porque no lo deja para otro día y podemos pensar en lo que le va a decir. Además, los caminos no son muy seguros,  ya sabe que esta noche han saqueado muchas de las casas del la orilla del rio. ¿No será muy peligroso andar por ahí precisamente hoy?

Irene se incorporó.

—Está decidido.

—Está bien señorita, está bien, solo se lo decía porque han desaparecido muchas mujeres esta noche.

—Tráeme la capa.

Catalina le puso la capa sobre los hombros, y se la ajustó al cuello dibujando un lazo holgado. La miró a los ojos. Irene era muy joven y le tenía un cariño especial.

—Señorita Irene, tenga mucho cuidado.

—Lo tendré, gracias Catalina, y no te preocupes que no me va a pasar nada, soy la sobrina del Cardenal y la esposa del comisario de la villa, nadie haría nada en mi contra.

Catalina arqueó las cejas cerrando los ojos y movió la cabeza de un lado al otro.

—No sé yo señora, no sé yo— dijo mientras Irene se dirigía hacia la puerta, cuando se disponía a salir de la habitación Catalina la llamó.

—¡Señorita Irene! Espere por favor.

—Dime, Catalina.

—No sé… como pedirle esto.

—Dime lo que sea, sabes que puedes hablar con libertad.

—Lo sé señorita Irene, lo sé.

—¿Y bien?—apremió.

Catalina la miró y acercándose a ella preguntó.

—¿Le importunaría mucho acercarse a casa de Marta?

Irene frunció el ceño con turbación.

—¿A casa de Marta?

—Verá, estoy muy preocupada por Margarita.

—¿Y por qué?  No me has dicho que está en la villa cuidando a una mujer,  ¿qué tiene que ver eso con lo que me acabas de pedir?

—Señorita Irene, no se lo pediría si no fuera usted, y se lo digo porque sé que usted no dirá nada a nadie.

Irene cerró la puerta, se aproximó a la mujer  cogiendo con dulzura las manos de Catalina.

—¿Qué es lo que me estás intentando decir Catalina? ¿Qué pasa con Margarita?

—Pues que Margarita, desde hace unas semanas, está viviendo en casa de Marta.

—No lo sabía, yo creía que vivía en casa del maestro—respondió confundida.

—Eso era antes, antes de que la señora marquesa se inmiscuyera de nuevo en su vida. Por su culpa tuvo problemas personales con Gonzalo y se fue a vivir con Marta. Pero eso no es lo que me preocupa. Lo que me preocupa es que la casa de Marta está a la orilla del rio, y esta noche toda esa zona ha sido saqueada, muchos de los vecinos de la zona, llegaron a la villa buscando un lugar seguro para dormir, ya se lo he comentado. Y claro, le dije a Marta que se quedara esta noche en palacio, así que desde ayer no sé nada de Margarita.

Irene escuchaba a la doncella sin mediar palabra.

—Señorita Irene, solo me gustaría saber si Margarita se encuentra bien, tan solo eso. ¿Sería mucho pedir que se detuviera allí cerca, unos minutos?, podría bajar Marta, y usted quedarse esperando en el  carruaje.

Irene al ver la preocupación de la mujer y sabiendo que no le suponía problema alguno la tranquilizó.
—No te preocupes. Pasaré.

—Gracias, señorita—sonrió abiertamente a la vez que se reverenciaba.

—Con Dios Catalina.

—Con Dios  señorita Irene.



 El carruaje se detuvo frente a la puerta del convento, en el mismo momento que Irene dio la orden asomada tras las cortinas de la ventanilla. Un lacayo ayudó a las mujeres a apearse del mismo. Irene y Marta, se dirigieron hacia el gran portón de la abadía  protegido por un zaguán de piedra.

Marta golpeo sobre la vieja madera  y espero junto a Irene a que alguien las recibiera. Tras unos minutos de espera, Irene impaciente, volvió a golpear la  gran puerta de madera, pero todavía tuvieron que permanecer varios minutos antes de que la puerta se abriera, tras ella asomó una joven monja de mediana altura y ojos dulces.

—Hermana, soy Irene la sobrina del Cardenal Mendoza.

—La estábamos esperando.

Abrió la puerta y las dejó entrar.

—Acompáñenme por favor.

La monja camino delante de ellas por un largo pasillo lleno grande arcos que reposaban sobre altos pilares. Aquellos arcos circundaban un gran jardín central, llegaron a una pequeña puerta, la hermana la abrió sin detenerse y entró seguida de las dos mujeres. Subió las empinadas escaleras y caminaron por otro largo pasillo, que se presumía construido sobre el anterior. Continuaron  hasta que la hermana se paró frente a una desgastada puerta, una de las tantas puertas que había a la derecha de aquel largo corredor.  Sacó una gran llave que llevaba bajo su hábito y  la abrió  indicándoles que esperaran allí. Las dos jóvenes entraron en aquella habitación. Una vez dentro Irene recordó su antigua celda, era como la que ella utilizó el tiempo que estuvo viviendo entre ellas. Tomó asiento. Marta permanecía en pié junto a ella.

Tras varios minutos la puerta de aquella celda se abrió, una hermana  más mayor que la anterior se presentó frente a ella.

—¿La señorita Irene, supongo?

Irene se incorporó y reverenció a la monja a la vez que besaba su mano.

—Sí, soy yo. Espero no importunarlas con mi visita.

—Nada de eso señora, su tío el Cardenal nos puso en conocimiento sobre su visita. Usted dirá.

—Vengo a ver a Sor Lucía, mi educadora.

La monja cambió su gesto. Irene se aproximó a ella.

—¿Le ha pasado algo? ¿Es que no está en el convento?

—Verá…Sor Lucía… murió hace unos meses.

Irene se quedó paralizada. A sus pupilas afloró un ligero y chispeante brillo, húmedo. Un sentimiento de pérdida irreparable la llenó de angustia. Sor Lucía había muerto, ya no podría saber nada de su verdadera familia, además de haber perdido a su educadora, la  mujer que veló sus sueños de niña, sin poder despedirse de ella. Todo lo que sabía se lo debía a ella y ahora no estaba allí. Irene se dejó caer sobre aquella sencilla silla de madera, cubrió su rostro con las manos y lloró.

Marta continuaba de pié mirándola, la monja continuó.

—No debe llorar, ella ahora descansa junto a nuestro señor. Desde allí la protegerá como siempre hizo. A mí personalmente me habló mucho de usted. La quería como a una hija.

Irene levantó su rostro bañado en lágrimas y dolor.

—¿Le dijo algo antes de morir?

—Verá. Sor Lucía, estuvo muy enferma, deliraba, durante los últimos meses, no recordaba a nadie tan solo hablaba de una niña.

—¿De mi? —se levantó Irene.

—No, señora. Ella hablaba de una niña llamada Ana. Y pedía perdón constantemente. Lo siento.

Irene se sintió perdida, y por primera vez en su vida se sintió sola, el único hilo que la podía conducir a su familia, había muerto. Y ¿ahora? ¿Qué iba a hacer ahora?, ¿quién la iba a ayudar? De pronto recordó a otra hermana.

—¿Y sor María?—preguntó nerviosa— ¿Continua en el convento?

La monja sorprendida contestó.

—Sí, ella si está.

—¿Podría verla?—la moja la miró—. Por favor—suplicó Irene levantándose de la silla en la que permanecía.

—Está bien, veré lo que puedo hacer, espéreme aquí.

Cuando  iba a cerrar la puerta Irene la llamó.

—¡Hermana!

—Si

—¿De quién es esta celda?

—De sor Lucía, que Dios la tenga en su gloria; esta era su celda.

—Muchas gracias.

—Espéreme aquí por favor. Tardaré un poquito ya que sor María, está muy mayor y apenas puede andar.

La carmelita salió de la celda. Inmediatamente Irene le dijo a Marta.

—Marta, por favor, puedes esperar afuera, me gustaría estar sola.

—Lo comprendo señora.

—Gracias Marta.

En cuanto estuvo sola los recuerdos se le amontonaron en su mente. Repasó las últimas palabras de la carmelita que había estado con ella . «¿Quien sería esa “Ana” que tanto nombró en su lecho de muerte?» No recordaba haber visto ninguna niña más que ella en aquel lugar. Las preguntas volvían apelotonarse en su mente. «¿ Cómo podía ser que durante  veinticinco años, no hubiera visto más niñas que ella, en aquel lugar?  ¡Y si no había más niñas!, ¿cómo que nombraba a esa tal Ana, y no a ella? ¿Cómo se había olvidado de ella de aquella manera?

Su mirada se deslizó lentamente sobre los pocos muebles de aquel lugar. Una vieja silla, el camastro vacío, la pequeña y minúscula ventana por la que entraba una cegadora luz que iluminaba toda la celda, reflejando sobre el suelo, una imaginaria cruz, reflejo de la figura de su reja, y un pequeño arcón.

Irene se dirigió hacia él. Sentía curiosidad y lo abrió lentamente.

Apenas encontró un par de libros. Se inclinó y sacó uno  de los dos. Se aproximó a luz de la  ventana, y leyó con curiosidad su tapa, Era la sagrada biblia, abrió por el hilo de seda rojo que se mantenía prisionero entre sus finas hojas. Leyó el pasaje señalado. Lo abrazó y cerró los ojos elevando su rostro que en aquel momento permanecía rociado por la luz del sol. Rezó en silencio por el alma de sor Lucía. De pronto la puerta se abrió. Y aparecieron dos hermanas una de ellas de bastante edad.

—¡Irene!—dijo la mujer al verla.

—Madre—Irene, la reconoció al instante y se lanzó sobre ella para fundirse en un sentido abrazo.

—Hija, deja que te vea.

Irene se apartó unos centímetros. Y sonrió. La mujer había envejecido, casi no andaba, pero conservaba aquella bondad en su mirada.

—Sor María—recriminó con su dulce voz—. ¿Por qué no me avisaron de la muerte de Sor Lucía?, si me hubiera dicho que estaba enferma, hubiera venido a verla. Usted sabe que era como una madre para mí.

La mujer le acarició su rostro, húmedo por las lágrimas.

—Hay, Irene. Estás hecha toda una mujer, ella estaría orgullosa de verte tan bien. Y dime ¿cómo estás?

Irene dejó de llorar para contestar su pregunta.

—Bueno, no me puedo quejar, contraje nupcias con el comisario de la villa.

— ¿Por qué lo dices así? ¿Es que acaso no eres feliz?

Irene miró a la monja que había venido con ella, y le dijo.

— Hermana, espero que no os moleste, pero me gustaría hablar con sor María en privado.

—No puedo dejarla sola—respondió.

—¡No está sola, está conmigo!

—Lo siento, pero no puedo hacerlo, cumplo órdenes.

—¿Órdenes? ¿Ordenes de quien?

—Señora, no me lo haga más difícil, no puedo decir nada más. Me han ordenado, no dejarla sola ni un minuto.

—Pero ya le he dicho que yo estoy con ella, no pasará nada.

Sor María miró a la carmelita.

—Hermana  Inmaculada, soy mayor que usted, no quisiera que desobedeciera esas órdenes, pero por lo visto, Irene  quiere contarme algo  referente a la intimidad de su matrimonio, por lo que creo que no pasará nada por el hecho de que usted permanezca unos minutos apartada de nosotras, al otro lado de la puerta.

La mujer la miró.

—Pero sor María, usted sabe que…

—Asumo las consecuencias, hija, pero déjanos solas, por favor. Dios es testigo de tu sumisión, y bien sabe, que no hay culpa ni desobediencia en tus actos, ni la hay en respetar la voluntad de Irene y de su confidencia. Está muy afligida  por la muerte de sor Lucia, deje que pueda abrir su alma, pero en la intimidad.

La monja no quería salir, pero sor María, se incorporó  como pudo,  la agarró suavemente del brazo, y la sacó de la celda donde permanecían. Una vez solas sor María llamó a Irene.

—Irene, acércate.

La muchacha obedeció.

—Siéntate, antes de nada, debes escucharme con atención, no tengo mucho tiempo.

— ¿Qué quiere decir, me está asustando?

—No me interrumpas, por suerte te has acordado de mí. De no haberlo hecho nunca hubiera podido hablar contigo.

— ¿Qué ocurre?

—Sor Lucía antes de morir me explicó una historia que creo que debes saber. Pero por favor siéntate y no me interrumpas, tengo que hablar rápido, no sea que vengan a interrumpir y no pueda explicártelo.

—Está bien, la escucho.

—Irene, hija debes saber que tú…—sor María miró a los ojos a Irene, vio a la niña que tanto tiempo estuvo correteando por aquellos jardines, y que luego más tarde paseaba con gran serenidad.. —Irene, tienes que ser fuerte…

—Por favor hermana, continúe me tiene en ascuas.

—Irene tú  no eres, quién crees ser.

Irene se quedó pálida.

— ¿Cómo?

—Hija siento que esto que voy a contarte te pueda crear un gran dolor,  pero debo hacerlo, es muy importante.

Irene asintió. Sor María asió las manos de Irene, entre las suyas. Las acarició lentamente mientras explicaba.

—El Cardenal Mendoza, no es tu tío—susurró— te trajeron aquí cuando tenías varios meses. Él estuvo aportando grandes cantidades de dinero para tu educación. Sor Lucía, incluso yo misma, creíamos que eras hija de su hermana. Hasta que días después de que el  Cardenal Mendoza volviera a buscarte para llevarte con él,  llegó a nuestro convento un fraile franciscano, un tal Agustín. Había estado siguiendo al Cardenal desde que había vuelto de Italia, y quiso hablar con sor Lucía. El padre Agustín, insistió, durante algunos días, hasta que por fin pudo hacerlo, pero no lo hicieron en el convento, sor Lucía había salido hacia el despacho del Cardenal, y  lo encontró en el camino. El hombre le  preguntó por  el paradero de una niña, que al parecer el Cardenal Mendoza por mediación de uno de sus hombres, robó del orfelinato de la villa. Una tal Ana, el padre Agustín  le explicó  que sabía que se la había quedado él a su cuidado y que creía que estaba en nuestro convento y juró que no pararía hasta encontrarla. Sor Lucía  no podía creer lo que aquel franciscano le estaba explicando, pero todo lo relatado coincidía con la fecha y con todos los detalles que le daba. Agustín le hizo prometer que no diría nada a nadie sobre aquella conversación, pues peligraba su vida, y la de la niña. Aún así, sor Lucía desconfiaba de aquella revelación, no podía imaginar que nuestro mayor benefactor era un vulgar ladrón de niños ¿Por qué y qué motivo tenía el Cardenal para robar a una niña y además cargar con su educación y manutención? Y si la robó, ¿por qué no dejarla en el orfelinato?, ¿de quién se trataba esa niña, para que el Cardenal se tomase tantas molestias?

Días después Agustín se coló en el convento, buscaba a sor Lucía, pero me encontró a mí.  Vi en sus ojos la desesperación del que sabe que la vida se le acaba, vi reflejada la bondad, así que  le ayudé a llegar hasta sor Lucía. A escondidas  tuvieron una conversación.

El padre Agustín, estaba en grave peligro, nos comentó que creía que lo iban a matar y por eso nos traía algo para que se lo hiciéramos llegar a Ana. Nosotras le dijimos que la niña que él decía, la que había traído el Cardenal Mendoza ya no estaba allí en el convento, que el mismo Cardenal se la había llevado con él. Entonces nos  explicó.

—«Hermanas por favor, esa niña es muy importante, la debéis proteger con vuestra vida. Estoy seguro que la niña que estuvo aquí en el convento, es ella, es Ana. Tiene una mancha tras la oreja, es una mancha de nacimiento. Si es así, si esa niña tiene la marca, le tenéis que entregar esta cajita, pero juradme por Dios, que nunca diréis nada a nadie,  y mucho menos al Cardenal.  Esta cajita era de la madre de Ana, aquí encontrará sus orígenes y sabiendo de quien es hija,  estoy completamente seguro que sabrá que es lo que debe hacer. Decidle que busque  a sus hermanos, a los que también separaron, son dos y mayores que ella. Y que tenga mucho cuidado pues si alguien descubre su verdadera identidad, su vida correrá grave peligro incluso puede que algunos quieran matarla».

Irene seguía con atención todas aquellas explicaciones, sus ojos ya no lloraban, estaban completamente abiertos como platos, impresionada por aquella revelación, no sabía que decir, permanecía quieta como una estatua, necesitaba saber más, había hablado de una madre, de unos hermanos, de un robo, de muerte. Sor María continúo.

—Irene, te llamas Ana, tu verdadero nombre es Ana.

Entonces comprendió lo que la novicia le había dicho momentos antes, sor Lucía la llamaba a ella. Se llamaba Ana. Irene se incorporó. Ando unos pasos sobre aquel frío suelo de piedra. La mirada perdida entre las cuatro paredes. De pronto miró a sor María.

— ¿Me llamo Ana? Y entonces ¿Quién es realmente mi familia?





—Toma— sacó de entre su hábito una cajita de plata  muy pequeña.

— ¿Qué es esto?—dijo Irene al tiempo que la cogía.

—La cajita que nos dio el padre Agustín. La guardaba sor Lucía, y me la dio antes de morir. Bueno antes de que perdiera la razón. Es para ti.

Irene con gran curiosidad miró la pequeña cajita, en ella se podían  apreciar  unos grabados dorados. La hermana hizo hincapié en que observara con detenimiento bajo aquel hilo de oro, Irene miraba pero tan solo veía unos trazos sin sentido. Sor María le señaló con la punta de su dedo y dibujó una línea imaginaria, hasta que Irene por fin lo vio, entre los grabados se podría descifrar unas iniciales muy bien camufladas a los ojos de cualquier mortal, si no hubiese seguido sus indicaciones, ella nunca hubiera descubierto esas iniciales. Pudo observar una gran”L” entrelazada a una “M” mayúsculas y sobre ella una corona parecida a la de un marquesado.

—Sor María, ¿qué significan esas iniciales y que contiene la cajita?

—Mi querida niña, esas iniciales son las de tu madre, las de tu familia, el rancio abolengo de tu linaje. Debes esconderla, nadie debe saber que la tienes.

— ¿Y que contiene?

—Ábrela y compruébalo tú misma..

Irene, temblorosa, abrió aquella cajita de oro y plata que tenía entre sus manos. Dentro de ella encontró unos aretes que relucían con luz propia. Eran unos pendientes de pulidos diamantes, que unidos en forma de águila sujetaban con sus garras dos finas hileras de esos mismos diamantes y de los que colgaban aislados, dos grandes rubís, rojos como la sangre, canteados por aquellos maravillosos diamantes.  Irene sintió una gran emoción, no por el gran valor económico que sin duda tenía, si no, porque era la primera vez que tenía algo de su madre, de su verdadera  madre. Compungida, y desconcertada, miró a sor María, y con voz trémula preguntó.

—Dios mío, ¿y quién soy yo realmente?, ¿quién es mi madre, y donde está? Y ¿mis hermanos?, donde podré encontrarlos? ¿Y ese fraile, Agustín? El puede llevarme con mi madre. ¿Dónde puedo encontrarlo?

—Hija mía, hija mía,  yo no te lo puedo decir nada más, porque no sé nada al respecto. Del pobre padre Agustín te diré, que murió a los pocos días de tener la conversación, realmente aquel buen hombre  estaba en peligro.

Irene se quedó preocupada y pensativa. Sor María continuó.

—Irene, debes prometerme que tendrás mucho cuidado, no desveles tu identidad a nadie, no confíes en nadie.

—Entonces, ¿cómo podré encontrar a mi familia?, ¡a mi verdadera familia!

—Tendrás que seguir tu sola. Yo ya no puedo hacer nada más por ti.

Irene se abrazó a ella con desesperación.

—Sor María, que va a ser de mí.

—Todo irá bien. Confía en Dios, y el te guiará.

En aquel preciso momento, entró sor Inmaculada. Al abrir la puerta las encontró abrazadas y con lágrimas en los ojos. Suspiró y dijo.

—Señora, deberíamos acompañarla a la salida. Falta poco para la oración y debemos retirarnos.

Sor María se incorporó de su silla, e Irene siguió su ejemplo.

—Tiene razón sor Inmaculada, Irene, debemos dar por finalizado el encuentro.

Ella con miedo en sus ojos, asintió. Sabía que no podía seguir allí, y que de ahora en adelante, tenía que investigar sobre su familia. Estaba sola, y no sabía por dónde empezar, tenía que asimilar tanta explicación.  Así que con una fingida alegría, sonrió a sor María. Esta continuó diciendo.

—Venga pues, que la hermana Inmaculada os acompañe a la salida. Yo ya no tengo las piernas para tal menester.

Irene se disponía a seguir a la hermana Inmaculada cuando se volvió a mirar la biblia que había dejado sobre la mesilla. La cogió y preguntó.

— ¿Puedo quedarme su biblia? Me gustaría tener un recuerdo de ella.

Las dos carmelitas se miraron, sor María cerró los ojos asintiendo.

—Está bien—respondió sor Inmaculada—, puedes quedártela, a ella le hubiera gustado.

—Muchas gracias—respondió Irene y se aproximó a sor María —Madre, ¿me da su bendición?—preguntó mientras hacía una servil reverencia.

—Que Dios te bendiga hija.

—Gracias Madre.

 Y partieron de vuelta a palacio.




23-LAURA Y IRENE

Sátur llegó a la casa del rio, se apeó del caballo y camino en silencio hacia ella.

—¡¡Amo!! —iba llamando en voz baja.

En el interior de la casa no había nadie, o eso creyó en un principio.  Miró por los rincones, y cuando se dio media vuelta  para salir, se encontró a una mujer en posición desafiante, con un leño en la mano y mirándole fijamente. Inmediatamente la reconoció.

—¡¡Es usted!!

Sus ojos abiertos, se llenaron de emoción. Estaba allí, frente a él. Tanto buscarla por todas partes y estaba allí.  La mujer  intentó golpearle con aquel tarugo, pero Sátur esquivo el golpe.

—Pero señora, que no le voy a hacer ná.

—¿Que es lo que busca?, ya se lo han llevado todo.

—¿Es que no me reconoce?, míreme, soy Sátur—el postillón se aproximó a la mujer que le miraba recelosa. Se quitó el casquete y lo sujetó entre sus manos mientras se aproximaba a ella cautelosamente. Laura le miraba intentando recordarle, pero en aquel momento no recordaba nada.

—Señora, usted se llama Laura ¿verdad?—ella, se sujetó sobre su pecho, el manto que cubría su cabeza intentando esconderse tras él, sintió miedo la al escuchar su nombre. «¿Quién era aquel hombre que la conocía?». Sátur continuó.

—Señora—se fue aproximando lentamente—, ¿no me recuerda? Estuvimos los dos juntos, encerrados en el matadero real, ¿recuerda?,  cuando estábamos enfermos por la peste.

Laura agudizó la mirada como queriendo recordar. De pronto sus cejas se alzaron haciendo que sus ojos se abrieran con expresión se sorpresa, y una débil sonrisa afloró a sus labios.

—¡Sí, ahora le recuerdo!, usted me ayudó a salir de allí cuando el fuego se apoderó de la celda.

El postillón sonrió

—Sí, señora, ese soy yo—, y más tranquilo se acercó a ella. Laura bajó el leño y le pidió disculpas.

—Es que verá, esta noche han entrado unos hombres y se han llevado todo lo que han encontrado en su paso.

—No se preocupe señora, soy yo el que debería  pedirle disculpas a usted,  ya que he entrado sin llamar.

—Pero, ¿Por qué va vestido de esa manera?

Sátur se percató que llevaba su capa, y su casquete.

—¡A, esto!—se sujetó la ropa con la mano —No nada,—sonrió nervioso— verá, es que cuando voy de misión me pongo así.

—¿De misión?

—Si, je,je….—volvió a sonreír ante la metedura de pata  mientras se rascaba la cabeza—cuando voy de misión… a cazar—dijo acompañándose de sus exagerados gestos . Menuda misión es cazar conejos señora, no quiera usted saber.

En aquel momento escucharon el sonido de un carruaje que se acercaba y que se detenía  frente la casa. Sátur se aproximó a la ventana de aquella estancia desde la que se veía la parte delantera de la casa,  y observó que efectivamente un carruaje se había detenido y que el cochero estaba abriendo la portezuela.

—Lo siento, señora. Debo irme.

—¡Pero buen hombre!

Satur se detuvo y miró a Laura.

—Señora, pero antes de marchar, quiero pedirle algo.

—¡Dígame!— le miró azorada

—Debe venir a mi casa, allí podremos hablar con tranquilidad.

—¡Pero!, ¿hablar de qué?

Los pasos de aquellas personas que habían llegado a la casa, se aproximaban velozmente.

—No puedo quedarme aquí, no pueden verme— el postillón, sujetó las manos de Laura y mirándola a los ojos, le dijo—. Por favor señora, búsqueme en la casa del maestro de la villa, búsqueme, ¡es muy importante!

Laura preguntó

—¿La casa del maestro?, ¿esa no es la casa de Margarita?

—¡Conoce a Margarita!—se sorprendió Sátur.

—Sí, claro. Esa niña es la que me está ayudando.

Entonces la puerta se abrió, y Sátur salió por la puerta trasera en el preciso momento que Laura se giraba para ver quien entraba en la vivienda. Cuando Laura volvió a mirar a Sátur este ya no estaba.

—¡Señora!—gritó Marta.

Laura giró sobre si y reconoció a la criada.

—¿está Margarita con usted?—preguntó la muchacha.

La luz que iluminaba la estancia se posó en la joven que había entrado en la casa  junto a la doncella. Laura, sintió un pellizco en su corazón, aquella muchacha de largos cabellos, de dulce mirada, y aterciopelado rostro hizo que saltaran todas sus alarmas. Laura estaba paralizada,  no podía apartar los ojos de aquella niña. La muchacha permanecía iluminada en un lugar cercano a la puerta.

—Señora, ¿me está escuchando? ¿Dónde está Margarita?

La dama contestó aturdida.

—A, perdona,…Margarita se fue anoche. Iba al palacio de la Marquesa de Santillana, dijo que volvería pronto y que traería algo de comer.

—¿A palacio? Y ¿no ha vuelto, todavía?

La joven que permanecía inmóvil, habló nerviosa.

—Marta, esta noche ha habido saqueos por la zona.

 Laura seguía contemplando aquella dulce joven. Su corazón latía con más intensidad. Se dirigió a ella.

—señorita…

—Irene, me llamo Irene—respondió con su cándida voz.

Marta interrumpió

—Señorita Irene, ¿usted cree que la ha podido suceder algo?

—Pues realmente no lo sé, Marta, pero informaré de su desaparición a mi esposo para que la busque.
—¿A su esposo?, ¿puede hacer algo su esposo?—preguntó Laura.

—Si claro, buena mujer,  mi esposo es el comisario de la villa, yo soy la sobrina del Cardenal Mendoza.

Laura, palideció. Aquella jovencita, era sobrina del Cardenal. «Pero… si el Cardenal no tenía familia?»  Sus cansados ojos buscaban sobre aquella muchacha de alta cuna, algún indicio, algo que le resultara familiar. Irene seguía hablando— Margarita, es una de mis mejores doncellas, y la costurera de palacio, además de tenerle un cariño especial.

Laura, se recuperó de su momentánea perturbación.

—Sí, parece una buena mujer—respondió sin saber muy bien que decía.

—¡Es, una buena mujer!—intervino Marta—señorita Irene, tendríamos que ir a palacio, tengo miedo por Margarita, mire como han dejado todo esto.

Irene miró a su alrededor, y dijo dirigiéndose a la puerta.

—Tienes razón Marta. Vámonos a palacio.

—¡Espere!—suplicó Laura.

—¿Si?—respondió Irene.

— Yo también estoy preocupada por Margarita Por favor, podría ir con usted.

Irene la miró. Laura continuó hablando, debía convencerla, tenía que ir con ella a palacio. Si sus sentidos no la engañaban quizá aquella joven…

—Tenga piedad. No he comido nada desde hace días... Además, quizá allí en palacio, pueda ayudar en alguna tarea y pueda ganarme el sustento. Señorita, ya soy mayor, y no tengo donde ir. Por favor.
Laura, se había aproximado a Irene y le sujetaba suavemente su brazo. Irene compadecida de ella asintió.

—Está bien, venga con nosotras.

—Pero… Señorita Irene, la Marquesa…

—La Marquesa no dirá nada. Yo protegeré a esta mujer—la miró y le preguntó—¿Cómo se llama buena mujer?

—mi nombre es Laura, señorita.

—Está bien, Laura, vendrás con nosotras y te quedarás en palacio a mi servicio.

—No os arrepentiréis.

Sus ojos se clavaron en los de Irene y una chispa estalló en ambos corazones, uniendo un sentimiento inexplicable entre las dos.




Al llegar a palacio, Marta acompañó a Laura a la cocina, tenía órdenes de darle de comer, asearla y darle ropas más adecuadas para andar por palacio. 

Irene llegó a su alcoba y llamó a Catalina, tenía ganas de hablar con ella y explicarle los descubrimientos que había tenido en el convento. También tenía que comentarle sobre la desaparición de Margarita.

—¿Señora?—dijo Catalina al abrir la gran puerta de la alcoba.

—Pasa y cierra bien Catalina, tengo que hablar contigo.

—Ya sé señorita, se que ha pasado por casa de Marta y que Margarita no estaba allí. Marta me ha dicho que salió ayer hacia palacio, pero aquí no llegó, ni tampoco a la villa. Señorita Irene. ¿Dónde puede estar? Mire que como le haya pasado algo, no me lo perdonaré en la vida.

—Catalina, tranquila. En cuanto llegue el comisario le pondré al corriente de todo, y le pediré que la busque, confía en mí.

—Sí, señora—Catalina la miró y pudo percibir el nerviosismo que se había apoderado del interior de Irene—, disculpe, yo aquí con mis cosas, aturdiéndola. ¿Para que me ha mandado llamar? ¿Qué desea la señora? ¿Es por la mujer que ha traído consigo?

—No tienes que disculparte. Y no, no es por ella. Ven, tengo que explicarte algo muy importante.
—¿Es que ha averiguado algo de sus padres?—preguntó llena de curiosidad.

Irene miró a su alrededor. Ofreció su mano a Catalina y la invitó a sentarse junto a ella.

—Catalina, es muy importante lo que te voy a decir. Prométeme que no se lo contarás a nadie, pase lo que pase.

Catalina se santiguó y besó el pulgar que guardaba en su cerrada mano.

—Se lo juro por lo más sagrado, señorita.

—Catalina. No sé como decírtelo—la doncella la miraba con gran agitación.

—Señorita, hable por favor, sabe que no diré nada, estese tranquila.

Irene le palmeó la mano.

—Lo sé, Catalina, lo sé. Pero es que aún no me lo puedo creer. No he podido asimilar todo lo que he descubierto, pero lo que si se, es que si alguien se enterara de lo que te voy a contar, mi vida estaría en grave peligro.

—Señorita Irene, me está asuntado.

—Catalina—suspiró la joven—. No me llamo Irene, me llamo Ana.

Catalina la miró atónita.

—¿Cómo dice señorita?

—Has oído bien, me llamo Ana, y no soy sobrina del Cardenal. El Cardenal me raptó del orfelinato.

La doncella se incorporó de un salto y volvió a santiguarse.

—¡Madre del amor hermoso! ¿Quién le ha dicho eso, señorita Irene?

—Sor María. Lo descubrió junto a Sor Lucía, pero esta murió hace unos meses.

La criada no salía de su asombro.

—¿Y ahora que va usted a hacer? Tiene razón, nadie puede enterarse de esto. Bueno el Cardenal ya lo sabe claro, es el único. Pero mi señora… si la marquesa se entera no reparará en refregárselo por la cara o de algo peor.

—Catalina, no me asustes.

—No quisiera señora, pero… es que…usted sabe que mi señora es de armas tomar. Y que le tiene unas ganas locas.

—¡Catalina, no pasará nada! —dijo altiva levantándose de su cama—, mientras mi tío, el Cardenal siga diciendo que soy su sobrina, no tengo nada que temer. Además, mi esposo es el comisario, poco me puede hacer Lucrecia.

—señorita, no la subestime.

—No lo hago, pero ahora que se la verdad, y tengo las fuerzas renovadas. Ahora tengo que buscar a mi verdadera familia, voy a seguir buscándola, y la voy a encontrar. Ni nada, ni nadie, podrá detenerme, eso lo juro como que me llamo Ana.

—¿Y ya sabe usted, lo que va a hacer?, ¿sabe dónde buscar?

—No Catalina. Sor María me ha dicho que tengo dos hermanos, mayores que yo, y que también los separaron de niños. No sé como los voy a encontrar.

—¿le han dado alguna pista?

—Una pista no sé, pero...

Irene se dirigió hacia su cómoda y cogió su bolsita de mano. Buscó en su interior hasta que encontró  la pequeña cajita de plata y oro, que la carmelita le había entregado.

—¡Mira!—extendió su mano en el preciso momento que la puerta de la alcoba se abrió de par en par. Del sobresalto  la cajita cayó al suelo y fue rodando hacia los pies de las dos personas que entraba en ella.

Catalina gritó.

—¡Marta! ¿Es que no sabes llamar a la puerta?

—Disculpe la señora, es que como me ha dicho que en cuanto esté lista suba a Laura.

—Y que subas a la nueva doncella, significa que entres sin llamar—siguió gritándole Catalina—recoge eso del suelo inmediatamente.

Laura miró la cajita que había ido a parar a sus pies, cuando la vio la reconoció al momento. Y se tiró sobre ella antes de que Marta  la recogiera.

—Ya la cojo yo, no se preocupe.

Laura cogió la cajita del suelo, al sentirla entre sus manos cerró los ojos con fuerza,  era su cajita, sabía perfectamente lo que contenía, se incorporó con sus sentimientos a flor de piel, y se acercó a Irene para entregarle aquel objeto tan preciado.

—Tome señorita Irene.

—Gracias Laura— respondió la joven.

—Está bien, ya has traído a Laura, ya te puedes retirar—ordenó Catalina a la doncella.

—Señorita Irene—reverenció Marta y se retiró.

Catalina, preguntó.

—¿Desea algo más la señora?

Irene, la miró. Con complicidad hizo un gesto para indicarle que continuarían hablando en otra ocasión.

—No, puedes retirarte Catalina. Pero en cuanto venga el comisario me avisas.

—Sí, señora. Con permiso— y se retiró.

A Laura le empezaron a temblar las manos, y  las piernas. Sentía algo especial en la mirada de Irene, le recordaba mucho a su madre, sus ojos, su pelo, su dulzura, su candidez. Irene que sintió su mirada, preguntó.

—Laura, ¿se encuentra usted bien?

—Sí, señorita—respondió—es por la cajita, yo tenía una muy parecida.

Irene se sorprendió

—¿Usted?

—Sí, aunque no lo parezca yo hace mucho tiempo no era lo que ahora soy.

Irene la miró de soslayo.

—Hay mucha gente que parece ser lo que realmente no es—dijo la muchacha con rotundidad.

Laura, inclinó su cabeza y miró a Irene con suscitado interés, mientras ella se acercaba a su cómoda a dejar la cajita.

—¿Por qué dice usted eso? Usted es muy joven aún, poco ha podido vivir.

Irene, se había sentado frente a su espejo, el reflejo de aquella mujer apareció ante ella, y  la analizó con detenimiento, se dio cuenta de que una vez aseada, peinada y con ropas mejores de los harapos que llevaba,  tenía un porte distinguido, no lucía como las demás doncellas. Por eso preguntó curiosa.
—¿Qué me ha querido decir antes?—volteó.

—Verá. En mi tierra, esas cajitas de oro y plata, eran habituales entre aristócratas, en ellas se guardaban joyas de antepasados, y se gravaban las iniciales de los grandes apellidos familiares en su tapa.

—¿Y usted era de la nobleza?

—Aunque le parezca mentira, y me haya visto así como una pordiosera. Yo antes tenía grandes posesiones, y grandes aspiraciones. Hasta que un buen día me truncaron  la vida.

Irene entristeció recordando las palabras de sor María.

—La vida a veces es muy cruel. Pero el señor siempre nos ayuda a superar los momentos de dolor.
Laura cerró sus ojos implorando fuerzas para continuar. Irene continuó.

—¿Y dice que en su tierra son habituales estas cajitas?

—Sí,  yo tenía una, con unos preciosos pendientes de mi madre. Esas joyas debían pasar de generación en generación.

Irene pensó en su madre, en cómo sería. Laura debía seguir averiguando sobre sus presentimientos. Tenía que salir de dudas.

—¿Y en la suya, que contiene?, si no es mucho preguntar claro.

Irene, dudo, pero comprendió que aquella mujer nunca diría nada a nadie, pues nada sabía de ella y a nadie conocía en palacio, ni en la corte, para perjudicarla. Así que cogió la cajita y la abrió.

—También son los pendientes de mi madre. Mire que preciosidad.

Al verlos Laura sintió como si mil cuchillos se le clavaran en el alma. Sintió una mezcla de alegría, y tristeza. Alegría  por haber llegado hasta allí, y tristeza por no poder decir que ella era la dueña de aquellos pendientes. «El águila», símbolo de su blasón. Debía seguir averiguando todo lo que pudiera sobre aquella muchacha. Todo lo que había descubierto hasta el momento, era significativo, pero no podía errar. Tenía saber más.

—¿Vive usted con su madre?—preguntó con un nudo en el estomago. Irene se quedó callada, no sabía que responder. Laura continuó.

—Disculpe señorita, no quería…

Irene más calmada, respondió.

—No, no pasa nada. Es que mi madre murió al dar a luz.

—Lo siento.

—No se preocupe. Pero, volviendo a la conversación de antes. Ha comentado sobre su tierra. ¿De dónde es usted?

Laura, haciendo un gran esfuerzo para no flaquear, respondió.

—Soy de la región de Aquitania. Francia.

—¡Es francesa¡

—Sí, señora, pero hace muchos años que dejé mi país.

—Y ¿por qué no ha vuelto a su tierra? Si allí tenía riquezas.

Laura sonrió con ternura.

—Señorita Irene, me permite que le cepille el pelo.

Irene se extrañó de tan repentino cambio, pero asintió.

—Sí, pero me tiene que explicar porque no ha vuelto a su tierra.

—Por su puesto.

Irene se removió en su silla y le indicó donde estaba su cepillo. Laura lo cogió, hacía tanto tiempo que no sentía aquella sensación, aquella estancia, aquellas cortinas, el gran lecho, la gran chimenea que presidía la estancia. Miró a Irene y empezó a cepillar su largo y sedoso cabello.

—Tiene un pelo precioso.

—¿Laura, no quiere hablar sobre su tierra verdad? Discúlpeme pero me gustaría saber algo más de usted. Me gustaría ayudarla. Me cae bien.

Laura estaba sumida en su labor, escuchaba la voz de Irene pero estaba inmersa en una cuestión que sin duda la sacaría de su sospecha. Laura, con delicadeza  apartó deliberadamente el cabello que caía sobre la parte izquierda de su cabeza, dejando al descubierto la marca que Irene tenía tras la oreja. ¡Era ella!¡Era Ana! Ahora ya no tenía ninguna duda. ¡Era su hija!

Sintió como la fuerza la abandonaba  y como su corazón se aceleraba,  aquella gran emoción y zozobra que luchaba en su interior hizo que se tambaleara sobre la cómoda, todo se tornó borroso, la boca se le secó, no podía respirar, un dolor se apoderó de su cansado pecho, provocando una punzada como si una invisible mano se clavara en su corazón para arrancarlo de cuajo. Laura cayó inconsciente al frio suelo de piedra.

—Dios mío ¡¡¡Laura!!!




24-MARGARITA DESCUBRE A GONZALO


Caía la tarde, el Águila Roja había estado dando vueltas sin saber a dónde ir. Fatigado, con la respiración entrecortada, solo pensaba en encontrar algún lugar para refugiarse. De pronto, volvió a sentir aquel dolor punzante en su brazo, la hendidura que le había provocado aquel hombre, sangraba sin parar. Apretó los dientes con fuerza para sobreponerse, no le importaba el dolor, lo que en aquel momento le hacía resistir con una fuerza sobrehumana era  poner a salvo a Margarita. Un quejido salió de su boca, detuvo su caballo, estaban ya bastante lejos de las garras del comisario y de la inquisición, debía parar en algún lugar y curarse la herida, pero ¿dónde?

Era evidente que a su casa no podía llevarla, sabía perfectamente que en cuanto Hernán supiera lo ocurrido, al primer lugar donde se dirigiría sería allí. Pensó en llevarla a casa de Marta, pero… ¿y si Marta o la misma Catalina habían comentado con la Marquesa que Margarita estaba viviendo allí?  Ahora sabía de lo que era capaz  la malvada Marquesa, aquella viperina mujer les había destrozado la vida por segunda vez.  No, no era buena idea, no se podía arriesgar.

Solo había un lugar donde nadie la podía encontrar, un lugar que solo él conocía. Solo él y  su fiel escudero eran poseedores de aquel secreto. Azuzó su caballo y tomo rumbo a la cueva donde su postillón había llevado todo lo que escondía en su guarida, allí podría quedarse hasta que pasara todo aquel caos que se había organizado sobre el quinto evangelio.

Ella todavía inconsciente, permanecía ajena a todo. Su cabeza golpeaba suave y rítmicamente contra el fornido hombro del héroe. Poco a poco Margarita fue recuperando la consciencia. Lo primero que sintió en su mejilla, fue el tacto frio de la curtida piel del jubón que cubría el recio pecho donde reposaba, se sintió arropada por unos musculosos brazos que la sujetaban , impidiendo que su cuerpo cayera con el raudo movimiento del galope del caballo, que corría velozmente por entre los arbustos. Comprendió que estaba en brazos del héroe de la villa. Águila Roja la estaba transportando sobre su caballo a Dios sabe dónde.

Margarita no movió ni un ápice de su cuerpo, quería permanecer allí, así, acunada por aquel enmascarado, se sentía segura, se encontraba bien junto a él. Cerró sus ojos y se dejó llevar por el sonido entrecortado de la  fatigada respiración del héroe, que se mezclaban con los  agitados latidos de aquel cuerpo que la sujetaba. Aquellas sensaciones, hicieron acelerar el corazón de Margarita, que trémula, por  la excitación que sentía, intentaba mirar a su salvador. Su larga cabellera le cubría parte del rostro, eso le permitió observarle desde una posición privilegiada y así desde su camuflada postura, pudo contemplar cómodamente  la mirada del guerrero.

Los ojos del héroe, permanecían fijos en un punto en el horizonte, aquellos ojos que le recordaban tanto a Gonzalo. El Águila Roja, aminoró la marcha y por fin detuvo su caballo. Margarita no pudo controlar un profundo suspiro al pensar en su cuñado. Él, sintió el movimiento del cuerpo de Margarita, movió sus ojos y los dirigió hacia ella. Margarita los cerró haciéndose la inconsciente. La miró unos instantes, y con dulzura,  lentamente separó uno a uno sus mechones, dejando su rostro al descubierto. Ella permaneció quieta, expectante. Sintió como las manos del héroe acariciaban sus mejillas. El héroe, atrajo su cuerpo hacia él, aferrándola sobre su pecho. Margarita sintió aquel abrazo tan profundamente, que la estremeció. El reflejo del atardecer, acarició aquellas almas que atrapadas en el tiempo, permanecían inmóviles sobre aquel majestuoso caballo blanco.

—¡Margarita!— la llamó suavemente.

Lentamente, abrió los ojos, simulando estar aturdida.

—¿Qué ha pasado? ¿Dónde estoy?

Él, tras el embozo, sonrió al ver que había recuperado la consciencia.

—¿Estás bien Margarita?

—Sí, creo que sí.

— Ya pasó todo. Ahora estarás a salvo.

Su voz, penetró en Margarita como una espada de fuego. No pudo decir nada, solo sintió su voz. El Águila Roja se apeo del caballo y  la cogió en volandas.

—No hace falta, puedo sola.

Sin  mediar palabra, el hombre caminó con ella en brazos hacia la cueva.

Al llegar allí, serpentearon por unos pasadizos hasta que llegaron al interior de la gruta. La dejó sobre el suelo en un lugar apartado de todos sus enseres. Margarita miró a su alrededor. Apenas podía ver lo que les rodeaba. El Águila, sintió su inquietud.

—¿Te encuentras bien?—preguntó mientras  guardaba el evangelio que llevaba escondido entre sus ropas y encendía varias velas que había por su alrededor.

—Sí, pero lo que recuerdo es muy confuso. ¿Cómo hemos salido de allí? Y ¿Mencía? ¿Ha podido escapar?

—Sí, ha podido escapar. No te preocupes, ahora ya pasó todo, estás a salvo.

—Dios Mío, ha sido una pesadilla. He vivido momentos que no se lo deseo a nadie. Aquellos hombres se llevaban a las mujeres y yo…—dijo angustiada, mientras separaba con sus manos el  cabello.

—Ya pasó—le contestó con una seguridad aplastante, intentando que no recordara lo sucedido, mientras se acercaba a ella.

La proximidad del Águila hacía que Margarita viviera emociones contrapuestas, se sentía nerviosa y a la vez tranquila, nunca antes, se había sentido así con él. El simple hecho de estar allí, sola, con el Águila Roja, la turbaba. No se sentía  insegura, todo lo contrario, pero desde aquel momento en que sus miradas se cruzaron en los calabozos, algo en ella había cambiado, y miles de sensaciones nuevas fluían por todo su ser.

Quiso evitar esas emociones y preguntó.

—¿Es aquí donde tienes tu guarida?

—No—rió—este es uno de mis escondites. Es una gruta bastante difícil de acceder, así que de momento permanecerás aquí algunos días.

—¿Algunos días?—preguntó alarmada.

Él, que había llegado junto a ella se agachó.

—Debes estar aquí, hasta que se calme todo esto—Al sentirlo cerca, Margarita se incorporó. Él hizo lo propio y se quedó frente a ella y le preguntó—¿Cómo es, que tenías el evangelio en tu poder?

—Lo cogí, para que la inquisición no lo relacionaran con mi familia.

—Pero, no comprendes que es muy peligroso lo que has hecho.

—Lo sé, pero debía protegerles, ellos son todo lo que tengo.

La miró con orgullo por su valentía, pero con un profundo miedo por su intrepidez. Margarita, siguió hablando sin apartar su mirada del héroe.

—Si no llega a ser por ti, ahora mismo…

—Vi la tela, en la ventana de palacio—interrumpió. Margarita se quedó presa de su voz y  encandilada en su mirada.

—Salvaste a muchas mujeres que estaban allí desde hacía tiempo—Tímidamente continuó—, y me salvaste también a mí… Gracias.

Él la sujetó por los hombros.

—Lo volvería a hacer Margarita—respondió con una voz acaramelada.

Ella apartó la mirada de aquellos atrayentes ojos. En aquel momento el héroe sintió otra punzada más aguda, y de su interior escapó un gemido, instintivamente se sujetó con fuerza el brazo. Margarita se dio cuenta que el brazo del águila, sangraba,  inmediatamente se sobresaltó.

—¡Estás sangrando!

—No pasa nada—intentó calmarla.

—¡Como que no!—Margarita cogió una de las velas que tenía más próximas y la acercó al brazo del Águila.

—¡Dios Mío!—exclamó—¡Quítate la camisa! —Ordenó nerviosa. Él la miró. Ella sonrojada por aquella orden, se explicó nerviosa—... y deja que te cure por favor.

—No te preocupes, es un corte sin importancia.

—Insisto, es lo mínimo que puedo hacer para agradecerte lo que tú has hecho por mí.

El Águila Roja, comprendió que no tenía nada que hacer, sabía que Margarita era casi tan empecinada como él, así que tendría que hacer caso o seguiría insistiendo hasta conseguirlo.

—Si no quieres quitarte el embozo, lo comprenderé. Pero la camisa debes quitártela.

El Águila asintió.

—Está bien, pero tienes que permanecer ahí, no puedes acercarte más de lo que ahora estás.

—Cómo quieras, pero la herida te la tienes que limpiar.

Él, se mezcló entre las sombras, para protegerse de la escasa luz que iluminaba aquel rincón de la gruta. Se desanudó el lazo de la capa, esta resbaló y cayó al suelo, junto a los pies del héroe, seguidamente se quitó la Katana y el cinto que la sujetaba y los dejó con cuidado sobre una roca. Lentamente empezó a desabrocharse uno a uno los prendedores del  jubón.

 Margarita, permanecía de lado, dejando intimidad al héroe. Desde su situación y de reojo, solo podía ver su cuerpo, el rostro, quedaba protegido por la penumbra. El centellar de las velas resplandecía sobre aquel rincón, envolviéndolo en un halo de misterio. Ella disimulaba, pero no podía dejar de sentir curiosidad, y poco a poco fue dejándose llevar hasta que se quedó absorta mirando los gestos de aquel enmascarado.

Él, desde su posición la veía perfectamente, sonreía y disfrutaba cada vez que ella luchaba para no mirarle. Los ojos de Margarita se detuvieron en sus manos, unas manos varoniles y a la vez delicadas. Sus largos dedos, se movían habilidosamente deslizándose sutilmente sobre aquellos prendedores. Un cosquilleo se apoderó de su cuerpo. Sintió calor. Margarita, sofocada, dejó de mirarle y preguntó.

—¿Tienes algo para curarte?, ¿o algo para lavar la herida?

En aquel momento, cuando iba a contestarle mientras se quitaba el jubón, volvió a sentir un fuerte dolor, la sangre brotó con fuerza por la hendidura. Una callada queja la alertó, Margarita volvió a mirarle al escuchar aquel lamento, y  vio el gesto de dolor. Sin pensarlo dos veces se aproximó rápidamente para ayudarle.

—Déjame, ya te ayudo yo—se puso frente a él y tiró del jubón para desvestirle.

Él, ante aquel impulso no dijo nada y se dejó hacer. Deseaba tenerla junto a él. Recordó aquel día en su habitación, cuando mordido por una serpiente Sátur intentaba ponerle una camisa y ella impetuosa, intervino ayudándole como en aquella ocasión. La sintió de nuevo tan cerca, su pelo negro resplandecía  aún con la escasa luz, su aroma, a pesar del embozo, seguía llegando a él con toda su fuerza. Cerró los ojos, quería transportarse y mezclarse con los sentidos que ella sin saberlo le exhalaba. Margarita con cuidado, retiró el jubón,  aflojó las muñequeras de ambos brazos, dejándolas junto a la Katana y desabrochó sin prisa su camisa. Él sentía cada presión de sus dedos, juntos a su piel, las manos de Margarita se deslizaron por sus hombros junto con la tela de la camisa, hasta dejar al descubierto, el hercúleo pecho del héroe. Ella contempló aquel escultural torso, y él abrió los ojos para mirarla. Margarita elevó los suyos buscando en la penumbra los del enmascarado, que continuaban calvados en ella. Durante unos instantes el tiempo se detuvo. Se miraron sin hablar, la chispa volvió a estallar en su interior, la fuerte atracción que sintieron, hizo que la respiración se acelerara y se hiciera más intensa. Él sintió un enorme deseo de besarla. Ella exaltada, se alejó rápidamente para dejar sobre la roca la ropa del enmascarado. Él volvió a cerrar los ojos y respiró profundamente, volviendo a controlar sus emociones. Margarita, desde aquel lugar más alejado y sin mirarle dijo.




—No me has contestado, ¿tienes algo con que lavarte? ¿Algún retal? Algo para limpiar la herida.

El Águila desde la oscuridad contestó.

—Creo que hay un par de vasijas—  había sentido la agitación de Margarita y bromeo, para que se relajara—Normalmente no suelen herirme, acuérdate que soy el héroe.

Ella sonrió, tímidamente.

—Está bien. ¿Tendrás algún cuchillo supongo?

Él se extrañó de aquella pregunta.

—¿Un cuchillo? Sí, claro, de esos tengo varios—extendió su brazo para mostrarle todo lo que les rodeaba.

Margarita sin pensarlo un momento, se dirigió hacia una mesa de madera, donde permanecían apiladas todas las armas.  Rebuscó y cogió uno, alzó su falda, y rasgó varios trozos de ropa. Él permaneció mirándola en silencio. Le gustaba contemplar a aquella Margarita que siempre había recordado, valiente, con carácter, dispuesta a ayudar a todo el mundo, dulce y hermosa, muy hermosa. Sonrió para sus adentros. Ella continuó buscando las vasijas mientras hablaba sin parar.

—¡Pues no sé donde estará el agua! Cuchillos, lanzas, espadas, flechas… de todo menos vasijas.

Él la conocía, y  sabía que aquel comportamiento, aquella huída de su lado, era porque algo la incomodaba. Margarita se comportaba así cuando algo la perturbaba, cuando no podía controlar la situación. « ¿Qué sería lo que le ocurría? ¿Qué había cambiado en ella?» Por fin la voz de Margarita le indicó que había encontrado el agua, y se dirigía hacia él con los trapos empapados.

—Ven acércate a la luz, te prometo no mirar más de  lo necesario—le indicó.

Él, se compuso el embozo y obedeció. Margarita aproximó una de las velas junto a un canto plano que encontró en la pared de la gruta. El Águila se sentó en el suelo y ella se agachó junto a él. Con mucho cuidado para no dañarle, fue limpiándole la herida.

—Por suerte no es tan profunda como parecía—comentó, para distender el momento.

Él, no habló, la miraba de reojo protegido por el embozo, su disfraz hacía que se sintiera más fuerte frente a ella, más seguro de sí mismo. Margarita permanecía pendiente de aquella herida. Sin querer, uno de sus dedos rozó el musculoso brazo del héroe, el solo roce de aquella piel activo en ella de nuevo, mil sensaciones.  « ¿Cómo podía sentir aquellas emociones con tan solo rozar su piel? », era imposible lo que estaba experimentando, solo había una persona en el mundo que la hiciera sentir así. Margarita lo miró de soslayo. Él  adivinó su mirada y se giró, ella eludió sus ojos. Cuando sentía que él la miraba, cambiaba inmediatamente de dirección. Aquel hombre le atraía de una manera especial, era una atracción incontrolable, y sentía que le conocía de toda la vida.

—Bueno, pues esto ya está—dijo, en cuanto sintió sus profundos ojos clavados en su rostro.

Se incorporó rápidamente y volvió a cortar otro trozo de enagua dispuesta  a vendarlo. Volvió a su posición y le sujeto el brazo para envolverlo, pero en aquel preciso momento, Margarita, palideció, no podía creer lo que tenía ante sus ojos. Nerviosa,  volvió a buscar el rostro de aquel enmascarado, intentando hallar la respuesta, pero el rostro del águila, en aquel momento, permanecía entre aquellas sombras que les rodeaban, inmerso en sus pensamientos, con la mirada en un punto fijo, en el frio suelo de la gruta. Margarita volvió a mirar incrédula el recio brazo del héroe.

—«¿Me estaré volviendo loca? ¡Es imposible! »

Pero ahí estaba, frente a ella, ese lunar junto a su hombro en el brazo izquierdo, ese lunar que ella conocía tan bien.

—«Dios mío. Tengo que quitarme a Gonzalo de la cabeza».

 Él, que había notado la quietud de Margarita, la miró con curiosidad y preguntó.

—¿Pasa algo?

Ella no sabía que decir. Rápidamente respondió.

—No, no pasa nada,… he sentido un pequeño mareo.

Inmediatamente, El Águila Roja  se incorporó.

—¿Un mareo?, ¿Estás bien?

—Sí, sí, no te preocupes.

—No he debido permitir que hicieras nada, debías haber descansado.

—Pero si no es nada, de verdad.

—Quizá sea de hambre ¿Desde cuándo no comes?

—Yo…

—Mira, haremos una cosa, ahora voy a ir a buscar comida y ropa para pasar la noche. Volveré enseguida, mientras tanto descansa.

—¿Te vas a marchar?—preguntó alarmada.

—Debo hacerlo, pero volveré pronto, descuida—se dirigió hacia su ropa. Margarita le miraba desde su posición, era incapaz de articular palabra, lo que había visto la tenía confundida.

—«No puede ser».

Margarita, no dejaba de pensar en todas las coincidencias y similitudes que en aquel momento se amontonaban en su cabeza. Tenía que averiguar más, era imposible que aquel héroe fuese… De pronto recordó las palabras de Hernán.

«….Se que conoces al Águila Roja.

—Pero… yo nunca le he visto el rostro, se lo juro—había contestado trémula.

—¿vives con él y no le has visto la cara?... ¡Es tu cuñado!...»

Margarita cerró los ojos, y siguió recordando.

«….Gonzalo estás en peligro, el comisario sospecha de ti…

—Pero... Tú no crees que yo sea el Águila Roja ¿verdad?— le había dicho en el granero.

— No, claro que no, yo se que tú no eres el Águila Roja…»

Recordó la lucha que mantuvo junto al comisario repartiendo porrazos tan solo con un palo. Y curiosamente, cada vez que el Águila actuaba, Gonzalo no estaba presente, todos los amigos y vecinos estaban allí, pero él, no.

El día que el Águila salvó al rey de la explosión en la ermita de san Fernando, todo el vecindario estaba presente, pero él no. El día que raptaron a Alonsillo junto a Matilde, y lo buscaron por el bosque Gonzalo tampoco estaba presente. Casi cada noche salía de casa, para volver de madrugada.
Margarita, con mucho cuidado  para no ser vista, volvió a mirar al Águila Roja mientras se vestía. Pero su cabeza no podía parar de pensar. Recordó la mirada del Águila cuando la salvó de los raptores en aquella barquichuela.  Y la conversación que mantuvieron, cuando él le enseño a bailar en la cocina.

«…¿Dónde has aprendido a bailar así?—le había preguntado.

—Hay muchas cosas que no sabes de mi…»

A su mente llegó, el día que le llevo la comida a las escaleras.

«…¿Gonzalo, como es eso que tienes un hermano?

—es complicado, hay muchas cosas de mi que no conoces…»—volvió a responderle.

«…—A veces tengo la sensación que no sé nada de ti. Es como si fueras otra persona.
—Solo soy un maestro…»

Y la noche que después de leer la fatídica carta que le entregó Sátur, la encontró llorando en el tejado. 

..Margarita mirando los pausados movimientos del águila al vestirse, volvió a escuchar en su cabeza aquellas palabras.

—«…No sé porque, pero no consigo olvidar a alguien. Debería haberle olvidado hace mucho tiempo pero no puedo…

—Te entiendo…—le contestó el Águila»

Ese “te entiendo” ahora le parecía diferente. Después la besó y en aquel momento sintió los labios de Gonzalo, aunque cuando llegó a la habitación él permanecía dormido. , ¿y si él, realmente, tampoco la había podido olvidar?   Margarita se removió por dentro.

—«¡Pero… en que estoy pensado!, si seré tonta. ¡Gonzalo, Gonzalo!, siempre Gonzalo, y él… No, no puede ser, el Águila Roja, es un guerrero, un héroe, un valeroso benefactor del pueblo. Gonzalo es un simple maestro y es incapaz de matar a nadie, en cambio…, el Águila Roja no tiene reparo en hacerlo».

Las dudas la invadían.

—«Pero… y si fuera él».

Desde aquel rincón de la gruta,  protegida por la penumbra, continuaba analizando.

La manera de luchar del Águila Roja no era habitual,  esa espada era diferente a las que conocía. Una vez Sátur explicó a Alonso que el Águila Roja usaba la lucha oriental, y Gonzalo había estado en oriente, incluso sabía chinés.

Movió la cabeza intentando despejar sus pensamientos. Pero estos volvían una y otra vez.

—«¿ Y si eso fuera cierto? ¿Y si Gonzalo fuera el Águila Roja?».

Él continuaba vistiéndose en la penumbra.

—«No puede ser»—se repetía una y otra vez—«¡Es imposible!»

Si fuera cierto, Gonzalo siempre lo había sabido todo, incluso que seguía enamorada de él. Desde la primera vez que la subió al tejado, cuando le entregó el collar que había vendido de su hermana, o la segunda vez, cuando el comisario les vio, y fue entonces cuando ella  le dijo que seguía sintiendo algo por él. Gonzalo siempre había ido un paso por delante de ella, y se había  aprovechando de  su condición de enmascarado.

Eso la molestó. Pero… por otro lado, siempre la había protegido. Siempre había velado por ella.
Miles de situaciones, vivencias y conversaciones se amontonaron en su cabeza. No era posible, se negaba a ello.




Margarita no dejaba de mirarle. Su altura, su complexión.

«Gonzalo es más delgado»—, si era cierto, Gonzalo antes era más delgado, pero cuando estuvo con él, aquella mañana que se entregaron en cuerpo y alma, pudo comprobador el desarrollo que había experimentado de su musculatura. En aquel momento no le dio importancia, ¿pero ahora?

—«¿ y el lunar?... Aquel lunar, era pura coincidencia »—se respondió.

—«Señora, las coincidencias no existen»— recordó las palabras de Sátur.—« ¡Sátur!—Claro el debía saberlo todo, seguramente Sátur sería el que le estaba ayudando con sus pesquisas».

Nerviosa le preguntó.

—¿Cómo te las ingenias para curarte las heridas tú solo?

Él sonrió. Margarita, continuaba pensando en todas aquellas cosas que le venían una y otra vez a la cabeza. El no dijo nada. No sabía que decirle.

—No me has contestado—insistió Margarita.

—¿El qué?

—Cuando vienes herido ¿Cómo haces para curarte, si apenas tienes remedios para ello? ¿Tienes algún ayudante o algo así?

Él ya se había vestido y se estaba poniendo la capa.

—¿Por qué piensas que tengo ayudante?

—No, solo decía que una persona sola… pues… no se—dijo mientras le daba sus muñequeras.

—No tengo ningún ayudante.

Él, se acercó y la sujetó por sus hombros.

—Bueno, Margarita, tengo que irme. Recuerda que no puedes salir bajo ningún pretexto, la inquisición y el comisario te buscan.

—¡Espera!—le dijo mientras le sujetaba de un brazo.

—¿Qué ocurre?

—Creo que debería irme yo también.

—¿Irte? ¿ A dónde?

—Debo avisar a mi familia. Estarán preocupados.

—No, eso no puede ser, corres peligro—dijo con seriedad—Además, no me dijiste que no vivías con ellos. Pues no creo que te encuentren a faltar por unos días más o menos, cuando pasen todo, entonces podrás irte, yo mismo te llevaré con ellos.

—Sí, quizá tienes razón, pero ha habido saqueos por la zona, y quisiera ir a ver a mi sobrino para tranquilizarle. Y de paso acercarme a ver a Catalina para decirle que estoy bien y de vuelta a Marta y a una mujer mayor que me está esperando en su casa.—Margarita omitió deliberadamente a Gonzalo. El se molestó.

—¿Y a tu cuñado? ¿No quieres tranquilizarlo a él también? —preguntó maliciosamente el guerrero.

Ella le miró, y permaneció unos instantes en silencio contemplando aquellos ojos que la miraban fijamente.

—A mi cuñado, no. A él no le quiero decir nada. Precisamente creo que él, es el único que no  me encuentra a faltar.

—Eso no lo sabes—respondió.

—Bastante entretenido está con la marquesa.

—¿Todavía no has hablado con él sobre aquella confusión?

Margarita no sabía que sentir. Las sospechas le turbaban. Pero optó por seguir hablando sin pensar en nada más.

—¿Confusión? No hay confusión alguna, me lo confirmó la marquesa personalmente. Así que no tengo nada de qué hablar con él.

Él comprendió el enojo de Margarita. Pero debía aclarar aquella situación que los mantenía distantes. Con su mano sujetó dulcemente su barbilla, para poder contemplar su rostro iluminado con la luz de las velas.

—A veces las cosas, no son lo que parecen.

Ella permaneció unos momentos fundida en su mirada, ahora le hablaba a quien creía que se escondía bajo el disfraz.

—Eso ya me lo dijiste una vez, cuando hablamos en el lago.

—¿Entonces?..., ¿y si todo ha sido un error? Un gravísimo error.

—No me hagas reír.

— ¿Y si él pudiera demostrarte que fue un error como lo que tú viviste hace años?

Margarita estaba temblando, el tono de la voz del héroe había bajado de intensidad, y su sonido le adormecía los sentidos, la ira que sentía contra Gonzalo se desvanecía en su presencia, pero debía ser fuerte. Buscó en el interior de aquellos ojos intentando reconocer a quien ella quería encontrar.

—Ya no volverá a mentirme nunca más— sus palabras sonaron firmes, y removieron todo el interior del héroe— Ahora me siento fuerte, y no voy a volver a mendigar amor. Ahora tengo algo porque seguir viviendo, pero lejos de él.

—¿Qué quieres decir?

—Que tengo mi vida, y que he aprendido a luchar por mí misma, nunca he tenido el apoyo de nadie, siempre he estado sola, todo el mundo que me rodea siempre me ha juzgado precisamente por lo que tú dices, por un error. Y en un error he vivido toda mi vida, con la esperanza de volver a ver a la persona que más he querido en la vida, la que me  hacía seguir luchando, seguir soñando. ¿Y para qué? He aprendido que debo caminar sola, que debo alejarme de él. Él solo me produce dolor.
El Águila Roja, permanecía mudo frente a ella. No dejo de mirarla en ningún momento. Sentía tanta desazón. Si pudiera desenmascararse y hablar libremente de sus sentimientos.

—Margarita, ahora estás enojada, pero estoy seguro que el maestro podrá aclarar esa situación y luego te darás cuenta de que no ocurrió nada.

—¿Cómo puedes estar tan seguro de eso? ¿Acaso eres tú el maestro?

Él se quedó paralizado, confuso ante aquella pregunta. Ella continuó.

—¿Estás en su interior? ¿Piensas lo que él piensa? ¿Vives lo que él vive?¿Amas a quien él ama?

—No, claro que no—respondió dubitativo—. Pero sé que hablando se pueden aclarar muchas cosas, que la vida nos da sorpresas, y que lo que parece claro, es difuso. Acaso no me comentaste que tu cuñado te vio junto aquel noble con el que se batió  y no había ocurrido nada. Margarita, te hablo, porque creo en las personas que tienen principios, las que quieren y aman de verdad, sin engaños, sin mentiras. Y creo que tu cuñado es una de esas personas, en cambio, de la marquesa, tengo mis dudas.
Margarita se quedó pensativa durante unos instantes. Aquello que había dicho el Águila Roja era cierto. Gonzalo siempre había sido un hombre de honor. Pero… ¿y lo que vio ella con sus propios ojos? Aunque… ¿Podía confiar ciegamente en lo que la Marquesa le había contado?   Airada por la incertidumbre contestó.

—Yo, también lo creía, creía que era diferente. Pero resulta que no—dijo con tristeza.

—Dale tiempo, y deja que se explique—y le sonrió con su mirada—Margarita, prométeme que no te marcharás.

Ella, permaneció en silencio mirándole. Él continuó hablando.

Ahora debo irme, te traeré algo de comer, además  tengo que averiguar las intenciones del comisario y del inquisidor.

Ella asintió.

— Y te prometo, que buscaré a tu sobrino para decirle que te encuentras a salvo.

Margarita le sonrió.

El Águila Roja, dio media vuelta y desapareció por el serpenteante camino que daba a la salida.

Margarita se quedó inmóvil, mirando la estela del héroe y sintiendo en su interior, que Gonzalo se marchaba oculto tras el embozo del Águila Roja.



25-SATURNO GARCÍA

Saturno García, no sabía qué hacer. Había obedecido a su amo en todo lo que le había ordenado, pero nunca hubiera imaginado, la sorpresa que le esperaba en aquel lugar, al encontrarse de nuevo, frente a Laura de Montignac, la madre del maestro de la Villa, y la intromisión de aquel carruaje. 

Atolondrado, había salido de la casa por la puerta de atrás, y esperó escondido, hasta que comprobó que podía camuflarse para llegar a su caballo. Una vez junto a él, lo montó  y se  internó raudo, por el sinuoso sendero que bordeaba el rio.

Cabalgaba sin rumbo fijo.  «Y ¿adónde voy yo ahora?—se decía—  ¿Y si el amo, llega allí y no me encuentra?  En mala hora ha llegado el carruaje»—pensó, moviendo la cabeza con gran disgusto—«, mira que encontrarme con la mismísima madre y no poder hacer ná para poder  hablar con ella, ni para  entretenerla hasta que llegara mi amo.»

— ¿Y ahora, qué hago yo?—musitó. De pronto recordó—¡Claro Saturno!— dijo golpeándose con la mano en su frente—, creo que  lo mejor será quedarse en el lago. ¡Vamos!—, se alentó mientras espoleaba a su caballo.

El lago quedaba  junto al  camino que conducía al lugar de encuentro. Desde allí podría vigilar el sendero, y así interceptar su paso del maestro y poder  explicarle lo que en aquella casa había sucedido y así poder actuar en consecuencia.

Al llegar al lago, se apeó con presteza, y aseguró su caballo a la rama de un árbol apartado del camino.

—¡Menos mal que hemos llegado!—le dijo a su caballo, mientras le sujetaba la quijera —. Estoy que reviento. ¡Me estoy orinando vivo!,  así que ahora, te estás aquí quietecito, que voy allí detrás de aquel montículo  y vengo enseguida... Si ves al amo, relincha pa que te pueda oír.

Fue entonces cuando escuchó la cabalgada de unos caballos, y escondido desde aquel rincón, vio pasar por el sendero el carruaje que minutos antes había parado frente a la casa. El carruaje llevaba el escudo del palacio de la Marquesa de Santillana y en su interior pudo observar que también viajaba Laura de Montignac.

—Así que se ha ido pa palacio... Esto lo cambia todo. Pero todo eso puede esperar. Yo ya no puedo más, voy a estallar en cualquier momento.

El criado se dirigió rápidamente hacia el montículo apartado y escondido, desde el que podría desahogar con tranquilidad su continencia. Iba corriendo mientras rebuscaba entre sus calzones para agilizar el momento.

—¡Buff! Que placer por Dios. Ya no podía más— Decía mientras concluía su micción.

Entonces escuchó pisadas sobre la hierba. Pasos rápidos que se dirigían hacia él. Asustado y sin tiempo  para nada más, giró su cuerpo en redondo intentando encontrar el causante de aquel  sonido y  pudo ver de refilón, algo que se escondía bajo una roca que quedaba justo a su izquierda, debajo de sus pies.

La curiosidad hizo que el criado se aproximara al filo de la roca, y que se asomara para ver de qué se trataba aquella presencia, con tan mala suerte que  su capa se enganchó en una de las ramas de aquellos arbustos, el espantado pensando que alguien le había sujetado y intentó liberarse de sus garras moviendo su cuerpo de un lado al otro, entonces Sátur perdió el equilibrio. Ante  la torpeza de sus pasos, el postillón pisó una piedra y al traspié se precipitó hacia el vacío sin poder hacer nada por evitarlo. La caída no fue muy  profunda, apenas un metro le separó del porrazo.

—¡¡Por favor señor, no me haga nada. Por favor!!

 Sátur sorprendido al escuchar aquellas palabras, abrió los ojos y vio que había caído en blando y que debajo de él  había una persona.  Él, sujetándose todavía sus partes bajas, sintió que bajo su  cuerpo, aquel pequeño ser, se removía para intentar salir de allí. Miró con más detenimiento aquella criatura. El atardecer y las sombras se habían aliado  impidiendo al postillón, ver con claridad de quien se trataba. Lo único que pudo distinguir, fueron unos profundos ojos azules, que le miraban asustados entre un amasijo de cabellos cobrizos como las hojas de la arboleda en otoño. Sátur se quedó embelesado en aquella mirada. Pero los movimientos bruscos de aquel cuerpo hicieron que reaccionara.

—¡Pero muchacho, no te muevas tanto! ¡Que no te voy a hacer ná!—le gritó.

—Déjeme por favor, déjeme.

Sátur se incorporó como pudo, quedando a cuatro patas sobre la criatura.

—¡Pero qué perra te ha dao con que te deje, si ya te he dejao!

 —Salga de encima de mí por favor—seguía rogando.

—Está bien. Ya me levanto. Ya me levanto.

Sátur, se levantó despacio y comprobó que lo que había allí en el suelo no era un joven, si no que era una muchacha. Ella se ovilló rapidamente, abrazándose a sus piernas, mirándole  aterrorizada  y dirigiendo su mirada con estupefacción hacia las partes nobles del criado. En el forcejeo y al levantarse, el criado  había dejado al descubierto parte de sus encantos, y aquella muchacha se pensaba que iba a hacer uso de su virilidad. Sátur siguió la aterrorizada mirada de la joven y   acto seguido sobresaltado por la situación, la miró a ella. Habló rápidamente.

—¡Esto…!, esto no es lo que parece—dijo alarmado ante aquella situación.

Ella no habló, seguía acurrucada bajo las ramas. Sátur quiso explicarse.

—¡Esto!—se señaló el calzón—esto tiene una explicación.

Ella continuaba mirándole arropada entre las sombras.

—Verás me he tropezado, y he caído sobre ti.

—No, usted se ha tirado sobre mí—dijo tímidamente.

—Pero muchacha, si me he tropezado cuando estaba orinando ahí arriba, sobre la roca. He escuchado unos pasos y me he asomado a mirar.  Por eso estoy como estoy. Pero ahora mismo arreglo esto—Inmediatamente, Sátur se desabrochó los calzones. Ella gritó.

—Que no, que no—Repetía mientras  extendía sus manos para calmarla—.Que voy a poner cada cosa en su sitio, no tienes por qué temer. Te juro que no te haré nada—La muchacha tenía la cara vuelta y lo ojos fuertemente cerrados. Inmediatamente Sátur subió su calzón y anudó el cordón sobre su ombligo. Acto seguido le habló más tranquilo.

—Ves, mujer, ya está todo solucionado—El postillón le tendió su mano para que se incorporara. Y le regaló una gran y honesta sonrisa—Ven, no tengas miedo.

Ella, le miró recelosa, no confiaba en nadie, pero en aquel momento, no podía hacer nada,  no tenía a donde ir. Miró los ojos de aquel hombre que le ofrecía ayuda y percibió una sensación de bondad y dulzura, que afloraba por sus grandes y expresivos ojos. La joven optó por coger su blanda mano y se incorporó quedando frente a él. Sátur la miró, tendría su misma estatura, aunque parecía bastante más joven. Totalmente descuidada, daba la sensación de que aquella joven hacía mucho tiempo que no había disfrutado de un buen baño, ni de unas buenas migas. Sátur con mucha ternura ante aquella desvalida mujer,  apartó uno de sus mechones para poder ver su rostro. Cuando aquella mujer le volvió a mirar, aquellos grandes ojos azules penetraron como dos ríos de fuego por las venas de Sátur, quedando preso de su belleza. La muchacha no habló. Sentía miedo.

—Muchacha…—dijo sin dejar de mirarla—, no te preocupes, yo te ayudaré, créeme. Y dime, si estás ahí escondida, es que huyes de alguien, ¿se puede saber que hacías ahí escondida?

Ella temerosa contestó.

—¿Cómo puedo saber que es verdad lo que me dice?

—¿Qué te ayudaré?, No te queda otra. Si quieres que te ayude deberás confiar en mí.

Ella no sabía qué hacer. Sátur comprendió su miedo, volvió a hablar, mientras se sujetaba la barba con su mano.

—Bueno  mira, verás lo que vamos a hacer.

—¿Qué? —preguntó curiosa.

—Pues muy fácil.  Vamos a empezar por el principio, como diría mi amo.

—¿Tiene un amo?

—Bueno, más bien es un amigo… una familiar…, mi familia.

Ella más tranquila le contestó.

—Que suerte la suya, yo no tengo a nadie en la vida.

Él no dejaba de contemplarla, le recordaba mucho a él, cuando andaba por los caminos. Así que dibujó un gesto de afabilidad en su rostro, y dijo.

—Bueno, pues empiezo. Tú quédate aquí quieta—se alejó unos pasos, volvió sobre ellos hasta que llegó a su altura, se sacó el casquete,  lo sujetó con una mano y tras una reverencia dijo—Hola muchacha ¿Cómo te llamas?

Ella sonrió avergonzada ante la payasada de Sátur.

—Me llamo Mencía —dijo con rubor haciendo una genuflexión—y ¿usted?

—Yo me llamo Saturno García, pero puede llamarme Sátur.

Ella rió.

—Hola Sátur.

—¿Que le trae por aquí señorita?

En aquel momento se escucharon varias voces de jinetes que se acercaban al lugar. Mencía, volvió a mirar con terror. Sátur se percató de su miedo. Ella miró hacia todos lados, haciendo un barrido por el horizonte. Sátur se aproximó intentando tranquilizarla.

—No pasa nada. Estoy aquí contigo, nadie te hará daño.

Ella con voz queda dijo

—He escapado de  los calabozos. Los hombres del comisario no dejarán de buscarme.

Sátur comprendió que estaban en peligro. La empujó bajo la roca y se  cubrieron con su capa. Esperando que aquellos jinetes se alejaran de aquel lugar. Sátur le susurró.

—Ahora mantente quieta, no hagas el menor ruido. Hemos de esperar a que se vayan de aquí.

—Sabía que me seguirían.

—Bueno quizá sí, pero buscan a una mujer sola y si estás acompañada, posiblemente ni te miren.
Ella cerró los ojos y asintió. Permanecieron en silencio durante unos minutos. Cuando comprendieron que ya se habían alejado lo suficiente, salieron de su escondite.

—Debemos irnos de aquí—propuso Sátur.

Ella movió nerviosa su cabeza repetidamente, aprobando la propuesta.

—Hemos de aprovechar que van rio a bajo, así que iremos a la villa y allí  pensaremos en algo.

—Lo que usted diga.

—No me hables de usted.

—Está bien, lo que tú digas.

—Eso está mejor. ¡Vamos!

Ella le siguió hasta el caballo  montaron y cabalgaron hasta la villa. Entraron por la cuadra a la casa. Sátur se dirigió a la cocina y en cuanto entró comprendió que el comisario había estado allí. «¿Habrá podido salvar el amo a la señora?» Mencía que entró tras él le preguntó.

—¿Que hacemos aquí? ¿De quién es esta casa? ¿De tu amo?

—Sí, es de mi amo, yo vivo aquí—respondió aturdido por lo que estaba viendo.

—Pues muy limpia no está, está todo por el suelo—Al mirar a Sátur se dio cuenta de que algo no iba bien.

—¿Pasa algo Sátur?

Él la miró, sujetándola por los hombros le dijo—Mencía, espera un momento en la cuadra, creo que hemos tenido visita, creo que ha  venido el comisario.

Ella atemorizada le suplicó.

—No me dejes, quédate conmigo por favor.

—No temas, simplemente voy a revisar la casa, no sea que todavía estén por aquí. Y de paso comprobaré si mi amo está en casa.

Ella le miró y contestó.

—Está bien, te espero.

Sátur que se había dirigido hacia la cocina, pero antes de desaparecer de la vista de la muchacha, dio media vuelta y la llamó.

—¡Mencía!

—¿Qué, Sátur?

—Si me escuchas gritar o decir algo que no viene al caso, coge el caballo y vete lo más rápidamente posible. Sus ojos se abrieron con temor.

—¿Crees que todavía pueden andar rondando por tu casa, los hombres del comisario?

—El comisario le tiene una ojeriza a mi amo que pa que. Así que algo ha tenido que pasar para que venga aquí y lo destroce todo. Ahora vengo.

—Está bien. —respondió Mencía. Y el fiel escudero, se dirigió hacia la alcoba de Gonzalo.

—¡Amo!,¡Amo!, ¿y yo, por qué  le estoy llamando si se que él no está aquí?—dijo mientras miraba por todos los rincones de la casa. Subió a la guarida y comprobó que habían estado allí, suerte que todo ya estaba a buen recaudo. Suspiró por ello. Y aprovechó para cambiarse de ropa. Bajó las escaleras que conducían a la alcoba, y salió. Todo estaba destrozado, pero no quedaba ningún esbirro del comisario.

Cuando se dirigía hacia la cuadra vio la puerta de casa abierta, al  ir a cerrarla vio a Cirpri que se acercaba muy rápidamente.

—¡Sátur!

Él se detuvo, a esperar la llegada de Cipri. Mencía desde la puerta de la cuadra escuchaba sin hablar.

—¿Qué ha pasado Cipri?

—Los hombres del comisario, que han  venido a buscar a Margarita.

—¿A Margarita?

—Sí, nosotros no hemos entendido nada de nada. ¿Por qué la estarán buscando?¿Sabes algo Sátur?

—Pues no, Cipri. No se ná, acabo de llegar y mira como me he encontrado todo esto.

El posadero miró por encima de su brazo. Y preguntó inquieto.

—¿Está Gonzalo?, hemos de decírselo, ha de ir a buscar a Margarita y ponerla en aviso. A ver si a él le explica que está pasando—dijo mientras intentaba entrar en la casa.

—Cipri, Cipri, ya se lo diré yo. Mi amo ha salido a buscar material para la escuela. No creo que vuelva hasta mañana.

Cipri intentaba mirar hacia el interior de la casa. Sátur se puso frente a él  barrándole el paso y cogiéndole suavemente por el brazo le invitó a salir de allí.

—Gracias Cipri, pero tu tendrías que estar pendiente de Murillo, y tendrías que avisara a Catalina, haber si ella sabe algo al respecto. Ya sabes que Margarita lleva tiempo que no está en la casa, así que lo mejor será que le digas a Catalina que vaya a donde esté la señora y que la ponga en aviso. Yo en cuanto venga mi amo le digo.

—Sí, creo que tienes razón. Pero, ¿quieres que primero te ayude a arreglar este estropicio?

—No te preocupes, lo primero es lo primero así que ve en busca de Cata y explícale lo que ha sucedido. Necesito que nos hagas este favor.

—Está bien, así lo haré.

—A más ver.

—Con Dios, Cipri, con Dios.

Sátur acompañó la puerta con su mano, y se quedó pensativo tras ella, hasta que la dulce voz de Mencía le trajo de nuevo a la estancia.

—¡Sátur!

Él sorprendido, se viró.

—¿Qué haces aquí, no te he dicho que esperes en la cuadra?—le recriminó con la mano alzada.

—Es que yo por naturaleza soy curiosa, por eso siempre me encuentro en todos los berenjenales. Y no he podido dejar de escuchar la conversación.

—¿Y?—preguntó molesto.

—Hablabais de una mujer, una tal Margarita. ¿Es familia tuya?

—Pero bueno, encima escuchando las conversaciones. — y señalando con el dedo en señal de reprimenda continuó—.Mira, lo primero que vamos a hacer es darte un buen baño.

—¿Darme un baño?

—Pues sí, como diría mi amo. La higiene es muy importante, evita enfermedades.

—¿Pero, no pretenderás darme el baño tu, no?

—¿Yo?—respondió poniendo los ojos en blanco—pero que cosas dices, yo bañando a una mujer. Vamos, nunca se me abría ocurrido—dijo andando a paso ligero hacia la cocina.

—Siendo así, de acuerdo—contestó Mencía.

—Pues anda, ve al cobertizo y espera a que te lleve el agua.

—Está bien.

Mencía camino despacio hacia la cuadra, y preparó el barreño que había allí. Sátur preparó una olla para calentar el agua.

—¡Sátur!—llamó la muchacha, desde el quicio de la puerta.—Mientras se calienta el agua, ¿podrías decirme que es eso que habéis estado hablando ese hombre y tu sobre Margarita?, si tienes a bien decírmelo, claro.

—Y dale perico al torno. ¿Pero qué quieres saber tú?  Muchacha entrometida—dijo recogiendo la loza del suelo.

La muchacha se sentó en la mesa.

—En la celda colindante a la mía, había una mujer que se llamaba Margarita, ella fue quien me ayudó a salir de allí, bueno ella y el Águila Roja, claro.

Sátur desde el suelo, se quedó boquiabierto. Aquella joven había estado en una celda. Y la había salvado el Águila Roja. Ella continuaba explicándose.

—Yo pensaba… ¿y si esa Margarita, fuese aquella mujer a la que le debo tanto? Ella me dijo que si venía  a la villa, la buscara.

Sátur continuaba inmerso en sus pensamientos. « A Margarita se la había llevado el comisario ¿y si la mujer de la celda de al lado fuese la señora?, ¡eso querría decir que el amo la salvó!»

—Además—continuó hablando la joven—, he escuchado que tu amo había ido a buscar material para la escuela. ¿Acaso tu amo es el maestro de la villa?

Sátur se levantó con infinita curiosidad y se sentó junto a ella.

—¿Has estado encerrada en los calabozos y has conocido al Águila Roja? —le preguntó con interés.
Mencía, le miró. Era una mirada limpia, transparente. Aquella mujer tenía una mirada celestial.

—Si, Sátur. Le vi. El Águila Roja, me ayudó a escapar, yo estaba junto a una bella mujer, un poco más lata que yo, morena, dulce… se llamaba Margarita. El Águila me dijo que él se encargaría de ella, que huyera, y así lo hice, hasta que te encontré a ti y me ayudaste salvándome de las garras del comisario.

Sátur se sintió importante, había ayudado a aquella mujer que estaba sentada frente a él.  Indiscutiblemente era el fiel ayudante del Águila Roja. Suspiró profundamente y le dijo.

—No es para tanto.

Ella acercó su mano al rostro encallecido del postillón, y le acarició dulcemente.

—Para mí sí. Nadie antes se había preocupado de una manera tan desinteresada por mí, como tú lo has hecho.

Por un momento el tiempo se detuvo en el reloj de Sátur. Sintió aquella caricia como una explosión de sensaciones indescriptibles, aquellas manos le llegaron a su alma. Mencía apartó su mano y siguió diciendo.

—Bueno,  exceptuando a Margarita y al Águila Roja, claro—le sonrió. Sátur emocionado ante aquellas nuevas sensaciones, prefirió cambiar de tema.

—Vamos a ver. Mira, ahora te aseas, y mientras tanto yo  te preparo un caldito y voy recogiendo todo esto, y luego hablamos de lo que quieras.

—Bien—asintió. Mencía se dirigió al cobertizo y Sátur le llevó el agua.

—Bueno, yo te dejo el agua aquí y tú ya harás lo que tengas que hacer.

—Está bien—dijo la mujer—Gracias.

Sátur se alejó del cobertizo y se sentó en una silla del comedor a esperar. Mencía se desvistió, y empezó a lavarse lentamente. Hacía tanto tiempo que no se aseaba, que aquello le pareció gloria bendita. Soltó su larga cabellera que al contacto con el agua y el jabón creció hasta su cintura. Permaneció varios minutos dejándose acariciar por el contacto  que el agua cálida  hacia  al resbalar por su piel, aquella agua templada, que le había proporcionado aquel singular hombre que había conocido horas antes. Sonrió al pensar en él.  Qué curioso había sido todo. Además algo le decía que aquella Margarita de la que hablaban en aquel hogar, era aquella bella mujer que la ayudó a escapar.

—¡¿Te falta mucho?!—Gritó Sátur desde el salón, rompiendo sus pensamientos.

—¡No, casi he terminado!, aunque tengo un problema.

—¿Cuál?— respondió alzando la voz el criado.

—¿Puedes venir por favor?

Sátur se quedó petrificado. La muchacha le estaba pidiendo que fuera. «Pero... ¿Cómo voy a ir?, por el amor de  Dios, pero si estará… desnuda…»—el postillón empezó a ponerse nervioso—«Sátur …contrólate que hace tiempo que no te desahogas como es debido...y claro ahora pasa lo que pasa…»—se frotaba la cara una y otra vez—« y todo por culpa del amo y sus misiones.. ¿Quién me mandará a mi traer a una mujer a casa, y además tenerla en el cobertizo lavándose... »
Sátur, se había levantado de la silla y caminaba de un lado al otro, como un animal enjaulado.

—¿Me has escuchado?—preguntaba la mujer.

—¡Y dice si la he escuchado!—susurró—¡sordo, quisiera estar!... Que digo, sordo…¡sordo y ciego a la vez!...pa no escuchar ni ver ná. ¿Pero ahora como le digo yo que no...? Saturno piensa...—continuaba andando de un lado para el otro, aflojándose el nudo del pañuelo que llevaba prendido a cuello— Porque si entras ahí, y la ves... así como su madre la parió, desprovista en su totalidad, ¡desnuda…! No sé lo que puede pasar.

—Sátur, por favor.

El postillón haciendo un acto de valor, entró en la cuadra con los ojos cerraos y las manos extendidas. 

Mencía al verlo rió.

—No te rías, porque no tiene gracia alguna—dijo desde una distancia prudencial.

—Sátur a mí tampoco me gusta esta situación, pero es que tengo que pedirte por favor si me puedes dar algo para secarme, para no mojar mi ropa.

—¡Ah! Es eso.

—Pues claro, que podía ser si no.

—Sí, sí... No pasa nada, no he pensado en lavarte... —Ella le miró sin entender nada. Sátur aturdido pensó —«Pero que estoy diciendo, por Dios» y enseguida reaccionó ante la metedura de pata— Ahora vengo. Espera un momento—dijo atolondrado. Sátur dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta, pero no calculó bien y tropezó contra el quicio. Mencía no podía dejar de reír. El abrió los ojos y salió corriendo del cobertizo.

—Bueno Sátur, pero que te pasa, —se dijo—,¿es que no has vito lavarse desnuda a una mujer? —se preguntó—Pues no, pa que engañarse. Así tan cerca, pues no. Pero... Saturno, si ni si quiera la has mirao... todo esto que te pasa es muy raro, muy raro. Aunque tengo que decir que  la prueba de fuego la he superado. Ahora, ha llevarle algo pa secarse.

Y se dirigió hacia la alcoba de Gonzalo.

— Pero…, no se puede poner esa ropa mugrienta—¿Y de donde saco yo ropa de mujer? ¡Claro! Alguna cosa de la señora Margarita tendrá que haber en su habitación, digo yo, no creo que se lo llevara todo.

Subió a grandes zancadas hacia el dormitorio de Margarita y miró en su arcón. Encontró una falda roja y una camisola blanca, la cogió junto al retal para secarse y bajó hacia la cuadra. Al llegar Sátur preguntó.

—¿Puedo pasar?

Mencía permanecía de pié dentro del barreño, se cubrió con sus brazos y se giró de espaldas a la entrada.

—Sí, pasa.

Él entro con los ojos cerrados. Extendió sus manos hacia la muchacha y le ofreció la tela y la ropa para vestirse.

—Toma aquí la tienes.

 Ella se giró, cogió la tela y se envolvió en ella.

—Ya puedes abrir los ojos, ya me he cubierto.

—No, no hace falta, yo te doy esto y me voy por donde he venido—le ofreció la ropa que había bajado de la habitación de Margarita—. Te espero en la mesa. Ya te he preparado  la sopa.

—Está bien, muchas gracias Sátur. Pero ¿de quién es esta ropa?—En aquel momento Mencía sintió un poquito de tristeza, sin saber muy bien porque pensó. «¿Y si Sátur está casado?» Sin dudarlo un instante le  preguntó— ¿Estás seguro que a tu esposa no le importa que me la ponga?

—¿¡Mi esposa!? No, yo no tengo esposa. Esta ropa es de la señora, y estoy seguro que estaría encantada. Te la dejo aquí.

—Gracias—dijo más tranquila.

Él, dejó la vestimenta sobre la paja y salió rápidamente. Mencía continuó secándose y se vistió deprisa. «¿Serán de Margarita?» se preguntaba. Al momento, Mencía ya estaba en el comedor.

Sátur intentaba no pensar en lo que ocurría en el cobertizo y se distraía dándole vueltas a la sopa, absorto en sus pensamientos no escuchó los pasos sigilosos de la mujer. Ella se acercó a él y le dijo.

—¿Que has preparado, que huele tan bien?

Él soltó la cuchara de golpe, y al incorporarse sobresaltado, golpeó su cabeza contra las cacerolas que pendían de la  viga de madera.

—Por Dios. Mencía que susto me has dado—dijo sujetándose la cabeza y alzando su mirada hacia ella.

—Lo siento disculpa, no era mi intención—contestó divertida.

Sátur permaneció unos segundos mirando a la mujer. Estaba preciosa. Su cobrizo cabello serpenteaba húmedo sobre sus hombros, llegando casi a rozar sus caderas. El perfume que desprendía,  llenó aquella estancia de una suave fragancia natural que junto aquellos grandes ojos azules que le contemplaban, le hicieron sentir un pellizco en su trabajado corazón. La delgada boca de aquella muchacha, le sonreía abriéndole la puerta e invitándole a disfrutar de  la alegría que revoloteaba en aquel preciso momento por aquel salón.

—¿Te pasa algo? —preguntó la muchacha.

—No, no… —contestó turbado—es que no esperaba verte así.

—¿Así como?

—Pues así…vestida con estas ropas… pareces una diosa.

Ella se ruborizó.

—Anda, no seas adulador. Y ahora me tienes que explicar lo que me has prometido.

—Bien, siéntate a la mesa que te sirvo la sopa.

—¿Y tú, no comes conmigo?

Sátur no podía dejar de mirarla. Aquella mujer que floreció tras la mugre, le parecía la mujer más bella del mundo.

—Sátur, ¿te digo, si comerás tú también conmigo?—repitió.

—Sí, si,te acompañaré.

Se sentaron a la mesa. Sátur sintió de nuevo una hermosa sensación. En aquel momento se imaginó que eran un matrimonio y un suspiro llenó de ilusión. Con los nervios a flor de piel la llenó de preguntas.

—¿Cómo fue que el Águila Roja te rescató? ¿Quien le avisó para que os rescatara? ¿Estabas en el calabozo de la villa?

—Verás Sátur. Estuve encerrada en el subterráneo del calabozo de la villa, varias semanas, pero tuve suerte de pasar desapercibida y de que nunca se percataran en mí.

—¿Hay un subterráneo en los calabozos? Mira que he estado veces, pero no sabía nada de él.

—Éramos muchas mujeres. De vez en cuando entraban y se llevaban alguna de nosotras, a veces volvían muy maltrechas, pero otras veces no volvíamos a verlas. Decían que las llevaban a una cueva donde tienen a muchas mujeres a las que acusan de herejes. Le llaman la cueva del inquisidor. Pero yo creo que muchas no soportaban las humillaciones, vejaciones, y violaciones a las que eran sometidas y morían.

—Hijos de puta. ¿Lo habrás pasado mal verdad?

—Pues sí, la verdad. Durante mi cautiverio he pasado mucho miedo. Por eso cuando te encontré y sentí que estabas sobre mí, pensé…

—Tranquila Mencía—interrumpió—. Ahora ya estás a salvo. Aquí no te pasará nada— Mientras le hablaba, Sátur, tuvo un impulso y le sujeto la mano que tenía descansando sobre la mesa. Ella sintió la suavidad de su piel, a pesar de aquellas manos tan curtidas. Y se miraron en silencio. Sátur fue quien rompió aquella tensión.

—¿ Y que querías saber de Margarita?—Balbuceó.

Ella sonrió con tristeza, recordando aquella bella mujer.

—Llegó ayer. La trajeron unos hombres y la dejaron en la celda frente a la mía. Ella fue quien avisó al Águila Roja. Cuando él llegó para salvarnos, se perpetro un gran incendio y todos corrimos hacia el exterior. Pero Margarita desvaneció y el héroe la ayudó a salir. Yo fui con ellos y después se marcharon y yo corrí sin rumbo fijo hasta encontrarte.

—Así que el héroe de la villa os salvó.

—Sí, nos salvó a todos. Antes de que Margarita perdiera el conocimiento, me dijo que si algún día tenía problemas que me dirigiera a la villa y preguntara por la casa del maestro que ella vivía allí. Por eso al comentar sobre los libros y sobre Margarita pensé que este sería el lugar.

Sátur estaba sorprendido por aquel relato. Respondió.

—Pues sí. Esta es la casa del maestro, y por lo que dices esa Margarita es la señora.

—¿Es la mujer del maestro?

—Más quisiera yo… y él claro—dijo mirando al cielo—pero es de un empecinao...

—¿Por qué lo dices—preguntó Mencía

—Porque es lo que debería ser. Y de momento, no es.

En aquel momento la puerta de la habitación de Gonzalo se abrió de par en par. Sátur señaló con el dedo sus labios para que Mencía permaneciera callada. Se levantó despacio y se dirigió hacia la puerta.

—¡Amo!

—Sátur… ¿pero…que estás haciendo tu aquí? No te dije que esperaras…

—Verá amo, tengo que presentarle a alguien—Interrumpió para que no siguiera hablando, y le hizo una señal para que supiera que  no estaban solos. Gonzalo comprendió y se dejó llevar.
—Amo, esta es Mencía.

Gonzalo se quedó paralizado, era la mujer que había ayudado a huir de los calabozos, pero ahora estaba en su casa, en su mesa, comiendo de su sopa y vestida con las ropas de Margarita.

—Señorita.

—Llámeme Mencía. Y disculpe por la intromisión.

—No es una intromisión señor—Intervino en su defensa el postillón—. La seguían los hombres del comisario, se había escapado de los calabozos y por eso la traje aquí. Espero, que el que le haya ofrecido las ropas de la señora, no será motivo de sus quejas.

Gonzalo le miró.

—No, tranquilo Sátur, Margarita estaría feliz de ayudarla, y  esta noche  puede quedarse aquí.  Pero ahora, si me disculpas Mencía, tengo que hablar con mi criado.

—Si señor—respondió con una genuflexión.

—No hace falta que te inclines, no soy ningún noble. Continúa comiendo y tú Sátur ven conmigo.

—Si amo.

Sátur se giró y miró a Mencía señalándole con el dedo que no se moviera de aquella silla y acto seguido se dirigió hacia la alcoba del maestro. Una vez allí.

—Sátur necesito ropa de abrigo y comida. Prepáramela  tengo que irme de nuevo.

—Señor, ¿está con usted Margarita?

—Sí, Sátur, ya está a salvo. Lo que no pensaba encontrar, es a la compañera de celda comiendo en mi mesa.

—Señor, ya le he dicho que me la encontré y la traje para protegerla.

—Tranquilo, no pasa nada.

—¡Señor!

—Dime—respondió mientras buscaba en su baúl.

—Debo decirle algo.

—Adelante.

—En casa de Marta estaba… no sé cómo decírselo.

—Sátur no empieces y termina por favor. ¿Estaba?

—Amo, siéntese usted—Y le empujó para que se sentara en su cama.

—¡Sátur! Quieres hablar de una vez. Tengo prisa. Margarita está sola en la cueva.

—¿En la cueva? Y ¿qué hace ahí?

—En principio esperar a que yo vuelva con todo lo que te he pedido que me traigas. Quieres seguir de una vez.

—La madre de usted.

—¡Que le pasa a mi madre!

—Que la he visto otra vez.

Gonzalo se incorporó se un salto.

— ¿Qué has visto a mi madre? ¿Dónde?

—En casa de Marta, la sirvienta.

—Ahora mismo voy para allá.

—Amo—le sujetó el brazo— su madre de usted, ya no está en la casa.

—¿ Cómo? ¿Y dónde está ahora? ¿Por qué no te has quedado allí, con ella?

—Porque llegó un carruaje y bajaron varias personas. Yo me subí al caballo y me fui corriendo en su busca, pero por el camino me encontré a Mencía.

Gonzalo más calmado le dijo.

—Está bien, Sátur. Tú has hecho lo correcto—y se quedó cabizbajo.

—Señor. No se quede así, y mírelo por el lado positivo. Al menos, sabemos que su madre no ha muerto.

Gonzalo le miró. Aquel hombrecillo, el españolito medio, como el mismo se denominaba, sin saberlo, siempre le hacía ver la botella medio llena. Gonzalo sonrió con afabilidad, y cogiéndole del hombro le dijo.

—Eres el mejor ayudante y amigo que he tenido. Te agradezco todo lo que haces por la familia.

—No es nada señor, muchas veces me ha dicho que esta familia también es mía, así que la cuido como tal.

—Gracias, Sátur. —El criado se dirigió a la puerta, pero antes de salir dijo—Ahora mismo le traigo lo que me ha mandado.

Gonzalo se sentó de nuevo sobre su cama pensando en esas dos mujeres que significaban tanto para él.



26- ANA DE MONTIGNAC


—¡¡Laura!!, ¡¡Laura!!...¡¡Ayuda!!—Gritó Irene. Echándose sobre la mujer.

—¿Qué son esos gritos? ¿Por qué chillas de esa manera?

Preguntó Lucrecia mientras entraba en la alcoba seguida de Catalina. Inmediatamente miró hacia el suelo y vio que Irene, sujetaba sobre sus rodillas, la cabeza de una mujer del servicio. Catalina se aproximó rápidamente mientras Lucrecia con displicencia alargaba la mano sujetando un pañuelo y preguntaba sorprendida.

—¿Quién es… esa?

Irene, la miró con ira, por hablar con aquel desprecio de una persona desvanecida.

—Es mi doncella personal—le respondió altiva.

—¿Tu qué…? ¿Doncella, personal?—sonrió maliciosamente—¿Esa vieja mujer, que podría ser tu madre? Irene, no sé cuando aprenderás. Las doncellas se busca jóvenes y sanas, porque te tienen que servir a ti, y recogerte cuando te desmayas.. —rió con ironía—no al revés, mi querida niña, no al revés…Ahora, parece que la doncella seas tú, y ella sea la noble. ¡Hay Irene!, ¿y para esto tanto revuelo?

Catalina se había acercado a Lucrecia.

—Señora, ¿puedo ir a buscar al médico?

—¡No, Catalina!, hay cosas más importantes que hacer.

—pero señora…

—Catalina, tú me sirves a mí. ¡Que vaya ella!, ¿no es la que escogió a su doncella?, pues que sea ella la que se ocupe de su desmayo.

Catalina miró de soslayo a Irene que continuaba en el suelo acariciando el rostro de Laura, he intentando reanimarla. Lucrecia continuó — A ti te necesito para preparar la cena de esta noche.

—¿Esta noche señora?

—Sí, ¿no me digas que no recuerdas quién viene esta noche a palacio?

—Señora yo, con los altercados …

Lucrecia, dio media vuelta y continuó hablando mientras se dirigía a la salida de la alcoba.

—¡Eres una inútil!, esta noche, viene a cenar el mismísimo Rey de las Españas, como hace cada año en estas fechas. Y por tu bien espero que no falte de nada. Aunque ya te dije pero te lo repetiré por última vez, que es una cena informal, sin protocolos ni grandes dispensas. Pero evidentemente tiene que ser un acto solemne, a la altura de las circunstancias. Asistirá también el Cardenal y el Inquisidor. Además de, claro está, el comisario y su… esposa, si ya ha terminado con sus actos de beneficencia. Si algo falla, aunque sea lo más mínimo, recibirás cincuenta latigazos por tu descuido. ¿Me has escuchado?

—Si señora—respondió con una reverencia la sumisa Catalina.

—¿Qué ocurre aquí? —Preguntó Hernán, mientras entraba precipitadamente en la alcoba—¿Qué son esos gritos?

Lucrecia le miró, arqueó sus cejas dirigiendo la mirada hacia el suelo de la habitación donde permanecía Irene y dejó que el comisario de la villa, viera con sus propios ojos, que todo aquel alboroto se debía a una simple doncella.  La marquesa, con su delicada mano, que continuaba sujetando el pañuelo, cubrió astutamente la pérfida sonrisa que brotaba en sus labios.

—¿Irene? ¿Qué ha pasado?—preguntó el comisario, de pié frente a ella.  Ella, desde el suelo, y en la misma posición en la que se encontraba, le miró afligida implorando ayuda.

—Hernán. Ayúdame por favor.

Él miró a Lucrecia, que sonriente y divertida le miraba desde la puerta.

—¿Quién es esta mujer?—preguntó severamente Hernán, volviendo a mirar a Irene.

—¡Hay querido!—Se mofó Lucrecia—Cosas de tu esposa. Así que ahí os dejo solos. En un matrimonio sobran terceros, y tengo cosas más importantes de que ocuparme, y te aconsejo Hernán, que tú hagas lo mismo y te dediques a lo que realmente es importante—rió. Hernán herido en su orgullo respondió con acritud.

—Marquesa, para mí, lo más importante en estos momentos, es mi mujer.

Lucrecia, llena de rabia ante aquel desplante, atravesó con su despechada mirada al comisario, suspiró altiva cerrando sutilmente sus ojos mientras daba media vuelta  agitando su mano mientras decía.

—Tú sabrás, Hernán. Tú sabrás.

Irene llamó la atención de su esposo.

—Hernán, por favor, ayúdame a ponerla sobre la cama.

—Irene, ¿Quién es esta mujer?—volvió a preguntar.

—Es mi nueva doncella.

—¿Tu nueva doncella? ¿Y la tratas como a una noble? Creo que no debería ser así. Es una simple criada y…

—¡Hernán!, me vas a ayudar, o pido que venga un lacayo.

Él la miró. Irene le había hablado con dureza, no estaba acostumbrado a aquella actitud. Miró de nuevo a Laura, y  dijo.

—Está bien, ya la llevo yo.

Hernán cogió a Laura del frio suelo y la llevó en brazos hacia el mullido lecho.

Al dejar su cuerpo sobre el colchón, Laura abrió los ojos. En aquel momento Hernán estaba a pocos centímetros de ella. Al principio los ojos de Laura no podían distinguir lo que veían, todavía estaba aturdida por la caída. Pero en el momento en que Hernán, retiró su musculoso brazo de la espalda de Laura, ella pudo ver su rostro con nitidez. Él, sintió la  mirada de aquella mujer, clavada en su piel.  Un impulso, hizo que mirara a quien yacía en la cama de su esposa.  Por un momento sus ojos se encontraron. Los ojos cálidos de ella, pestañearon para poder observar con más nitidez el ajado rostro del comisario. Laura le miró con detenimiento. Aquel rostro, decía que era un hombre curtido por el paso de los años, pero en su mirada no se atisbaba hilo alguno de felicidad.  Hernán sintió como si a aquella mujer, la conociera de toda la vida. Ella le sonrió sin dejar de mirar su cabello plateado, y sus grandes ojos negros. Hernán se retiró rápidamente, con la mirada fija en aquella mujer. Ella continuaba contemplándolo con detenimiento, su porte, sus grandes hombros. Hasta que Hernán hablo.

—Bueno Irene. Tengo que retirarme.

Irene sonriente, se acercó a él y le besó en la mejilla.

—Gracias Hernán.

Laura al escuchar su nombre, repitió.

—¡Hernán!

Los dos se quedaron mirando a la mujer, sin entender ¿porqué había pronunciado el nombre del comisario?. Hernán molesto por aquella familiaridad, se aproximó haciendo sonar sus espuelas por toda la habitación.

—¿Acaso la conozco?

Laura, le miró con ternura, y comprendiendo el papel que en aquel momento le tocaba representar dijo.

—Disculpe señor. No he querido molestarle.

Hernán no pudo reaccionar con la agresividad que le caracterizaba con los criados que se propasaban, y respondió.

—No, no me ha molestado. Pero me ha llamado por mi nombre y eso no lo hace ningún plebeyo por muy doncella que sea de mi esposa. ¡Para todos soy el comisario! Espero que nunca más se olvide de eso.

—No volverá a ocurrir. Pero es que ese nombre, me ha recordado a alguien.

Hernán la miró con recelo. A él también le recordaba a alguien, pero no sabía a quién. Apoyó su mano sobre la espada que llevaba sujeta al cinto y se dirigió hacia la puerta. Irene corrió hacia la cama y se sentó en ella, quedando al lado de Laura.

El comisario antes de salir, volvió su mirada a Irene.

—Irene, esta noche la Marquesa va a dar la cena anual en honor al Rey, aunque esta vez  será una cena discreta, si puede decirse así.  Espero que estés a la altura, y que luzcas preciosa, pero piensa que asistirá acompañando al Cardenal, el Inquisidor.

—Descuida Hernán, así lo haré.

Laura se estremeció. El corazón le latía con intensidad. «El Rey, va a visitar el palacio, tengo que verle ». Por fin y después de tantos años lo iba a tener a pocos metros de ella, junto al Cardenal y al Inquisidor, sus peores enemigos. 

Cerró con fuerza los cansados ojos, y respiró profundamente. Algo tenía que hacer. Debía hablar con él. Pero…¿Cómo?

El comisario salió de la alcoba, en el mismo momento que Pedro su lugar teniente  tropezaba con él.
—¿A dónde crees que vas, corriendo de esa manera?

—Señor,—respondió fatigado— ha ocurrido un incendio en los calabozos. Y la mayoría de los reos se han escapado.

—¿Cómo que se han escapado? Si las celdas están cerradas. Eso es imposible ¡¡Eres un inepto!!

—Señor, ha sido el Águila Roja.

—¡¡Maldigo a ese bastardo!! ¡¡Hemos de acabar con él!! ¡¡Vamos!!

Irene, palideció. Águila Roja, había sido su salvador cuando el orfebre la había enterrado en vida, en aquel sótano de la iglesia. De no haber sido por Águila Roja, ahora estaría muerta. Un acto reflejo, la llevó a sujetar su medalla entre sus manos y se santiguo. Laura que vio aquella acción le preguntó.

—¿Es que conoces al Águila Roja?

Irene, la miró.

—Le vi una vez. Me salvó la vida. ES un buen hombre, ayuda a los desvalidos, y lucha contra la injusticia.

—Y le defiendes aunque tu esposo sea contrario a él.

—Yo…—dijo avergonzada.

Laura sonrió. Recordó el motivo de su desmayo, y recordó que aquella joven que tenía junto a ella. Era Ana, su hija.

Un impulso hizo que Laura, alargara su mano temblorosa y acariciara el suave y dulce rostro de Irene. Ella, se dejó hacer. Nunca nadie le había acariciado con aquella dulzura. Sintió un calor maternal en aquella caricia, y le regaló una sonrisa.

—Irene, puede confiar en mí. Yo sé guardar secretos, además de ser su doncella, cualquier cosa que me quiera explicar, estaré encantada en ayudarla. 

Irene le sonrió

—Gracias Laura. Eres una buena mujer.  ¿Te encuentras mejor?— le preguntó.

—Sí, gracias.

Laura, hizo por incorporarse.

—Pero Laura, dónde vas, estás débil, te has desmayado.

—Señorita Irene, ya estoy bien, permítame que me levante.

En aquel momento, entró Catalina junto al médico.

—Aquí está Juan—dijo agitada.

—¿Qué ha ocurrido?—preguntó el médico, mientras se aproximaba al lecho.

—Se ha desmayado—respondió Irene, mientras se levantaba de su lado para dar paso a Juan.

Laura volvió a  intentar  incorporarse, pero Juan se lo prohibió.

—Un momento, no vaya tan aprisa, déjeme que la reconozca.

Irene se aproximó a Catalina.

—Gracias por ir a buscar a Juan. ¿Cómo lo has hecho?

—Pues ná. En cuantico la Marquesa se ha despistado, he mandado a un criado a buscarle.

—Gracias Cata. No sé que tiene esa mujer, pero no quiero que nada malo le pase.

—Es lo que tiene ser buena gente. Que todo lo que ocurre a nuestro alrededor nos preocupa. Eso es señal de que usted es diferente, señorita Irene, nada que ver con quien usted ya sabe.

Irene sonrió. Juan terminó de auscultarla y se dirigió hacia ellas.

—Es un poco de debilidad, ¿Cuánto hace que esta mujer no come un plato caliente?

—Pues no lo sé. La encontramos en casa de Marta—respondió Irene.

Cata se encogió de hombros moviendo su cabeza y gesticulando con la boca, mientras elevaba sus cejas.

—Pues, no tengo ni idea, cuando han llegado, ha comido algo, pero no sé, ni cuánto, ni el que.

—Bueno, pues tiene que comer algo más.

Sacó un saquito de entre sus cosas y le dijo a Catalina.

—Darle infusiones de estas hierbas y se recuperará.

—Gracias Juan—respondió Irene mientras le acompañaba a la puerta.

Cuando se quedaron solas, Catalina se acercó a Irene y le preguntó.

—Señorita Irene, ¿Qué va a hacer esta noche?

—No lo sé. Tan solo el pensar que asistirá mi tío, y que me ha engañando toda la vida. Me da no se qué.

Laura se había incorporado de la cama. Irene vio que Laura se aproximaba a ellas.

—¡Laura!, debes descansar.

—No, señorita, no puedo aprovecharme de su bondad. Yo tengo que servirla, se lo debo por todo lo que ha hecho por mí.

Catalina la miró.

—Tiene razón Laura, señorita  Irene. Una, cuando es criada, sabe que no puede hacer ciertas cosas. Déjela—le sujeto sus manos y le dijo—, con permiso me la llevo a la cocina,  le voy a hacer la infusión que nos ha dicho el doctor. 

Laura le contestó.

—No, Catalina, gracias, pero ahora debo ayudar a la señorita Irene, hay una recepción y tiene que estar radiante.

Catalina la miró y miró a Irene que contemplaba absorta a la mujer.

—Bueno, pues dentro de un ratillo, baje a la cocina, que yo misma le serviré la infusión.

—Muchas gracias Catalina—respondió Laura con una afable sonrisa.

Irene continuaba presa de la dulzura que irradiaba aquella desconocida. Laura, en aquel momento era feliz, no quería demorar más tiempo y debía decirle a Irene que ella era su hija, pero tenía que hacerlo sin causarle conmoción, no quería hacerle daño. Catalina salió de la alcoba. Laura más animada habló.

— Señorita Irene ¿Quién ha dicho su esposo que asistirá a la recepción?

—¡El Rey!—dijo Irene con alegría.

—¿El Rey de las Españas?

—Sí, Laura, el mismo.

—¿Bien pues, me puede decir donde están sus vestidos?—dijo nerviosa.

Irene caminó hacia su arcón.  Laura la siguió, al llegar junto a él, la mujer lo abrió y sacó varios vestidos de su interior, dejándolos sobre la cama. Entre todos los vestidos vio uno en concreto que le llamó la atención. Era un vestido de un rojo agranatado, con grandes puntillas y estampados negros, le pareció el más apropiado para la ocasión. Le recordó el vestido que ella misma había lucido el día que conoció al monarca. Era el ideal. Miró a su hija, y  aunque  “Ana” le recordaba mucho a su querida  madre, había algo en ella que le hacía recordar su época de juventud.

—Este sin duda. Estará preciosa.

—¿Este?

—Sí, es el ideal. Es precioso,¿ acaso no le gusta?

—Sí, es muy bonito, es un regalo de mi esposo, de cuando contrajimos nupcias, pero a decir verdad, es tan llamativo que nunca me lo he puesto.

—Señorita Irene, es llamativo por el color, pero elegante y discreto al mismo tiempo, además usted es joven y bella. Pruébeselo y  verá lo bien que le sienta—Le decía Laura, mientras lo sujetaba por delante de ella, frente al espejo—. ¿No le gustaría  que su esposo la viera, radiante? O los asistentes ¿su tío, el inquisidor o el mismo Rey?

—Laura, es que… a decir verdad. No me apetece ir a la recepción—dijo apartándose de su reflejo—. Hoy he descubierto cosas que …

—¿Sí? ¿Qué cosas? Si tiene a bien decírmelas.

Irene la miró, pero cambió de tema.

—Hay Laura…lo que daría por no asistir a la cena.

La mujer,  sintió aquella velada tristeza, y quiso animarla.

—Señorita, los nobles deben comportarse, mostrar entereza ante los demás aunque por dentro estén desechos. Se deben a una fingida apariencia de alegría y bienestar. A veces, se envidia a los plebeyos, pues ellos no tienen porque  fingir. Ojalá yo pudiera ver al Rey de frente y saber qué es lo que se siente y ver a todas esas personas de tan alta cuna de la que usted forma parte.

Irene se volteó.

—Pues no te creas que es oro todo lo que reluce.  Yo me cambiaba por ti, ahora mismo.

—Y yo iría con gusto, señorita.

Irene, al escucharla, tuvo una idea.

—Bueno, pues, mira, vamos hacer una cosa. Puedes asistir, como mi doncella que eres y quedarte por si te necesito, detrás de mí, junto a Catalina. Así podrás observar de cerca a todos esos nobles que tantas ganas tienes de conocer,  y de paso,  disfrutas de la velada.

A Laura no le salían las palabras. Dios había escuchado sus plegarias y había puesto en su camino a sus implacables enemigos.

—¿Haría eso por mi señorita? Si apenas me conoce.

—Laura, tengo la sensación de que te conozco de toda la vida.

—Señorita Irene, no le fallaré.

—Bien, pues primero me pruebo el vestido. Si tú me dices que este es el idóneo, veamos que tal me siento con él.

Irene se dirigió hacia su biombo y a los pocos segundos salió con las enaguas para que Laura procediera a vestirla. La mujer llena de gozo por poder compartir aquellos minutos con su hija, la vistió. Era la primera vez que la vestía, y sus ojos se humedecieron de la emoción. Una vez vestida Irene, se contemplo en el espejo de pié  que estaba junto al biombo, a un lado de la estancia.

—Ve señorita Irene, ¡está preciosa!— le alagó Laura, y deliberadamente preguntó—¿tiene algunos pendientes a juego?

Irene, se dirigió hacia su cómoda y sentó, cogió su cofre y sacó varias joyas de su interior. Pendientes, prendedores, anillos, collares. Pero Laura tenía una idea fija en su mente.

—Señorita Irene.¿ Y los aretes de la cajita de plata? Esos serían perfectos.

La muchacha, observó su cajita.

—Esos no sé si debiera—. La cogió con ternura y la abrió—.Eran de mi madre—dijo con una profunda melancolía.

Laura, tras ella, cerró los ojos, y la sujetó por su hombro, dándole apoyo.

—Y porque dice que cree que no debiera, ¡son preciosos! Pruébeselos.

Irene, cogió con delicadeza uno de aquellos aretes que lucían espectaculares, y lo encajó en el óvulo de su oreja. El águila, lucía chispeante ante la luz que le llegaba de las velas. Los diamantes iluminaban las mejillas de Irene, dándole un aura celestial.

—Créame señorita Irene, que si su madre la pudiera ver, estaría orgullosa de usted.

Irene, palmeó la mano de Laura que sujetaba su hombro y sin dejar de mirar el arete que quedaba en la cajita, respondió con tristeza.

—Me hubiera gustado tanto hablar con ella, verla, abrazarla.

Laura sentía una gran angustia. Controló sus impulsos como siempre había hecho, aunque aquella vez era diferente. Aquella vez, la tenía ahí, después de tantos años, quería abrazar a su niña, acariciar su rostro, llenarla de esos besos que en tantas ocasiones había lanzado al aire, esperando que en algún lugar del mundo llegaran a acariciar a alguno de sus hijos. Quería acurrucarla entre sus brazos, como había soñado tantas y tantas veces y  llenarla de caricias robadas, por aquellos, que horas más tarde, tendría frente a ella. Su niña, estaba allí, frente a ella. Y no podía llenarla de amor, de su amor,  un amor que Irene reclamaba en cada palabra, en cada gesto, ese amor que pedía a gritos por todos sus poros. Laura se armó de valor como en tantas otras ocasiones, tenía que seguir adelante y preguntó.

 —¿Tiene algún recuerdo de su madre?

Sin levantar sus ojos de la cajita, la muchacha respondió.

—Tan solo estos aretes. Por desgracia, no tengo ningún recuerdo más y dudo que algún día,  lo llegue a tener.

—Me permitís.

Laura, cogió la cajita, y ante la sorpresa de Irene, presionó con sus dedos a ambos lados, en aquel momento sonó un suave engranaje y la caja desveló un cajoncillo, que salió por la parte delantera de aquella plateada cajita.

—Señorita Irene. Aquí, tendrá la respuesta, a muchas de sus preguntas.

Irene, no entendía nada de aquello, y la miró sobrecogida. Laura continuó.

—Señorita, ahora la dejo sola. Voy a la cocina a tomar la infusión. Lea, lo que alguien dejó en este trasfondo, después volveré. Si le parece correcto, claro.

Irene, sorprendida por todo aquello. No pudo más que dar su permiso para que Laura se retirara. Posiblemente aquella nota, sería de su madre, así que agradeció el gesto de intimidad que la doncella  le ofrecía y le permitió retirarse. Irene, siguió la estela de aquella enigmática mujer hasta que cerró la puerta tras ella. Una vez la soledad se implantó en su alcoba, miró la cajita, pero no sabía qué hacer, observaba  temerosa, aquel cajoncito que tenía frente a ella. Hasta que decidió coger lo que había en su interior, con la curiosidad y la incertidumbre a flor de piel. Lentamente, desdobló aquella nota, con miedo, temía, que por el paso de los años, aquel papel ajado se deshiciera entre sus manos, sin poder descifrar lo que había en su contenido. Lo primero que observó, fue una caligrafía elegante, y regular, un trazo de una persona culta, y refinada.

«.. Mi querida niña, mí querida Ana. Cuando leas esta carta, quizá yo ya estaré muerta».

 A Irene se le aceleró el corazón. Sin duda, por la dulzura de aquellas primeras palabras, aquella carta era de su madre. Cerró los ojos y dejó que las lágrimas afloraran a su antojo. Tras unos instantes continuó leyendo.

« Quizá, nunca consigas leer estas palabras que he querido dejar aquí. Pero estoy segura que el padre Agustín, mi fiel amigo y protector, hará lo imposible para que así sea, si es que consigues sobrevivir. Hija, quiero que sepas, que nunca te abandoné, que te arrancaron de mis entrañas, en el mimo momento que naciste,  llevándote lejos de mí,  y de tus hermanos, sin poder hacer nada al respecto.
Ana, mi amor. Ten mucho cuidado, no puedes fiarte de nadie. Busca a tus hermanos. Ellos también han sido víctimas de quienes quieren acabar con nosotros y con nuestro linaje. A ellos también se los llevaron de mi lado, a cada uno por separado. Mientras a mi me tienen encerrada, no sé bien dónde. ¡Búscalos!, ellos te protegerán. Debes luchar por encontrarlos y por recuperar lo que por nacimiento os pertenece. Soy grande de Fracia, por lo que eres descendiente directa y una de las herederas de nuestro marquesado. Mi nombre, es  Laura de Montignac…»

Irene, no podía controlar las lágrimas que le brotaban sin control  inundando sus mejillas y cubriendo su pecho. Aquellas palabras eran de su madre…«¡Pero! ¿Cómo sabía aquella doncella la existencia de aquella carta? ¿Cómo sabía el mecanismo de apertura de aquella cajita?»— Rápidamente su mente recordó.

—«…Me llamo Laura…»

 —«…Laura, ¿se encuentra usted bien?

—Sí, señorita—respondió—es por la cajita, yo tenía una muy parecida…»

«…¿Y usted era de la nobleza?

—Aunque le parezca mentira, y me haya visto así como una pordiosera. Yo antes tenía grandes posesiones, y grandes aspiraciones. Hasta que un buen día me truncaron la vida…»

«…—Soy de la región de Aquitania. Francia.

—¡Es francesa¡

—Sí, señora, pero hace muchos años que dejé mi país…»

—¡¡Dios mío!! No puede ser—susurró entre sollozos. Su mente recordó aquellas palabras.

«¿ Hasta que un buen día, me truncaron la vida…»

Irene, volvió a leer un párrafo de aquella carta.

«… Se los llevaron de mi lado, a cada uno por separado. Mientras a mi me tienen encerrada»
Irene, cogió la nota con sus manos y la pegó fuertemente contra su pecho. La angustia, y la tristeza se aglutinaron en su garganta. Su criada, aquella bondadosa mujer, aquella dulce doncella, ¿era su madre? Un grito ahogado salió de su pecho. En el preciso momento que la puerta se abrió.
Irene, miró rápidamente hacia la entrada, y vio a Laura parada en el interior de la alcoba. La dama comprendió que Irene había leído su carta. Los ojos de aquella mujer se llenaron de lágrimas, que intentaban  escapar de unos ojos cansados de llorar en silencio. Irene se puso en pie. Laura caminó lentamente hacia ella, la muchacha sollozando preguntó.

—¿M…ma…madre?

Laura no pudo contenerse y respondió con la voz entrecortada por la emoción.

—Sí, hija. Soy mama.

Irene, corrió hacia ella con los brazos abiertos. Laura la espero. Madre e hija se fundieron en un profundo abrazo, un abrazo que las transportó en el tiempo, sintiendo en sus cuerpos el latir de sus corazones, que solitarios habían estado separados durante tantos años. Laura, acunó a su hija entre sus brazos, mientras las dos lloraban desconsoladamente. La mujer, sujetó el  rostro de su hija  con sus manos  y la llenó de cientos de besos acumulados por el paso de los años, mientras le decía con suave voz.

—Mon petite fille. J'ai finalement vous avez trouvé. Et rien, ni personne, ne nous séparera. Je te jure, mon petite.¹


—¡Madre!



¹Mi pequeña, Por fin te encontré. Ni, nada, ni nadie, nos separarán. Te lo juro mi niña.




CAP 28-LA CITA DEL ÁGUILA ROJA

Gonzalo, después de meditar durante el tiempo que Sátur tardó en cargar su caballo, con las mantas y el avituallamiento que necesitaba para llevárselos a la cueva, salió del barrio de San Felipe. Pero antes de volver con Margarita, tenía que solucionar uno de sus tantos problemas. 

Enfundado en su disfraz y protegido por la noche se acercó a los calabozos. Sigilosamente entró y se dirigió hacia el despacho de Hernán, donde sobre la pesada mesa de madera dejó una nota junto a una pluma roja, saliendo del mismo modo que entró y perdiéndose entre las sombras que cubrían los alrededores de los calabozos.

Al poco tiempo, un grito torvo, rompió el habitual sonido del recinto y todos los allí presentes se irguieron esperando ordenes.

—¡¡Inútiles!! ¿Qué ha pasado aquí? ¿Cómo habéis permitido que esto ocurriera?, ¿por qué habéis  abandonado vuestros puestos?

Gritaba Hernán mientras entraba en las mazmorras abriéndose paso entre la muchedumbre que abarrotaba la entrada del recinto preguntando por los suyos.

Hernán, con paso firme, y sin importarle el estado de sus hombres, ni los muertos que iba pisando mientras avanzaba, caminaba sin sentir  otra cosa que no fuera la furia, al verse  vencido nuevamente  por el encapuchado. En aquel momento, al comisario le hervía la sangre, y le bullía la hiel.  Con la rabia saliendo por sus pupilas al comprobar  que la mayoría de los reos habían huido, y que sus hombres todavía continuaban convalecientes por el humo que había generado aquel incendio, llamaba a gritos a su lugarteniente, mientras se dirigía a su despacho.

—¡Señor!—respondió su subalterno mientras se cuadraba frente a él.

—¿Cuantos presos han escapado?—bramó.

—Pues, señor… no sabría…

—¡No sabría!,—interrumpió clavando su airada mirada sobre Pedro— pero tú que eres—continuó mientras se aproximaba a él—, eres mi soldado, o eres una débil mujer enfermiza.

—Señor…

—No me vengas con monsergas—Pedro enmudeció, esperando sus reproches—¿ Y las mujeres que había presas para el inquisidor?

—Estamos en ellos señor. Las mujeres de los sótanos si no han huido, han muerto en el intento—Otra mirada fría y calculadora apuñaló el rostro del subalterno. El muchacho, para su defensa, le recordó el motivo de aquel caos.

 —Señor, no hemos podido hacer nada. El Águila Roja….

—¡¡Ya me lo has dicho en palacio!! No se para que te tengo. Sal inmediatamente de mi vista. Y retira esos muertos de la entrada. ¡¡Quémalos, entiérralos o dáselos a los cerdos, haz lo que quieras con ellos!! Pero no quiero ver nada, ni a nadie, cuando salga por esa puerta ¡¡Entendido!!

—Como ordene señor—contestó su lugarteniente con una reverencia.

—¡¡Ah!!—Le alertó  el comisario—Ni el Cardenal, ni el Inquisidor, ni nadie, óyeme bien, ¡nadie! debe enterarse de lo que aquí  ha ocurrido ¡Me has entendido!

—Sí, señor comisario—respondió sin levantar la mirada del negro suelo.

—Ahora ¡¡Largo!! ¡¡A que esperas!!

El hombre,  salió rápidamente cerrando la puerta tras él. El comisario lleno de cólera, se quedó solo frente a su escritorio.

—¡¡Maldición!!—gritó  entre aquellas cuatro paredes, mientras pegaba un puñetazo sobre la mesa. Al golpear, observó como un pequeña pluma roja se elevaba del escritorio volviendo a descender lentamente para volver a ocupar su espacio sobre el tablero justo al lado de su encuerado puño. No le costó mucho comprender  que el papel que había bajo de aquella pluma roja, era una nota dirigida a él. Una nota de su más duro rival. El Águila Roja.

Cerró los ojos pensando en las veces que había deseado apresarlo, y en todas las veces que había sido inútil. Cada vez que el enmascarado se proponía llegar hasta él, lo conseguía sin ningún contratiempo, en cambio, él nunca lograba su propósito, siempre iba un paso atrás. El comisario frente aquel rival, parecía un principiante.

Hernán, se dejó caer sobre su silla, y miró con rabia aquella pluma. Momentos después cogió el escrito.

Te espero al amanecer en la vieja torre del castillo de las ánimas. Debo decirte algo muy importante sobre tu familia...

Hernán, no continuó leyendo, se quedó perplejo ¡El Águila Roja iba a decirle algo sobre su familia! Los ojos de Hernán peinaron todos los rincones de su despacho ¿Qué sabría aquel enmascarado sobre su pasado, sobre su familia?  Él nunca habló de ellos con nadie, excepto con Agustín y este estaba muerto ¿Por qué el Águila Roja, había decidido decirle algo sobre su familia? ¿A cambio de qué?
Entonces recordó. Se levantó como un rayo y se dirigió a pasos agigantados a su baúl donde tenía guardado el quinto evangelio. Lo abrió y cogió la caja que lo custodiaba, pero al dejarla sobre la mesa comprobó que la cerradura estaba rota, alterado la abrió y confirmó su sospecha, la caja estaba vacía.

 —¡¡Maldito hijo de perra!!—La rabia y la impotencia llenaron aquel despacho de odio hacia el héroe. Hernán arrastró su brazo violentamente por la mesa y tiró al suelo todo lo que había sobre ella.
—¿Qué pretendes águila? ¿Por qué siempre me humillas y nunca acabas conmigo? ¿A qué estás jugando?

El Águila Roja, no solo había liberado a la mayoría de sus reos, sino que también se había llevado el quinto evangelio. La pieza clave para poder manipular al clero en su provecho. Pero, si se lo había llevado, si ya lo tenía ¿que pretendía pedirle a cambio? ¿Por qué le había dejado aquella nota en los calabozos?

Preso de la curiosidad, se agachó y cogió la nota del suelo para poder seguir  leyéndola.

—«…Pero para ello me tienes que traer un salvo conducto para Margarita Hernando, eximiéndola de toda culpa y limpiando toda sospecha y vinculación sobre el quinto evangelio. Los dos sabemos que esa mujer no es culpable de nada, que estaba en el lugar y en la hora equivocada.
Sé que quizá preferirías el evangelio, y que te habrás dado cuenta, que lo tengo en mi poder. Pero lo que te voy a contar es mucho más importante que todo eso. Es sobre tu madre. Ven con ese salvo conducto y a cambio te diré donde está. No faltes.

Hernán no podía hablar. Permaneció unos segundos sentado en su silla de madera maciza, contemplando aquella nota y recordando aquel terrible día donde escondido tras las escaleras y con su hermano entre sus brazos, observo a su madre tendida inerte sobre aquel viejo camastro, cubierta de sangre, donde minutos antes había sido degollada. La rabia volvió a llenar el espíritu de Hernán. Algo tan sagrado como su pasado,  tan amado y añorado como su madre,  no podía estar en boca de un miserable como el Águila Roja.

—¡¡Mientes!!—masculló con los dientes apretados— ¡¡Todo es una gran patraña!! Pero aún así, iré, y no para que me hables de una madre que está muerta, porque lo vi con mis propios ojos. Si no para acabar contigo.

Hernán se incorporó de su pesada silla. Con la nota en la mano, ando por aquel despacho de un lado al otro como un león enjaulado, necesitaba pensar, debía hacerlo bien, posiblemente no tendría otra oportunidad como aquella, ellos dos solos, frente a frente. Debía pensar en el siguiente paso. Volvió a leer la nota.

—Te llevaré ese salvo conducto, y en el momento de entregártelo…—los ojos de Hernán se entrecerraron, oprimiendo todo aquel odio  en su interior—  ¡¡Te mataré!! —Afirmó, mientras  acercaba a su rostro el poderoso puño, que protegido por la piel curtida del guante, guardaba con nervio la nota arrugada que el Águila Roja le había dejado—¡¡Lo juro por lo más sagrado!!







CAP 29- LOPE

Margarita, sintió el gélido aire de la noche. Camuflada tras el embozo del héroe no sabía hacia dónde ir, por no saber no sabía  si la villa estaba en una dirección o en otra,  miró el estrellado cielo, y se encaminó siguiendo los destellantes astros tal como había aprendido de niña y comenzó a caminar con paso ligero entre la maleza del bosque. Llevaría varios minutos andando cuando al salir de entre unos árboles, frente a ella en el horizonte, vislumbro el resplandor de las luces de la villa. Por el resplandor  comprobó que no estaba tan lejos como en un principio había pensado y aunque la distancia a pie sería más dificultosa, animada ante aquella visión, se encamino hacia ella.

Entonces unas voces cercanas a ella, la alertaron del posible peligro. « ¿Y si eran los hombres del comisario?» Margarita, temerosa se escondió tras una gran roca que la ocultaba ante aquellos hombres, subió su emboce ocultando su bello rostro y colocó sus negros rizos que caían sobre sus hombros tras la caperuza de su capa. Apoyo su espalda en la roca  y deslizó su suave mano entre la capa del héroe buscando una de las dagas que había guardado en su cinto. Con la daga en su mano, esperó pacientemente para escuchar la dirección de aquellas voces y intentar escuchar la conversación, tenía que saber si aquello hombres la estaban buscando. Durante unos minutos estuvo allí inmóvil, sin apenas respirar, esperando algún movimiento, o que aquellas voces se alejaran, pero nadie pareció moverse de allí.  Ella bajo su capa, sentía que todos los poros de su piel  transpiraban a gran velocidad, sabía que podían descubrirla y que de ser así, volverían a apresarla. Así que esperó paciente agudizando los sentidos,  hasta que escuchó.

—Bueno, anda. Vamos a descansar que hoy ha sido un día muy fatigado y mañana nos queda un buen trecho.

—Sí señor, pero no hubiera sido mejor continuar hasta la villa.

—No hay prisa. Descansaremos y mañana será otro día. No podemos precipitarnos.

—Bueno pues… que descanse. Yo voy a ir un momento ahí junto a las rocas a… ya sabe…

—Sí, si anda y de paso antes de dormirte mira que los caballos estén bien atados, no conocemos estos bosques y no sabemos los peligros que encierran.

—Sí, descuide…Vengo enseguida.

—Hasta mañana Ezequiel.

—Con Dios, señor.

Poco  a poco aquellas voces, se fueron apagando  lentamente hasta que por fin, pudo respirar tranquila. Por lo visto no eran hombres del comisario, por su manera de hablar, parecían  un señor   y su criado. «¿Pero que extraño que un señor haga noche en pleno campo?», bueno Gonzalo también tenía un criado y sería un ejemplo perfecto para esta situación.

—Está bien, pues. Habéis dicho que tenéis caballos, ¿no? —Susurró—pues a mis pies les va a venir muy bien.

Margarita se asomó poco a poco para poder comprobar hacia donde se dirigía aquel hombre. Miró agazapada hasta que vio como se alejaba en dirección contraria. Volvió a su posición,  las voces ya no se escuchaban y supuso que aquel hombre tardaría un buen rato en volver. Por fin, pudo respirar tranquila. Por lo visto no eran hombres del comisario, por su manera de hablar, parecían  un señor y su criado. «¿Pero qué extraño que un señor haga noche en pleno campo?», bueno Gonzalo también tenía un criado y sería un ejemplo perfecto para esta situación.


 —Está bien, pues... Habéis dicho que tenéis caballos, ¿no? —Susurró—pues a mis pies les va a venir muy bien—miró de nuevo desde su escondite— Tengo que aprovechar este momento en que uno se ha ido, y el otro estará descansando—musitó.

Poco a poco, Margarita salió de su escondite. Sabía que debía tener precaución, y mucho cuidado, pero el único camino para salir de allí, pasaba muy cerca de donde descansaba aquel hombre, así que se deslizó entre las sombras para poder llegar al camino, y poder encontrar  los caballos.

Al pasar a pocos metros del hombre que estaba arrebujado bajo la manta, pisó una rama que crujió  bajo sus pies. Cerró con fuerza los ojos, deseando que aquel chasquido no hubiera sido escuchado y se quedó inmóvil unos instantes. No tenía ningún lugar para esconderse, por lo que aferró la daga con fuerza, por si tenía que usarla. Al no sentir nada, abrió lentamente los ojos y sorprendentemente comprobó que el hombre que permanecía en el suelo, apenas se movió, y ella tras unos instantes de excitación, respiró  y continuó su camino.

 Lope, al escuchar el chasquido de la rama y pensando que era su criado abrió los ojos y comprobó que no era su criado. Desconcertado, vio lo que el resplandor de la luna, le estaba dibujando frente a él, y decidió permanecer quieto. Tapado con la manta y sin mover un ápice de su cuerpo, observó entre sus negros y desordenados cabellos que le caían sobre su rostro, una silueta femenina que caminaba muy lentamente intentando alejarse de aquel lugar.

Con curiosidad y completamente inmóvil, siguió con la mirada el movimiento de aquella imagen, la misteriosa mujer, cubierta con una gran capa pasaba por su lado y sospechosamente se dirigía hacia el camino, donde se encontraban sus caballos. Esperó hasta que Margarita estuvo confiada, y se incorporó para caminar muy despacio tras ella.

Por fin, Margarita pudo ver los caballos, eran dos hermosos ejemplares. Miró a su alrededor para comprobar que todo estaba en calma y que no había nadie junto a ella, con prontitud los desató y se montó sobre uno de ellos.

En ese mismo instante, Lope, llegó junto a ella, y cogió con fuerza la quijera de su caballo cortando el paso de Margarita. Ella se sorprendió al verlo, él la miraba desde su posición, sus negros ojos camuflados entre sus revueltos cabellos no cesaban de mirarla con severidad, mientras sujetaba fuertemente el caballo que había empezado a moverse con nerviosismo.

—¡Suelte el caballo!—gritó Margarita, mientras el caballo intentaba elevar las patas delanteras.

El gesto pétreo de aquel hombre, evidenciaba que Margarita, no podría salir de allí con facilidad.



—El caballo es mío, y usted me lo está robando—vociferó aquel hombre. Ella intentó zafarse de él, tirando con fuerza de las riendas, y sujetándose para no caer en el intento. Pero aquel corpulento hombre continuaba sujeto a ellas. Lope, no tenía intención de dejarla partir y ella no cesaba de mover el caballo de un lado al otro, intentando escabullirse de allí.

—Bájese ahora mismo del caballo,—ordenó Lope.

—¡Ni lo sueñe!

—No me obligue a que la tire del caballo.

—¡¡Suelte!!

Con el forcejeo, el relinchar del caballo y las voces, hicieron que Ezequiel  el criado llegara corriendo hasta ellos.

—¿Señor que ocurre aquí?— dijo llamando la atención de ambos.

Margarita al verse acorralada por aquellos hombres, aprovechó el momento en que Lope se giró hacia su criado,  al escucharle llegar y sin pensarlo dos veces, con la daga que todavía sujetaba  en  una de sus manos, presionó su filo sobre la mano de aquel musculoso hombre que sujetaba el caballo y que le impedía el paso.

Al sentir la hendidura,  Lope gritó, un auto reflejo hizo que al sentir el corte de la daga, soltara la quijada para sujetarse fuertemente la mano y así poder calmar aquel  fuerte dolor  que sentía. La sangre le brotó como en un manantial.

—Señor, ¿está usted bien?

Margarita, aprovechó el momento, azuzó al caballo y se alejó camuflada entre la arboleda. Evitando así que siguieran su rastro por el camino.

Durante mucho tiempo galopó entre los arbustos y las ramas que salían a su paso,  intentando tener siempre como guía, las luces que brillaban en el horizonte.  Como un felino al acecho,  fue escondiéndose por los oscuros recovecos del monte hasta que llegó a las puertas de la ciudad. Por fin se encontraba frente al  puente de Briñas. Aminoró la marcha, todavía era noche cerrada, por lo que le sería más fácil, llegar a su destino sin ser vista. Margarita se detuvo, golpeó con suavidad varias veces el cuello de su caballo, y dejó que su corazón recuperara el ritmo habitual. Respiró profundamente y tomó rumbo a su casa.


El Águila Roja, dejó atado su caballo a escasos metros de la entrada de la cueva. Con la antorcha en su mano, y el zurrón colgado, ando a grandes zancadas por el sinuoso camino, que le llevaba  donde había dejado horas antes a Margarita. Ella debería estar hambrienta  y él había cargado con avituallamiento y mantas para pasar unos dos días en aquel refugio, hasta poder salir de allí, sin peligro.

Al llegar al último tramo, se detuvo. Receloso, observó que no se atisbaba luz alguna, y permaneció quieto  unos segundos, mientras a su mente le llegaban oleadas de miedo al pensar que alguien la podía haber encontrado, o que  le hubiera pasado algo. Era extraño que no hubiera ninguna vela encendida. El Águila Roja se inquietó.

—«No pienses eso... »—Se repitió—«Debe haberse quedado dormida, y las velas se han consumido. Piensa que ha vivido terribles experiencias y debe estar agotada. Cálmate estará ahí, tranquila, dormida en un rincón,  esperando que regreses»

Aceleró el paso hasta llegar a su interior y una vez allí, dejó la antorcha en la argolla que colgaba de la pared, y buscó con inquietud a Margarita. Pero algo en su interior, le decía que Margarita ya no estaba allí.

—¡Margarita! ¡Margarita! Soy yo—Iba llamándola por todos los rincones—. Ya estoy de vuelta Tal como te prometí. ¿Dónde estás?

Pero el silencio fue la respuesta a su llamada.  Cogió de nuevo la antorcha y rebuscó  por todos los rincones de la cueva, pero no la encontró. ¿Dónde estaría? Nervioso y con  desaparición se acercó hacia el rincón donde le había limpiado la herida intentando encontrar algún indicio de lo sucedido en su ausencia, y fue entonces cuando al pasar junto a la tarima,  vio colgada sobre el mástil donde debía reposar su capa, la blanca mantilla de Margarita.

Con rapidez se acercó y la cogió entre sus manos. No entendía nada, pero era evidente que alguien la había dejado allí, no había signos de lucha, ni tampoco de su capa. Ahora creía estar seguro de que Margarita se había ido, pero ¿por qué? Entonces sus las palabras le llegaron a su mente.

—«…¡Espera!
—¿Qué ocurre?
—Creo que debería irme yo también.

—¿Irte? ¿A dónde?

—Debo avisar a mi familia. Estarán preocupados

—No, eso no puede ser, corres peligro…»
                                                                                                 
—Margarita. ¿Porque lo has hecho? —dijo lamentándose mientras sujetaba con fuerza la mantilla.

Él sabía, que Margarita corría un grave peligro, y que una vez fuera de la cueva estaba a merced de los hombres del comisario y del inquisidor. Margarita no sabría hacia dónde ir, y sin rumbo podría estar perdida en el bosque.

En aquel momento ya creía saber hacia dónde se dirigía Margarita.

Apresuradamente dejó la mantilla colgada en el mástil y salió como una exhalación de la cueva en dirección a la villa. Temía por ella, los hombres del comisario estaban por todas partes buscando a todos los que huyeron de los calabozos, y los hombres del inquisidor buscaba falsos culpables para sus endemoniadas torturas. El héroe de la villa montó en su caballo dispuesto a dar con el paradero de Margarita.



CAP 30- CATALINA


Todavía, protegida por el bosque y frente al puente de Briñas, Margarita descansaba de su larga cabalgada. Tras recuperar fuerzas, espoleó su caballo para dirigirse al barrio de San Felipe, pero  en el mismo momento que enfilaba para cruzar el puente, le pareció ver a lo lejos la silueta de un jinete. Rauda, tiró de sus riendas y volvió sobre sus pasos, escondiéndose tras unos arbustos a pie del camino. Al  Instante, escuchó los cascos de un caballo sobre las duras piedras del puente que galopaba a gran velocidad, hasta que aquel jinete, pasó a pocos metros de ella. Margarita, reconoció a la persona que montaba el corcel.

—¿El comisario? —Sintió temor al saber que el comisario merodeaba por aquel lugar, pero, por otro lado, tenía la certeza de que no la había visto. « ¿Hacia donde se dirigiría a tal velocidad? ¿La estaría buscando?»

Lo extraño de todo eso, era que el comisario iba solo. Ninguno de sus hombres le acompañaba. Margarita se irguió sobre su caballo, y desde su escondite, peinó con su mirada el horizonte, buscaba la figura de sus hombres. Espero unos minutos por si alguno de sus soldados se había rezagado y al comprobar que no le seguía nadie,  continuó su marcha.





Cuando llegó al barrio se dirigió con mucha diligencia, hacia su casa. Entró en la cuadra y dejó  el caballo. No sabía si Sátur, Alonso o el mismo Gonzalo estarían en casa, pero antes de entrar y presentarse allí sin más, necesitaba  ir a casa de Catalina, para que la pusiera al corriente de lo acontecido.

Con sigilo salió de la cuadra y caminó hasta casa de su amiga. Al llegar ante la puerta se paró, miró a un lado y al otro, y entró en silencio, no quería llamar la atención de los vecinos dando  golpes en el portón. Cuando se encontró dentro de la casa apoyó su espalda sobre la madera de la vieja puerta, volvió a sentirse protegida, al menos allí, se sentía bien, la reconfortaba el calor y el olor de aquella casa y así con esa sensación de familiaridad,  subió las escaleras que la dirigirían hacia alcoba de su amiga. Entró muy despacio cerrando la puerta tras de sí.

De pronto, sintió como alguien le rodeaba el cuello con su brazo y la amenazaba con un cuchillo de cocina.

—¡Ni un paso más, o eres hombre muerto!— escuchó tras ella.

 Margarita miró hacia la cama, y la vio a Catalina, cubriendo su cuerpo con la sábana y con una expresión de terror reflejada en su mirada. 

Bajo su caperuza, Margarita se  intento identificar.

—No me haga daño por favor, no me haga daño, soy yo. Margarita.

Al escuchar aquellas palabras Catalina encendió la vela que tenía sobre  la mesilla de noche y miró hacia aquella voz.

 —¿Margarita?—Preguntó alarmada.

Ella sintió como la presión de aquel brazo que rodeaba su cuello, cedía poco a poco. Catalina de un salto se aproximó a su amiga y apartando el embozo, descubrió  el rostro de  Margarita bajo aquel disfraz.

—¡Pero muchacha! ¿Qué haces aquí?—preguntó Catalina abrazando a su amiga.

—Catalina he venido aquí porque los hombres del comisario me están buscando, y al primer lugar donde estarán vigilando es en mi casa, ¿sabes si han estado allí?

Margarita mientras hablaba, intentaba comprender lo sucedido. Si su amiga estaba frente a ella, ¿Quién era la persona que le había atacado? ¿Acaso había vuelto Floro en su ausencia? Entonces, curiosa se giró para ver a su agresor, y al mirar a la persona que había tras ella, se quedó de piedra.

—¡Cipri!

Él, en silencio, permanecía inmóvil con el cuchillo en su ya, lacia mano. Margarita, miró de arriba abajo al posadero, que cubierto tan solo con su camisola la miraba esperando su reprobación.

La muchacha comprendió lo que estaba sucediendo,  pero no dijo nada, tan solo miró a Catalina con los ojos abiertos como platos y un interrogante en su mirada.

—Margarita, verás, yo…—intentó explicar Catalina avergonzada por aquella situación.

Ella, acercó sus manos a los labios de su amiga, indicándole que no hablara.

—Catalina, no tienes porque explicarme nada. Sé que llevas mucho tiempo sin saber nada de Floro, y que Cipri está muy solo. A mí no tienes que decirme nada.

—Margarita—intervino Cipri acercándose a Catalina y rodeándola por los hombros—Yo, quiero a Catalina y si ella fuera libre, me casaría con ella. Es lo que más deseo en esta vida.

Margarita, sonrió con dulzura a Cipri mientras acariciaba su mejilla, y agarraba las manos de ambos que permanecían unidas ante ella.

—Eres un buen hombre, y sé que la harás feliz, pero no debemos olvidar que a veces, no podemos hacer o tener lo que más deseamos en la vida—dijo con una gran melancolía en su voz— Porque,  aunque lo que sintamos sea puro, noble y bello, por encima de todo, en esta sociedad en la que vivimos, prevalece ante todo, el qué dirán. Ya sabéis que en esta vida, las apariencias ganan terreno a la verdad, y el amor y la felicidad hacia las personas que queremos, que deseamos, son privadas de libertad.

Los dos amigos, se miraron y miraron a Margarita, que continuó hablándoles.

—Por mi no hay ningún problema, os guardaré el secreto. Pero eso sí, debéis tener cuidado con la vecindad y con el niño. Si en vez de entrar yo, llega a entra otra persona  o incluso el comisario, en una de sus redadas, podríais tener un gravísimo problema.

—Lo sabemos Margarita—Contestó Catalina—, pero queremos estar juntos, y la única manera, es  jugar con la suerte y rezar para que nadie nos vea.

—Bueno, pues no se hable más—respondió Margarita haciendo ademán de salir de la alcoba—Os dejo solos.

—¡Margarita!—la llamó Catalina cogiéndola del brazo—¿Por qué vas vestida así, con esa capa y la caperuza?¿A qué has venido?, ¿necesitas algo?

Ella, la miró.

—Catalina, la capa me la ha dado el Águila Roja. —Los dos la miraron boquiabiertos—Él me salvó del calabozo. El comisario me había detenido por llevar encima un libro prohibido que encontré en el bosque. Y por eso creo que habrán ido o estarán vigilando mi casa.

—¡Dios mío!—gimió Catalina—¡Por eso has venido aquí!

—Pero no te preocupes—restó importancia.

—Como no me voy a preocupar, mujer. El comisario es de armas tomar, y con las ganas que le tiene a Gonzalo, no me extrañaría que estuviese haciendo guardia un mes entero—Margarita recordó lo que había descubierto en la cueva y el parentesco que había entre los dos. Cambió de tema al instante.

—¿Sabes si Gonzalo está en casa?

Catalina la  miró.

—¿Es que no le has visto? Le dije que fuera a por ti a casa de Marta —Catalina observó la reacción de su amiga—¿No te habrás enfadado verdad?

—No Catalina, no me he enfadado, y seguramente nos hemos cruzado. Yo he venido precisamente para hablar con él de lo ocurrido.

—¿Vas a hablar con él?— preguntó animada.

Margarita miró de soslayo a Cipri elevando rápidamente las cejas y Catalina comprendió que quería hablar a solas con ella. Miró al hombre con dulzura y  le dijo mientras el guiñaba un ojo y movía su cabeza señalando la puerta.

—Cipri por favor, porque no traes un poco de caldo del puchero a Margarita, estará hambrienta.
Él comprendió que querían hablar de sus cosas y tras ponerse los pantalones salió de la habitación. Margarita se quitó la negra capa y retiró su embozo. Las  dos mujeres se sentaron sobre la cama.

—Bueno, dime ¿cómo que vas a hablar con Gonzalo? ¿Qué ha pasado para que cambies de opinión?

—Catalina, no he venido a hablar con él, así abiertamente. Primero tengo que averiguar, si Gonzalo estuvo realmente con Lucrecia. Y luego le dejaré que se explique.

Catalina, la miró airada.

—¡Cómo que si  estuvo con la marquesa! ¿Es que acaso no le viste tu misma?

Margarita sintió rabia en su interior, Catalina le volvía a remover las mismas dudas que ella tenía, pero necesitaba creer en lo que el héroe de la villa le había dicho horas antes, necesitaba saber si  lo que le decía Gonzalo bajo el  disfraz del Águila era cierto. Molesta contestó tajante.

—¡¡Sí, claro que le vi!!, como para no verles—. Dijo, levantándose de la cama.

—¿Entonces? ¡Que más prueba quieres!—Catalina la miró. Sabía lo que sentía su amiga, y como siempre continuó hablando intentando defender a Gonzalo y así ayudarla a aclarar sus dudas, aunque su intento surgió el efecto contrario —Pero, ya sabes cómo son los hombres, no pueden rechazar una mujer como la marquesa, con sus encantos y con todas las maravillas que se comenta por los pasillos que hace a todos los hombres que transitan por su cama, que no son pocos. Virguerías les hace, virguerías.

Margarita se giró y la miró con sus grandes ojos repletos de ira, rabia y celos. Catalina se dio cuenta de que había metido la pata, como siempre.

—Hay mujer, perdona. Que bruta soy, yo te quería decir que  Gonzalo es un hombre y como hombre…

—¡Ya Cata ya! —Interrumpió la muchacha caminando hacia la ventana como una fiera enjaulada.— No pasa nada, ¡eso no me importa ya!

—¿Qué quieres decir con eso?—dijo sorprendida —¿Qué no te importa lo que pasó entre los dos?

—¡¡Pues no!! —gritó enojada—A veces las cosas no son lo que parecen—intentaba convencerse a sí misma— O, ya no te acuerdas, el infierno que viví, y  lo que se dijo de mí y de aquel noble, cuando todo era mentira.

—Pero, Margarita, esto es diferente—dijo más calmada al ver la rabia y el dolor, que desprendían las palabras de Margarita.

—¿Por qué lo es? ¡Dime! ¿por qué es diferente?—inquirió.

—Pues mujer, porque va a ser… Tú misma viste que estaban los dos ahí… ya sabes, uno encima del otro.

Margarita se desesperó, la imagen de aquel día la llevaba marcada con  fuego en su corazón, no había podido olvidarla en ningún momento. Y le dolía. El simple recuerdo de Lucrecia sobre el desnudo cuerpo de Gonzalo, le dolía en el alma. Aquella imagen que la martirizaba cada anochecer, le mordía el corazón hasta hacerlo sangrar. Los celos le corroían el estómago, y la presión de aquel dolor, le subía por la garganta ahogándola por dentro. Pero Margarita, solo quería recordar las palabras del Águila en el lago, las dulces palabras que le dijo  en la cueva, cuando el héroe le recordaba que Gonzalo era un hombre de principios. Y el Gonzalo que ella conocía era así, con unos profundos valores morales y  Lucrecia carecía de ellos. Quería creer en él, lo necesitaba ¿Qué razón tenía para mentirle? En cambio Lucrecia las tenía todas.

—Margarita, ¿me escuchas?

 —Sí, Catalina, te escucho—respondió— ¿Y tú?, ¿me vas a ayudar a averiguar si Gonzalo llegó al lecho de Lucrecia por voluntad propia, y en plenas facultades?

—¿Cómo que en plenas facultades?, ¿estás insinuando que a Gonzalo lo llevaron allí a la fuerza?

—¡No, lo sé, Cata!—Dijo golpeando con sus brazos ambas piernas— Te estoy diciendo, que tengo que saber qué fue lo que ocurrió aquella mañana, ¿por qué, después de pedirme que pasara con él el resto de su vida, lo encontré con la marquesa? ¡¡No ves que no tiene sentido!!

—¿Y ahora te das cuenta de eso?  Si no le has dejado al “pobretico”, hablar nunca de lo que ocurrió.

—Lo sé, —dijo sentándose en la cama de nuevo—he estado recapacitando mucho. Y he pensado mucho en todo aquello…—Margarita durante unos instantes guardó silencio—Lucrecia… es capaz de todo, y las dos sabemos que siempre ha estado enamorada de Gonzalo— Margarita volvió a enmudecer, a su mente le llegó una imagen, un recuerdo. Lucrecia, fue la que organizó el encuentro,  entre ella y el noble,  para que  Gonzalo llegara en el momento justo…—¿Y si  lo ha vuelto a hacer otra vez?

—¿El qué? ¿De qué estás hablando?—preguntó Catalina

—¿Y si lo organizó todo para que nosotras viéramos, lo  que  vimos? Y así volver a separarnos de nuevo.

—¿Organizar, el qué, y quien? ¿De qué estás hablando Margarita?

—De Lucrecia, Catalina de Lucrecia

—Hombre, es cierto que Lucrecia siempre ha estado enamorada de Gonzalo y haría cualquier cosa por separarte de él. Pero de eso, a que lo dejara sin sentido, le quitara la ropa  y lo metiera en su cama sin que él lo supiera, va un trecho ¡¡Vamos, Como si Gonzalo fuera del tamaño de Sátur, y lo pudieras aupar en brazos!! Mujer, con lo grandote que es  Gonzalo, es imposible que estando en su sano juicio, una mujer sola pueda hacerle  todo eso sin su consentimiento.

Entonces Margarita pensó.

—¡Claro, Catalina!

—Claro ¿qué?

—Tienes razón. En su sano juicio. ¿Y si le dio algo?

—¿Qué le va a dar?

 —No lo sé. Pero alguien tuvo que ayudarla.  Y evidentemente el comisario no sería porque sabemos que antes le mata. Así que tenemos que averiguar  quién estaba de servicio aquella mañana.

—Uf, Margarita, como pa acordarme de eso,  imposible, no me acuerdo.

—Pues tienes que recordar. Era antes de que Lucrecia viajara a Salamanca. Recuerda por favor. Hemos de saber que lacayo o doncella, fue aquella mañana a la alcoba de la Marquesa.

—Está bien Margarita, mañana me pongo a ello, pero hija ahora, a esta hora y con el susto que me has dao, no puedo pensar en ná.

—Bien, Cata, tienes razón—se incorporó de la cama— ¡Ah! Y otra cosa, mañana iré contigo a palacio.

—¿Y se puede saber por qué demonios quieres ir a palacio? Si te están buscando.

—Porque quiero hablar con Marta, tengo que encontrar a la mujer que estaba en su casa.

—¿Pasa algo con esa mujer Margarita?

—No, pero no sé donde está y estoy preocupada, le prometí volver a buscarla y mira. Y no te preocupes, esperaré a que me des la señal para entrar, no quiero correr  riesgos. Pero necesito hablar con ella.

—Margarita,  esa mujer está en palacio, al servicio de  la señorita Irene.

Margarita se sorprendió.

—¿Cómo dices?

—Como lo oyes, cuando la señorita Irene volvió a palacio de su viaje al convento, llegó  con Marta y con esa mujer, y se la ha quedado como doncella personal.

—¿A Laura? Pero si es mayor.

—Sí, que quieres. Las nobles son muy caprichosas.

—Bueno—dijo  sumisa, arqueando las cejas— me tranquiliza pensar que está en palacio, pero debo verla, iré igualmente.

—Mira que eres empecinada. ¿Es que no te das cuenta que el comisario te está buscando? ¿Cómo se supone que vas a verla?

Margarita le sonrió.

—Tú me ayudarás.

Catalina sabía que nada haría cambiar de pensamiento a su amiga. Y la miró con resignación.

— Bueno, tú sabrás.

Margarita le sonrió y se acercó para sujetar  sus manos.

—Ahora me voy.

—Pero mujer, si Cipri te he hecho el “caldico”, tómatelo y luego te vas.

—Gracias Cata, pero debo irme a casa ya—suspiró—pensaba que nunca diría eso de nuevo.

— Está bien, Margarita—la abrazó. Al separarse le preguntó—Y tu de lo tuyo,¿ cómo estás? ¿Estás bien?

Margarita miró su vientre.

—Perfectamente Cata—sonrió. Catalina vio el brillo de los ojos de su amiga y la animó a salir.

—Anda ve. Aunque Alonso y mi Murillo están  con Gaby  en casa de Estuarda. Así que solo deberán estar Sátur y Gonzalo. Aprovecha para hablar con él.

—Primero tengo que averiguar, ya te lo he dicho.

—Vale, pues  como quieras. Mañana nos vemos.

—A más ver  Cata.

—A más ver.



CAP 31- LA TORRE DEL CASTILLO DE LAS ÁNIMAS

Cabalgaba por el bosque, con un solo pensamiento en la mente. La curiosidad era más poderosa que el odio que reinaba en su cansado corazón. Los recuerdos se agolpaban  con fuerza en su memoria, abriéndose paso, al igual que su caballo, para encontrar una respuesta aquella pregunta.

El silencio de la noche envolvía el seco sonido de las pisadas de aquel corcel azabache, que  se confundía entre las sombras del bosque. El talante gallardo del jinete, le hacía digno de su heráldica, aunque la nobleza de su figura distaba mucho de la de su corazón, que se había vuelto tosco y cruel con el tiempo.

Hernán, llegó a su cita, mucho antes de que el amanecer cubriera de oro el horizonte. Con un brusco tirón de sus riendas, frenó el impetuoso galope de su caballo. El comisario, se quedó observando fijamente la vieja  torre del castillo de las ánimas. Al  observar la figura todavía difusa por las tinieblas, recordó una vaga imagen en una fría y oscura habitación y se fundió en su recuerdo, transportándose aquel lugar que había encerrado en el último rincón de su memoria y donde todavía se podía escuchar, el llanto entrecortando de una mujer, que se diluía  al compás de la dulce melodía de un arpa. Un suspiró escapó de su alma marchita.

—¡¡Madre!!— Hernán miró la altura infranqueable de la torre, y cerró los ojos con fuerza, intentando no llorar. Pero la melancolía del recuerdo, hizo que aquellos sentimientos llenaran su espíritu de congoja y añoranza, deseando que una vez más, su madre, acariciara sus mejillas como antaño.  Abrió los ojos deseando encontrar el rostro de su madre, entonces fue cuando escuchó  la voz tierna e inocente de un niño.

—«…Hernán, tengo miedo. ¿Por qué llora madre? ¿Van a venir otra vez aquellos hombres?

—No es nada, no te preocupes, yo estoy aquí, y siempre estaré contigo para cuidarte, me oyes—El niño le miraba con confianza, asintiendo en silencio con la cabeza—no lo olvides, ¡siempre!, igual que ahora cuido de madre y luego cuidaré del hermanito que pronto vendrá.

—¿Y cuanto falta para que venga? ¿Lo traerá Agustín?

—No hagas más preguntas. Ven, vamos a dibujar.

—¡Vale!...»



Hernán, permanecía quieto sobre su caballo. Una tierna sonrisa se había dibujado en su rudo rostro y una solitaria lágrima, surcaba por los curtidos pliegues de su tez, haciéndole sentir en aquel momento vulnerable. Sintió sobre su encallecida piel, el contacto suave de la menuda mano de su hermano, cuando este la agarraba con fuerza, siguiéndolo hasta el rincón donde le  dibujaba en la pared, unas figuras felices de su madre y de ellos;  mientras el pequeño, le miraba con ojos de admiración.

—¡Por qué me has citado aquí! —Masculló Hernán, ante el dolor de aquel recuerdo — ¡Por qué no dejas mis muertos en paz!

Con la ira instalada en su corazón, continuó la marcha hasta un  grupo de árboles que había cerca de la torre, se apeó del caballo, y caminó con paso firme buscando la puerta que le llevaría al interior.

Se sentía tranquilo pues había llegado con suficiente antelación para entrar en ella y esperar al odiado héroe para pillarle por sorpresa. Nadie podría evitar que acabara  con él. Pero, cuando se iba a disponer forzar la cerradura, para su sorpresa, la puerta cedió, estaba abierta. Todas sus alarmas se encendieron y con rapidez, sacó su pistola de la casaca y mirando de un lado al otro abrió lentamente la pesada puerta que crujió dándole la bienvenida.

El Águila Roja había salido de la cueva hacia la villa, pero antes de llegar al camino que le conducía hacia ella, a lo lejos, dibujado por el tímido resplandor de la luna, vio la sombra inconfundible del comisario de la villa, que galopaba a gran velocidad.

—¡Hernán!—se sorprendió—, todavía es pronto para ir a nuestra cita—susurró.

 En aquel momento, comprendió que su prioridad debía cambiar de destino. Antes de ir hacia la villa, debería ir a la cita que tenía con Hernán. «Pero… ¿ y Margarita?, ¿que debía hacer? » Tenía que tomar una decisión lo antes posible.  Por lo visto Hernán quería llegar antes que él y pillarle desprevenido. Debía darse prisa, tenía que estar allí antes de que el comisario llegara a la torre, posiblemente había maquinado alguna jugarreta.

 Volvió a mirar las luces de la villa que se divisaban en el horizonte, y tomó una decisión. Sería mejor asistir y canjear la información que poseía por el salvoconducto de Margarita. Tiró levemente de las riendas hacia un lado y tomo camino hacia el lugar que le había indicado. 

Galopaba a gran velocidad entre los árboles del bosque, tenía unos minutos de ventaja, así que debía aprovecharlos.  Al llegar junto al torreón, cruzó la explanada dejando el caballo escondido tras unos arbustos, al lado opuesto por donde llegaría Hernán. Descabalgó y corrió hacia la torre. Entró en ella y se escondió a esperar la llegada del comisario.

Con mucho cuidado, y con el arma en su mano, el comisario fue entrando lentamente. Intentaba observar con detalle, cada rincón de la estancia,  pero apenas se veía nada en su interior. El corazón le brincaba  por la excitación del momento. No sabía si era por el recuerdo vivido o por las ganas de acabar con aquel enmascarado. Las pupilas de sus negros ojos se habían dilatado intentando adaptarse a aquella profunda oscuridad. Camino a oscuras entre las sombras, hasta que topó con algo, que al contacto con su cuerpo emitió un sonido. Dio media vuelta  apuntando con su arma, pero enseguida comprobó que tan solo era una vieja arpa, y el sonido que volaba por la estancia, despertó en  lo más profundo de su mente, un eco que le resultó ser muy familiar.  Entonces se quedó quieto, paralizado, un sinfín de emociones afloraron a su piel por el recuerdo de aquel sonido que durante años había escuchado diariamente. Un perlado sudor le cubrió la  frente, mientras intentaba analizar aquel recuerdo y fue entonces, en ese preciso momento cuando el Águila Roja le rodeó su cuello, el comisario sintió como uno de sus  tantô le oprimía su garganta, dejándolo inmóvil. Hernán cerró los ojos, al sentirse preso. Por enésima vez su contrincante le había pillado por sorpresa.

—¿Creías que llegando antes a la cita, podías acabar conmigo verdad? —dijo irritado el Águila Roja.

—¿Te crees que porque te escondas en la oscuridad y me ataques por la espalda, no podré hacerlo? —respondió sarcástico.

—De momento, estás a mi merced.

—Dices bien, de momento, pero nunca me des la espalda, ¡porque no lo contarás!
—Suelta tu pistola. Y deja de hablar.

Hernán apresado por aquellos robustos brazos, obedeció dejando caer la pistola  al suelo. Y entonces una oscuridad le envolvió por completo y todo su alrededor se desvaneció.

El Águila Roja arrastró a  Hernán hacia el lecho y en aquellos nobles barrotes de hierro, lo ató de pies y manos. Poco a poco el comisario volvió en sí. Aturdido, miró a su alrededor  y vio  varias velas encendías, buscó con su mirada a su rival. Él héroe permanecía con los brazos cruzados mirando con detenimiento la reacción del comisario. Hernán irónicamente preguntó.

—Tengo curiosidad por saber ¿por qué no me has matado, con las ocasiones que has tenido para hacerlo?

El Águila Roja, clavó su mirada profundamente en sus ojos,  levantó su cabeza y preguntó.

—¿Reconoces esta estancia Hernán?

La débil  luz de las velas, fue abriendo a sus sentidos momentos del pasado. Aquella estancia… El lecho, la cuna, el arpa, la mesa, alfombras, sillas… todo aquello le era muy familiar. Inmediatamente miró hacia el rincón donde minutos antes había recordado el dibujo que había hecho a su hermano. Y allí estaba. Hernán miró hacia el Águila que permanecía escondido entre las sombras, dónde tan solo se le podía ver, su intensa mirada.

—¿Por qué me has traído aquí?—preguntó sin comprender.

—Todo a su debido tiempo —respondió el héroe—Creo que debes darme algo a cambio.

Hernán altivo respondió.

—Te lo daré si me dices porque estamos aquí.

—Está bien—dijo el enmascarado—te adelantaré algo, pero antes dime—le habló caminando unos pasos hacia él—, no me has respondido ¿Reconoces la estancia?

—¡Que te importa eso!

—Esa no es la respuesta de una persona que está maniatada a una olvidada cama, en una  vieja torre abandonada,  lejos de la villa y  de todos, y que conociéndote como te conozco, no ha dicho a nadie, a donde va. ¿Crees que estás en situación de negarme algo?

—Me da igual lo que pienses. Si quieres me puedes matar, pero no entraré en tu juego.

—Hernán, si hubiera querido, tal como me has dicho antes, hace mucho que lo hubiera hecho. Y esto no es un juego, hay cosas peores que la muerte. Así que, como no has cumplido con lo pactado y no me entregas el salvoconducto, no me dejas otra alternativa que dejarte encerrado aquí, como lo estuvo tu madre.

Entonces Hernán recordó, las imágenes iban y venían desordenadamente, risas, llantos, música, gritos, Agustín, su hermano, y su madre. Su encantadora madre, la vio, vio su rostro como le miraba con ternura y le regalaba una amplia y hermosa sonrisa, escuchaba su voz, sus canciones, sus caricias… La recordaba perfectamente. Su  cansado corazón volvió a palpitar con intensidad. Su mente se volvió a agitar luchando con aquellos recuerdos, que ahora le recordaban perfectamente aquel sombrío lugar ¡¡Allí era donde habían permanecido encerrados varios años!!  Pero, de pronto, otra imagen afloró atropellando su mente, una imagen  que tenía grabada con fuego en su alma y volvía para atormentarle. Su madre permanecía cubierta de sangre, sobre un camastro, estaba muerta frente a él. Su hermano lloraba en sus brazos, aferrándose a su cuello del que  Agustín lo separó.
Él Héroe, le observaba desde su rincón y eso a Hernán le enfureció.

—¡¡Suéltame!!— Gritó—, no puedes mantenerme aquí atado, observándome como a un animal enjaulado.

—¿Te has acordado verdad? Lo he visto en tu rostro. Dame el salvoconducto y te daré la respuesta de  lo que tanto te atormenta.

Hernán sabía que no tenía otra opción, y deseaba saber qué es lo que le tenía que decir.

—Está bien—dijo con voz queda—. Lo tengo en mi caballo.

El Águila le miró, no podía fiarse de él. Pero en aquella ocasión no había peligro, estaba desarmando y bien atado a los barrotes de aquella cama.

—Bien, pues tendrás que esperar a mi vuelta. Mientras tanto, te dejo que vayas pensando. Tenemos mucho de qué hablar.

El Águila salió por la puerta cerrándola tras él. Mientras en su interior el comisario gritaba sujeto a aquella vieja cama.

—¡¡Maldito hijo de perra!! ¡¡No me puedes dejar aquí!! ¡¡ Vuelve!!

El golpe de aquella pesada puerta le hizo recordar, cuando su madre se quedaba llorando sentada en el frio suelo, tras la visita de Agustín. Este al marchar les volvía a encerrar en aquel lugar.

Miró a su alrededor observando aquellos muebles y objetos que permanecían dormidos junto a él. Entonces se dio cuenta de un detalle que hasta aquel momento le había pasado por alto. «¿Cómo no se había dado cuenta antes?» Junto a él, había una cuna, inmediatamente recordó la conversación con su hermano, y ahora estaba allí viendo aquella pequeña cuna de madera y recordó el abultado vientre de su madre. «¡Estaba embarazada! ¿Entonces? ¿Habría tenido otro hermano? ¿Viviría alguno de los dos? ¿Dónde se lo habría llevado Agustín? O ¿habría sido otra persona? A todo eso, ¿qué papel hacía el enmascarado? »

El sonido de la puerta le volvió de nuevo a la estancia. Y el Águila Roja volvió a estar junto a él.

—¿Me vas a decir porque me has traído hasta aquí?—preguntó el comisario, con más curiosidad que rechazo.

—Ahora sí, hablaré, pues está todo correcto—El héroe volvió a mezclarse entre las sombras—Soy un hombre de palabra y lo que…—Hernán interrumpió.

—¡Dime de una vez lo que me tengas que decir de mi…—Hernán permaneció unos instantes en silencio. Le costaba pronunciar la palabra.

—De tu madre, sí. ¿Por qué te cuesta decirlo?

Hernán le miró furioso.

—¿Qué sabes tú de mi madre?

—Sé donde está.

Hernán sonrió incrédulo.

—Y yo también lo sé—respondió sorprendiendo al enmascarado. El Águila le miró arqueando las cejas y esperando que siguiera con su respuesta.

—Sí, no me mires así.  Hace muchos años que sé donde está.

—Está bien pues dímelo tú.

—¡¡Mi madre está muerta!! La vi con mis propios ojos.

El Águila caminó hacia él, saliendo de entre las sombras para quedarse junto a la cama donde permanecía atado. Se agachó y le dijo mirándole a los ojos.

—Estás muy equivocado Hernán. Las cosas no son lo que parecen. ¡Tu madre está viva!

—¡Eso es imposible!—gritó airado, removiéndose entre las cuerdas— ¡Es mentira! ¡Deja de hablar de mi madre! ¡Respeta su memoria!

—Y está en la villa.

Hernán abrió los ojos como platos y guardó silencio. Las palabras del héroe por un momento le hicieron dudar.  Su madre viva en la villa, pero enseguida comprendió que eso era imposible.

—¿Y bien?—preguntó el enmascarado.

—¡Y bien que! Es la mayor mentira que he oído en mi vida. ¿Cómo quieres que te crea si la vi con mis propios ojos?

—Ya te he dicho, que las cosas no son lo que parecen, y que aquello fue una estratagema porque la querían matar. Tu madre ha permanecido encerrada durante todos estos años. Pero por fin está libre, y te está buscando, a ti y a tu hermano.

—¿A mí, y a mi hermano?

Aquellas palabras llenaron de duda su necesitada alma. Hernán deseaba que aquellas palabras fueran ciertas y que los dos vivieran. Pero no podía creerlo.

— No te puedo creer, dame una prueba de ello.

—Tienes que creerme sin prueba alguna. No tienes otra opción. ¿Por qué tendría que mentirte con una cosa así?

—Eso digo yo. Y tú, ¿Qué ganas con todo esto? ¿Cómo tienes esa información? ¿Qué tienes que ver tú en todo esto?

—Sabes que soy el único que lucha contra la injusticia, y aunque en este momento te tenga que ayudar en contra de mis principios, tu madre se merece todo mi respeto y mi ayuda. Ella no tiene la culpa de tener un hijo como tú. Yo solamente cumplo con mi cometido, soy un enviado, que te quiere poner en conocimiento que tu madre ha estado presa durante muchos años y que ahora está en la villa.

Hernán, permanecía en silencio, con la mirada fija en un punto en el horizonte, escuchando una  a una aquellas palabras. El Águila Roja continuó hablando.

—Debes buscarla, y debes hacerlo sin que nadie lo sepa, puede que todavía corra peligro. Tienes que encontrarla, antes de que sea demasiado tarde.

—¿Tarde para qué?—respondió alterado.

—Para disfrutar de ella—El héroe se incorporó y caminó hacia las sombras— ¿Recuerdas su música?
El Águila, suavemente, rozó con sus dedos las largas cuerdas del arpa. Hernán, transportado por el sonido, volvió a recordar aquella melodía que ella les ofrecía mientras él y su hermano, jugaban ajenos a la realidad. Entonces, volvió a sentir un golpe en su cabeza, mientras escuchaba vagamente la voz del Águila Roja que le repetía.

—Debes encontrarla, búscala en la villa, protégela. Tu madre vive, y se llama Laura.

Y todo desapareció de su vista.

El movimiento brusco de su cuerpo hizo que recuperara poco a poco el conocimiento. Cuando despertó, sus hombres estaban intentando desmontarle del caballo.

—¡¡Dejadme solo!!—espetó—, aún puedo descabalgar de mi caballo.

—Pero señor, ha llegado inconsciente ¿está mal herido?—preguntó su lugarteniente.

—¡¡Dejadme en paz!! —Gritó indignado, mientras desmontaba de su caballo mirando a su alrededor. 

El comisario, no sabía dónde se encontraba, ni  recordaba cómo había llegado hasta allí. Cuando desmontó, vio que había llegado a las puertas de los calabozos, y supo que el enmascarado le había llevado hasta allí, instintivamente miró su mano, y encontró una pequeña pluma roja. Levantó la mirada recorriendo el paisaje, pero no dijo nada más, y se encaminó a los calabozos.



CAP 33- MARGARITA DESCUBRE  EL DIARIO.


Margarita, al cerrar la puerta de su alcoba, dejó de escuchar las voces de Sátur y Mencía. Observó detenidamente su habitación, y comprobó con alegría, que las escasas pertenencias que había dejado en la casa, permanecían en el mismo lugar donde ella las dejó.

Se quitó la ropa lentamente mientras se reencontraba con su habitación, con su espacio. Se puso el camisón que tenía debajo de la almohada, y se sentó sobre su cama.

—Ya estamos de nuevo en casa—sonrió, acariciándose el vientre.

Aquella noche, la luz de la luna iluminaba menos que de costumbre. Posiblemente los nubarrones estaban impidiendo que el noctámbulo astro asomara por el ventanuco, por donde en las noches de verano, se podía ver el brillo incandescente de las estrellas.

Durante un tiempo, Margarita, estuvo pensando en el héroe, y en lo que había descubierto de él. Lo que había descubierto de Gonzalo. Un pregunta afloró en su mente «¿Por qué, después de tanto tiempo, de tanto sufrimiento y rechazo, todavía conservaba su arete y continuaba guardando aquel papel arrugado del dibujo de su corazón?». No entendía nada y se estaba volviendo loca de tanto pensar. «¿Significaría eso, que realmente sentía o sintió algo por ella? ¿Sería verdad, que no la había olvidado, y que todavía la amaba?». Cerró los ojos y suspiró. Irremediablemente, al hacer repaso de su vida, recordó a su hermana, era tan buena, tan dulce… pero inmediatamente como si alguna fuerza interior la alertara, se acordó del libro que cayó al suelo en la alcoba de Gonzalo, y recordó aquellas frases que había leído mientras recogía el manuscrito del suelo.

Una profunda desazón, agitó su estómago, dando la vuelta a su paz interior. Dos frases se habían quedado atrapadas en el fondo de sus pupilas, y resonaban en su cabeza. « Hoy he visto a Gonzalo, ha venido a la villa después de seis largos años…» «…Gonzalo, me ha preguntado por Margarita...».

Sintió una gran zozobra, era una parte de su vida que no conocía y que siempre quiso conocer. Aquello que ella misma quiso preguntarle tiempo atrás a Gonzalo, y él se negó siempre a responder. La misma pregunta que le hizo a Lucrecia en su palacio cuando encontró su prenda de amor y que la marquesa contestó con evasivas. Aquellas palabras escritas y la necesidad de saber, la decidieron a salir de su habitación, para ir a  buscar aquel libro, por fin averiguaría que fue lo que sucedió cuando se marchó a Sevilla.

Animada por la idea, salió sigilosamente de la habitación, y bajó la escalera expectante a cualquier sonido. Las voces de Sátur y Mencía ya no se escuchaban, Morfeo los había acunado  y durante unas horas, les haría vivir en el interior de su subconsciente. 

Con mucha precaución, se dirigió hacia la alcoba de su cuñado. Antes de cruzar el umbral, se paró a escuchar tras la puerta, por si había llegado Gonzalo. Como era de esperar, no escuchó nada. Miró por todos lados, asegurándose de que nadie la podía ver, y entró en la estancia. Se dirigió con rapidez hacia su escribanía y cogió el diario que había dejado descansando entre el resto de sus libros.

A hurtadillas salió de allí y subió a toda prisa a su alcoba. Al sentirse segura en su habitación, apoyó su espalda sobre la puerta durante unos segundos y después volvió a sentarse sobre el colchón de paja. Miró aquel diario que sujetaba entre sus manos y que ahora descansaba sobre su regazo.  ¿Qué podría encontrar allí? ¿Qué es lo que esperaba encontrar en realidad?  Un acto reflejo, hizo que Margarita, tirara el libro sobre su cama, y se incorporara para caminar de un lado al otro en su alcoba. Miraba aquel diario que la atraía  más y más a cada minuto que pasaba. Toda la vida había querido saber lo ocurrido en ese espacio de tiempo, y ahora podía saber la verdad sin tapujos, toda la verdad  con las palabras  sinceras y nobles de su hermana. 
Pero… ¡y si lo que decía en el diario, era lo que ya sabía! La causa de tanto  dolor entre ella y Gonzalo. Qué sentido tenía remover el pasado. ¿Que pretendía con aquella lectura? ¿Acaso dudaba de  la carta de su hermana?

—No, no debo leerlo, mejor que deje las cosas como están, no quiero saber lo que pasó, podría ser doloroso para mí. Cristina ya me dijo que cuando volvió Gonzalo ya me había olvidado y que no me perdonaba. No puedo hacerme más daño. Creo que por hoy ya he tenido demasiadas sorpresas, mañana será otro día.

Margarita, decidió dejar aquel manuscrito sobre la mesilla y se metió en su cama. Desde allí, miró el libro de reojo, como si una voz interior la llamara. Pero esta vez ganó la consciencia, y desistió. Sopló la centelleante llama de la vela y se acurrucó entre las frías y blancas sábanas de algodón. Estaba muy agotada, pero la cabeza no dejaba de darle vueltas y la curiosidad ganaba terreno a cada minuto que pasaba.

Gonzalo, había vuelto a la villa, entro por la guarida y salió por su habitación agitado, en busca de su fiel criado. Al pasar por la antesala, observó, que una negra capa cubría parte de mesa. Eso, le hizo detenerse al instante. Se aproximó a ella y la cogió entre sus manos. La escasa luz no le impidió reconocer que esa capa era suya, era una de las capas del Águila Roja. Inmediatamente miró hacia la parte superior de las escaleras, preguntándose si Margarita habría vuelto y si se encontraría en su habitación. Gonzalo, subió dos peldaños, pero inmediatamente pensó que hacerlo sería un error. Primero tenía que hablar con Sátur, el le diría si Margarita estaba en casa y todo lo ocurrido en su ausencia.




Rápidamente se dirigió a la cuadra, donde dormía el postillón.

—¡¡Sátur, Sátur, despierta!!—susurró en su odio, al ver que a pocos pasos de él dormía la muchacha.

Sátur, con los ojos entrecerrados y la boca seca le contestó.

—¡¿Pasa algo amo?!

—No, no te preocupes, pero ven a la cocina,  tengo que preguntarte algo.

—Sí, ya voy amo.

Gonzalo salió de la cuadra y le esperó sentado a la mesa. Al instante apareció Sátur desperezándose.

—Pero amo… ¿Usted ha visto qué hora es? Si deben haber “sonao” las cuatro de la madrugada. ¿Qué es lo que pasa?—dijo rascándose la panza mientras se dirigía hacia la silla que estaba junto a la de Gonzalo. Este, esperó a que tomara asiento y preguntó en voz baja casi con un susurro.

—Sátur, ¿está en casa Margarita?

El postillón le miró. Recordó el juramento que le hizo a Margarita, y no supo que decir.

—¡Sátur!—le apremió—¿está o no?, es importante que me lo digas, no estaba en la cueva cuando volví  y no sé donde está.

Sátur, se frotó la mejilla con una mano, y al ver la angustia en el rostro de su amo, respondió.

—Sé que me matará, me va a matar. —Gonzalo, le miró arqueando las cejas sin comprender—Si, la señora. Le he prometido que no diría nada—Gonzalo, miró hacia las escaleras.

—Sátur, ¿está arriba? Por Dios contesta de una vez.

—Sí, amo, la señora Margarita está descansando. Y usted debería hacer lo mismo.

—¿Has visto si ha venido bien? ¿Ha tenido algún percance? Los hombres del comisario…

—Sí. Lo sé, señor,… la buscan. Ella misma nos lo ha explicado.

—No entiendo porque no me ha esperado allí en la cueva. Le dije que no se moviera de allí—dijo molesto.

—Señor—dijo con gran preocupación—¿Qué puede pasarle a la señora? Lo digo por los hombres del comisario.

—Nada que yo pueda evitar—dijo con rotundidad—. De momento, tengo un salvo conducto firmado por el comisario, que la exime de cualquier responsabilidad en lo referente al evangelio.

—¡Bien, Muy bien! Pero ya le dije yo amo que ese libro era muy peligroso, que debíamos deshacernos de él, pero usted “ná”. Usted a lo suyo, como siempre, y mire.

Gonzalo le miró  molesto. Sátur se dio cuenta de ello y cambió el rumbo de la conversación.

—Pero, bueno, descuide, que la señora después de todo, está muy bien.

Gonzalo se sintió aliviado.

—Bueno, pues voy a verla.

—No amo, no. Le prometí a la señora, que  hasta mañana no le diría nada a usted.

—¿Y se puede saber porque hasta mañana? Yo necesito hablar con ella ahora.

—Sí, lo sé…, pero entienda que le prometí a la señora. Además, está ahí, que más le da esperar, si ahora estará durmiendo la pobrecilla, con “tó” lo que habrá tenido que pasar en los calabozos y  hasta llegar a casa.

Gonzalo movió la cabeza asintiendo.

—Si está bien, puede que tengas razón, mañana ya la veré. Si me dices que ha llegado bien, ya me quedo más tranquilo—El maestro, oprimió el hombro de Sátur con su mano — Ya puedes irte a dormir, y disculpa que te haya despertado, es que necesitaba que me explicaras.

—No pasa “ná” amo. ¡En lo que le pueda ayudar… ya lo sabe usted! Para esto está la familia—sonrió afablemente.

—Gracias por todo—le repitió, mientras le palmeaba el hombro.

—Bien, pues yo con permiso, me voy al catre, y le aconsejo que  usted haga lo mismo, que como ya han “pasao” los hombres del comisario por aquí, mañana seguro que usted querrá que me levante pronto y que traiga todas las cosas de la cueva a la guarida, y si sigo así, no voy a poder ni con mi alma.

Gonzalo sonrió y Sátur se incorporó para salir de la cocina. 

Al llegar a la puerta de la cuadra dijo.

—¡Ah! ¡Señor, que se me olvidaba!

—¿El que, Sátur? Dime.

El criado se acercó de nuevo a la mesa y se sentó a su lado.

—La señora, ha venido con unos cuchillos escondidos en el cinto.

—¿Unos cuchillos?

—Sí, de esos que tiene usted, con los que practica tirándolos  a la viga.

—¡Ah, los Tantô!

—¡Esos!—contestó.

—Los habrá cogido para defenderse—quitó importancia Gonzalo.

—Sí, claro, “pa” defenderse. Como si la señora fuera un aguilucho también. Pero usted se oye.

—Bueno Sátur Los habrá cogido para sentirse más segura, hasta llegar hasta aquí. ¿Y qué me quieres decir con eso?

—¡Cómo qué, que le quiero decir! ¿es que a usted le parece normal que la señora vaya paseándose con los cuchillos esos? —Gonzalo movió la cabeza negando y esperando la respuesta del postillón, mientras miraba sus manos entrelazadas sobre la mesa.

—Y si solo fuera llevarlos.

Gonzalo le miró interrogante.

—Que me quieres decir. Déjate de adivinanzas.

—Fíjese usted que me he dado cuenta de que  esos cuchillos se han “usao”. O sea, ¡que la señora ha usado los cuchillos!

Gonzalo se quedó pensativo.

—Que me ha “escucháo”—dijo musicalmente—Que le estoy diciendo que la señora ha usado el cuchillo ese. Y lo peor… —movió la mano sacudiéndola. Gonzalo le miró expectante.

—¿Y lo peor que?

—Pues, que a ella no le he dicho “ná”, pero en su mano derecha tiene unos arañazos, que…¡ vaya arañazos!

—¿Y dices que no le ha pasado nada, que ha venido bien?—Gonzalo hizo ademán  de levantarse para ir a buscarla—¡Tengo que verla, tengo que saber si alguien le atacó!

Sátur le sujetó por el brazo, haciendo que Gonzalo frenara el impulso.

—Estese quieto ahí. Recuerde que le prometí a la señora, que no le diría nada hasta mañana. Así que ya sabe. No puede hacer “ná” de “ná”.

—Sátur, no me puedo quedar sin saber… tengo que…

En aquel momento escucharon como se abría la puerta de la habitación de Margarita. Los dos se miraron con sorpresa y se quedaron en silencio, escuchando la dirección de aquellos pasos.  Pero, ante su asombro, los pasos no iban hacia abajo como pensaron. Los pasos se dirigían al piso superior. Margarita estaba subiendo al tejado.

—¡Amo!, ahí tiene la oportunidad. Vaya a verla, pero de Águila, que así usted está más “avispao” y se atreve a decirle, lo que quiera que tenga que decirle.

Gonzalo le miró, una sonrisa se dibujó en su rostro.

—Tienes razón— y sin pensarlo ni un instante, se dirigió a la guarida para ponerse el traje y subir.




CAP 34- PREGUNTAS

A pesar de la escasa luz de la Luna, la habitación permanecía  iluminaba sin necesidad de usar las velas. Margarita, no se podía dormir, aquella inquietud la dominaba, cansada de dar vueltas, se incorporó para quedarse sentada en su cama y cogió el libro con sus manos, acariciando la tapa de cuero envejecido, como si en aquel acto, acariciara a su difunta hermana.

Armándose de valor, se removió en la cama, hasta que la luna abrazó el diario. Margarita, lo abrió por una página cualquiera y comenzó a leer. Durante un largo rato estuvo devorando aquellas palabras, que poco a poco transformaron  la dulce sonrisa del recuerdo de la inocente niñez de su hermana, a una mueca de dolor, que le heló el corazón.

Margarita, había llegado al momento en que Gonzalo, había llegado a la villa. Entonces, tras leer algunas páginas más, sus lágrimas brotaron con fuerza, desdibujando ante sus ojos las palabras que su hermana había escrito y que le impedían seguir leyendo con claridad. 

Palabras, que hubiera preferido no leer en su vida. Frases, que se hundían en su corazón, resquebrajándolo hasta romperlo, arrastrando hacia lo más profundo de la oscuridad, la imagen angelical de su hermana muerta. Su amada Cristina.

De pronto, cerró el libro y se levantó, no podía seguir leyendo aquellas palabras. Era tan profunda la angustia que en aquel momento sentía, que no podía respirar, se asfixiaba en aquella habitación, tenía que escapar de allí, salir de aquellas cuatro paredes y respirar aire puro, un aire que arrastrara la insidia y la celada de su hermana. Se limpió las mejillas con sus manos, y se acercó casi a tientas, hacia la toquilla morada que todavía permanecía doblada sobre una vieja silla. Se cubrió los hombros y salió de su habitación hacia el tejado.

Margarita, asomó a la noche por encima del mundo. El horizonte, repleto de oscuros y sombríos tejados simulaba un océano crispado en plena tormenta. Las nubes amenazaban lluvia, pero a ella, todo le daba igual, necesitaba estar allí, respirar la húmeda brisa de la noche, limpiar ese dolor con el rocío. Se arrebujó entre su toquilla, y a pesar de su estremecimiento al contacto con la oscura  noche, allí en el tejado se sentía protegida de todo y de todos. Margarita caminó unos pasos y se sentó en el mismo lugar  donde tiempo atrás el Águila Roja la había besado, quizá con la esperanza de que el enmascarado volviera a aparecer y reviviera aquel suceso. Recordó aquel húmedo y esponjoso beso, y se llevó los dedos a sus labios, sintiendo de nuevo aquel placer. Una punzada de añoranza la removió por dentro. Y de nuevo, un nombre afloró a sus labios.

—¡Gonzalo! —Gimió—¿Desde cuándo lo sabes?

Ahora ella también lo sabía. Aquellas palabras que había leído de puño y letra de su hermana, le habían desvelado el oculto episodio de su vida, aquel pasado que le había hecho tanto daño. Margarita, no pudo contener su congoja y empezó a llorar desconsoladamente. La desolación, dio paso a la desesperación, al sentirse rota por lo que acababa de leer, todo había sido una gran mentira.

La consternación que sentía, se escapaba sin control en forma de líquido salado que brotaba sin cesar de sus lánguidos ojos. En aquel momento, Margarita, deseaba intensamente que el héroe de la villa volviera allí junto a ella, deseaba tenerlo cerca, y poder preguntarle simulando ante él el desconocimiento de la persona a quien encubría aquel disfraz.

El céfiro nocturno lamió su rostro bañado en lágrimas, dejándola sumida en sus pensamientos y en su dolor. Los incontrolables sollozos no la dejaron escuchar el aleteo de la capa del héroe de la villa que había llegado junto a ella. 

Al oírla subir al tejado, Gonzalo había corrido a su encuentro tras el disfraz del Águila. Estaba preocupado por las palabras de su escudero, y sentía la necesidad de estar junto a ella. Pero, al escuchar su llanto, se limitó a observarla en silencio. No entendía el porqué de aquel sufrimiento. Sátur le había explicado que estaba bien, que llegó bien, y que hablaron largo y tendido. ¿Entonces? ¿Qué le había provocado aquel sentimiento desgarrador?

Ando muy despacio sobre las tejas y con el alma en vilo llegó junto a ella. El Águila Roja se agachó  y le susurró para no perturbar  su intimidad.

—Margarita, ¿por qué lloras?

Al escuchar la profunda y varonil voz del héroe, se estremeció, y dejó de llorar. Cerró los ojos intentando reconfortarse. Él se sentó a su lado.

—¿Estás bien? ¿Te ha pasado algo?

Margarita, le miró a los ojos y  al verlo allí junto a ella, se abalanzo sobre él llorando sin consuelo. Al sentirla entre sus brazos, el corazón del héroe se agitó con intensidad. El  llanto de Margarita, le partía el alma, y no sabía qué hacer, no acababa de comprender qué era lo que le sucedía. Ella fundida entre sus brazos, no dejaba de llorar. El Águila Roja, acarició su negro cabello y suavemente  le dijo al oído.

—Todo está bien Margarita. Ya estoy aquí.

Durante unos minutos estuvieron así, el uno junto al otro, en silencio abrazados sobre el frío tejado.

Poco a poco Margarita, se serenó, y fue separándose de los musculosos brazos del Águila Roja, mientras se secaba aquellas lágrimas con el reverso de su mano.

—¿Qué te ocurre? ¿Te ha pasado algo? —volvió a preguntarle el enmascarado.

—No, no me ha pasado nada. Gracias.

—¿Por qué no esperaste mi regreso y te fuiste de la cueva?

—Me vine a casa porque quería volver con mi familia. Me sentía muy sola, y estuve meditando todo lo que habíamos hablado sobre ellos y sobre la decisión de irme de esta casa. Sentí la necesidad de volver.

Él, se alegró de aquella respuesta, mientras la miraba más allá de sus profundos ojos. Él Águila, para animarla, introdujo su mano entre su jubón y sacó un pergamino.

—Toma, esto es para ti.

Ella, miró lo que le ofrecía y preguntó.

—¿Para mí?

—Sí, ábrelo.

Margarita, lo abrió. La misiva la firmaba el comisario. Con sorpresa por su contenido exclamó.

—¡Es mi salvo conducto!

Miró agradecida al Águila y tristemente le sonrió.

—Sí, tu libertad, ahora ya podrás circular por la villa sin miedo al comisario, ni a la inquisición.

—Muchas Gracias, no sé como agradecértelo. Yo…

—No te preocupes, no tienes porque hacerlo, digamos… que es mi trabajo, ¿no? De todas maneras, ha sido un placer.

—Pero, insisto—continuó ella—me gustaría poder hacer algo por ti. Tú siempre estás ahí…

La voz de Margarita sonó melancólica, no había podido cambiar su ánimo. La miró con dulzura.

—Margarita, con verte sonreír, ya me considero pagado.

Ella se quedó perdida en sus ojos, con la mirada triste. Él, continuaba mirándola fijamente. Aún con aquella mirada lánguida, seguía estando bella a la luz de la luna. Aquella dulce mirada lo transportó a su niñez, cuando los dos permanecían horas y horas  junto al lago,  mirando las estrellas, mezclados con la naturaleza y cubiertos tan solo por el manto plateado de la luz de la luna y de su amor. Donde los besos y las caricias que se profesaban les hacían sentir más allá de los cielos, más allá de la vida.

Las campanas de la iglesia de San Felipe, la devolvieron aquel tejado, sobre aquella dormida villa, Margarita  todavía permanecía expectante con sus ojos clavados en su mirada. El Águila Roja le preguntó.

—¿Estás mejor?

Margarita, recordó lo que había descubierto minutos antes y la congoja volvió a posarse en ella. Sintió como de nuevo las lágrimas luchaban por salir al exterior y se dio la vuelta para ocultar su dolor.

—Margarita. ¿Estás llorando?

Ella, levantó su rostro hacia el cielo al tiempo que contestaba afligida.

—Sí, no puedo parar de hacerlo—Hubo un silencio— Ahora mismo… no sé, ni cómo me siento, lo que si te puedo decir es que no me importaría morirme.

—No digas eso—dijo acercándose más a ella— No hay nada más valioso en este mundo que la propia vida.

—¿A sí?—respondió atormentada— ¿Y para que quiero yo una vida llena de desdichas, de dolor y sufrimiento?

—¡Margarita!

—¡Dime! ¿para qué?—le replicó.

—Algo habrá de bueno en tu vida.  Lo que pasa, es que a veces, esas cosas buenas las tenemos tan próximas que no las vemos.

—¡Que no las vemos!—volvió a contestar irritada—Hay cosas en la vida, que las vemos, las deseamos y  las tenemos. Pero, por algún motivo, ajeno a ti, te las arrancan de tus entrañas, obligándote a vivir una vida paralela, vacía, que no es la que te corresponde, y vives cada día añorando la vida que dejamos atrás mientras otra persona ocupa tu lugar.

Él no entendía el resentimiento de aquellas palabras, el tono que usaba Margarita no era el habitual. «Por que decía aquello. ¿De quién estaba hablando?» Preocupado, decidió preguntar.

—¿Me estás intentando contar algo?

 Margarita permaneció en silencio.

— Sabes que puedes contarme lo que quieras, y que te ayudaré siempre que me necesites—continuó el héroe.

—Agradezco tus palabras, pero no me puedes ayudar.

—Intenta explicármelo  y quizá lo entienda. ¿Es por tu cuñado?—preguntó curioso.

—Ya no se puede hacer nada al respecto—respondió.

—Siempre hay algo, que podamos hacer para enmendar un error.

—Cuando el error es tuyo, si. Pero cuando eres manipulada, no.

Él,se quedó paralizado ante aquella respuesta. Margarita le volvió a mirar, y le formuló una  pregunta, que  en esta ocasión iba dirigida a Gonzalo.

—¿Has estado enamorado alguna vez?

El Águila, se quedó sorprendido ante aquella pregunta. Margarita se giró de nuevo quedando frente a él  para poder ver sus ojos mientras seguía hablándole.




—Contesta, ¿has estado enamorado hasta sentir en el pecho un tremendo dolor por no poder estar con la persona a la que amas? ¿Has sufrido lo indecible porque el amor de tu vida se casaba con—Margarita controlo aquella palabra que luchaba por  salir de su boca.—… otra mujer?¿Has sentido la soledad en las noches de alcoba a pesar de estar junto a una persona que te prometía y daba amor mientras tu pensabas en otra?

Él, continuaba mirándola camuflando su dolor. Aquellas palabras lanzadas como cuchillos llegaron a su corazón. Claro que lo había vivido, lo había experimentado al igual que ella pero de diferente manera. A él, le hicieron creer que ella le había abandonado marchándose a Sevilla, que poco después se había casado, y que por eso no le llegó respuesta de aquella carta que él le envió junto a su prenda de amor. El vivió ajeno a la realidad, y durante un tiempo llegó a ser feliz, junto a su hermana. Margarita continuaba sin piedad.

—¿Has sentido alguna vez la traición o el rechazo de las personas que más amas en la vida, sin ni tan siquiera escucharte ni darte opción a  para poder explicarte? ¿Has sentido alguna vez, como todo tu mundo se cae como un castillo de naipes, cuando descubres una verdad que te muerde las entrañas? ¿Que tu vida no tiene ni ha tenido sentido alguno? ¿Qué todo ha sido una farsa?

El Águila escuchaba en silencio, sintiendo en su piel todas aquellas preguntas que se apelotonaban en la boca de Margarita. Esas mismas preguntas  que él se preguntó al descubrir la verdad, entendía perfectamente el dolor que ella estaba sintiendo. El Águila Roja, la sujetó por los hombros para calmar su ansiedad.

—Margarita, escucha, ¿qué es lo que te ha pasado para que hables así? Explícamelo, por favor. ¿Por qué ese rencor? Acaso piensas que tu cuñado…

Margarita interrumpió fríamente.

—No me has contestado.

Él, enmudeció y  bajo la mirada. Ella continuó.

—Ves, no puedes entenderme. No puedes ayudarme porque  nunca has estado enamorado.

Él, se giró de golpe y volvió a mirarla.

—Sí, que puedo entenderte Margarita, ya te dije que a mí me pasaba algo parecido—su voz se tornó acaramelada, despertando en ella sentimientos reprimidos. Pero debía seguir, no podía flaquear ante aquel amor que sentía por él y que le quemaba en el pecho quería saber la verdad de sus sentimientos.

—Algo parecido, no quiere decir que hayas estado enamorado, o que hayas sentido lo que te acabo de preguntar.

Él volvió a enmudecer. Ante el silencio, Margarita, volvió a mirar el infinito. Comprendió, que aquel mutismo le estaba confirmando lo que le escribió su hermana, que él nunca estuvo enamorado. Gonzalo, era el que estaba bajo el disfraz y si no decía nada, era porque no sentía ni había sentido nada por ella, que la había olvidado por completo, porque nunca la quiso, y que todo fue un error.

Él, bajo el embozo, no podía apartar sus ojos de ella. Con lentitud, dirigió su mano al suave rostro de Margarita y lo volvió hacia él quería contemplarla de nuevo. Cuando la tuvo frente a él, le dijo dulcemente.

—¡Mírame, Margarita!...¡Mírame!— El susurró del Águila penetró hasta su alma, y le obedeció.

— Yo, no he estado enamorado—En aquel momento, sintió un vuelco en el estómago. Aquella confesión le ratificaba lo que pensaba. Él todavía sujetaba su  barbilla entre los dedos y la miraba fijamente, con aquellos ojos penetrantes, que la dejaban sin aliento.

—Margarita, yo no he estado enamorado, porque sigo enamorado todavía. A esa persona que te dije aquel día, nunca la he podido olvidar.

Margarita, respiró aliviada. Ella buscaba en aquellos ojos a Gonzalo. Buscaba tras la máscara la figura de su gran amor. El Águila continuó.

—Y sí…, yo también he sentido esas cosas que dices.

Un soplo de alegría, acarició el corazón de Margarita. Pero todavía estaba dolida porque él no le había dicho nada de todo aquello. Por eso le preguntó sin dejar de observarle.

—¿Y has podido vivir feliz, sabiendo que te habían engañado?

Entonces Gonzalo sintió un frío intenso. En aquel momento comprendió que Margarita había encontrado el diario de Cristina. Pero, debía seguir averiguando hasta donde sabía.

—¿Aún piensas que tu cuñado te ha engañado?

—¿Quién ha hablado de mi cuñado?

—Lo he supuesto, siempre me hablas de él y de tus sentimientos.

Margarita asintió en silencio.

—Es cierto que siempre te hablo de él. Pero en este caso no. No creo que Gonzalo me haya engañado.

El Águila Roja, sintió un gran alivio, al escuchar aquellas palabras.

—¿Entonces? ¿Quién te ha engañado? Debe ser alguien importante en tu vida para que te sientas así, se trata de ¿Tu, sobrino? ¿Una amiga? Margarita, puedes confiar en mí.

Ella, supo que Gonzalo necesitaba respuestas. Y  ella se las  iba a dar.

—Está bien, te lo diré.

Margarita volvió a mirar al horizonte. Él se acomodó a su lado.

—Acabo de descubrir un gran secreto, un episodio de mi vida que desconocía y que ha marcado mi vida, bueno mejor dicho, que me ha destrozado la vida.

—¿Has descubierto un secreto?¿Que secreto?

Margarita, con un hilo de voz, y lágrimas en los ojos, le explicó.

—Yo creía que mi hermana me quería—El Águila Roja, sintió un profundo dolor al escuchar el principio de aquella explicación, y cerró los ojos intentado dominar aquel sentimiento que lo debilitaba. Margarita continuó.

—¡Yo la adoraba!— El héroe de la villa, no podía decir nada, tan solo la miraba. Entonces, ella se giró y le miró hasta encontrar sus ojos… —de verdad que la quería, pero ella… —reinó el silencio. 

El Águila le preguntó.

—¿Por qué dices eso?

—Porque con engaños, mi hermana, me robó lo que más quería.

Gonzalo protegido por su alter ego, volvió a cerrar sus ojos. Era verdad, les habían engañado cruelmente, Lucrecia, Cristina… todos habían jugado con ellos y con sus sentimientos. Y en aquel momento, el Águila Roja, se culpaba por ello. Debió hacer oídos sordos a las habladurías y haber ido a buscarla, debió luchar por ella y por su amor. Pero ahora poco importaba ya, y aquellas palabras, se le clavaban como puñales incandescentes. Margarita continuó.

—Pero… lo que no comprendo, es que mi cuñado, después de tanto tiempo no me dijese nada de todo esto y se negara hablar. Y no sé desde cuando Gonzalo sabe lo que ocurrió, o si siempre lo supo y lo consintió.

Él sintió la necesidad de defenderse, pero cómo podía decirle que él también acababa de saber la verdad de toda su historia, que era una víctima igual que ella. Margarita continuó.

—No sé qué hacer, si él lo sabe y no ha dicho nada, quiere decir…

—Cabe la posibilidad de que no sepa nada—interrumpió el Águila.

Ella le miró  airada.

—¡Cómo no lo va a saber, si encontré el diario de mi hermana en su habitación!

Entonces sintió tristeza y dolor. Ya no era una simple sospecha, ni una suposición. Margarita había leído el diario.

—¿El diario de tu hermana?

—Sí, y me enterado que todo lo que ella me había contado era una gran mentira. Gonzalo y yo fuimos novios, nos íbamos a casar. Yo, sabía que ella le admiraba y que sentía una gran devoción, siempre me hablaba de él. Pero nunca pensé que esa admiración que sentía era amor, amor de mujer. Mi hermana me tenía celos, siempre me los tubo, y aprovechó la ocasión para separarnos irremediablemente—sollozó— Yo confiaba en ella.

—Quizá, tu cuñado se enteró después y quiso evitarte el dolor que ahora sientes.

—Puede que tengas razón. Yo no sé, si hubiera hecho lo mismo. Es tan doloroso descubrir que tu vida ha sido manipulada, que has desperdiciado tus mejores años y que estos ya no volverán.  Que ahora podría ser feliz, tener mi propia familia, esa que me arrebataron. Y el amor, ese amor que tengo apolillado y que llevo dormido dentro de mí,  que guardo en mis entrañas soñando que algún día...
El Águila, deseaba abrazarla, consolarla, decirle que él también fue un muñeco en manos del destino, que la quería con locura, que siempre la había querido, y que la deseaba más que nunca. Pero  solo pudo decir su nombre.

—¡Margarita!

Ella más calmada, le llamó.

—Águila.

—Dime.

— ¿Me puedes hacer un favor?

—Si está en mi mano.

Margarita, cogió el diario que tenía  junto a ella sobre las tejas y se lo ofreció.

—Toma, llévatelo, destrúyelo, rómpelo, quémalo, haz lo que sea. Pero que mi sobrino Alonso, nunca pueda leerlo. Ella, al fin y al cabo era su madre, y él la adoraba. No quiero que lo que me hizo mi hermana empañe ni su recuerdo, ni la felicidad de mi sobrino. Nunca debe saberlo, ni él, ni nadie.

Gonzalo se quedó prendado de su bondad y de su nobleza. Y  aunque Margarita, parecía tan débil, el coraje y el arrojo que tenía aquella criatura tan bella y que había sufrido tanto, era más fuerte que el mismo héroe de la villa.

—Cógelo—le apremió—por favor, y prométeme que lo destruirás.

Él lo cogió y le dijo.

—No te preocupes, te prometo que lo haré. Tu sobrino, ni nadie en la villa, sabrán nunca nada de lo sucedido. Confía en mí.

—Por eso te lo doy—respondió.

El Águila lo cogió y le preguntó.

—¿Estás más tranquila?

—Sí, estoy mucho mejor. Gracias, por estar aquí.

—Siempre que me necesites aquí estaré.

El Águila hizo ademán de levantarse, pero Margarita le sujetó del brazo reteniendo la marcha del enmascarado.

—¿Te puedo pedir algo más?

—Tú dirás.

—Puedes quedarte aquí conmigo, un rato más.

El Águila Roja, sintió un pellizco en el estómago y una gran alegría llenó su ser.

—Sí, claro—respondió intentando controlar sus emociones.

—¿Y… puedes abrazarme, y  permanecer junto a mí, mirando las estrellas en silencio?

Él, lo estaba deseando.

—Por mí no hay problema—respondió apenas sin mirarla, para que sus ojos no delataran la felicidad que sentía en aquel momento.

El Águila Roja, volvió a sentarse aproximándose más a ella. Margarita le sonrió y apoyó delicadamente, su cabeza en el pecho del héroe, no era la primera vez que lo hacía, pero si era la primera vez que lo hacía sabiendo que el héroe al que abrazaba era Gonzalo. Cerró los ojos y respiró  profundamente.


Él, al sentir su cuerpo acurrucado junto al suyo volvió a sentir el deseo de besarla, de beber de sus labios ese néctar que lo hacía enloquecer, quería llenarse de ese amor que ella guardaba para él, llenarse hasta  sentirse agotado, pero de nuevo el Águila Roja lo impedía,  no podía hacerlo, no, bajo el disfraz. Para amarla tan intensamente como deseaba, tenía que hacerlo él, Gonzalo de Montalvo. Por eso, el Águila Roja, se limitó a levantar su brazo junto con su capa para cubrir con ella a la mujer que reinaba en su corazón, Margarita. 

Ella se dejó hacer, al sentir como el brazo se posaba sobre sus hombros, se removió en su pecho, hasta sentirse bien experimentando al hacerlo, una sensación de calma. Deseaba permanecer así eternamente, recordaba las palabras que le había dicho hacía unos momentos. El héroe continuaba enamorado de la mujer que nunca pudo olvidar. Una sonrisa afloró en el rostro de Margarita, que a pesar de lo que había descubierto, a pesar del dolor que sentía, sabía que desde aquel momento, todo pertenecía al pasado, que el destino le había puesto en su camino nuevamente,  y que de ahora en adelante, lucharía por su futuro junto a él. Lucharía por su amor. Gonzalo.

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