AR -MI DESTINO ERES TÚ (2)








CAP 35-PREPARANDO LA RECEPCIÓN


Llegaba la noche y la Marquesa andaba nerviosa por palacio. Aquella velada, tenía que ser especial. Ofrecía la fiesta anual en atención al mismísimo Rey de las Españas  y tenía en su poder el quinto evangelio, la llave que doblegaría al clero ante ella y  le abriría las puertas para conseguir todo lo que se propusiera. Caminaba por el salón repasando todos los preparativos del evento con una pérfida sonrisa posándose en su bello pero malvado rostro. Mientras Hernán y ella continuaran teniendo en sus manos el sagrado libro, el poder sería suyo y conseguirían todos sus propósitos. Aquel pensamiento le hacía sentir bien,  se sentía poderosa.

—¡¡Catalina!!—gritó desde el salón principal. Al instante la doncella entraba por la puerta.

—Llamaba la señora.

— ¿Está todo listo?

—Sí, señora.

— ¿El cristal de bohemia, y la cubertería de oro?

—Sí, señora marquesa.

—Estas orquídeas están mustias. ¡¡Tíralas!!

—Pero señora, las acaban de traer del jardín.

—Desde cuando no entiendes mis órdenes. ¿Acaso te he preguntado cuando las han traído, o cuando las han cortado?

—No, señora marquesa, yo solo…

—¡¡ ¿Y por qué no está preparada la tarima de los músicos?!!

Catalina no respondió.

— ¿Catalina...? —La marquesa se giró esperando una respuesta— ¿Te ha mordido la lengua el gato? O ¿Te has quedado sorda de repente?

—No señora.

— ¿Entonces? ¡Contesta!

—No, señora, los músicos todavía no han llegado.

Lucrecia la miró airada.

— ¿Cómo que todavía no han llegado? ¿A qué esperan? ¿Tengo que ir a buscarlos yo misma?

—No, señora marquesa, por supuesto que no.

La marquesa, sujetó su falda con ambas manos mientras hacía un giro en su camino y se dirigía hacia la criada. Al llegar junto a ella, le dijo al oído.

—¡¡Este salón tiene que estar terminado dentro de una hora, antes de que el rey entre por esa puerta!! No quiero ningún fallo, si no está todo en orden, te  mandaré azotar tantas veces como años tienes. ¡¡Te ha quedado claro Catalina!!

—Sí señora marquesa, es que verá yo…

—¡¡No me lloriquees con tus estupideces, y hazlo!!—Gritó mientras se dirigía con paso firme hacia la salida del salón—quiero a los músicos en palacio, ¡ya!

—Sí, señora.

Catalina, con una genuflexión espero a que la señora saliera para dirigirse rápidamente hacia la cocina.

La doncella bajo aprisa por las escaleras y  entro con precipitación. Dio  varias palmadas para llamar al servicio. Al momento, todas las doncellas y criados estaban en fila frente a ella.

— ¡Vamos a ver!—dijo mientras se paseaba frente a ellos— ¿Quién  se encargaba de avisar a los músicos para la recepción del rey?

Todos ellos se miraron entre sí. Todos, menos uno que cabizbajo susurró.

—Yo, era el encargado.

Catalina se paró, y  caminó unos pasos atrás hasta que estuvo a la altura de aquel joven criado.

— ¿Cómo, que tú eras el encargado? querrás decir que tú, eres el encargado.

El muchacho alzó la vista, y con miedo en los ojos dijo.

— ¡Perdóneme!, Catalina, ¡perdóneme!

Ella, que era perra vieja, comprendió que algo  malo había sucedido y para evitar habladurías entre el servicio, decidió disolver la reunión.

—Bueno pues, como ya ha quedado claro. Todos a vuestro trabajo que queda mucho por hacer. ¡¡Vamos!!—acercándose al muchacho le dijo al oído—Tú, te quedas aquí.

El muchacho asintió sin dejar de mirar el suelo.

Una vez el servicio se retiró. Catalina reclamó la atención de aquel vasallo.

—Bien, pues tú me dirás, ¿por qué tengo que perdonarte?, y espero por tu bien que no tenga nada que  ver con la recepción de esta noche.

El muchacho permanecía en la misma posición en silencio.

—Venga muchacho, que no tengo todo el día. ¡Habla de una vez!

—Catalina—dijo con un hilo de voz—que yo…

—Que ¿Qué tú, qué?

—Pues que verá. Hace muy poco tiempo que trabajo aquí, y no estoy acostumbrado a tanta orden—Ella le miró con las cejas arqueadas esperando la explicación.

— ¿Y?—le preguntó apremiándole.

—Pues que…que se me ha olvidado.

La cara de Catalina cambió de expresión. Miró al joven enojada, no podían dar crédito a lo que había escuchado.

— ¿Me estás queriendo decir que no has avisado a los músicos?

—Catalina, yo…

— ¿Y ahora que vamos a hacer?  No da tiempo de ir a buscar a nadie. ¡Dios mío!, la marquesa me mata... —La doncella elevó su mano para atizarle una guantada— Si es que...te daba así en “to” la sesera, a ver si espabilabas.

En aquel momento escuchó una voz que la detuvo.

— ¡Catalina!

Ella, al escuchar su nombre se giró, y vio a Irene que estaba tras ella junto a Laura.

—Señorita—saludó inclinando la cabeza—no la había oído llegar.

— ¿Qué ha ocurrido para que le estés levantando la mano?

—Hay señorita Irene. La señora marquesa me va a matar.

—Cálmate Catalina, y explícame lo ocurrido. Quizá pueda ayudar.

La doncella le puso al corriente.

—Señorita Irene, tengo una idea —intervino Laura.

Las dos mujeres quedaron a la espera de su explicación.

—No te preocupes Catalina—Laura continuó hablando—Creo que puedo ayudar. Deja que el chico se vaya.

—Pero señorita, usted está oyendo lo que dice esta mujer. Si dejo al chico, la próxima vez será peor, y lo malo es que seré yo quien recibirá el castigo.

—Tranquila, ¡Tengo una solución!—volvió a decir Laura.

Irene intervino.

—Haz caso a Laura, déjale.

—Como diga la señora—y dirigiéndose al criado le gritó— ¡Venga lárgate, quítate de mí vista! Ya veremos cómo salimos de este entuerto.

Irene explicó a Laura.

—Si no llegan antes de la llegada del rey al salón, no sé lo que le hará Lucrecia a Catalina, y al servicio.

— ¿Tan cruel es esta mujer?—preguntó Laura.

— ¡Huy! No lo sabe usted bien—respondió Catalina.

Irene,  preguntó a Laura.

— ¿Que has pensado, para poder solucionar el tema de los músicos?

—No se preocupe señorita—habló Laura, guardando las distancias— ¿Sabe usted si hay un arpa en palacio?

— ¿Un arpa?—preguntó sorprendida.

—Sí, señorita yo sé tocar el arpa y puedo suplir la falta de músicos durante la cena, así tendrán tiempo de ir a buscar a los músicos, para el baile que celebrarán después.

Catalina miró a Irene, ambas se sonrieron. A las dos les pareció una magnífica idea.

 Laura esperaba la aprobación, mientras su mente volaba.

— « Por fin tendré a toda la escoria frente a mí. Ahora por fin podré vengarme de todos los que participaron de mi encierro ».

Aquel infortunio era una prueba del destino. Lo que tanto tiempo había ansiado, lo que tantas veces había soñado, lo que había deseado, en pocas horas podría cristalizarse. Por fin tendría a Felipe y a todos los conspiradores donde ella quería.

Irene interrumpió sus pensamientos.

—Laura, que magnífica idea. Un arpa es un instrumento que produce un sonido envolvente relajante y dulce. Sin lugar a dudas es una buena opción escucharla mientras se cena. Pero…lo que  no  sé es  si tendrá la marquesa algún arpa guardada en el desván o en el sótano. Catalina, sabes algo tú. ¿Hay un arpa en palacio?

Catalina dudó unos instantes, pero inmediatamente recordó que hace muchísimo tiempo vio una  guardada en un inmenso salón donde la Marquesa retiraba sus reliquias, muebles viejos y baúles de ropa antigua.

— ¡Sí, creo que sí!—dijo animada.

—Pues anda, no perdamos tiempo.
  
—Sí, señorita Irene, ahora mismo mando a alguien a ver.

Catalina salió a buscar a los criados que deberían ir a por los músicos y a otros que fueran a buscar el arpa al sótano. Laura e Irene se quedaron solas en la cocina.

— ¡Madre! que magnífica idea. Pero…tendrá que ponerse algún bonito vestido, una artista no puede ir vestida así.

—Pero hija.

—Nada, en cuanto venga Catalina nos vamos las tres para allá.

Laura acarició el angelical rostro de su hija y le sonrió.

—Haré lo que quieras hija mía, lo que me digas. ¡Estoy tan feliz!

—Y yo madre, y yo.

Catalina asomó por la puerta de la cocina. Venía corriendo, fatigada.

—Bueno, ya está. En un momento tendremos el arpa en el salón.

—Catalina—preguntó Irene— ¿Has comentado que en ese mismo lugar hay baúles con ropa de la marquesa?

—Sí, señorita Irene —contestó intrigada— tiene un montón de baúles cargaditos de ropa. Ella me pidió que las tirara, pero yo las he guardado como hago con todo.

—Pues no se hable más, vamos a ese lugar, hemos de vestir a Laura para su actuación.

—Tiene usted razón—dijo Catalina— Vamos, sígame.

Las tres se encaminaron hacia el sótano.

Al poco tiempo estaban abriendo los baúles y sacando todo lo de su interior. Había vestidos de todos colores, maneras y estaciones. Laura vio un vestido negro que le pareció apropiado para la ocasión.
—Creo que este me quedará bien, por mi edad y mi posición.

—Laura, —dijo Irene—Este es más espectacular. Piensa que eres una artista.

Irene tenía entre sus manos un bello vestido dorado. Ellos deben creer que eres famosa, y las famosas llevan vestidos ostentosos.

Catalina intervino.

—Ese es precioso. Pero, digo yo. Tendríamos que hacerle algún retoque. Si estuviera aquí Margarita —se lamentó—lo haría en un periquete.

—No te preocupes Catalina—dijo Irene—las monjitas del convento me enseñaron muchas cosas, una de ellas era coser. Así que trae el  costurero de Margarita.

—Pero señorita Irene ¿cómo va usted a coser?

—Catalina, no me importa, tráelo anda no tenemos mucho tiempo.

—Como diga la señora, vuelvo enseguida.

Catalina se marchó, curiosa por el comportamiento de Irene con respecto a Laura, una mujer a la que acababa de conocer y que la había hecho su dama de compañía y ahora le iba a coser el vestido…
—«muy raro me parece todo esto, muy raro»« ¿Qué interés puede tener la señorita Irene en Laura?».
 Laura, estaba contemplando aquel vestido, con el rostro iluminado y una insidiosa sonrisa. Sin pretenderlo iba a comenzar su venganza. Ahora tenía que deslumbrar a todos, había sido una verdadera fortuna que aquel joven se olvidara de ir en busca de los músicos. Dios había empezado a iluminar su camino, a la vez que oscurecería el de Felipe y el de todos los que conspiraron contra ella y sus hijos. Miró a Irene y le sonrió, esta con una dulce sonrisa la apremió.

— ¡Pruébatelo madre!

—De acuerdo, me lo pondré.

Irene, ayudó a su madre a vestirse, era la primera vez que lo hacía, nunca había vestido a nadie, pero en aquella ocasión era diferente, era su madre, la quería y la había añorado toda su vida, ahora no podía dejar de estar junto a ella, de ayudarla en todo lo que podía, de mirarla con devoción y amor, de reflejarse en sus cansados ojos y a la mínima ocasión  llenarla de besos. Ella le había dado la vida y ahora quería compensarla por todas las vicisitudes que la vida le había deparado. Nunca más iba a estar sola, ni su madre, ni ella. 

Mientras la vestía Irene preguntó.

—Y ¿Qué nombre te pondremos?

Laura pensó unos instantes.

—“Loren Risen¹ ”, me llamaré “Loren Risen”.

—“Loren Risen”—repitió la muchacha—Me parece muy bien, madre. ¿Tiene algún significado para ti?

—Porque me lo preguntas hija.

—Por tu mirada. Lo has dicho con una intensidad.

Laura sonrió.

—Me he acordado de una muy querida y vieja amiga mía. Loren, se llamaba, ella fue quien me enseñó a tocar el arpa, si ahora supiera que voy a tocar ante el mismísimo rey de las Españas…—suspiró.

— Pues se sentiría muy orgullosa de ti, como lo voy a estar yo cuando te escuche tocar.

—Gracias hija.

—Madre ¿y el apellido?, ¿pertenece a alguien de tus amistades o de la familia?

—“Mon petite fille”¹, no, ese apellido es en honor a nuestra familia, a nosotras mismas. “Risen”, significa resucitada— Irene la miró con los ojos muy abiertos. Aquel apellido la impactó, y recordó todo lo que ella le había explicado de su encierro. — Porque es eso lo que estoy haciendo. Resucitando para poder encontrar a mis hijos—Laura la miró con dulzura y con los ojos cubiertos por el temblor de las lágrimas continuó—Dios me está abriendo las puertas, me brinda la oportunidad de volver a vivir. De momento, te encontré a ti, uno de mis tesoros “Mon petite”.

Irene, emocionada, respondió.

— Te entiendo madre. Para ti, debe ser algo excepcional poder hacerlo.

— ¡No lo sabes tú bien, hija mía, no lo sabes tú bien!—le dijo mientras sujetaba su cándida tez entre sus manos y pensaba en el momento en que sus ojos se posarían en el monarca.




Catalina había llegado a la estancia y vio a Irene de espaldas a la puerta de entrada ayudando a aquella haraposa mujer a vestirse. No entendía nada, ¿porque aquel comportamiento de Irene, hacia la anciana? Cotilla por naturaleza, decidió quedarse a escuchar la conversación. Se escondió tras la puerta, a esperar que terminaran aquella amena conversación, y escuchó las dos últimas frases.
 Poco a poco comprendió el porqué de tanta devoción.

—« ¡Dios mío!, ¿he entendido bien?—Ahora no le cabía ninguna duda. Irene había llamado a Laura, madre. A Catalina le salió del fondo de su alma una exclamación— ¡¡ ¿es… su madre?!! ¿Laura es la madre de Irene?

Catalina, espero a que terminara la conversación, se recompuso, y entro como si nada.

—Bueno, pues ya estoy aquí, señorita Irene.

Laura, lucía el vestido dorado que habían escogido antes de que abandonara  la alcoba.  A pesar de los años, el vestido le quedaba bastante bien. Estaba delgada y desnutrida, por lo que  tan solo debían ajustar el corpiño a su figura, subir un poco el bajo, y ya estaría todo completo.

—Muy bien Catalina, ¿Qué te parece?

—Precioso señora, le queda divino. Parece una noble.

Laura sonrió. Irene entusiasmada al verla tan elegante continuó hablando a la doncella.

—Catalina, mira cógele con alfileres el bajo del vestido, hemos de dejarla como una reina.
Laura suspiró por el significado de aquellas palabras. Una reina.

Catalina miró a Irene, y vio que en sus ojos había un brillo especial.

—Gracias —le respondió la mujer—pero ya lo haré yo.

—No te preocupes Laura, ¿Cómo vas a cogerte el dobladillo tu misma? Catalina nos ayudará.

— ¡No señora!, la señorita Irene tiene razón. En un momentico lo tengo cogido.

Mientras Catalina hacía la labor de coger el dobladillo, Laura continuó hablando con Irene.

—Y ¿de dónde diremos que eres? piensa que te tienen que presentar.

Laura pensó unos instantes.

—Señorita Irene. Diremos que soy de Francia, y que he venido expresamente para amenizar la velada.

Irene, la miró sorprendida sin comprender, por qué quería decir que era de Francia,  podrían descubrirla y en la alcoba antes de bajar a la cocina le había explicado que la seguían buscando para acabar con su vida. Laura, comprendió aquella zozobra en su hija, la miró y cerró los ojos dándole la tranquilidad que Irene necesitaba. Sabía que no le ocurriría nada, y así se lo transmitió con una dulce sonrisa.

— ¡Está bien!—dijo Irene resignada.

— Señorita, perdone que me meta, pero bien no está. ¡Está perfecto!, espero que todo salga bien y la Marquesa tenga lo que pide—dijo mientras se incorporaba y ayudaba a desvestirse a Laura.

—Aunque…—Laura se quedó pensativa unos instantes

— ¿Qué pasa?— respondió Catalina.

—Tendré que afinar las cuerdas del arpa, quiero probarla antes. No me puedo arriesgar a que suene mal.

—Tienes razón Laura—respondió nerviosa Irene—Está bien, mira, mientras yo coso el dobladillo del vestido Catalina sube contigo—se dirigió a la criada—¡Catalina!

—Sí, señorita Irene.

—Dile a los criados que lleven el arpa a mis aposentos—con rapidez se dirigió a Laura. — ¡Laura!

—Señora.

—Mientras los criados preparan el salón, puedes quedarte en mi alcoba preparando el instrumento. Todo ha de salir muy bien—musitó.

—No le defraudaré señora—dijo Laura.

—Seguro que así será —dijo Catalina—Pero ahora vamos, acabe de quitarse el vestido que nos vamos a trabajar, que yo llevo un retraso que “pa' que”. Les diré a los criados que lleven el arpa a su habitación señorita Irene, tal como me ordena.

—Confío en ti Catalina.

—Y yo confío en que todo salga bien, señorita está mi pellejo en juego.

—Estate tranquila Catalina, saldrá—le dijo Laura con rotundidad, mientras se dirigían hacia la puerta.

 Mientras caminaban hacia la alcoba de Irene, su mente de nuevo volaba libre—«Mi querido Felipe, rey de las Españas, quiero que el impacto al escucharme te produzca el mismo desazón que si vieras a una muerta. ¡¡Porque he vuelto de entre los muertos y eso lo vas a pagar!!».


Hernán llegó a palacio antes de lo previsto. Había estado en los calabozos, pero le había sido imposible concentrarse en su trabajo. Aquel encuentro con el Águila había calado muy hondo en él. El recuerdo de su niñez, el encierro, junto a su familia en aquella torre, le había dejado confundido. Las imágenes difuminadas que había vuelto a revivir le hicieron reavivar sensaciones que creía dormidas llenándole de una profunda nostalgia. Apesadumbrado, andaba por los pasillos de palacio analizando lo ocurrido con el Águila Roja hacía tan solo unas horas.

—« ¿Cómo puede saber tanto de mi pasado? ¿Será cierto que mi madre sigue viva y está en la villa?» 
Ensimismado, y cosiéndose a preguntas, continuó andando hacia su alcoba.

— ¡Hernán!

Lucrecia, le había llamado y se acercaba hacia él con rapidez.


—Lucrecia, ahora no por favor—se adelantó a decirle.

Ella, le miró inclinando la cabeza sin comprender aquella respuesta y haciendo caso omiso continuó hacia él.

— ¿Qué te pasa?

—Nada Lucrecia, déjame.

—Hernán, estás rarísimo. Te conozco muy bien y a mí no me engañas. ¿Qué te sucede?

— ¡Te he dicho que ahora no!—contestó tajante.

Ella insistió.

— ¡No habrás perdido el evangelio! ¿Verdad?

Él, clavó su fría mirada en el rostro de la marquesa y sin mediar palabra continuó su camino.

— ¡Hernán! no me dejes con la palabra en la boca.

—Pues, no hables.

Le respondió llegando a la puerta de su alcoba.

—No tienes derecho a hablarme así.

Hernán antes de entrar contestó.

—No me interesa nada, de lo que me puedas decir.

Y cerró la puerta tras él. Lucrecia quedó fuera y llena de ira gritó.

—¡¡Eres un mal nacido!! A mí nadie me deja con la palabra en la boca. ¡¡Sabes, nadie!!

El comisario desde el interior de su alcoba, escuchó aquella frase y musitó.

—No, no soy un mal nacido. Mi madre no tiene nada que ver conmigo. Este carácter lo he forjado con el paso de los años y por toparme con gente como tú, Lucrecia.

Se aproximó hacia su jamuga y dejó con sumo cuidado su gran sable sobre ella. Las espuelas de sus botas sonaban por todos los rincones de aquella solitaria alcoba. Hernán, mientras retiraba sus guantes de cuero de sus curtidas manos caminaba con paso cansado hacia la mullida cama.

—«De que me sirve toda esta abundancia, de que me vale todo lo que he conseguido, si estoy solo. Ni tan siquiera Irene me ha podido dar un hijo»

Hernán se sentó sobre su cama y cerró con fuerza sus ojos. Quería volver a recordar su encierro, quería volver a ver, aunque solo fuera por un segundo, la añorada, olvidada y dulce sonrisa de su madre. Instintivamente se miró las manos, aquellas manos que habían torturado y ejecutado, a tantas personas. De pronto una pregunta asomó en su interior alertando todos sus sentidos. « ¿Y si alguno de aquellos hombres que había matado, hubiera sido su hermano?» Sintió un escalofrío y la presión de la diminuta mano de su hermano sujetándolo con fuerza mientras le decía. «Tengo miedo…». «No te preocupes, yo velaré por ti…» le había respondido. Hernán, sintió un profundo pesar.

— ¿Dónde estarás hermano? —Susurró. Sus manos cubrieron su rostro con desesperación por el remordimiento mientras apoyaba los codos sobre sus rodillas—Perdóname por no haber podido cumplir mi promesa, perdóname.

Entonces, las palabras del Águila Roja llegaron de nuevo a sus oídos. «… Tu madre vive, y se llama Laura…»  y otra pregunta arrolló su mente. 

— ¿Seguirás vivo, tú también? ¿Y el bebé que llevaba madre en su vientre?

El comisario, dejó caer todo su cuerpo sobre su lecho y en aquel preciso momento le pareció escuchar a lo lejos, el sonido de un arpa. Tumbado sobre su cama, la congoja y el deseo de volver a ver a su madre, impidió que sus ojos se abrieran. Hernán quería perderse en aquel musical sonido, y acunarse entre sus notas, como se acuna un niño en el regazo de su madre. En aquel momento tan íntimo para él, no podía moverse, no podía hablar, tan solo escuchar y recordar a su querida madre, tan joven y tan bella. Su rostro fue humedeciéndose por el llanto que brotaba de sus ajados ojos, necesitaba limpiar su consciencia de todo el dolor que había causado a tantas personas inocentes durante tantos años.

Sintió, como sus entrañas se retorcían y como la agria hiel le subía por su garganta hasta  escapar por su boca y formar una palabra, una palabra que hacía muchos años que no pronunciaba y que siempre, quizá movido por el recuerdo de aquella imagen sin vida y cubierta de sangre sobre la cama, le había dolido pronunciar.

—¡¡Madre!!—sollozó—Hernán, abrió los ojos buscándola en la profundidad de su habitación—Si es cierto que vives, te encontraré y juntos buscaremos a mis hermanos. ¡¡Te lo juro!!

De nuevo, cerró sus ojos para guardar aquella imagen angelical dentro de sus pupilas y evitar que se disolviera como el humo de aquel hogar, escapándose por la chimenea. El comisario, volteó su cuerpo para fundir su rostro en su almohada, nadie debía escuchar su lamento. Nadie podía saber que Hernán Mejías, el comisario de la  villa, estaba solo en su alcoba llorando como un niño. 



CAP 36- DE VUELTA DE ENTRE LOS MUERTOS


Las enormes puertas del salón dorado, se abrieron de par en par. El murmullo que reinaba en la sala enmudeció, dando paso a los golpes secos del báculo, que anunciaban la llegada de Felipe IV,

Todo el mundo reverenció al monarca,  que seguido de su séquito entraba en la estancia.

Lucrecia, miró de reojo a Hernán y le sonrió. Él, esquivó su mirada.  Aunque era una velada informal, la marquesa se sentía feliz de poder recibir en su palacio a tan nobles figuras. Todo tenía que salir a la perfección.  Inmediatamente se dirigió hacia el rey, y con una genuflexión le dio la bienvenida.

—Majestad.

—Marquesa.

—Es un honor que hayáis aceptado la invitación a mi humilde palacio. Os ruego que me acompañéis por favor.

Ella misma le indicó el camino hacia el lugar que le correspondía en la alargada y  decorada mesa, que rodeaba el salón. Una vez el Rey estuvo en la presidencia, todos los presentes se dirigieron a sus asientos. La marquesa miró a Catalina que estaba junto a la puerta esperando sus indicaciones, y dio orden de servir la comida.

Al poco tiempo, los platos estaban repletos de diversos majares, acompañados de un vino de excelente buqué. El Rey conversaba con el Cardenal y el Inquisidor, adornados con la hipócrita sonrisa de la marquesa, que tan solo estaba pendiente del comisario. Este, junto a ella y al lado de su joven esposa,  permanecía ensimismado y ausente de aquel noble  festín.

El rey Felipe, no podía dejar de mirar de reojo a Irene, mientras escuchaba las palabras vacías y ambiciosas del Cardenal Mendoza y del Don Diego, el Inquisidor. Uno quería ser más poderoso que el otro, y el otro más poderoso que el uno. La Reina, junto al Inquisidor, regalaba una sonrisa a cada comentario, sabía que al clero se le tenía que tener contento, ya que  eran  un apoyo a la corona, y un aliado para sus conquistas.

 Irene, nerviosa por la representación que en breves momentos iba a ofrecer su madre, apenas probaba bocado. La frescura de la joven hacía revivir en el monarca, tiempos mejores, aquel vestido que  había elegido Laura para ella la hacía más hermosa, al tiempo que al Rey le atormentaba el recuerdo de su madre, Laura de Montignac.

En cuanto la muchacha cruzaba la mirada con el monarca, y le regalaba una amplia sonrisa, el corazón del rey saltaba en su pecho, el recuerdo del pasado volvía para hacerle sentir una emoción inexplicable. Allí frente a él, se encontraba una de sus tres hijos, compartiendo con él aquella velada, y haciendo que la aburrida conversación de sus acompañantes fuera más agradable al poder disfrutar de la sonrisa, y de los gestos de su hija. Irene se había convertido en una dama,  distinguida, elegante, discreta, culta.

—«Sin duda es una verdadera Austria—pensó el monarca— aunque mirándola bien… tiene más de Montignac»—. Sonrió para sus adentros. El rey Felipe sintió añoranza, y maldijo en su interior, la vida que había perdido junto a  ellos. Pero era el Rey de las Españas, y esa pérdida  fue un precio muy alto, que tuvo que pagar.

En una ocasión, cuando Irene se giró hacia el servicio, los diamantes incrustados en sus pendientes destellaron frente al rey. Felipe, observó aquel destello, agudizando la vista por la curiosidad de aquel intenso brillo, y acto seguido se quedó petrificado. Aquellos aretes que relucían a la luz de las incandescentes velas que cubrían toda la sala,  parecían a lo lejos, los mismos pendientes que un día regaló a su querida Laura. Pero eso era imposible. Según el cardenal, a Irene se la llevó del lado de Laura, en cuanto nació ¿Entonces? ¿Cómo habían llegado hasta ella? ¿Quien se los había dado? ¿A caso el Cardenal le había mentido y había seguido viendo a Laura a sus espaldas? No, eso no podía ser, Agustín lo hubiera sabido. Además fue el cardenal, el que le había notificado que Laura había muerto. Miles de preguntas se apelotonaban en su cabeza. Inmediatamente miró al Cardenal con desconfianza, este que continuaba conversando con el inquisidor y Lucrecia, sintió como la profunda mirada del monarca, se clavaba sobre él  y le preguntó risueño.

—¿Os ocurre algo, Majestad?

Felipe, alzó el rostro altivo y respondió.

—No, Cardenal. Simplemente me he deslumbrado por el brillo de los pendientes que  luce su sobrina. Esas piedras deben ser muy valiosas para que reluzcan tanto.  Y me preguntaba si habían sido regalo  de algún antepasado suyo.

Irene, palideció. El rey se había fijado en aquellos pendientes, por lo que el Cardenal se daría cuenta de ellos también. Este, arqueó sus cejas, ante aquella banal pregunta,  y miró con curiosidad a su sobrina. Lucrecia hizo lo propio. ¿Qué clase de pendientes serían esos que hasta el mismísimo rey había reparado en ellos? Aquella pregunta para nada era normal. ¿Porque el Rey se había fijado en aquellos pendientes? El Cardenal, reconoció aquellos rubíes que relucían en el óvulo de las delicadas orejas de Irene. Hasta aquel momento no se había percatado de los pendientes de Irene, inmediatamente una noble mujer vino a su mente. Laura de Montignac, ella siempre  lucía esos  aretes en las fiestas que organizaba la nobleza francesa, o a las que asistía como invitada, aunque no era muy típico entre los nobles repetir joyas a ella le daba igual, era una persona diferente al resto de los nobles. Laura era especial y aquellos pendientes eran sus preferidos. Entonces, la duda le cubrió como una pesada capa oscura y se implantó en él en forma de pregunta. ¿Quien le habría dado esos pendientes a su sobrina? ¿De dónde los habría sacado? Él, había acabado con todo lo que pudiera relacionarla con Laura, había eliminado a todas las personas que en algún momento de sus vidas habían tenido algo que ver con ella y su sobrina. No había dejado ningún cabo suelto. No entendía nada de todo aquello. Irene había permanecido en el convento desde niña, y nadie sabía de ella. 

Sobreponiéndose a aquel inquietante descubrimiento, miró altanero al rey y respondió con sorna.

—Majestad, esos pendientes eran de mi  cuñada, la madre de Irene, que Dios la tenga en su gloria—Y mirando a Irene continuo—Aun recuerdo cuando su madre se los dio, en su lecho de muerte, un recuerdo que aún duele en el alma ¿lo recuerdas Irene?—el cardenal la miró fijamente, esperando que su sobrina le siguiera la farsa—¿recuerdas cuando te los dio tu madre?

—Sí, tío—contestó con un hilo de voz—lo recuerdo—pero una fuerza interior la hizo reaccionar—, pero preferiría no hablar de ello, me entristece aquel momento, prefiero recordar a mi madre tal y como era, dulce y bella.

El Cardenal, movió su cabeza hacia un lado, intentando comprender el significado de aquellas palabras, Irene nunca le había hablado tan altiva, y rotunda. El rey miró a Irene con remordimiento, y tristeza ya que su hija había vivido una vida de engaño.

En aquel momento,  la joven vio como Laura franqueaba aquellas grandes puertas y se removió en su asiento. Sin pretenderlo, la mujer había salvado a su hija de las peguntas inquiriosas del Cardenal, que con una mirada desafiante y taimada, no apartaba sus ojos de Irene. Laura, parecía una reina, el vestido dorado, a juego con el tocado que llevaba prendido en el peinado que Irene había ordenado a sus doncellas que le hicieran, le daba un porte muy especial.

Laura, barriendo con su mirada el lujoso mosaico, fue caminando lentamente hacia el centro del salón, donde debía presentar su respeto al rey, para después volver sobre sus pasos y dirigirse a la tarima.

A cada paso, sentía, como el corazón se aceleraba,  como su sangre corría a borbotones por  sus venas, y  como la respiración se le entrecortaba.

—«¡Ahora, no!—Se decía —Ahora no puedo fallar, debo continuar. Se lo debo a mis hijos, y sobre todo a  mi dulce Ana, que hoy está aquí»— Cerró  los ojos con fuerza,  respiró profundamente y reverenció ante el monarca, mirando de soslayo a Irene, que desde su asiento, le regalaba una sonrisa amplia y limpia, como su joven corazón. Laura cerró sus ojos, asintiendo con la mirada, y dándole la tranquilidad que Irene necesitaba en aquel instante. Después se irguió y se encaminó  hacia la tarima.
Nadie más, se percató de la presencia de aquella noble mujer. Laura, aproximó la jamuga al arpa y se sentó en ella.

Irene, nerviosa, advirtió a la marquesa, interrumpiendo su conversación.

—¡Lucrecia!, la concertista está esperando para empezar.

Lucrecia, la miró airada y le respondió.

—¡Irene, compórtate!, ¡ya no eres una niña! Su majestad ya sabrá cuando desea escuchar la música y el será, el que decida dar paso a la solista para que empiece. ¡Es que nadie te ha enseñado modales!
Felipe, al escuchar la reprimenda de Lucrecia, intervino.

—Lucrecia, Irene es joven y tendrá ganas de escuchar la música. —Sonrió mirando a Irene—Es lo que tiene la juventud, ese punto de ilusión y espontaneidad—El Rey Felipe, volvió a mirar a la marquesa—¿Acaso, en vuestra juventud, no pensabais y hacíais igual  que ella marquesa? Para una jovencita como ella, debe ser muy aburrida la conversación que estamos llevando en la mesa—volvió a mirara a la joven— ¿Verdad, Irene?

Lucrecia, entró en cólera, pero se contuvo. Le había hablado como si fuera un vejestorio. Acaso el monarca estaba sintiendo debilidad por la juventud y belleza de Irene. Ella todavía era joven y bella, y su experiencia era un grado para los deseos del rey. La respuesta del monarca despertó en ella animadversión hacia la joven.

La muchacha, se disculpó.

—Disculpad, alteza.  No pretendía  deciros lo que debéis hacer. Solo quería saber si…

—¡Bueno, Irene! Ya está, creo que te ha quedado claro, no sigas molestando al rey—interrumpió Lucrecia.

Felipe, sonrió dulcemente a Irene. La reina se dio cuenta de aquel gesto, y de las palabras del monarca y miró celosa a la joven. El rey continuó hablándole.

—Irene, ¿quieres ser tú, la que dé la orden?

—Majestad, ¿yo?— dijo con brillo en los ojos.

—Porque no, te cedo el honor de hacerlo. Seguro que tu tío, el Cardenal, nunca te ha ofrecido la posibilidad de hacer algo parecido, y en el convento no creo que hayas tenido tiempo de mucha música. ¿Me equivoco cardenal?

—Tío, ¿puedo?—Preguntó Irene.

El Cardenal, respondió.

— Irene, no tienes que pedirme permiso, es un deseo del rey y al rey no se le contradice—Y mirando a este le respondió—Estáis en lo cierto majestad, he estado toda mi vida tan ocupado sirviendo a vuestra alteza y a mi reino, que poco tiempo me ha quedado  para acompañar a mi sobrina a fiestas de la nobleza, y realmente majestad, tengo que decirle que creo que para Irene ha sido mucho mejor, no creo que se haya perdido nada por no asistir a esas fiestas frívolas de la aristocracia.  En cuanto por lo que para mí respecta, será un honor que mi sobrina de esa orden majestad.

—Pues, no se hable más, continuemos con la cena. Que, por cierto marquesa, esta  exquisita.
Lucrecia, asintió con una pérfida sonrisa—No se merecen majestad, todo es poco para el Rey de las Españas—respondió  al tiempo que levantaba su copa y pedía  un brindis a los invitados.

—¡Marquesa!—Interrumpió Irene—permíteme que sea yo quien lo haga, ya que el rey me ha cedido el honor para que sea yo la que dé comienzo a la música, quiero dedicarle este primer brindis.
Lucrecia, mordiendo el odio que se apelotonaba en su viperina boca, asintió en silencio, moviendo su mano para que ella diera paso al brindis.

Irene se incorporó de su asiento.

—Pido un brindis, por nuestro Rey Felipe lV, rey de las Españas y señor nuestro—levantó la copa y dijo—¡¡Viva el Rey!!

Todos los presentes alzaron la copa también, y gritaron al unísono.

—¡¡Viva el Rey!!

Lucrecia, aproximó su rostro a Hernán y le susurró.

—No sé como lo hace tu mujercita para tener tanta permisividad de todo el mundo, tienes que tener cuidado con ella, el protocolo no se lo salta nadie, por muy sobrina del cardenal que sea. Por mucho menos he visto como el rey echaba de su mesa algún que otro noble, y si supiera el rey que Irene, ni lo es.

Hernán, que permanecía ensimismado junto a ella, contestó molesto.

—Irene, no será de noble cuna, pero es una mujer de los pies a la cabeza, y que además de ser hermosa, es de sentimientos puros y honestos. Tres virtudes que regala a todo el mundo y que nadie escapa a ellas. Pero tú, eso no lo ves, ni lo entiendes. Porque el ego, el poder y la prepotencia te ciegan. Además, mi querida marquesa, no solo ella, no nació en noble cuna. Alguien más en esta tan soberana  mesa, nació plebeya, que no se te olvide.

—Eres insufrible—contesto la marquesa. Hernán, se aproximó a ella, y le dijo con socarronería—Te conozco marquesa,  tu a mí, no me engañas,  lo que realmente te molesta, es que tu querido rey, te haya dicho que tú ya no eres tan joven como te crees que eres—Lucrecia, miraba a todos los comensales y ofrecía una fingida sonrisa. Hernán continuó importunando— Los años, no pasan en balde Marquesa, y ya te dije hace tiempo, que es muy triste envejecer solo y ese, es el camino que tú has elegido por consiguiente es lo que tienes—y llevándose comida a la boca continuó diciendo— Y si miras a tu alrededor, comprobarás que estás completamente sola, Lucrecia. ¡Sola!

Su voz sonó firme y dura, como la coraza que cubría el corazón roto del comisario de la villa. Lucrecia, lanzó una mirada inquisidora a Hernán y este le respondió con una pérfida sonrisa.  Mientras, Irene, daba la orden de que Laura, su madre, comenzara a tocar, para amenizar la cena.
Irene ordenó.

—¡Que empiece la música!

Los frágiles y delgados dedos de Laura, empezaron a  acariciar aquellas afinadas cuerdas de la vieja y resucitada arpa. Laura, empezó a tocar una pieza conocida por todos, una pieza que sabía de antemano les iba a relajar. Inmediatamente el ambiente del lugar empezó a ser más cálido, y apacible,  en unos minutos, la música envolvió a todos los presentes relajando el ambiente.

El vino, la charla y alguna que otra risa fingida, empezaron a llenar aquella sala, mientras que Laura, ya  tenía en mente, la siguiente pieza que iba a tocar. Era el momento esperado. Antes de comenzar la nueva pieza, Laura, armándose de valor, se irguió altiva. Desde la tarima donde tocaba el arpa, fue mirando uno a uno a todos los comensales, recordando a cada uno de ellos. Los tenía allí, frente a ella. En la misma sala, como en tiempos pasados. Pero ahora era diferente, ahora ella no participaba de aquella velada en el lugar que le correspondía. En su lugar había una dama que la había sustituido, y que había vivido su vida y disfrutado de su marido, por ella. En su lugar estaba Mariana de Austria.
Ante la larga pausa de la música, el Rey Felipe, con curiosidad, miró hacia el lugar donde estaba la solista y fue entonces, cuando sus ojos se  encontraron nuevamente. Hacía muchos años que Laura no le había visto, y que sus miradas no se cruzaban, pero ella se mantuvo firme, e inmóvil frente a él. La fuerza de su venganza, hizo que retuviera la mirada del rey unos instantes, y muy a su pesar, sintió un pellizco en su pecho, que le hizo dar un vuelco, a su cansado corazón. Con las lágrimas luchando por huir de aquel dolor que sentía al verlo, mantuvo su dignidad y su entereza, mientras sus dedos buscaban ciegos, los acordes que años atrás, Felipe, había escuchado una y otra vez, embelesado por aquella atrayente música celestial, que ella, en todos sus encuentros y en tantas ocasiones, le había deleitado como preludio de su apasionado amor.

Aquellos acordes llenaron el silencio de la sala, y  llegaron a todos los presentes de distinta forma. Al momento, el Cardenal, el Inquisidor, el Rey y Hernán, miraron hacia la solista. 

El Rey no podía apartar los ojos de Laura. No podía ser, era imposible. ¡Laura había muerto! Pensó deprisa, pero no podía decir ni hacer nada. Aunque él era el Rey de las Españas, grande entre los grandes y en su reino nunca se ponía el sol, en aquella ocasión era como un plebeyo más. ¿Qué podía hacer?  No podía poner al descubierto su pasado, no podía dar un paso en falso, pero aquella mujer que le miraba con una profundidad que le heló la sangre, era Laura, y él en su interior lo sabía. Aquella música, su figura, su rostro, aunque desmejorado por el paso del tiempo, le decían que era ella. Felipe, sintió el impulso de ir hacia ella, de hablar con ella y preguntar muchas cosas que habían quedado en su interior durante muchos años. Pero su dinastía le impidió hacer tal cosa. Sin comprender nada y buscando una explicación de todo aquello, miró al Cardenal, pero comprobó que él tampoco sabía nada, y que estaba desconcertado, al igual que él. El Cardenal Mendoza, estaba pálido como el mármol, y miraba atónito a Laura,  a la vez que el Inquisidor lo miraba a él.
Laura, todavía con sus ojos clavados en Felipe, disfrutaba de aquel momento, ella, le miraba con resentimiento intentando llegar al fondo de su alma. Había llegado el momento que tanto esperaba, que la mantuvo viva durante tantos años y ahora tenían que pagar todo su cautiverio. Lentamente, con su mirada, recorrió la larga mesa hasta que la posó sobre el Cardenal Mendoza. Él, al mirarla de nuevo, después de tantos años, tuvo que cerrar sus ojos para poder reaccionar y poder pensar con raciocinio, pero la imagen de aquella mujer ensangrentada sobre el camastro de aquella vieja casucha en las afueras de la villa, volvió a azotar su mente con fuerza. Ahora esa mujer estaba allí, y aunque los años habían ajado su blanca tez, seguía manteniendo aquella belleza serena y dulce. Y sus ojos, aquellos hermosos ojos chispeantes, de mirada tierna, ahora se habían tornad  hirientes, llenos de  un odio infinito, y de un profundo rencor. Esa mirada se clavó como una espada en su corazón. El Cardenal sintió en su pecho un dolor punzante, que no le dejaba respirar.

El inquisidor, al escuchar aquella música, quiso preguntar al Cardenal de donde recordaba aquellos bellos acordes, pero el prelado, no le podía contestar, estaba pretérito. El inquisidor, entonces, recordó donde había oído antes aquella armoniosa melodía, y  recordó a Laura. Al instante, volvió a mirar al Cardenal, percatándose de la expresión de dolor que este sentía en aquel momento, volteó mirando hacia el Rey, encontrando a su majestad con su mirada perdida en aquella dama. Rápidamente, miró hacia aquella mujer y ante su asombro, comprobó, que allí estaba ella, había vuelto del infierno, aquella imagen no podía ser real, era una aparición. Laura estaba muerta. Esa mujer no podía ser ella. Sabía perfectamente que no era posible. Por aquel entonces, el inquisidor había colaborado estrechamente con el Cardenal Mendoza y él fue, el que más tarde, llevaría el certificado de defunción a Francia, ante los marqueses de Montignac. Todo aquello era una  dramática coincidencia.
Desde el otro lado de la mesa, Hernán también miraba aquella mujer, pero de forma muy diferente a ellos, y era el único a que Laura no buscaba con su mirada. Al sonido de los acordes Hernán, empezó a recordar pasajes de su cautiverio en la torre. Esa música, esas notas. Eran precisamente las que tocaba su madre en su encierro. El comisario, con aquel recuerdo en su mente, giró muy lentamente su cabeza para poder ver a aquella mujer que tocaba tan celestialmente los acordes de su niñez. El corazón le palpitaba con celeridad, sintiendo una agitación y ansiedad por adivinar quién tocaba el instrumento. Pero al mirar a la dama, sus ojos descubrieron a una mujer que conocía, el comisario se quedó aturdido, confundido pues reconoció en aquella dama, a la doncella de su esposa.

Poco a poco recordó cuando aquella doncella, sufrió un desvanecimiento y cuando la dejó  sobre la cama de Irene,  y como la mujer le miró cuando se despertó junto a él para darle las gracias. En aquel momento, había sentido algo inusual en su interior, y ahora… aquella música. Todo aquello parecía muy extraño. ¿Quién sería aquella extraña mujer que tocaba los acordes de su madre como los ángeles a la vez que era la doncella de su esposa? A su cabeza volvieron a resonar  las palabras del  Águila Roja «... Tu madre vive, y se llama Laura…» 

Desconcertado, miró a Irene.

—Esa mujer, es…

—Sí, es mi doncella ¡¡La recuerdas!!

El comisario, volvió a mirarla. Aquella música…

—Irene, ¿Cómo se llama tu doncella?—preguntó con excitación contenida.

—Se llama Laura, Hernán. ¿Por qué? —preguntó alarmada, ante la pregunta.

Un escalofrío cubrió al comisario, de los pies a la cabeza y de nuevo las palabras del Águila penetraron en su mente«…Tu madre ha permanecido encerrada durante años. Pero por fin está libre, y te está buscando, a ti y a tu hermano…Debes encontrarla, búscala en la villa, protégela… protégela … protégela …» El comisario con la mirada perdida en su memoria, volvió a mirar a aquella extraña mujer. Miró sus ojos, miró su pelo, sus manos, sus labios, buscando algún recuerdo, algún indicio que pudiera responder a esa zozobra que sentía. Hernán no podía dejar de mirar a aquella mujer. Él, no tenía ningún recuerdo de su madre, había borrado todo lo anterior a aquel fatídico día donde Agustín  los había encontrado bajo las escaleras de la  vieja casa. El comisario, tan solo recordaba la muerte de su madre....Por un momento el compás de aquellos acordes que había escuchado infinidad de veces, le hizo sentir en su piel, la caricia de las manos de su madre, cuando cada día al caer el sol les arropaba en su cama, y  les daba junto a un dulce beso, las buenas noches.

Lucrecia, que miraba al Rey, se dio cuenta de su expresión y preguntó inquieta.

—¿Pasa algo majestad? ¿Hay algo que os disguste de la solista? Si no os gusta la música le digo que se retire.

Él todavía exhausto por aquella impresión, apenas pudo hablar.

—¿Majestad?

—Felipe, te encuentras bien—preguntó la reina.

—Está bien—gritó Lucrecia—¡Sacad a esta mujer del salón!

—Pero marquesa… corrió Irene a intermediar por Laura.

Entonces el  rey, reaccionó.

—¡No, no! Al contrario, esa música es maravillosa —dijo sin dejar de mirar a Laura—es una música, exquisita, me ha transportado al mismísimo cielo.

Laura le mantuvo la mirada, levantando el mentón. Él emocionado, preguntó con  voz queda.
—¿Quién es la concertista?

Todos miraron a Laura. Lucrecia, miró a Catalina que se acercó al instante.

—Señora marquesa, usted dirá.

—¡Catalina! Como se llama la solista.

—“Loren Risen” señora.

Felipe, recordó que Loren era el nombre la preceptora de Laura,  y “Risen”  significaba “resucitada”. El monarca, miró de soslayo a Laura, que continuaba acariciando aquellas cuerdas con delicada armonía  mientras le miraba fijamente y  preguntó a la doncella con voz, trémula.

—¿Y… de donde es?

—Con permiso alteza—contestó Catalina—, la solista es de Francia, Loren es francesa, aunque nos ha dicho que lleva muchos años aquí, en España.

En aquel momento, Felipe sintió que el mundo se abría a sus pies.  Aquella mujer había vuelto de entre los muertos. Aquella mujer sin duda alguna,  era Laura de Montignac. El Rey, se sintió mal.
—Majestad, está pálido—apremió Lucrecia.

—¡Felipe! ¿Qué te ocurre?— preguntó la reina.

Todos los comensales miraron al monarca.

—No me siento bien, quisiera retirarme—El Rey se incorporó torpemente—Marquesa, me temo que tendremos que pasar la noche en su palacio. Me siento incapaz de volver al mío en este estado.

—Como desee excelencia.

Miró a Catalina.

—¡Catalina! Llama a un médico, y acompañad al Rey a la habitación del ala norte de palacio. Anda rápido.

—Inmediatamente, señora.

—No hace falta marquesa—habló el Rey—siempre viajo con el mío propio.

—Como deseéis majestad—de nuevo se dirigió al servicio— ¡Venga, a prisa! Que esperáis.

—Sí, señora.

 Catalina salió corriendo y se dirigió hacia el ala norte de palacio. El Rey fue acompañado por sus lacayos a su alcoba. Laura, no dejó de mirar al monarca en ningún momento, hasta que este desapareció por la puerta. El cardenal todavía permanecía en su asiento, manteniendo los ojos clavados en Laura, con sentimientos contradictorios, por un lado pensaba en lo que había fallado para que estuviera de nuevo entre ellos,  y por otro lado, dando las gracias a Dios, porque estuviera viva. Lucrecia llamó a Catalina, que ya había vuelto al salón.

—Cata, toma—sacó un saquito de piel y le dio un puñado de maravedís—paga a los músicos y diles que no hay baile que se suspende por una indisposición del rey.

—Sí, señora como usted ordene.

Tras unos minutos de cortesía, todos los presentes se retiraron a descansar. Uno a uno todos los comensales, fueron retirándose a sus aposentos. El Cardenal Mendoza, todavía con el corazón encogido, miró fijamente a Laura al pasar junto a ella, el inquisidor hizo lo mismo que el cardenal, ella, altiva, soportó ambas miradas hasta que los perdió tras la puerta de la sala. En un momento  se quedó sola con el servicio.


Al cabo de unos minutos, Irene escucho como alguien golpeaba a  su puerta, imaginó que era su madre y le abrió rápidamente dejándola entrar.

—Hija, debo cambiarme de ropa lo antes posible, y deshacerme el peinado.

—Pero madre, si está preciosa. Ha estado genial. Qué bien toca el arpa, me gustaría que me enseñara.

—Gracias cariño, pero ahora necesito cambiarme rápido.

—¿Pero… que pasa? ¿Por qué tanta prisa?

Mientras Laura se iba quitando el vestido respondió a las preguntas de Irene.

—Hija, en la cena se encontraban los que urdieron mi encierro, y puede que me busquen con palacio, aún estoy en peligro, entiendes.

Irene, asustada ayudó a Laura a desvestirse.

—¿Estaban allí?, madre ¿quiénes eran? ¿No sería mi esposo verdad? Preguntó por ti de una manera extraña–Hablaba nerviosa.

Laura, caminó hacia el biombo para poder vestirse con las ropas de doncella.

—No, tu marido no. Piensa que él entonces tendría… —se quedó pensando—¿Cuántos años tiene tu marido?

Irene, respondió desde el otro lado.

—Cuarenta y dos. Hernán tiene cuarenta y dos años. Los cumplió  hace poco, antes de contraer nupcias.

Laura, sintió un hormigueo en su cuerpo, y se quedó inmóvil. Cerró sus ojos, recordando el rostro de su hijo, Hernán, aquel apuesto príncipe, que tanta compañía y ánimos le dio mientras estuvo junto a ella, el que le ayudaba a cuidar de su pequeño Gonzalo. Cuarenta y dos años eran justos los que debería tener su hijo mayor en aquel momento, si estaba vivo. La mujer acongojada por el recuerdo,  acabó de vestirse, y salió lentamente del biombo.

—Madre, ¿le pasa algo? Está pálida—dijo mientras sujetaba el brazo de  Laura.

La mujer le respondió.

—Muchas emociones para mi cansado corazón, hija, muchas emociones. He pasado de no ver, ni saber de nadie en muchos años, a encontrarme con todo mi pasado en un solo día,  y estoy muy cansada, hijita, muy cansada.

Laura, no podía dejar de pensar en lo que acababa de escuchar de boca de Irene, su esposo tenía cuarenta y dos años, además se llamaba Hernán. Miró a su hija que la contemplaba con dulzura y preocupación.

—Madre, vaya a descansar, mañana ya seguiremos conversando, llamaré a una doncella para que la acompañe.

Laura no escuchaba a su hija, solo pensaba en aquel pequeño detalle y de pronto una angustia irrumpió en su cuerpo como un vendaval. «¿Y si Hernán fuera mi hijo?»

—Madre,¿ me escucha?

Entonces, al escuchar a Irene volvió en sí. La miró y comprendió que aquello que pensaba no podía ser. Irene estaba casada con Hernán, en consecuencia no podía ser su hijo, de lo contrario…

De pronto la puerta se abrió, y apareció Hernán Mejías.

—¡Hernán, no te esperaba!— se apresuró a decir Irene, ante la mirada incierta de su esposo.

—Irene, por favor, déjame a solas con esta doncella.

—Pero Hernán.

—¡Obedece!

La voz de Hernán sonaba dura, pero relajada al mismo tiempo. No había gritado como en otras ocasiones, no sabía bien como tomarse aquellas palabras, pero Irene, miró a Laura, y con un profundo pesar salió de la habitación. Tras cerrar la puerta, Hernán caminó unos pasos hacia Laura que permanecía inmóvil en el mismo lugar intentando pensar en su momentánea reflexión. Las espuelas del comisario de la villa, resonaron por toda la alcoba, mientras se acercaba a paso firme hacia Laura.  Al llegar junto a ella, se inclinó para decirle.

—Ahora usted y yo vamos a hablar largo y tendido.

Laura le miró a los ojos fijamente.

—Lo que usted diga, comisario.


A Hernán se le aceleró el pulso y se perdió en los profundos y bondadosos ojos de aquella mujer.



CAP 37-LÁGRIMAS DE DOLOR.

La puerta  se abrió con brusquedad. El comisario de la villa volteó con brío para ver quien había osado entrar de aquella manera en la alcoba de su esposa. Pero su rostro pasó del enojo a la sorpresa, al encontrar  frente a él a un rollizo y sonrosado cardenal, con los brazos abiertos de par en par, sujetando aquellos grandes portones.

—¿Deseaba algo cardenal?—preguntó con sarcasmo.

Laura, bajó su mirada al suelo, no podía ni quería que el cardenal la interrogara, sabía que la buscaba a ella y debería salir de allí de inmediato, pero si se marchaba de aquella estancia, tampoco tendría la oportunidad que le había deparado el destino para averiguar si realmente ese hombre tan rudo, que tenía frente a ella, era su hijo.

El Cardenal inmóvil en la puerta, continuó hablando con el comisario con su característica mordacidad.

—¡Pensaba que sería a mi sobrina a la que me encontraría aquí! Y me encuentro, al comisario de la villa—El cardenal, miró deliberadamente todo su entorno—¿Es que esta no es su alcoba?

—Por supuesto cardenal—respondió el comisario—. Esta es la alcoba de Irene… pero creo que últimamente, la edad, le falla bastante—El cardenal miró al comisario, y Hernán continuó hablando, mientras caminaba hacia él, con el inconfundible sonido de sus espuelas—¿Acaso no recuerda su altísimo, que yo soy su esposo y que compartimos alcoba?

—¡¡Ah!!—Respondió irónico—¿Ahora compartís alcoba?

Hernán movió su cabeza, molesto por aquella pregunta, sin apartar su fría mirada del prelado.

—Será que te tendrá lástima después de tu ceguera—continuó el cardenal.

—¿Ha venido hasta aquí a provocarme eminencia?—respondió lleno de ira contenida, mientras el cardenal continuaba hablando.

—No me mires así comisario. Sabes al igual que yo, que entre vosotros tan solo existe, un mero contrato, así que déjate de sentimentalismos. ¡Y bien!, puesto que mi sobrina no se encuentra, no puedo perder el tiempo con devaneos, ni problemas de alcoba, para eso está en confesionario—El cardenal,  dirigió su mirada hacia la doncella y le preguntó— mujer ¿sabes dónde está mi sobrina?

Hernán miró de nuevo a Laura. Ella, levantó su mirada y miró al comisario con tristeza por aquella interrupción, intentando buscar en el interior de aquella gélida mirada algún recuerdo, que pudiera albergar algún detalle o algún indicio de que el comisario de la villa, era uno de sus hijos. El Cardenal, ante la pasividad de la doncella, volvió a preguntar más irritado.

—¡Es que estás sorda! ¿Dónde está mi sobrina? ¡Es importante que la vea!

Laura, resistiéndose a dejar de contemplar la perdida mirada de Hernán, y ante la irritación del cardenal, guió sus ojos hasta los del  prelado y fue en aquel momento cuando el cardenal Mendoza, se dio cuenta que aquella doncella, era Laura de Montignac.

—Eminencia— respondió con voz firme.

Él escuchó aquellas palabras que lo trajeron de vuelta a la alcoba,  no la había reconocido con aquella vestimenta. Recobrando su compostura escuchó a la mujer— la señorita Irene ha salido sin decir a donde iba. Yo estaba recogiendo la ropa de su alcoba, pero enseguida voy a buscarla.

Laura, recogió entre las cosas de Irene, el vestido que había llevado en la recepción y se encaminó hacia la puerta con paso veloz, caminaba erguida, con el rostro en alto, sabía que el cardenal la había reconocido, pero mientras Hernán estuviera presente, no debía temer ninguna acción contra ella, sabía que el Cardenal tendría mucho cuidado en desvelar su identidad.

De pronto, al pasar junto a él, unas fuertes y gruesas manos le barraron el paso, agarrando su brazo con fuerza. Laura, se paró en seco, suspiró profundamente y armándose de valor, giró su rostro hasta tenerlo frente al del cardenal, en aquel momento, los dos, frente a frente, se miraron, buscaban cada uno en el interior del otro, respuestas. Él  agudizó su mirada intentando penetrar en  los ojos de Laura, pero ella soportó su mirada con el orgullo que le daba su linaje.

Mendoza, al sentir aquella desafiante mirada, aquellos ojos que se clavaban en su alma y que  durante tantos años le habían martirizado en sus largas noches de soledad, sintió un escalofrío que le recorrió todo su cuerpo. Ella, frente a él, permaneció expectante a sus palabras y a sus gestos, sin mover un ápice de sus ojos. Pero el cardenal enmudeció, no pudo emitir sonido alguno, solo podía mirarla. Laura, disfrazando el temor que sentía ante aquel hombre de tan alto poder, lo transformó en soberbia y le preguntó.

—¿Desea algo su ilustrísima?

El comisario, desde su lugar, observaba la escena, y veía como aquella mujer se le escabullía sin poder impedirlo, pero no podía levantar sospechas ante el cardenal, no podía demostrar su  preocupación y sus dudas. Recordó las palabras del Águila Roja, previniéndole de la vulnerabilidad de su madre, y del peligro que corría, lo mejor sería dejar actuar al cardenal y después ya encontraría la manera de hablar con la doncella, para que tranquilamente, pudiera preguntarle sobre su madre, si el cardenal sospechaba cualquier debilidad  la usaría en su contra a la menor oportunidad. El comisario esperó a que el prelado hablara.

Laura, viendo que el cardenal no decía nada, se sintió fuerte y  miró aquella mano que le sujetaba el antebrazo, volviendo a mirarle  desdeñosamente para decirle.

—Si me disculpa. Voy a ir a buscar a Irene.

Ninguno de los dos pudo evitar que Laura se alejara de la alcoba. Ambos habían llegado hasta allí, intentando encontrar a la misteriosa mujer, los dos hombres  querían quedarse a solas con la doncella y poder preguntarle todas aquellas dudas que su persona, habían despertado de su interior, llenando sus espíritus a uno de inquietud y al otro de desaliento. Pero Laura, hábilmente se  había  escabullido de nuevo  y se dirigía hacia la cocina a gran velocidad.



Al llegar a la cocina, encontró a Catalina.

—Catalina, menos mal que te encuentro ¿me podrías ayudar?

La doncella la miró desconcertada.

—¿Ocurre algo Laura?

La mujer, miró hacia las escaleras y después por detrás Catalina, comprobando que estaban solas en aquella estancia. Asió su mano sobre el brazo de la doncella y le dijo en voz queda.

—Necesitaría que me hicieras un favor.

—¿Usted dirá? Pero ya me marchaba—respondió servicial, recordando que Laura era la madre de Irene.

—Tendría que esconderme, ¿hay alguna habitación en palacio o algún lugar en la villa donde pueda pasar la noche sin que nadie lo sepa?

—¿Pero qué ocurre? ¿Por qué tiene que esconderse?

—Es una larga historia Catalina, que ahora no te puedo explicar, pero confía en mí por favor, te agradecería que me ayudaras, es una cuestión de vida o muerte.

—¡Mujer, me está asustando!—se alarmó la doncella.

—Ya te explicaré, pero dime Catalina. ¿Sabes de algún sitio, si o no?

Catalina, se quedó unos instantes mirando los cansados ojos de Laura, la desesperación que emanaban la hizo reaccionar. Se movió deprisa dirigiéndose hacia la puerta, miró de un lado al otro, caminó hacia la escalera asegurándose de que nadie podría escucharlas. Volvió presurosa junto a  la dama.

—Que conste que lo voy a hacer, pero porque es la doncella de la señorita Irene, porque si la marquesa se entra me degüella. ¡Bonica es! Y prométame…

—Sí, Catalina, te prometo todo lo que quieras pero guíame por favor, aquí en la cocina corro peligro.
—Está bien, está bien, ¡sígame!

Las dos mujeres subieron rápidamente por las escaleras, y se dirigieron hacia una de las habitaciones que permanecían escondidas tras las paredes de uno de los salones de palacio.

Instantes después el comisario entraba en la cocina, buscando a aquella mujer que tanto tenía que explicarle. Pero comprobó que la estancia estaba vacía.

—¡¡Maldición!!—masculló apretando su puño.

Entonces, escuchó unos ligeros pasos que  bajaban  hacia allí y sin saber por qué, decidió esconderse, pensando que era ella. Instantes después comprobó que los pasos que había escuchado no pertenecían  a la mujer, aquellos pasos pertenecían a otra persona.

En aquel preciso momento entró una de las doncellas que todavía deambulaban por palacio.  La joven, sorprendía ante aquella ilustre presencia, exclamó mientras reverenciaba.

—¡Eminencia!

Desde su escondite Hernán, escudriñó con su mirada aquella majestuosa figura. «¿Qué hacía allí el Cardenal Mendoza?»

—Levanta hija. Y dame un vaso de agua, estoy sediento—dijo sin dejar de observar la cocina— La cena ha sido un poco pesada.

—Como ordene.

La doncella mirando de soslayo al cardenal, le sirvió rápidamente un vaso de agua.

—¿Desea algo más eminencia?— preguntó uniendo sus blancas manos sobre su delantal.

—¿Dónde está el todo el servicio?—preguntó con fingido interés.

—Pues todos han marchado a descansar, excepto el personal de guardia.

—Muy bien, hija mía, el descanso es muy necesario para el rendimiento cotidiano, y para poder realizar las tareas con energía obedeciendo sin rechistar a los superiores.

—Sí, monseñor—respondió sumisa.

El cardenal dejó el vaso sobre la mesa, y dio media vuelta para dirigirse hacia las escaleras. Momentos antes de subirlas se giró y preguntó.

—Por cierto muchacha. ¿Has visto a esa nueva doncella?, una mujer que  ahora se encarga  de mi sobrina Irene.

La muchacha recordó a Laura.

—¡Ah! Si, se dé quien me habla. Pero no eminencia, no la he visto. Supongo que se habrá ido junto con el servicio hacia la villa.

Interesado por aquella respuesta, siguió preguntando.

—¿Vive en la villa?

—Pues no sabría decirle, solo la he visto una vez. No sé donde vive, pero si  desea puedo preguntarlo.

—No hija, no hace falta, puedes retirarte.

—Muchas gracias cardenal—la doncella le ofreció una reverencia y esperó a que desapareciera de la cocina. Inmediatamente después, salió por la puerta para seguir con sus tareas.

Hernán que permanecía escondido tras los sacos de trigo, se quedó pensativo. «El cardenal  curiosamente también andaba buscando a la doncella de Irene entre los  fogones de palacio, pero… ¿Porqué habría bajado el cardenal hasta la cocina para buscarla?, ¿Qué relación había entre aquella mujer y el cardenal para que él, personalmente, se ocupara de su búsqueda y preguntara con tanta amabilidad a una simple doncella?» Esa actitud era extraña en el cardenal, el no regalaba cordialidad sin beneficio alguno. Tendría que averiguar a qué se debía aquel súbito interés por  la doncella de Irene.

El comisario salió de su escondite, se sentía cansado, y las preguntas se amontonaban en su cabeza, necesitaba hablar con aquella mujer y calmar su insaciable curiosidad que había crecido al haber observado la reacción del cardenal.  Pero, posiblemente, la doncella tenía razón  y la misteriosa mujer andaba de camino hacia la villa. Sintió una extraña sensación,  en otra ocasión hubiera movido cielo y tierra para ir tras ella, pero en su interior sabía que aquella mujer no iba a desaparecer de su vida tan rápidamente, intuía que más pronto que tarde, la volvería a encontrar y podría preguntarle por  aquella casual circunstancia, y lo que más le preocupaba, podía preguntarle si conoció a su madre.


El Rey junto con su escolta se había cerrado en la alcoba, se sentía turbado. Al instante el doctor junto con la Reina Mariana, se presentaron en su habitación con ansiedad y nerviosismo. El médico se dirigió hacia el monarca para auscultarlo, Felipe le esperaba tendido en su cama.

—Majestad, debería descansar. Tiene el pulso muy acelerado, y el corazón le va a estallar ¿le ha ocurrido algo que deba saber?

—Que tonterías dices. Eso debe ser por la copiosa cena. ¡Y el vino! Buen vino tiene la marquesa—bromeo mientras se incorporaba apoyando su espalda sobre los esponjosos cojines.

—Majestad, no cambie el tema. Sabe que nunca le preguntaría algo que no me preocupara, o que fuera ajeno a mi estricta labor. Y en esta ocasión, me permitirá decirle que creo que necesita más que nunca obedecerme, su corazón está totalmente desbocado y debe cuidarse por su bien, por el de su familia y por el de su reino.

—¡¡No pasa nada Don Pedro Barba!! Tú siempre con tus recomendaciones odiosas.

—Pero majestad. Debería hacer más caso…

—Felipe—intervino la Reina—no te tomes las recomendaciones de Don Pedro a la ligera. Debes cuidarte, recuerda que eres el Rey.

—¡¡El Rey!!—Repitió Felipe mientras alzaba sus brazos—El Rey nunca puede hacer lo que quiere, siempre hay alguien que decide por él o le recuerda que se debe al pueblo y que es su deber—se lamentó recordando tiempos pasados.

—Alteza no es mi intención ordenar, si no aconsejar. Por eso soy su médico de confianza.

—Está bien, Pedro, dame un remedio para esas palpitaciones. Así dejarán de aumentar las tuyas y las de la reina.

—Como eres Felipe— respondió la reina Mariana.

—Por favor Mariana. Déjanos solos. Y vosotros—dijo a su servicio—¡Retiraos también!

La Reina, reverenció y salió molesta de la alcoba, seguida por los lacayos, dejando solos al médico y al Rey.

Sin pérdida de tiempo, el médico ordenó que le subieran una infusión con un preparado de  hierbas que el mismo había hecho, en cuanto las tuvo en la alcoba las mezcló con unas gotas que sacó de un frasquito de color miel de abeja y al momento el rey Felipe, se las estaba tomando.

—¿Contento? —Preguntó sarcástico.

—Sí, majestad, ahora sí. Ahora descanse por favor.

—¿Qué otra cosa puedo hacer?

—Con permiso.

—Lo tienes.

Don Pedro  salió de la alcoba y Felipe por fin se quedó solo como estaba deseando. Sacó de sus espaldas aquellos grandes almohadones y se dejó caer sobre la mullida cama con una imagen fija en su pensamiento. Laura, su dulce y querida Laura. Sentía la necesidad de hablar con ella, de ir a buscarla. Pero  debería esperar un poco más de tiempo. Transcurridos unos instantes, las hierbas que había tomado causaron  efecto, y Felipe IV sucumbió en un profundo sueño.


Catalina y Laura, habían llegado sigilosamente al salón. Era uno de los salones que permanecían dormidos en aquel inmenso palacio. Allí, nadie la buscaría. Entraron en la estancia y  Catalina  se encaminó hacia la chimenea que presidia la sala. Encendió uno de los candelabros y se aproximó a una espesa cortina que cubría una de las paredes, hurgó tras ella hasta que encontró un trozo de tela que caía a lo largo de aquel pesado cortinaje de terciopelo verde, tiró suavemente de él  y como por arte de magia la pared se abrió. Laura entró junto con Catalina a la habitación contigua. Allí, bajaron un pequeño tramo de escaleras y llegaron a una reducida habitación donde se encontraba una cama y poco más. La doncella encendió con su candelabro, una de las velas que ocupaban un pequeño lugar sobre la mesilla.

—Bueno, Laura, pues aquí puede pasar la noche.

Laura miró a su alrededor, dejó el vestido que todavía llevaba sobre la cama y cerró los ojos, recordando sus años de encierro. Catalina que se dio cuenta de aquella reacción  y le preguntó.

—¿Le ocurre algo?

—No, hija. Muchas gracias. Es que las estancias tan reducidas me dan grima.

—Tranquila, que no va a estar encerrada si eso es lo que le preocupa, si quiere salir de aquí, solo tiene que tirar de la cuerda que está junto a la entrada. Laura se quedó más tranquila al saber que podría salir por donde había venido. La doncella la miró y siguió hablando.

—Tan solo le pido una cosa.

—Tú dirás—respondió Laura.

—¡Sígame!

Laura obedeció

—Antes de tirar de la cuerda ha de mirar a través de este agujero—Catalina le indicó un pequeño orificio que había en la pared y que le permitía observar la habitación contigua—Tan solo si no ve, ni escucha  a nadie debe salir. Nunca lo haga sin mirar antes, me ha comprendido, aquí no viene nunca nadie, pero falta que sea así, para que al salir nos encontráramos con una sorpresa. En este palacio nunca se sabe que es lo que te puedes encontrar tras una puerta o una pared —explicó la doncella.

—Anda tranquila Catalina, y ve a tu casa que deberás estar cansada. Mañana será otro día y yo esperaré aquí hasta que vengas a buscarme.

—Sí, pues mejor así. Yo me quedo más tranquila.

Catalina la observó durante unos instantes y sintió el miedo en los ojos de Laura. «¿Por qué tendría que esconderse? Y ¿De quién? »

—Bien—dijo—, pues me voy para casa, que debo tener a mi hijo comiéndose las piedras.

Laura, sonrió ante aquella expresión tan típica de la doncella y, la miró dulcemente. Aquella mujer era de buenos sentimientos y de gran corazón. A pesar de aquella vida que le había tocado vivir, era una mujer fuerte, entera, valiente y luchadora.

—¡¡Catalina!!—La llamó—, antes de marcharte me tendrías que hacer otro favor.

Ella alzó sus cejas y esperó la continuación de la frase.

—¿Sabes donde descansa el Rey?

La mujer se alarmó.

—¿El Rey de las Españas, Su alteza Felipe IV?

—Sí, el mismo.

—¿Y porque quiere saber dónde está el Rey?

—Porque, nunca he dormido bajo el mismo techo que un Rey y tengo curiosidad.

Catalina sonrió relajada.

—Pues tiene usted razón. Y no crea que lo tiene muy lejos, no—dijo alcahueta— Está aquí mismito. Al salir de aquí se va hacia la derecha y al final del pasillo, se encuentra  la alcoba principal, la que siempre usa cuando visita la marquesa, porque el Rey, alguna que otra vez, ha pasado la noche aquí—susurró. Inmediatamente se dio cuenta del desliz, la marquesa le tenía prohibido terminantemente que revelara las idas y venidas del monarca a su palacio. Nerviosa advirtió a Laura—pero por favor, que nadie lo sepa, nadie debe saber que el Rey de las Españas ha pasado alguna que otra noche en el palacio de mi señora. Laura por favor ¡¡La marquesa me mata!!

Laura, cerró sus ojos.

—No te preocupes Catalina. Mi boca está sellada. Ve tranquila.

—Bien, pues buenas noches.

—Buenas noches y gracias.

—Los pobres estamos para ayudarnos unos a otros.

—No lo olvidaré.

—A más ver.

—A más ver. Respondió Laura.


Catalina salió por donde habían venido. Y Laura se quedó allí junto a aquella puerta que se cerraba frente a sus ojos. De nuevo la oscuridad cubrió todo su entorno, y volvía a ser su compañera, tan solo el resplandor tenue de aquella solitaria luz iluminaba un apartado  rincón de aquella oculta habitación.

Habría pasado una hora cuando Laura todavía despierta se incorporó de su cama y se vistió de nuevo con el vestido que había llevado a la recepción, después se encaminó hacia la salida. Escuchó tras la pared y miró por el orificio tal como le había indicado Catalina, comprobando que no había nadie al otro lado. Estaba decidida, así que tiró de la cuerda y la puerta se abrió ante ella.  Camino en silencio, como un vulgar ladrón y se dirigió hacia la estancia del monarca. En su mente tan solo tenía una idea, una sola misión. Entrar en la alcoba de Felipe y presentarse ante él.

Al llegar frente a ella, los soldados le barraron el paso.

—Tenemos órdenes de que nadie moleste a su majestad.

Ella les miró a los ojos y  les habló suavemente.

—Soy, Loren Risen, la solista que ha amenizado la cena. Su alteza me dio órdenes estrictas, que a esta hora visitara su alcoba, pero si no queréis dejarme pasar, ya le explicaréis el porqué de vuestra decisión. Al Rey, no se le puede contradecir ni negar nada, pero vosotros sabréis.

Laura, dio media vuelta y se encaminó hacia su alcoba. Al instante uno de los soldados la llamó.

—¡Mujer!

Ella giró sobre sí misma.

—Sí

—Está bien, puede pasar. No quisiera contradecir los deseos de mi señor, su Alteza Real Don Felipe VI Rey de las Españas.

Los dos guardianes separaron sus lanzas y dejaron a Laura abrir la puerta de la alcoba de Felipe IV.
Ella con los nervios a flor de piel intentando disimular su ansiedad, abrió aquellos grandes portones y traspasó el umbral de la cámara sin apenas respirar, cerrando inmediatamente la puerta tras ella. Al comprobar la quietud de la habitación respiró aliviada, Felipe no se había percatado de su presencia. Laura, se  quedó de pie en aquel mismo lugar unos instantes. Adaptó sus ojos a la escasa luz de las velas y fue  recorriendo toda aquella alcoba con su mirada, hasta que sus ojos se posaron en el plácido sueño del monarca. En el preciso momento en que le vio sintió un vuelco en su cansado corazón y volvió a cerrar sus ojos, ahora con más fuerza. Los nervios cubrían sus piernas, haciendo que estas sintieran un temblor incontrolable que poco a poco fue ascendiendo de los pies a la cabeza. No podía andar, pero su mente voló hacia él y penetró en su cerebro. Felipe soñaba con ella. Bailaban alegres en una fiesta celebrada en palacio.

Era la fiesta de su boda. Sus hijos les miraban desde la mesa, sonreían, eran felices, la música de un arpa les envolvía, dejando al margen todo lo que les rodeaba. Pero al momento, su entorno se oscureció, y la espiral de su baile les obligaba a dar vueltas sin parar, de pronto estaban solos, no había nadie más alrededor, las figuras habían desaparecido, y ellos giraban y giraban sin poder detenerse, como la vida misma, que camina sin poder detener su inercia.

 Él, mantenía agarrada con fuerza la cintura de Laura que cada vez le costaba más de retener, las vueltas hacían que su fuerza flaqueara, hasta que Laura se desvaneció frente a él, desapareciendo de su lado y de entre sus manos. Después todo era silencio, estaba solo, sumido en una profunda oscuridad y escuchaba los gritos desesperados de una mujer. Era ella, reconoció su voz, eran sus gritos pidiendo auxilio y ayuda. Quería salir de su encierro, gritaba sin parar y llamaba con desgarro a su hija, a Ana. Pero él no podía moverse, estaba encadenado a su trono,  con unos gruesos eslabones y sin poder acudir en su ayuda.

Felipe empezó a sudar, y a dar vueltas sobre su cama murmurando palabras sin sentido. Laura, al escuchar su voz, dominó aquel temblor que sentía y que la tenía paralizada y caminó despacio hacia su lecho, hasta que estuvo frente a él. Felipe se movía de un lado al otro, murmurando unas palabras incompresibles para ella. Ella, se acercó más para poder escuchar y comprender lo que estaba murmurando, se arrodilló junto a él, y lo observó con detenimiento. Hacía tanto tiempo que esperaba aquel momento. Lo tenía a tan solo unos centímetros de su rostro. Le había amado y odiado tanto, pero ahora estaba allí, junto a él.  Sería tan fácil acabar con su vida, tan solo apoyando la almohada sobre su rostro y haciendo una ligera presión. Pero de momento, tan solo quería observar al culpable de toda su desdicha. Las lágrimas brotaron por sus lánguidos ojos, mientras se sorprendió a sí misma, mirándolo con ternura. En aquel momento escuchó su nombre.

—¡¡Laura!!, ¿Por qué? ¡¡no te vayas!! Laura, Laura ¡¡Te quiero!!, Laura, Laura…

Al escuchar aquellas palabras se quedó paralizada. Felipe estaba llamándola, y entre sueños había dicho “Te quiero”. Ante aquellas palabras perdió el sentido de su visita y de su propósito. Hacía tantos años que no las escuchaba, que no escuchaba su voz diciendo su nombre. Una agria alegría hizo que las sus lágrimas brotaran sin control, mientras no dejaba de mirar al monarca con una dulzura infinita, escuchando como en muchos de sus sueños, pronunciaba su nombre.
Anclada junto a su lecho, Laura, lloró desconsoladamente.



En aquel preciso momento. Felipe despertó y confundido, se encontró preso de unos ojos que conocía perfectamente, unos ojos inundados de lágrimas que brotaban de dolor. De un dolor tan fuerte como el amor que un día les unía. Felipe desconcertado solo pudo gritar.
—¡¡¡Laura!!!





CAP 38- SIEMPRE PODEMOS VOLVER A EMPEZAR


El canto del gallo anunciaba un nuevo día. Margarita, abrió los ojos y miró a su alrededor. Comprobó con sorpresa que estaba en su habitación, pero no recordaba cómo había llegado hasta allí. Se incorporó y se quedó sentada en el lecho unos instantes, tan solo recordaba que había estado con el Águila Roja, que tras conversar con el héroe de la villa, se había acurrucado entre sus fornidos brazos y que en aquel momento se sintió feliz.

Recordó, con una sonrisa dibujándose en sus labios lo que Gonzalo de Montalvo le había confesado tras su disfraz de Águila Roja y un escalofrío la estremeció, cuando volvió a escuchar en su interior, lo que el héroe le había confesado.

El Águila Roja, todavía seguía enamorado de aquella misteriosa mujer, y que a pesar del tiempo y la distancia, nunca la pudo olvidar. Suspiró profundamente, y cerró sus grandes ojos intentando retener aquel momento en su memoria, sintió en su oído el susurró de su voz, de aquella voz tan penetrante, tan profunda como su mirada, como todo el amor que sentía por él. Recordó, como lentamente había sucumbido en la letanía de Morfeo,  acunada por el ritmo acompasado de los latidos del corazón del héroe de la villa. Una  amplia sonrisa llena de felicidad y complicidad afloró en el rostro  de Margarita. No había duda alguna, sabía perfectamente, que había sido él, Gonzalo de Montalvo quien la había llevado hasta su habitación, aunque no  recordara ni como, ni cuándo.
En su interior, renacía una nueva ilusión.

Margarita, sensiblemente feliz, se incorporó de su lecho para dirigirse hacia la jofaina y asearse. Entonces descubrió sobre su mesilla de noche una pequeña pluma roja. La cogió entre sus manos con delicadeza y ternura como si hubiese encontrado un tesoro, la miró y la besó dulcemente, era parte de él, la presionó con fuerza sobre su pecho suspirando profundamente mientras sus lágrimas corrían livianas por sus mejillas, eran lágrimas de esperanza. El dolor que había sentido la noche anterior, se había difuminado como por arte de magia ante aquella revelación del Águila Roja.

Margarita, volvió a mirar aquella pluma, ahora significaba algo más, aquella pluma era la señal inequívoca de que él siempre había estado ahí junto a ella, en silencio, cuidándola, protegiéndola entre las sombras de la noche, camuflado bajo su disfraz. Él, la había subido al tejado al poco de llegar a la villa, había conversado con ella, la había ayudado, y siempre la había salvado de todos los peligros. La amaba, ahora estaba segura. Sus ojos se cerraron lentamente, buscando en su interior la imagen de Gonzalo. Margarita, se perdió en su memoria y se transportó a aquella mañana donde se entregó en cuerpo y alma al amor de toda su vida, a su hombre, a su héroe.

Revivió los momentos que vivieron juntos, aquellas caricias que la hacían estremecer hasta el exceso, que la elevaban al cielo,  aquellos besos y aquella pasión que la llenaron de vida, una vida que poco a poco nacía en su interior, lo amaba, lo deseaba como a ninguna otra cosa en el mundo. Sintió de nuevo aquel amor que le mordía en las entrañas, que iba subiendo a pasos agigantados hasta su pecho, donde la fuerza que exhalaba luchaba por escapar de aquella prisión, y le rompía en mil pedazos su cansado corazón. Ese amor que se revelaba por salir de aquella prisión, donde llevaba años mutilado, un amor que gritaba por escapar hacia él, hacia Gonzalo, deseaba devorarlo y llenarlo de placer hasta la extenuación.

Margarita, abrió los ojos, la realidad era distinta y tenía que dar paso a la cordura.





Sus lágrimas brotaban sin cesar, pero estas ya no eran amargas como todas las que la habían acompañado durante su vida, estas tenían un sabor a felicidad, una felicidad  contenida pues todavía tenía miedo, tenía miedo a descubrir de nuevo algo que la volviera a separar de él. Instintivamente acarició su vientre, y lo miró con ternura.

Se limpió aquellas dulces lágrimas, y  guardó la roja pluma entre un pañuelo de algodón blanco que tenía en la mesilla. Se vistió ligera, recordó que tenía que ir a palacio. Ahora, solo  debía  averiguar el motivo por el que aquella fatídica mañana de marzo había encontrado a Gonzalo y a Lucrecia desnudos en el mismo lecho. Cerró sus ojos queriendo apartar aquel recuerdo que le dolía tanto, que la encelaba y no la dejaba dilucidar con claridad.

Terminó de arreglarse, el sol, con su lánguido paso, se coló por su ventana acariciando cada rincón de la estancia, Margarita se dio cuenta de que se estaba haciendo tarde. Bajó sigilosa por las escaleras que la conducían hacia la puerta de salida de la casa, no quería que nadie se diera cuenta de su marcha. Al pasar frente a la habitación de Gonzalo se detuvo unos instantes y miró hacia su puerta, imaginó al vigoroso héroe arropado entra las sábanas de aquel solitario lecho que cada madrugada tras la dura batalla contra la injusticia daban cobijo al Águila Roja. Tan solo imaginar que él estaba tras aquella puerta la removió por dentro, el corazón le decía que entrara a buscarle, que le dijera todo lo que llevaba dentro de ella, todo lo que necesitaba expresarle, pero de nuevo la sensatez la hizo reaccionar, no era el momento, primero tenía que averiguar lo sucedido para después hablar con él.

Ando  unos pasos y asió la manilla para salir de su hogar mientras su pensamiento volaba junto al héroe de la villa, posándose a su lado y deslizándose entre sus sábanas. Margarita, no podía dejar de pensar en él, cerró los ojos, se arrebujo en su toquilla y salió en busca de Catalina, tal como había quedado la noche anterior, mientras en su rostro se dibujaba una pícara sonrisa.

Gonzalo, que no había dormido en toda la noche, escuchó bajar a Margarita por las escaleras y sintió como se detenía unos instantes antes de salir de la casa. Se removió inquieto entre las sábanas, tensando y flexionando su cuerpo para incorporarse y con sus cinco sentidos a flor de piel se quedó expectante  esperando una reacción.

Desde allí, percibía todos los movimientos de Margarita por insignificantes que fueran. Su latir, su agitado respirar. Deseaba que entrara en su alcoba, necesitaba hablar con ella. Sabía que Margarita, ahora más que nunca necesitaba de su apoyo, pero como siempre el Águila Roja le había tomado la delantera, y era a él al que le entregaba su confianza, al que le confesaba abiertamente sus sentimientos, todos sus miedos, toda su vida. Sintió un pellizco en su estómago, no podía evitarlo, sentía celos por aquella confianza, por aquella estrecha relación que cada día se hacía más fuerte entre su alter ego y  Margarita. Era absurdo, pero en cierta manera el Águila Roja se interponía en su felicidad. El golpe al cerrar la puerta al salir  le hizo  volver de nuevo a su alcoba, y Gonzalo se dejó caer de espaldas sobre su lecho.

— «Mejor así», pensó,  «mejor que no haya entrado».

Sentimientos encontrados peleaban en su interior, el deseo y la razón, la pasión y la sensatez, la alegría de saber que había vuelto a su hogar, y la tristeza de saber que había encontrado el diario de Cristina. Gonzalo, recordó su conversación, el desgarro de sus palabras. La hubiera besado hasta desgastarse, pero no bajo el disfraz, su disfraz. Gonzalo negó con la cabeza lo que sentía en su corazón. El Águila Roja, siempre se interponía entre ellos. Gonzalo se frotó el rostro con la mano, intentando luchar contra esos sentimientos, unos sentimientos y un deseo que cada día que pasaba le costaba más de controlar. Cerró sus ojos y cubrió su rostro entre sus manos. Ahora tenía que pensar como podía acercarse a ella, como podía ofrecerle su ayuda, ya que Margarita  todavía no había querido hablar con él y aún no había podido explicarle lo ocurrido con Lucrecia. Sabía que hasta que aquel error no se aclarara, no tendría otra oportunidad. Gonzalo sabía que ahora y después de lo que descubrió la noche anterior Margarita estaba sufriendo, y él quería arrancarle aquel dolor que la tenía tan angustiada.

Instantes después, Gonzalo escuchó como alguien llamaba a la puerta de la casa y antes de que pudiera reaccionar, Sátur corría a abrirla.

Escuchó unas voces, y acto seguido la voz de Sátur rompiendo el silencio de su alcoba.

—¡¡Amo!!—gritaba mientras se dirigía hacia su habitación. Sin dar tiempo a nada, la puerta de su dormitorio se abrió de par en par. Gonzalo, sin moverse de su posición  respondió.

—¡Dime, Satur!

A su alcoba habían llegado Sátur y Cipri. El primero no quería dejar entrar al segundo, y este a su vez intentaba adelantarse al primero.

—Quieres hacer el favor de esperarte ahí—gritó Sátur a Cipri.

—Tú a mi no me mandas. Yo puedo entrar cuando quiera—respondió Cipri.

—Si—argumentó el postillón— pero en la casa, no en la alcoba de mi amo.

En aquel momento los dos hombres se dieron cuenta de que Gonzalo permanecía tendido en la cama sin ni tan siquiera moverse. Ambos hombres se miraron sorprendidos al ver que el maestro todavía permanecía tumbado en su cama.

—¿Qué hace usted ahí?—Preguntó Sátur un poco inquieto—¿Se encuentra mal?—volvió a preguntar mirando a Cipri sin entender nada.

—Estaba descansando—respondió el maestro apático.

—¿Descansando usted?—repitió Sátur— A ver amo—dijo extrañado—Míreme ahora mismo. A usted le pasa algo. ¿Me puede decir que es?  Y no me salga por la tangente que ya nos vamos conociendo.

—¿Te pasa algo Gonzalo?—preguntó Cipri.

—Eso ya se lo he preguntado yo. No puedes ser algo más original—le dijo fastidioso.

Cipri, le miró molesto. Gonzalo se incorporó de la cama mientras los dos hombres permanecían de pié junto a la puerta de su alcoba exaltados.

—No, Cipri, no me pasa nada. ¿Y tú? ¿Qué haces aquí tan temprano?¿Ocurre algo?

—No Gonzalo, pero ¿que no te acuerdas? venía para ultimar el viaje tal como quedamos. Como nos tenemos que ir a medio día quedamos que vendría por la mañana y entre los dos arreglaríamos las carretas.

—¿Y para eso tienes que entrar como un vendaval? ¿No me lo podías haber dicho a mí?—replicó Satur poniéndose frente a él.

—¿Y porque te lo tengo que decir a ti? Quita.

—Pues porque….

—Sátur, déjalo ya, anda—interrumpió Gonzalo.— Cipri, si quieres puedes ir preparándolo tú yo me visto en un momento y ahora voy al establo—Sátur se  quedó mirando a Cipri molesto

—Está bien—Contestó sumiso Cipri dirigiéndose hacia la puerta, pero antes de salir dio la vuelta y preguntó.

—Por cierto Gonzalo. Ayer vino Margarita, ¿Le has dicho algo del viaje?

Gonzalo le miró.

—No, no he podido hablar con ella, se ha ido temprano a palacio.

—Pues tenías que haber hablado con ella.

—No he podido Cipri, ayer no la vi, cuando regresé ya estaba en su alcoba, y ahora ya se ha marchado a palacio

—Bueno—respondió Cipri—Quizá Catalina le diga algo.

— ¡Quizá!—respondió el maestro.

En cuanto Cirpri cruzó la puerta, Sátur la cerró y se aproximó rápidamente a Gonzalo.

—¡Amo a usted le pasa algo!

—¡Y dale! Ya te he dicho, que estaba descansando.

—¡Que está descansando dice! Pero... ¿Desde cuándo ha “descansao” usted, que me va de la ceca a la meca y vuelta a empezar. Que si a la escuela, que si a salvar a alguien, que si a buscar sus orígenes, que si a buscar a su madre, a atender a su hijo… Amo, usted no sabe el significado de esa palabra a pesar de ser maestro—se acercó sigiloso—¿Qué es lo que le ha pasao? y ha tenido que ser esta noche, porque ayer estuve con usted hasta tarde. Sátur le miró inquisidor—¿A caso se ha ido de misión sin decirme ná?

Gonzalo sin responder, se incorporo y se dirigió hacia el aguamanil con un rictus de tristeza  cubriéndole el rostro.

—Bueno, y ¿qué?¿qué dice?—preguntó curioso levantando sus hombros y mirando con ojos vivarachos a su amo. Gonzalo le miró de soslayo, y Sátur volvió a preguntar—¿Es que no me va a decir ná? ¿Me va a dejar como siempre?

Gonzalo, se sentía abatido, y continuaba sin responder. Seguía sumido en sus pensamientos. Cipri le había recordado que aquella misma mañana tenían que partir hacia Toledo, y aunque se alegraba por el viaje y por la felicidad de su amigo no podía ocultar la tristeza de pensar que él nunca podría hacer lo mismo, llevar al altar a la mujer de su vida, a su gran amor, su adoraba Margarita. Camino con pesadez, cogió su camisa verde y lentamente se fue abrochando botón a botón.

Sátur que se había quedado pensativo intentando averiguar aquella apatía, recordó la noche anterior cuando antes de retirarse a descansar escucharon a Margarita subir al tejado. Inmediatamente caviló.

— Calle, calle, calle, que ya se lo que le pasa. ¡Amo!—dijo acercándose a Gonzalo con cara de preocupación—Usted ayer habló con la señora, ayer hablo con Margarita y ella no quiso saber ná de usted. ¿Es eso, verdad amo?

Sátur iba tras él,  hablando sin parar.

—Amo, ¿habló o no habló con la señora?

Gonzalo, volvió a mirar a su criado y viendo la cara de preocupación que tenía decidió responder.

—Sí, Sátur hable con ella.

—¿Y..?¿ qué pasó?

Gonzalo  se puso las botas mientras le decía.

—Pues que habló el Águila Roja y no yo.

—Claro, y por eso está usted así. ¿No?—Se frotó la barba con sus curtidas manos.

—¿Así como? No estoy de ninguna manera.

Satur, sonrió con perspicacia.

—Pues así, mustio. Es que no se vé. Esto se veía venir… Si no puede ser, amante y Águila, no casan…

—Sátur, no inventes no estoy mustio, tengo muchas cosas que hacer antes de partir hacia Toledo,  y… bueno,  otras… que me tienen un poco preocupado.

Sátur le miró.

—Sí, claro. Cosas que hacer. Pues ala. No hay más que hablar me callo como siempre. Pero… una cosa le digo. Esa boda, la de su amigo de Toledo, esa boda sería una buena oportunidad para que Margarita le acompañara y así poder hablar con ella en el trayecto. Incluso pueden pasar la noche fuera de casa—Sátur le guiñó el ojo con picardía—ya me entiende.

Gonzalo con una sonrisa encubierta respondió.

—Anda Sátur, que tienes unas ideas.

—Sí, sí, ideas, pero bien que se ha reído. Porque usted sabrá mucho de libros y de viajes, pero de conquistas mujeriles, más bien poco, por no decir nada—Gonzalo se giró repentinamente, clavando sus castaños ojos sobre los del postillón. Sátur continuó— ¡Y no me mire así, ni se ofenda eh! Pero es que usted… pues… no es nada expresivo y no dice nada  todo se lo guarda pa dentro. Y hablar tiene que hablar y más con las mujeres... a ellas les gusta que les regalen los oídos...—Gonzalo arqueó las cejas— Además—continuó el postillón— no sé cuando se lo va a decir a la señora… si  tienen que partir a medio día, no es que le sobre tiempo.

—Sátur, déjalo ya. ¿Cómo voy a hablar con ella si se ha ido a palacio? ¿Que hago? me presento allí como si nada. Te recuerdo que se fue de casa y que es ella la que no quiere hablar conmigo.

—Está bien, me callo —Sátur hizo ademán de salir de la habitación, pero giró en redondo y preguntó de nuevo.

—Pero bueno, yo tendré que saber si preparo o no preparo el hato y  las viandas… que no es lo mismo para uno, que para dos.

—Prepara, anda prepara.

—Sí, si preparar prepararé, pero es que no me ha escuchado ¿para uno o para dos?

—No, se Satur, no sé.

Satur, marchó hacia la cocina, haciendo aspavientos con sus brazos. Pero antes de cruzar la puerta de la habitación Gonzalo le llamo.

—¡Sátur!

El fiel postillón dio media vuelta esperando sus órdenes.

—Tendrás que ir a buscar a Alonso a casa de Esturada.

—Claro amo, no se preocupe estese tranquilo que yo cuidaré de Alonso hasta su vuelta. Usted lo que tiene que hacer es hablar con su cuña pa decirle que le acompañe.

—Está bien Sátur—dijo con resignación— hablaré con ella, te lo prometo. Aunque no sé cómo voy a hacerlo.

—Ya se le ocurrirá, estoy seguro, que para eso es el maestro de la villa. Con permiso—Sátur se dirigió hacia la puerta de la alcoba—¡Voy a prepararlo todo!—y se marchó.



Margarita llegó junto con Catalina a palacio. Durante el trayecto Catalina, le explicó paso a paso, lo ocurrido en su ausencia y con pelos y señales la recepción de la noche anterior. Le explicó que Laura, había llegado a palacio y que había escuchado sin intención una revelación que le heló la sangre. Margarita, continuaba  escuchando todo lo que le relataba su amiga, pero lo que más le impactó fue la conversación que escuchó entre Irene y Laura.

—¿Su madre?

—Como lo oyes.

Al llegar a palacio se dirigió presurosa hacia la cocina. Allí tal y como le había dicho Catalina encontró a María una de las  doncellas.

—María, ¿me puedes prestar atención un momento por favor? —le preguntó nerviosa.

—¡Margarita! ¿Cómo estás?—se alegró de verla.

—Muy bien gracias. ¿Puedo hacerte una pregunta?

—Dime, si no me entretienes mucho que tengo que preparar el desayuno a de la señora.

—Solo será un momento. Verás.

La muchacha dejó lo que estaba haciendo y le prestó atención.

—Me ha comentado Catalina que tu novio es Raul.

—Si—respondió tímida.

—¿Podrías decirme dónde está? Necesito hablar con él.

—¿Ha pasado algo? ¿Ha hecho algo mal?

—No, no te preocupes, no es nada malo. Tengo que hacerle una pregunta de la que solo él sabe la respuesta.

María sorprendida por aquellas palabras no entendía aquel súbito interés y  la volvió a mirar.

—Es muy importante que hable con él—volvió a decir Margarita— Me tiene que aclarar una gran  confusión de la que fue testigo directo.

—¿Una confusión?

—Sí, una situación que él puede aclarar y que ayudará a una familia que vive rota por aquel suceso.

La muchacha al ver la angustia en los enormes ojos de Margarita se compadeció y le dijo donde estaba.

—Muchas gracias, María, gracias.

Margarita, salió de la cocina sin perder tiempo y se dirigió hacia el segundo piso donde según la doncella había ido Raúl junto con un grupo de sirvientes. Buscó una a una por las estancias que había en la planta, hasta que encontró a Raúl junto a dos criados más preparando la mesa para el almuerzo.

—Raúl, por favor, puedes prestarme atención un momento.

El joven la miró desconcertado.

—Solo será un momento—dijo Margarita.

Él, dejó lo que estaba haciendo y se acercó a ella. Margarita, sujetó a Raúl por su brazo y lo llevó junto a un gran ventanal que había en aquella sala apartándose lo máximo de los compañeros. No quería incomodar a aquel joven con la pregunta indiscreta que le iba a formular.

—Raúl, por favor, te voy a hacer una pregunta pero me tienes que prometer que me dirás la verdad sea cual sea—El joven la miró aturdido.

—¿Que quieres que te diga?

Margarita miró de un lado al otro y le habló con voz queda.

—¿Recuerdas aquella mañana, cuando Lucrecia estaba junto al maestro en su alcoba?—Él abrió los ojos de par en par, Margarita, se dio cuenta que sabía lo que le estaba diciendo—Raúl, es importante.

El joven se irguió y se puso a la defensiva.

—No, recuerdo nada Margarita, lo siento—Raúl quiso marcharse pero ella le sujetó y le imploró con aflicción.

—Raúl por favor, dímelo, se que recuerdas ese día, lo he visto en tus ojos. Según Catalina, aquella mañana te ordenó que fueras a la alcoba de la marquesa porque había pedido que le llevaran dos copas y una botella de buen vino—Raúl bajó la mirada al suelo.

—Yo.., no sé nada Margarita. Lo que haga o no haga la señora marquesa es asunto suyo. Yo ni veo, ni escucho nada.

Ella, le suplicó. Por favor. Necesito saber la verdad. El maestro mi cuñado, está en un grave aprieto y tengo que saber lo que pasó para poder ayudarle. No haremos ni diremos nada, solo tienes que decirme lo que viste, ni más ni menos. Raúl, el maestro dice que ella echó algo en su bebida y después se despertó en su lecho sin saber qué es lo que había ocurrido.

Raúl la miraba en silencio. Él no podía ni debía decir nada. Margarita comprendió que si no conseguía que Raúl le explicara continuaría con aquella duda que le minaba el alma. Le increpó.

—¿A ti no te gustaría que si te hubiera pasado algo así, si hubieras sido víctima de una encerrona como asegura el maestro agradecerías que alguien esclareciera las dudas y dijera la verdad a tu familia?—El joven se quedó pensativo— Ya te he dicho que no voy a contar nada a nadie, tan solo quiero saber si la que miente es la marquesa o el maestro. Dímelo por favor.

Raúl, miró a Margarita y pensó en sus palabras.

—Margarita, prométeme que todo lo que te voy a contar no saldrá de aquí y que nunca dirás nada de esto a nadie.

—Te lo prometo—dijo santiguándose.

—Está bien. Aquella mañana la marquesa llamó para que le llevaran unas copas y una botella de buen vino. Catalina me ordenó que se las subiera. Entré en su alcoba  y dejé la bandeja sobre la mesilla. En aquel momento la marquesa estaba con el maestro, este  hablaba nervioso, casi diría que enojado por algún asunto que le llevó hasta allí— ¿Escuchaste el motivo?—preguntó Margarita—Algo de los niños, pero no presté atención. Serví las copas y ella le ofreció una al maestro que él rechazó tajante, pero tras la insistencia de la marquesa al final se la aceptó.

Raúl se quedó en silencio. Margarita ávida por saber le preguntó.

—¿Y qué más, que pasó después?

—Salí de la habitación dejándolos allí.

Margarita, se quedó abatida. Y cogiéndole por ambos brazos le volvió a preguntar.

—¿No viste nada más? ¿Ya está? ¿Eso es todo?

Él suspiró, y miró de nuevo a su alrededor. Continuó.

—Al poco rato la marquesa volvió a llamar con insistencia, subí de inmediato, al llegar, la señora marquesa estaba algo alterada, incluso me recriminó la tardanza…—el joven se quedó mirando a Margarita. Ella le apremio.

—Y que más, Raúl por favor dime, ¿qué pasó cuando llegaste a la alcoba? ¿Dónde estaba el maestro? Raúl, dime—Margarita sin darse cuenta zarandeaba al joven. Él miró sus brazos y ella se disculpó.

—Lo siento Raúl, pero… es que esa respuesta es muy importante para mí, para nosotros quiero decir.

Raúl, volvió a explicar.

—Margarita, el maestro estaba allí. Pero …

—¿Pero, qué?—se desesperó Margarita—Conseguirás que me de algo.

—El maestro estaba en una silla completamente dormido.

Margarita dejó de agitarse y  miró sorprendida a Raul.

—¿Dormido? Y… como es que cuando yo entré con Catalina, él estaba en su …

—¿Lecho y desnudo?—continuó el joven. Margarita le miró lentamente asintiendo con la cabeza y temiendo aquella respuesta que durante tanto tiempo se negó a escuchar.

—Pues… porque yo le ayudé a desnudarlo. El maestro se había quedado dormido en la silla, supongo por algo que la marquesa le había echado en la bebida.—Margarita, con los ojos abiertos como platos y humedecidos le miraba en silencio—Entonces, la marquesa me ordenó que la ayudara a meterlo en su lecho, después mientras se desvestía me apremió para que os avisara, quería que fuerais a su alcoba lo antes posible—Un nudo amargo subió por la garganta de Margarita impidiendo que la respiración circulara con normalidad. Las lágrimas se apelotonaban en sus grandes ojos. Guardó silencio, solo miraba a Raúl sin mediar palabra. Él comprendiendo lo que sentía continuó explicando—Salí de la alcoba, pero antes la señora me hizo jurar que nunca diría nada de aquello, si lo hacía, si alguna vez desvelaba aquel secreto, perdería mi vida y la de mi familia.

Margarita no podía más, aquella presión en su pecho no la dejaba respirar, una presión que la oprimía hasta sentir dolor, un intenso y fuerte dolor. Volteó, dando la espalda al criado. Conmovida por aquella explicación comprendió el error que había cometido al no haber creído en Gonzalo. Había sido ella, la Marquesa de Santillana, otra vez  Lucrecia, siempre había sido la que se interponía entre ellos dos. Raúl que continuaba tras ella, le preguntó.

—Margarita. ¿Te encuentras bien?

Ella, sujetando con la mano su boca no podía hablar. La rabia, la impotencia y el odio que sentía en aquel momento eran más fuertes que su razón. Todo lo que había sufrido de nuevo había sido por su culpa. Lucrecia siempre había deseado a Gonzalo y ahora sabía de lo que era capaz para separarlos. Había organizado un encuentro entre el noble, ella y Gonzalo, había intentado matarla, había intentado quemarle el rostro con un falso presente de un fingido admirador y ahora… había metido en su cama a Gonzalo. Y otra vez había conseguido su propósito, sembrar dudas y separarlos. Se limpió las lágrimas, se recompuso y dio media vuelta para mirar a Raúl.

—Estate tranquilo, de mis labios no saldrá nada de esto. La marquesa nunca sabrá que me lo has contado. Descuida.

—Gracias Margarita. Ahora me voy, quiero continuar con la tarea antes de que me llamen la atención.

—¡Raul!—le llamó antes de que se alejara.

—Dime.

—Muchas gracias, no sabes el bien que me has hecho.

—Lo sé, pero no podía decir nada al respecto. ¿Me comprendes verdad?

—Te comprendo, Raul. Tranquilo, yo hubiera hecho lo mismo.

— Han sido tus palabras las que me han hecho pensar. Después de escucharte, he pensado que tenías razón y que nosotros los pobres, nos tenemos que ayudar.

—Sin duda alguna Raul, me has ayudado y mucho. Gracias.

—Con Dios, Margarita.

—Con Dios.

El joven se fue hacia el grupo de criados que había en aquella sala a continuar con las tareas y Margarita salió de la estancia con un gran pesar.



Catalina, buscó a Margarita por todo palacio. No sabía donde se había metido y quería preguntarle si iría con ellos a Toledo a la boda de su viejo amigo común. Pero no encontró a Margarita por ninguna parte.

—Y esta mujer. A ver donde se ha metido ahora... Bueno pues ya saldrá de donde esté. Voy a seguir con lo mío que si no, no salgo ni pa las uvas.

Catalina se dirigió hacia la sala donde había dejado la noche anterior a Laura, tiró de la cuerda y entró por la camuflada puerta que se abrió ante ella.

—¡Laura, Laura!—susurraba.

—Estoy aquí, Catalina—respondió.

—¿Ha pasado buena noche?

—Sí, gracias. He dormido de un tirón. Sabía que aquí estaba protegida. Pero, no me puedo quedar. Catalina, hija, tengo que esconderme durante unos días. ¿Sabes de algún lugar, en la villa, o en alguna otra parte?



Catalina se quedó pensativa, pero al momento tuvo una idea.

—Pues sí, puede quedarse en la villa, como yo me voy dos días a Toledo, puede quedarse en mi casa, ahí no creo que la vayan a buscar. ¿Qué le parece?

—Pues muy bien Catalina. Cuando puedo irme.

—Mire, ahora vaya usted a la cocina que todavía andan dormidos. Y en cuanto yo llegue que voy a dar un repaso por las salas, le digo como irse.

  —Pues no se hable más. ¡Vamos!

Las dos mujeres, con mucha cautela salieron de aquel escondrijo y se dirigieron cada una a su lugar de destino.



Gonzalo terminó de arreglar las carretas junto a Cipri. Ya estaba todo en marcha, cada uno llevaría la suya Catalina iría con Cipriano para desviarse a recoger a la familia y a otros amigos que vivían en Brunete y Gonzalo  llevaría la carga.

Sátur entró en la cuadra con el hatillo y varias mantas. Mencía le siguió cargando cuatro hogazas de pan y  varios odres de vino. Gonzalo se cruzó con ellos y se dirigió hacia su alcoba. Sátur dejó los bártulos en la carreta y siguió a su amo. Llegó a la habitación  y encontró al maestro agachado buscando en el interior de su viejo arcón.

—¿Le puedo ayudar señor?—se ofreció más por curiosidad que por otro motivo. Gonzalo se giró de inmediato.

—No, no te preocupes, estoy cogiendo una alianza que tengo guardada en el arcón—Gonzalo sacó del fondo del baúl una pequeña cajita de madera. Sátur fisgón se acercó a él  intentando ver lo que había cogido del interior.

El maestro se dio cuenta y se giró hacia él para que pudiera verlo mejor.

—Esta alianza me la dio Cristobal cuando volvimos de Flandes—dijo abriendo la cajita.

—¿Una alianza?

—Sí, su alianza. Me hizo prometer que la guardaría hasta que la necesitara, hasta que pudiera ponerla en el dedo anular de la mujer con la que compartiría el resto de su vida. —sonrió recordándolo— La que le robara el corazón, decía.

—Amo, ¿tenía prometida Cristobal?

Gonzalo rió.

—No, Cristobal era un truhán. Se volvía loco tras unas faldas. Por eso me la dio. Era una forma de no comprometerse con la primera joven lozana de la que se enamorara—Gonzalo volvió a sonreír recordando aquellos momentos—Siempre andaba buscando una mujer única, una mujer que le hiciera sentirse vivo y el hombre más especial de la tierra. Él quería una mujer como Mar...—Gonzalo, guardó silencio y bajo los ojos hacia la cajita que sujetaba entre sus dedos. Sátur continuó.

—Margarita, iba a decir Margarita. Amo, no se me venga abajo, no se retenga, dígalo, hable con ella. Usted siempre ha amado a la señora. Lo que pasa, es que  pasó lo que pasó. Pero si  hasta su amigo ese lo sabía. Seguro que siempre andaba hablando de ella.

Gonzalo sabía que su fiel criado, su compañero de aventuras en lo referente a sus sentimientos casi siempre tenía razón. Sí, siempre había amado a Margarita y durante el tiempo que estuvo junto a su amigo en Flandes nunca dejó de hablar de ella.

—Si, Sátur—respondió con nostalgia—Le hablaba de lo felices que habíamos sido y de lo felices que seríamos una vez llegara a la villa tras la guerra y la perdonara.—Gonzalo, miró a Sátur y le hablo desazonado—Porque yo volví con la intención de perdonarla, de casarme con ella, de volver a empezar. En aquel momento, mi único pensamiento era ella. En las noches frías la veía a ella y me reconfortaba durante la batalla, me daba fuerzas para mantenerme en pie, no podía dejarme vencer, tenía que volver con ella. Ella era mi vida. Ella era todo, sin ella…—Gonzalo, seguía mirando a Sátur, la mirada del maestro conmovió al postillón, Gonzalo estaba con los ojos vidriosos a punto de llorar por la añoranza. Continuó—Cristobal fue quien me animó a escribir una carta que nunca llegó a su destino...

—No siga señor—se aproximó y le puso la mano en el hombro—Porque no hablan y solucionan todo eso que llevan ahí encerrado durante tantos años.—Sátur había cerrado su puño golpeando varias veces en su pecho al lado del corazón— Déjese llevar amo, déjese ir, y sea feliz. Amo, no lo piense más y tire pá palacio ahí la encontrará.

Gonzalo volvió a mirarle. Palmeó su mano sobre la del postillón, se incorporó y salió por la puerta.

—¿A dónde va?

Gonzalo ya se había ido de casa.

—Este hombre, siempre me deja así hablando solo, como si estuviera loco.



Margarita, había salido de palacio. Las lágrimas no le dejaban ver el camino. Ando sin rumbo fijo por el bosque, no quería ir por el sendero, no quería encontrarse con nadie, no quería volver a casa. Necesitaba estar sola, había cometido otro gran error. ¿Por qué no había escuchado a Gonzalo? ¿Cómo había podido dudar de él cuando ella sabía perfectamente que era un hombre íntegro? Había hecho lo mismo que años atrás había hecho Gonzalo con ella. No escuchó. No creyó. Otro tiempo perdido sin necesidad. Los pasos y su angustia, la llevaron sin darse cuenta hasta aquel lugar tan especial para ella. La húmeda brisa se mezclaba con la humedad de sus lágrimas. Se sentó en el suelo apoyando su espalda sobre un árbol, sobre aquel árbol que había sido testigo de su amor y allí se dejó vencer. Lloraba por todo lo ocurrido, por el engaño de su hermana, por la maldad de la marquesa, las mentiras descubiertas y  el dolor de sentirse manipulada.

Se abrazó el vientre, ese ser era lo único que por ahora le había ayudado a seguir luchando por él, por Gonzalo, por su amor. Cerró sus ojos elevando su rostro al cielo. Ahora lo sabía todo, sabía que Gonzalo siempre la había amado, que desde la muerte de su hermana nunca había estado con otra mujer. Y también sabía que las salidas nocturnas se debían a su otra vida. La vida del héroe. Comprendía su sacrificio, sabía que para ponerla a salvo del peligro que corría si descubría aquella doble identidad había preferido sacrificar su amor y dejarla rehacer su vida al lado de otro hombre con tal de verla feliz. Un llanto desgarrador salió por su garganta diluyéndose con las saladas lágrimas que ahogaron su voz.

Gonzalo había llegado hasta allí con la intención de estar solo necesitaba pensar, no quería ver a nadie y tenía que pensar que le iba a decir cuando la viera de nuevo. Sabía que había vuelto a casa, pero que no había sido por él. Sabía que estaba sufriendo pero no era a él a quien le contaba sus preocupaciones ni a quien le pedía consuelo y calor.

A lo lejos divisó la inconfundible silueta de una mujer que descansaba en el suelo apoyada en un árbol, entonces se dio cuenta de que aquella mujer era Margarita. Alterado hizo amago de esconderse no quería que lo viese, no sabía cómo hacer para hablar con ella. Él que siempre tenía una salida o una respuesta para todo, no sabía cómo enfrentarse a aquella situación. Gonzalo sabía que jugaba con ventaja pues conocía todos los sentimientos de Margarita y el profundo dolor que en aquel momento desgarraba  su corazón. El duro golpe al descubrir  la verdad de puño y letra de su amada e idealizada hermana y el resentimiento que tenía hacia él  por la encerrona que provocó Lucrecia.

Permaneció unos instantes escondido tras las matas. La observó con detenimiento, no sabía qué hacer, entonces le pareció escuchar un sollozo ¡Margarita estaba llorando! y eso fue lo que le impulsó para salir de su escondite y aproximarse a ella. Margarita no se dio cuenta de la llegada de Gonzalo, este sigiloso  se agachó tras ella y le habló suavemente.

—¡Margarita! ¿Qué haces aquí?

Ella dio un salto hacia delante, la voz de Gonzalo la sorprendió, era la última persona que había podido imaginar encontrarse allí en el lago. Margarita se dio la vuelta para poder mirarlo. En aquel momento todo su ser tembló. Lo tenía allí frente a ella, con aquellos intensos ojos, mirándola como en tantas ocasiones, pero ahora sin embozo. Sabiendo todos sus secretos, Gonzalo le sonrió. Ella limpió sus lágrimas.

—He venido de palacio dando una vuelta, y me apetecía sentarme aquí a meditar—titubeó.

—¿Por qué lloras? Si tienes a bien contármelo.

—No es nada, simple melancolía—Margarita, miró hacia el lago—Recordaba tiempos mejores. Cuando la vida me sonreía. Cuando …

—¿Cuando eras feliz?

Su voz sonó dulce. Margarita cerró los ojos y respondió entre sollozos—Sí, cuando la maldad no había hecho mella en mi vida cambiado el devenir de  mi  destino, de nuestro destino—musitó..

Gonzalo guardó silencio y cerró los ojos tras ella. Instantes después, se incorporó, ando unos pasos hasta ponerse frente a ella  y le tendió su mano.

—Margarita, ven.

Ella le miró dubitativa.

—Ven, confía en mí.

Margarita accedió, lentamente sujetó la mano de Gonzalo y se incorporó. Caminaron los dos muy despacio como si quisieran que el mundo se parara en aquel momento. Caminaban hacia una gran roca que había cerca de la orilla. Al llegar él la invitó a sentarse.

Permanecieron los dos uno junto al otro durante un tiempo en silencio, contemplando el inmenso lago que cubría su horizonte. Los dos hablaron a la vez.

—Quería…

—Gonzalo…

Sonrieron.

—Tú, habla tu primero—Dijo Gonzalo.

—No, esta vez lo haces tú. Hace un tiempo yo me adelante cuando debí esperar a escuchar tus palabras.

Gonzalo no dejaba de mirarla, aquella mujer anulaba toda su persona, pero estaba dispuesto a hablar con ella tal como se lo había hecho tantas y tantas veces tras el embozo. Ahora era el momento que tanto había esperado. Tenía que aclarar aquella absurda situación.

—Margarita, ya sé que no puedes perdonarme, por lo que ocurrió con Lucrecia.

—Gonzalo—intervino ella.

—No, no me interrumpas, deja que te hable. No voy a pedir que me creas, entiendo que todo esté en mi contra y comprendo que no quieras saber nada de mí. Pero estate tranquila, no voy a hablar de eso.

Ella, le miró sorprendida.

—Te quería decir que…—Margarita prestaba atención—¿Te acuerdas de Cristobal, el hijo de Dolores la posadera?

—Sí, le recuerdo— respondió extrañada.

—Te conté que vivía en Toledo y que tenía allí una posada—Margarita asintió con la cabeza, sin comprender —Bueno, pues me marcho dentro de unas horas a Toledo y...

 —¿Te marchas a Toledo?—preguntó con desconcierto.

—Sí,…bueno, verás, es que Cristobal se casa mañana en Toledo y quiere que sea su padrino de boda.

Margarita guardaba silencio, intentado comprender que es lo que Gonzalo le quería decir. Él, continuó.

—Margarita, quería pedirte…—Gonzalo la miró de nuevo. Ella a su lado, le observaba con detenimiento y gran interés.

—¿Qué quieres pedirme Gonzalo?—Él, armándose de valor le preguntó—pues, quería pedirte que vinieras conmigo a Toledo, Cristobal en su invitación me pedía que tú fueras su madrina de boda.

—¿Yo, la madrina de Cristobal?

—Bueno de la novia, sí, eso me dijo, pero ya veo que no te gusta la idea. No te tenía que haber dicho nada.

Gonzalo, hizo por levantarse de aquella fría piedra pero Margarita le sujetó.

—Siéntate Gonzalo. Yo quería decirte…

Gonzalo la interrumpió y bajó la mirada hasta sus manos dijo.

—No te preocupes Margarita, lo entiendo —no quería volver a escuchar una negativa de sus labios,no tenía que haberle dicho nada. No debía haber hecho caso a su postillón.

—¿Que es lo que entiendes Gonzalo? Que yo sepa aún no te he dicho nada.

Gonzalo, la miró con sorpresa y se quedó perdido en sus negros ojos. Todavía llevaba entre sus manos aquella pequeña cajita de madera que le había dado años atrás su amigo y le preguntó mostrándole aquella pequeña caja de madera tallada.

—¿Sabes lo que hay aquí?

Ella, negó con la cabeza. El maestro continuó hablando.

—Aquí tengo la alianza de Cristobal—Gonzalo, abrió la cajita de madera mostrándosela—Me la dio en Flandes, para que la custodiara hasta que encontrara a la mujer de sus sueños y parece ser que por fin la ha encontrado.

Ella con la tristeza latente en su rostro esbozó una débil sonrisa. Gonzalo continuó hablando.

—A veces, las cosas las tenemos tan cerca que ni tan siquiera las vemos y las voces que suenan a nuestro alrededor nos dibujan unas imágenes irreales que nos hacen sucumbir en nuestros propios miedos. 

Margarita le volvió a mirar a los ojos. ¿Qué intentaba decirle Gonzalo bajo aquellas palabras? Ella escapó de su mirada dirigiendo sus ojos al horizonte dejando escapar unas palabras.

—A veces, las cosas no son lo que parecen. Es cierto, y esa frase últimamente me la han dicho muchas veces—musitó.

Él, no dijo nada. Sabía que hablaba y pensaba en el Águila Roja. Otra vez estaba allí junto a ellos. Tenía que vencer al héroe, ahora era el momento, el destino había propiciado aquel encuentro y él tenía que dar un paso hacia delante, tenía que luchar por ella y vencer al héroe.

—Margarita, mírame por favor.

Ella le miró lánguidamente. Gonzalo sin apartar su mirada de la de ella, le dijo.

—Aquí, ahora y en este lugar tan importante para nosotros, me gustaría pedirte…—El corazón de Margarita empezó a palpitar con más intensidad, sus ojos buscaban en la profundidad de los de Gonzalo, un refugio de calidez y de amor—…que me perdones—dijo sumido en un profundo abatimiento—Te pido perdón por todo lo vivido y por todo lo que no has vivido.

Al escuchar aquellas palabras los ojos de Margarita se inundaron de lágrimas que escaparon libres al exterior. Gonzalo alargó su mano y secó dulcemente con su pulgar aquellas lágrimas que caían por sus mejillas y le habló desde lo más profundo de su corazón, con dulzura, con ternura y amor.

—Margarita, la alianza de Cristobal, me ha hecho comprender que mientras él ha estado buscando toda su vida a la mujer de sus sueños yo la tenía junto a mí guardada junto a mis recuerdos, en una cajita como esta.

Margarita miró la alianza, y volvió a mirar a Gonzalo. Aquellas palabras que salían de sus labios, le estaban diciendo que la amaba. Gonzalo continuaba hablando.



—Y que por muchos golpes que nos de la vida, por muchos años que transcurran cuando habla el corazón, cuando los sentimientos son puros...—Gonzalo, acercó su mano a la barbilla de Margarita elevando su rostro para poder mirarla, le sonrió, ella se perdió en su sonrisa y Gonzalo susurró— ¡siempre podemos volver a empezar!

Margarita, con una amarga sonrisa y lágrimas en los ojos miró hacia el lago suspirando profundamente. Gonzalo, le estaba pidiendo otra oportunidad. Pero ella guardó silencio contemplando el horizonte. Él, ante aquel silencio comprendió que ella no le perdonaba y continuó diciéndole.

—Margarita, aunque no puedas perdonarme te pido que vengas conmigo a la boda de Cristobal y que mientras tanto pienses en lo que te he dicho. Quizá algún día… quieras escuchar mis explicaciones sobre lo ocurrido en palacio.

Ella, no podía mediar palabra el nudo en la garganta apresaba su voz y la mantenía muda. No quería que Gonzalo se fuera con una idea equivocada pensando que no quería saber nada de él. Pero, Gonzalo cerró su cajita, y se levantó. Margarita le sujetó del brazo y se incorporó junto a él.

—Gonzalo, no me has dejado hablar.

—No importa, lo comprendo.

—No, no comprendes nada. Gonzalo—dijo con la voz ahogada—yo ya te perdoné, por eso volví a casa. Y sí, quiero ir a la boda de Cristobal—dijo entre sollozos— No podemos hacerle un feo y supongo que habrá invitado a todos los amigos de siempre, como a  Catalina y Cirpri, ¿no?

Gonzalo la miró complacido, y en sus ojos brilló una esperanza. Todavía estaban a tiempo de volver a empezar. Se quedaron mirando fijamente el uno al otro, necesitaban encontrarse de nuevo. Margarita quiso escapar de aquella atrayente mirada y  volvió a preguntar.

—Porque… ¿Los ha invitado verdad?

Gonzalo, le respondió.

—Pues, sí, a ellos y a todos los amigos de la infancia.

Margarita, se secó las lágrimas con sus manos, se rebujó en su mantilla  y le preguntó.

— ¿Cuándo nos vamos?

Él, le sonrió dulcemente, y sintió junto a esa sonrisa como el aire de nuevo le llenaba los pulmones dándole fuerza para seguir conquistando a Margarita. Entusiasmado le respondió.

—En  cuanto lleguemos a casa.  




CAP 39- PREPARANDO LA PARTIDA.

Sátur continuaba en la cuadra terminando los últimos preparativos para el viaje. Mencía desde la cocina hablaba sin parar repasando todo lo que el postillón llevaba para que no se olvidara nada de lo que podían necesitar para el viaje hasta Toledo.

—¿Has puesto la muda?—Le preguntó Mencía.

Desde el establo Sátur contestó.

—La ¿qué?

—¡¡La muda Sátur!! Un recambio de ropa.

—¿Qué muda, ni que muda? Pa tres días que van a estar  allí, no les hace falta muda. ¡Otra como el amo! venga ropa, venga ropa. Claro, como el que lava aquí soy yo.

Mencía dejo lo que estaba haciendo y  limpiándose las manos con un trapo entró en la cuadra.

—Hombre, supongo que la muda de Margarita la lavará ella,vamos, digo yo.

Sátur la miró, alzó las cejas mientras decía con una pícara sonrisa en los labios a la vez que se toqueteaba el pañuelo del cuello.

—Hombre, lo de la señora, pues… lo lava ella, ¡claro Mencía! ¡Eso no lo voy a lavar yo!

La muchacha, se puso frente a él con los brazos en jarras.

—Pues por eso. Yo no sé tú amo, pero las mujeres al menos las que conocí cuando vivía en casa de mis padres, siempre que viajaban llevaban una muda de recambio.

Sátur se la quedó mirando—Pues… eso será por…—Se acercó a ella y habló con voz queda—por… lo del mes— Ella le miró sorprendida.

—¿lo del mes?

—Pues…

—¿Es que tu amo, solo se cambia una vez al mes?

—No mujer, eso que… —Sátur, hizo un gesto con su mano, como si se lavara las partes pudendas. Mencía se ruborizó.

—¡Sátur, por Dios!—se alarmó. Agarró su falda dio media vuelta y se subió al carro.

Sátur se quedó, pensando en lo que había dicho para que Mencía se sonrojara. Al momento, se dio cuenta que había subido al carro y le dijo.

—Y ahora, ¿pa que te subes ahí?—Desde su posición intentaba atisbar lo que Mencía hacía en lo alto del carro— ¿Qué haces ahí, baja?

Ella desde lo alto decía.

—Estoy comprobando, que no les falte nada, y ver si tenemos que ponerles algo más—y empezó a contar— Agua, vino, queso, mantas, un candil… —repasaba uno a uno todos los paquetes que Sátur había estado subiendo a la carreta. Él desde abajo le decía.

—Pero qué más quieres que les ponga... Además, no sabemos si Margarita irá con el amo a Toledo y  si continuamos poniendo cosas al carro van a tener que ir andando al lado de caballo.

—Que exagerado eres Sátur. Es bueno que lleven de todo, recuerda que es un largo camino.

Sátur al pie del carromato esperaba a que bajara.

—No toques nada, deja eso ahí—le repetía mientras Mencía levantaba los paquetes recontándolo todo.

—¡Mencía, quieres hacer el favor de bajar…! Que empecinada es esta mujer por Dios. ¡¡O bajas o subo a buscarte!!

—¡Que ya voy! no seas pesado Sátur—decía desde lo alto.

Mencía dejó el último paquete y dio un ligero salto para apearse de la carreta. Al saltar calló sobre el pie derecho de Sátur. Él espetó.

—Eso, ahora me pisas.

—Sátur, no he calculado bien—respondió mientras recuperaba el equilibrio frente al postillón.



Sátur se quedó mirando fijamente aquellos vivarachos ojos azules y ella se quedó inmóvil unos instantes. En aquel momento, mundo se detuvo para ellos, no había nada más a su alrededor. Mencía, le sonrió dulcemente. Sátur, tragó saliva y se aflojó el pañuelo que llevaba anudado en su cuello.

—¡Lo siento Sátur!—le dijo con un hilo de voz.

Él, sin saber que decir, permaneció quieto sumido en la profundidad de la celestial mirada de Mencía, penetrando sin darse cuenta, en la dulce y placentera calma que le hacía sentir aquella joven mujer. Sátur, solo escuchaba los latidos de su maltrecho corazón, unos latidos que cada vez que la miraba se hacían más intensos. Él instintivamente bajó su mirada hacia la boca de la joven, en aquel momento solo veía aquellos carnosos labios que le ofrecían una grata sonrisa y que le llamaban sin piedad alentándole a beber del néctar que aquella boca prometía. Se acercó hacia ella lentamente, sin apartar su mirada de aquellos labios, ella se quedó quieta le esperaba, en el interior de Mencía miles de mariposas revoloteaban en su estómago, bailando una danza que le hacía temblar de emoción. Irremediablemente su aliento se entremezcló con el de Satur y una nueva sensación invadió el cuerpo de Mencía, era la primera vez en su vida que un hombre le hacía sentir aquella sensación tan dulce y apasionada. Un cálido pero fogoso calor, le subió de los pies a la cabeza, no quería pensar tan solo deseaba que la besara. Cerró los ojos esperando recibir aquel apetitoso beso. Sátur, a su vez, sentía olor a pan recién hecho, olor a  pureza y amor, él también cerró sus ojos para poder ofrecer todo ese sentimiento que le rebosaba, que guardaba durante tantos años para poder entregarlo sin temor. Ambos buscaron ciegos el calor de los labios del otro, hasta que sus bocas se entreabrieron y llegaron a rozarse.


—¡Sátur! Ya estoy en casa.

Los dos, abrieron los ojos y dieron un respingo hacia atrás, en el mismo momento que el maestro entraba en el establo buscando a su criado. Gonzalo, los encontró tensos, inmóviles uno frente al otro y supo que había interrumpido un momento muy especial para ambos.



—¡Ah!, Sátur—Gonzalo vaciló—¡Estáis aquí!—el maestro no sabía cómo actuar—Ya… hemos vuelto.

Sátur todavía enajenado, respondió.

—Sí, sí, amo. Estábamos…—movió sus manos señalando la carreta para explicar el porqué de su presencia en la cuadra.

Gonzalo incómodo ante aquella situación dijo señalando hacia la cocina.

—No te preocupes, te espero dentro.

—Ahora voy—respondió el criado. 

Cuando volvieron a quedarse solos Sátur miró a Mencía que todavía permanecía en la misma posición.

—Lo…siento….yo.

Ella llevó sus dedos hasta los labios de Sátur.

—No te disculpes Sátur. No ha pasado nada.

—Sí, pero iba a pasar y de verdad que no era mi intención aprovecharme de ti... Pensarás que soy un hombre de esos que...

Ella le miró con una sonrisa y le interrumpió.

—Nunca pasaría nada entre tú y yo que yo no quisiera que pasase.

Él la miró sorprendido.

—Entonces, ¿no estás molesta?

—Al contrario Sátur. Estoy halagada. Por eso te voy a pedir.

—Dime—la interrumpió emocionado.

Mencía se acercó poniendo su rostro a unos centímetros del suyo. Él la miraba con excitación.

—Que termines lo que has empezado.

Sátur, sonrió nervioso.

—Pero… mi amo, está en la cocina y ha dicho...—titubeó.

Mencía no le dejó que terminara lo que estaba diciendo. Le agarró del pañuelo y se echó sobre él besándole los labios con el ardiente deseo de toda una mujer.

Gonzalo, sentado en la mesa de la cocina bebiendo un vaso de agua esperaba a su criado incómodo por aquella interrupción... Sátur entró con una sonrisa de oreja a oreja.

—Amo, ¿está usted aquí?

Gonzalo le miró alzando las cejas.

—¡Pues claro que estoy aquí Sátur! ¡No entiendo porque te sorprendes si te lo acabo de decir!

El fiel criado se mostró nervioso. Gonzalo le sonrió perspicaz.

—¿De qué se ríe?

Gonzalo no dijo nada y sin dejar de mirarle sorbió de su vaso.

—¿Ya lo tienes todo preparado?—le preguntó a su criado.

—Sí, señor. Pero… dígame, ¿ha podido hablar con la señora?—preguntó curioso, mientras se sentaba junto a  él.

Gonzalo,  asintió con la cabeza. Sátur se removió en la silla.

—Amo, y… ¿Viajará con usted la señora?

A Gonzalo se le escapó una sonrisa furtiva.

—Sí, Sátur. Margarita viene conmigo a Toledo.

El postillón no cabía de gozo y se levantó emocionado de su silla. Mencía entró en la cocina y no pudo evitar escuchar el final de la conversación.

—¡Margarita va a Toledo! y ¿dónde está? ¡está aquí!, —preguntó contenta.

Gonzalo miró a Mencía sorprendido por aquella emoción y le dijo sonriente.

—Sí, está aquí. Ha subido a su habitación para hacer el equipaje.

—Con permiso voy a ayudarla.

Mencía salió como una exhalación hacia la alcoba de Margarita mientras Sátur seguía la estela de la muchacha con una sonrisa bobalicona. Gonzalo se incorporó sonriente y  le dijo burlón mientras le daba un toquecillo con su mano en el hombro de Sátur.

—Y tú. Cierra esa boca, que te va a llegar al suelo.

—¿Qué?

—Anda Sátur —dijo divertido caminando hacia su alcoba.

El postillón le siguió a pasos agigantados.

—Amo y dígame. ¿Que han hablado con la señora? Si le está a bien explicármelo.

El maestro le miró.

—Apenas hemos hablado de nada. Tan solo le he pedido que me acompañe y ha aceptado.

—Así, sin más—dijo cerrando la puerta tras él.

—Pues sí. Sin más.

Gonzalo, se giró en redondo y mirando a su postillón le pregunto.

—¿Y tú? ¿Qué tal con Mencía?

—¿Con Mencía?—preguntó intentando disimular abriendo sus grandes y nobles ojos—¿Por qué me lo pregunta?

Gonzalo se rió.

—Sátur, es obvio que ha ocurrido algo entre vosotros  dos. Se te nota a la legua.

—Tanto se me nota—dijo toqueteándose la cabeza.

—Pues sí—se carcajeó.

Gonzalo se había sentado en su escritorio, estaba preparando un mapa para llevarlo consigo a Toledo. Sátur, corrió hacia él. Y se sentó en una de las sillas junto a Gonzalo.

—Pues si amo, ha pasao que …—Se detuvo— Es que esta mujer… es diferente— Gonzalo le miró.

Sátur, abriendo sus brazos dibujando un circulo en el aire dijo—Tiene unos ojos como dos trozos de cielo y una boca que quita el sentido. Además de tener las pechugas prietas que yo me he fijao. Me he fijao y lo he notáo. Vamos si lo he notado cuando la tenía entre mis brazos…—Gonzalo intervino.

—Sátur, no hace falta que  me expliques con pelos y señales lo que has hecho. No hace falta de verdad.

—No amo no… si le digo que no ha pasado nada. Que la he respetado. Dios me guarde de hacer na en esta santa casa.

Gonzalo se carcajeó como hacía tiempo y le miró suspicaz.

—¡Anda, y se ríe…! Pues sí amo, si, y no me mire así, que no ha pasao na. Solo nos hemos besado… y que beso amo—dijo acercándose más a él. Gonzalo le respondió.

—Sátur, no ha pasado nada porque he llegado a tiempo. De lo contrario y conociéndote, no hubiera sido tan solo un beso.

Él sonrió con picardía acariciándose la barba con su mano.

—Bueno, puede que sí. Porque… ¡Ay amo!... Me ha pegao un besazo que me he quedado temblando.
El maestro volvió a mirarlo con incredulidad.

—Si amo. Ha sido ella… Creo que me he vuelto a enamorar.

Gonzalo volvió a reír, y palmeó el hombro de su fiel postillón. Sátur analizando a su amo dijo.

—Está usted mu risueño hoy ¿no le parece? Quizá no me ha contado todo lo que me tenía que contar o todo lo que ha pasado.

Gonzalo continuó sin hacerle caso.

—Sí, disimule. Pero lo que le he dicho se lo repito. Tiene que aprovechar el viaje que son muchas horas y pueden hablar de todo lo que quieran. Además, recuerde que estarán solos y hay un par de noches por en medio.

—¡Sátur, pero que dices!

—Lo que oye. Que tiene que dar rienda suelta a sus emociones y deseos y dejarse de tanta retención.

—Gonzalo volvió a mirarle alzando las cejas con mueca de incertidumbre— ¡Habrase y dígale a su cuñá lo que siente! Como hizo aquel día aquí en esta habitación—dijo señalando el lecho. Gonzalo miró su cama recordando aquella mañana—Créame, tiene que seguir buscando su felicidad y piense también en la nuestra, la de Alonsillo y de paso la mía. Anda que no iba a cambiar la casa si…

—Venga Sátur, deja de fantasear. Ya te he dicho que hemos hablado pero solo del viaje. Ella no ha querido hablar de nada más. Así que ya lo sabes,  no hemos profundizado en nada.

Bueno usted sabrá, pero le digo y estoy seguro de ello, que si fuese yo el que viajara con esa hembra a Toledo y sintiendo lo que usted siente no iba a desaprovechar la oportunidad que el destino me hubiera deparado para que viniera otro Juan, y me levantara la hembra.

Gonzalo, se quedó pensativo y con el ceño fruncido mirando a Sátur  unos instantes y acto seguido salió por  la puerta.

—Pero… y ¿ahora qué le pasa..?¿Qué le he dicho yo? Otra vez me deja con la palabra en la boca. Usted tendrá muchos estudios, pero me parece que algo le falla conmigo. Pues me deja ahí solo con mis cuestiones y se larga sin decir ni  “mu”



—¡Margarita!—llamó Mencía tras la puerta—¿Puedo pasar?

—Por supuesto pasa—se escuchó desde el interior.

Mencía entro en la habitación y vio que Margarita estaba haciendo su hato.

—Me ha comentado el maestro que te vas con él a Toledo.

Margarita la miró.

—Sí, vamos a una boda de un amigo común.

—¿A una boda?

—Sí, se casa un amigo de la infancia. Y quiere que sea su madrina. Ya me dirás que pinto yo de madrina.

—Hombre tendrías que estar agradecida.

—Sí, si lo estoy. Pero, es que la verdad he estado mirando mi ropa y es que no sé que ponerme. ¡Si es que no tengo nada! apenas un par de faldas y tres o cuatro corpiños. Si al menos lo hubiera sabido antes me podía haber cosido un vestido nuevo con algún retal de palacio.

—Déjame que te ayude.

Mencía se acercó a ella  y le ayudó a apilar las pocas prendas.

—¿Cómo que no tienes nada? Mira, yo creo que este es de lo más indicado para ser la madrina. Es blanco y precioso.

Mencía le enseñó un vestido que había sobre la cama. Margarita, lo miró y respondió al instante, sonriendo.

—¿Pero ese? Pero si ese es un camisón. Además ¿no ves que es muy escotado?

—¿Escotado? Nada, Margarita. Además no parece que sea un camisón, la tela es más  recia que los camisones normales y tiene ese bordado tan bonito, es precioso. Yo creo que si nos ponemos y le cosemos estas mangas—Mencía había cogido una camisola que tenía Margarita sobre la cama—dejando los tirantes al descubierto… puede quedar muy bonito. Mira—La muchacha se puso el camisón sobre su cuerpo, moviéndose como si bailara—Puede quedar divino.

Margarita hizo un gesto aceptando aquella idea ya que no le quedaba otra. Mencía continuaba hablando.

—Por cierto, en el pelo, tienes que ponerte unas florecillas blancas así en un lado, te hará parecer más madrina—Sujetó el negro cabello de Margarita dejando al descubierto una parte de su rostro—No se hable más—continuó hablando la joven. Vamos a ponernos manos a la obra, que tenemos poco tiempo.

Margarita le sonrió y continuó arreglando su escasa ropa. Mencía se quedó mirándola unos instantes sin decir palabra. Margarita tenía algo especial en su mirada, además no la había visto nunca sonreír  nunca desde que la conocía  y aunque no había motivo para ello, Margarita sonreía con facilidad desde que había entrado en su habitación. Recordó cuando la conoció y lo mal que lo llegaron a pasar y ahora… la sentía tan feliz. Una pregunta surgió en su mente.

—¡Margarita!

—Dime—respondió, mientras recogía las cosas de su alcoba.

—¿Él… es?—preguntó señalando su vientre.

Ella, al instante se quedó paralizada, sin decir nada miró a Mencía suplicando que no comentara nada de su secreto. La muchacha lo entendió de inmediato.

—Estate tranquila mujer. Soy una tumba. ¿Pero dime? ¿Es él?

Margarita suspiró.



—Anda, ayúdame a coser esto que si no, no va a terminarse ni para el año que viene.

Mencía comprendió que Margarita no quería hablar de ello y aunque le quedaba la duda quiso respetar su deseo.

—Bueno, no me digas nada si no quieres. Pero sea o no sea él padre, yo nunca no lo dejaría escapar. Ese hombre, el maestro de la villa, además de guapísimo, está de buen ver que me he fijado yo. Tiene uno torso y unos brazos que podrían llevarte a Toledo en volandas.

Margarita de espaldas a Mencía sonreía por aquellos comentarios pensando. «Si tú supieras, que ya me ha llevado volando por los tejados» Mencía seguía hablando sin parar, quería seguir animando a su amiga, así que le dijo picarona.

—Por no hablar de sus posaderas.

Margarita, se giró de sopetón y la miró con los ojos abiertos y las cejas alzadas.

—No me mires así, porque aunque viuda y solitaria, seguirás siendo una mujer ¿no? ¿O me vas a decir que tú no te has fijado en eso? El que seas su cuñada, no quiere decir que no te des cuenta o le eches el ojo cuando él no te ve. ¡Por Dios Margarita, que lo tienes en casa y está de toma pan y moja!

 Margarita sin decir nada continuó con lo que estaba haciendo, moviendo su cabeza resignándose a los comentarios de Mencía, mientras sonreía alegre y contestaba.

—Que cabeza tienes Mencía, como me dices esas cosas. Pues no, no me he fijado. Con lo liada que estoy y las tareas que tengo que hacer. Como para fijarme en eso. Anda calla Mencía—respondió intentando disimular su complacencia.

—Pero bueno mujer. No me dirás que a tu cuñao  no le has miráo alguna vez “libidinosa” —Mencía se carcajeo y Margarita no pudo evitar reír junto a ella.

La joven se alegró de ser la causante de toda aquella alegría que sentía su amiga. Sátur le había explicado la historia de ambos y ella solo pretendía alegrar la vida de la que le salvara la suya.

—Ay, que cosas tienes Mencía—dijo Margarita— Anda, ve a buscar el costurero que lo tengo ahí junto a la repisa de la ventana.

Mencía fue de un salto y las dos mujeres rieron al unísono mientras se preparaban para confeccionar de un bonito camisón, el traje de madrina que llevaría Margarita en la boda de Cristobal.

En palacio, Catalina y Laura se disponían a salir cuando Irene irrumpió en la cocina.

—¿Os  ibais? —preguntó con intranquilidad.

Laura, se acercó a ella y con gesto dulce le dijo.

—Señorita Irene. Me tengo que ir de palacio, ahora no puedo explicarle nada ya le contaré en otra ocasión. Le agradezco todo lo que ha hecho por mí.

—Pero…— preguntó sorprendida Irene.

—No se preocupe señorita Irene—intervino Catalina—a Laura, no le pasará nada, descuide.

—Pero, ya no te veré más—dijo con gran pesar.

—No, señora—respondió Laura— Es temporal. Me voy a …

—Catalina intervino de nuevo.

—La llevo a mi casa, a la villa.

Laura la miró. No debía haber hablado, Irene también corría peligro, podían intentar averiguar su paradero a través de ella. Catalina se dio cuenta de su metedura de pata por la mirada que le lanzó  Laura.

—Bueno, quiero decir… disimulo Catalina.

Pero ya era tarde, Irene ya lo había descubierto. La muchacha cerró los ojos con resignación  y le dijo.

—No te preocupes, estaré aquí. ¡Que Dios te bendiga Laura!

—Gracias señorita—respondió la dama con brillo en su mirada por dejar  a su adorada hija.

Irene, asintió con la cabeza, dándole a entender que todo estaba bien.

Las mujeres se dispusieron a salir nuevamente de palacio, pero antes de franquear la puerta Laura volvió a la cocina. Irene todavía permanecía allí quieta en el mismo lugar. Al ver que no había nadie en la cocina,  se echó sobre sus brazos y le dio un fuerte abrazo, mientras la besaba.

—“Mon petit”. No llores, ni sufras, voy a estar bien, ahora mismo me tengo que ir de palacio. Pero estaré en casa de Catalina ya lo has oído. No debes decírselo a nadie, nadie debe saber donde estoy. Volveré pronto. Te lo prometo.

—Está bien madre.

—Te amo, hija.

—Y yo.




CAP40- LA FURIA DEL REY


Tras la huída de Laura de Montignac, Felipe, el rey de las Españas, ordenó a su guardia personal que trajeran ante él a la mujer que había acabado de salir de su alcoba. El Rey estuvo toda la noche en vela, mirando hacia la puerta de su alcoba. Esperaba impaciente que su guardia entrara en cualquier momento trayendo consigo a Laura. Pero el tiempo pasaba, el amanecer peinaba su alcoba y Laura no aparecía. Cabizbajo y pensativo, andaba de un lado al otro como un animal enjaulado. La había visto. Había estado junto a él y lloraba. 

Felipe miró tras su gran ventanal la inmensidad del horizonte, recibiendo el suave calor de los primeros rayos de sol sobre su rostro, cansado, cerró los ojos buscando en su interior aquella imagen que había deseado ver durante tantos años y a la que deseaba ver ahora. Pero sabía que era inútil, nadie iba a dar con el paradero de Laura, la conocía, intuía que ella se sentiría traicionada y se protegería de él. Pero… entonces ¿por qué se había atrevido a llegar hasta su alcoba? ¿Con que propósito? Las dudas le corroían. Hubiera removido cielo y tierra por encontrarla ahora que sabía que estaba viva. Pero no podía levantar sospechas sobre ella, ni hacer ni decir nada que la perjudicara. Aunque deseaba hablar con ella, saber que hacía en el palacio de Lucrecia, debía actuar con cautela, tenía que encontrarla y averiguar qué o quién fue el que la ayudó a escapar con vida, y porque le hicieron creer que había muerto.

De pronto la puerta se abrió, y Felipe volteó al instante. Ante él, un soldado de su guardia personal postrado de rodillas esperaba a  que su majestad le diera  autorización para hablar.

—Podéis levantaros. Decidme. ¿La habéis encontrado?

—Majestad, la búsqueda ha sido en vano. Es como si se la hubiera tragado la tierra. No la hemos encontrado por ninguna parte.

—¡¡¿Cómo es posible?!! Nadie desaparece así como así—Su guardia se mantenía frente a él sin saber que decir. Felipe, resignado, ordenó que se retirara.

—Está bien, retiraos, dejadme solo—dijo caminando hacia el gran ventanal, mientras la guardia se retiraba. En aquel momento, Felipe, quería estar solo, quería pensar en todo lo sucedido. Entonces la puerta volvió a abrirse.

—¡He dicho que me dejéis solo!—gritó.

—¡Disculpe majestad pero es que…!

La guardia del Rey no pudo evitar que el Cardenal Mendoza, entrara en los aposentos reales. El rey, al comprobar que era el Cardenal quien había irrumpido en su alcoba cambió el rictus y  ordenó a su guardia que se retirara sin más dilación.

Cuando se quedaron solos, Felipe se dirigió hacia el cardenal con tono solemne.

—Se a que has venido Cardenal. Pero ahora mismo, te pido una explicación de todo lo sucedido—Felipe, caminó hacia el cardenal lleno de rabia, le habló apretando sus dientes para no gritar.

—¡¡Me jurasteis que Laura de Montignac estaba muerta!! ¡¡Que la habíais visto con vuestros propios ojos!! Y esta noche he comprobado que no era cierto. Que no está muerta, y que además, esta en casa de la marquesa de Santillana. ¿Podéis explicarme, qué está sucediendo?



El Cardenal, sin alterarse lo más mínimo, ando hacia él con las manos cruzadas a la espalda.

—Alteza, no he venido aquí para explicaros nada, sino todo lo contrario.

El Rey le miró de soslayo clavando una fiera mirada en los pequeños y maliciosos ojos del cardenal.

—Sí, majestad. Quisiera que me explicarais vos ¿cómo que Laura de Montignac está viva?

—¡Como osáis preguntarme tal cosa!—Gritó colérico—Yo, el Rey de las Españas, Felipe IV, que posee el reino más grande del mundo en el que nunca se pone el sol, ¿tiene que rendir cuentas a un simple cardenal? Me pedís explicaciones sobre un asunto del que fuisteis vos, junto con el inquisidor los que urdisteis toda una enmarañada maquinación a mis espaldas y ordenasteis su muerte.

—Majestad, nosotros solo hicimos lo que era correcto para la corona—replicó irónicamente el Cardenal Mendoza—No podíais, aun habiendo contraído nupcias con Laura de Montignac, llevarla a palacio y menos presentarla como la reina de las Españas. Una dama, que aunque de noble cuna, no podíamos obviar  la creencia de que su familia provenía del mismísimo Dios. No hubieran tardado los infieles a la corona ni un minuto en aprovechar dicha leyenda para destronaros por presentar a una reina de España con tal estigma. Hubiese sido, como reconocer que hay algo más por encima del Rey, algo terrenal quiero decir... y tanto su alteza, como todo el mundo saben, que por encima del Rey de las Españas, tan solo está Dios, el celestial. Eso, majestad,  para la corona hubiera sido funesto, ya que Laura, hubiera pasado a ser superior a vos y eso no lo podíamos permitir alteza. Todo fue por el bien del reino y de su rey, que sois vos.

Felipe, sentía una gran impotencia dentro de sí. Rabia y dolor mezclados se apoderaban de su cordura. Las palabras del prelado le dolían en lo más hondo de su ser.

—Laura y yo habíamos esperado pacientemente el fallecimiento de la reina Isabel de Borbón. Queríamos hacer pública nuestra relación, dar a conocer a  nuestros hijos y vivir por fin felices en palacio—Se giró agresivamente hacia el cardenal— ¡¡Y vos, al igual que el inquisidor, os encargasteis de arrebatarme esa felicidad, eliminándolos de la faz de la tierra!!

—Dicho así majestad, hasta a mi me horroriza. Suena monstruoso, escucharlo de su boca, pero… los dos sabemos que era lo mejor que podía pasar. Y los niños … —El Cardenal le miró con sus espesas cejas arqueadas y una mueca sarcástica en su boca— ciertamente fue una gran pérdida majestad, porque además… eran dos preciosos y sanos varones, dignos hijos de un gran rey y que por desgracia con Mariana de Austria nunca habéis podido volver a engendrar. Una desgracia sin duda, pero a eso llamémoslo… daños colaterales.

—¡¡Callaos!!

— Aunque debéis estarme agradecido, ya que salvé a Irene. Su dulce y delicada hija. Por cierto, os habéis fijado majestad ¿verdad que Irene, cada día se parece más a Laura?

 Felipe, fuera de sí gritó.

—¡¡Como tenéis la osadía de hablarme así!! ¡¡Soy vuestro rey!! Os prohíbo terminantemente hablar de mis hijos, y mucho menos, nombrar a Laura. Me habéis ocultado la verdad durante años y eso lo vais a pagar.

—Majestad, creedme si os digo que el primer sorprendido he sido yo. Pero lo remediaré, creedme. Y no creo,  que su excelencia esté en disposición de amenazarme. ¿Qué ocurriría si la Reina Mariana supiera que la boda con Laura de Montignac la precede. Y que le pertenecería a ella, a Laura, la corona de España? ¿Habéis pensado en sus familias? en la de Mariana y en la de Laura ¿Y en cómo reaccionarían al descubrir vuestro engaño para con una y vuestra decisión de eliminarla para con la otra? ¿No, creéis que Francia o Austria os declararían la guerra si llegaran a saber toda la verdad de tal humillación y ultraje?

Felipe le miró. Él había firmado aquella orden. Y todo lo que el cardenal le decía tenía su lógica. Si Francia o Austria, se enteraran de lo ocurrido, podían llevar a España a otra guerra y  en aquellos momentos el tesoro de la corona no lo podría soportar. El Rey lleno de furia volvió ha hablar.

—¡Pues os advierto Cardenal! Cómo a Laura le ocurra el más mínimo rasguño. Vos y el Inquisidor, pagaréis con vuestras vidas.

El cardenal contestó altivo.

—Os digo lo mismo, alteza. Si a mí, me llegar a suceder algo. Hay una carta con todo lujo de detalles preparada para ser enviada a Francia y a Austria. Así que os aconsejo que por vuestro bien y el de las Españas, no me ocurra nada malo.

Felipe, masticó su rabia marcando su mandíbula en ambas mejillas, con el puño apretado bajo su ancha manga no pudo contestar, y guardó silencio, despreciando con su mirada las palabras del cardenal.

 Ante tal alboroto, la guardia irrumpió en los aposentos.

—¿Necesita algo majestad?

Felipe, con el rostro desencajado, respondió.

—¡No, no ocurre nada!

Tras ellos el comisario de la villa pidió permiso para personarse ante él.

—¿Me habéis llamado majestad?

—Adelante comisario—dijo abatido, sin alejar sus ojos de los del Cardenal— Monseñor ya se iba.

El Cardenal Mendoza alzó su cabeza  elevando su mentón y mirando desafiante a Felipe IV.

—Con permiso alteza— se despidió.

—Lo tiene, cardenal.

—¡Monseñor!— intervino Hernán—Permitidme.

—Si—respondió girándose hacia él.

—El inquisidor me ha ordenado que si le veía, le dijera que necesitaba verle enseguida.

Felipe, con el ceño fruncido, miró al Cardenal Mendoza, este continuaba con la barbilla alzada y le miró con osadía. Felipe le respondió.

—Pues no seré yo quien prive al Inquisidor de sus deseos. Cardenal—habló señalándole con su mano la puerta.

El Cardenal Mendoza miró la puerta, miró al comisario y miró al Rey.

—Está bien, majestad. Me voy, pero recordar lo que os he dicho. No lo olvidéis nunca.

—Descuidad Cardenal. Vos tampoco lo olvidéis, la palabra de un Rey vale mil veces más que la palabra  de un cardenal.

—No lo olvidaré alteza.

Y salió con paso firme por la puerta que le conducía a los pasillos del palacio de Lucrecia.


El Rey ordenó al comisario que buscara a Laura por toda la Villa y que lo hiciera de forma que no levantara sospechas. Era una operación muy delicada y solo él y unos pocos hombres más tendrían que saber su cometido. El comisario escuchó pacientemente las órdenes del monarca y salió hacia los calabozos para organizar la batida. Pero, antes de salir, pasó por la cocina de palacio para preguntar al servicio si alguien había visto o sabía algo relacionado con la doncella de su esposa. Bajó rápidamente las escaleras y entró en la estancia.

Al llegar allí, se quedó sorprendido pues encontró a Irene de pié junto a la mesa con los ojos impregnados de lágrimas. Por un momento en su cabeza se dibujó la silueta de un apuesto joven, y la imagen de Martín se apoderó de su pensamiento.

—¡Irene! ¿ Qué haces aquí?

—¡Hernán! que susto me has dado—dijo sorprendida—No te había oído llegar.

—¿Te pasa algo? —preguntó mirando por todas partes.

—¿Por qué?

—¿Estabas llorando?

—No Hernán. No estaba llorando. Estoy  un poco apenada, porque Catalina se ha ido a Toledo unos días.

—¿Y por eso estás así?

Irene, se había dado la vuelta para mirar a su marido y así guardar las apariencias.

—No, por eso, no. Pensaba, que la marquesa cuando quiere puede ser generosa.

Hernán alzó sus cejas mirándola con incredulidad.

—La Marquesa no hace, ni dice nada que no esté más que analizado. No la subestimes.

—No lo hago Hernán. Solo que me ha llegado muy hondo que dejara que Catalina pudiera asistir a la boda de un amigo de la infancia. No sabes lo contenta que se ha ido. Me ha emocionado todo lo que me ha dicho de la marquesa. Es la boda de un amigo, que también lo había sido de Lucrecia.

Hernán se sorprendió y cambió de tema.

—Irene, creo que eres demasiado sensible.

—Puede que sí—dijo la joven— ¿Y tú, que haces en la cocina?

—Buscaba a tu doncella. ¿Sabes dónde está?

Irene se alarmó e intentó disimular.

—Pues… no, mira que desde anoche no sé nada de ella. Quizá se fue con los demás a sus casas.

—¿Sabes donde vive, o de donde viene?

—Pues no Hernán. La primera vez que la vi, fue aquí en la cocina de palacio. ¿Por qué la buscas?

—No por nada. Si la ves, dímelo. Necesito hablar con ella—respondió.

—Descuida Hernán, que lo haré.

—Bien, pues. Me voy a los calabozos.

Hernán se aproximó a Irene y le besó en la frente. Irene recibió el beso, después se despidió de él y volvió a sus aposentos para buscar el misal y acercarse a la capilla a rezar por su madre.



En la Villa, el día transcurría tranquilo. Margarita  y Mencía habían terminado de coser el camisón añadiéndole las mangas y algún que otro arreglo más. Metieron toda la ropa que habían estado cosiendo en el hato, y bajaron al salón.

Gonzalo estaba en la cuadra junto con Sátur. Margarita y Mencía llegaron a la cocina riendo por las ocurrencias que la muchacha le estaba explicando. Al oír el alboroto, Sátur salió de la cuadra rápidamente para ir a su encuentro.

—Os he oído reír y he pensado…

Mencía le sonrió—¿Qué has pensado Sátur? —preguntó.

Él no supo que contestar.

—Pues… no sé, pero el caso es que como en esta casa hace mucho tiempo que no se ríe nadie, he pensado que yo también quiero hacerlo. A ver, explicarme Mencía, que os ha  hecho tanta gracia.

Gonzalo, entro en la cocina limpiándose las manos con un trapo.

—Bueno, ya está todo listo.

Margarita intervino.

—Todo listo no. Falta esto.

Y le mostró el hato que llevaba en la mano.

Gonzalo se lo cogió mientras miraba fijamente a los ojos de Margarita y le regalaba una dulce sonrisa. Sátur y Mencía les miraban sin pestañear con el corazón en un puño. Unos golpes en la puerta de la entrada, rompieron el momento. Sátur salió hacia ella mientras Gonzalo llevaba el hato de Margarita a la carreta. Mencía lanzó una pícara mirada a Margarita, esta se ruborizó.

Al momento, Cipri y Sátur entraron en la cocina.

—Hola Margarita—Cipri, se quedó mirando a Mencía sin entender.

Margarita se adelantó a Sátur y le presentó.

—Cipri, esta es Mencía, una amiga de Sevilla que ha venido a vivir a la villa y se quedará aquí algún tiempo—La muchacha le sonrió y agradeció con su mirada lo que Margarita acababa de decir.

—Hola Mencía—Saludó Cipri—¡Margarita, está Gonzalo!—dijo agitado.

Gonzalo entró en ese instante.

—Si aquí estoy Cipri—dijo mirándole con recelo.

—Gonzalo, tenemos un problema—se acercó a él nervioso.

—Dime, que te pasa que no podamos arreglar.

—Pues que una de las ruedas de la carreta se ha roto y no tengo manera ni tiempo para arreglarla.

—¿Cómo se te ha roto? —intervino Sátur alarmado, pensando que todos los consejos y los planes que le había contado a su amo respecto al viaje a Toledo y a Margarita, se iban al traste..

—Pues como se me va a romper. ¡Rompiéndose!—Contestó malhumorado Cipri.

—¡No se puede ser más bruto!—le recriminó.

—¡Bruto lo serás tú!

—¡Vamos a ver. Vamos a ver! —intervino Gonzalo—Últimamente estáis todo el día a la greña.

—Si es que siempre está igual—dijo Cipri.

Sátur le miró suspicaz.

—Está bien—dijo Gonzalo— vamos a ver si lo podemos arreglar.

Margarita  interrumpió.

—¡Cipri! ¿sabes si  ha llegado Catalina de palacio?

—Pues creo que sí, me ha parecido verla entrar con una mujer en su casa.

—¿Con una mujer?—se preguntó Margarita—Bueno, pues—dijo mirando a Mencía y a Sátur—voy a ver si la veo y le ayudo a preparar  sus cosas.

Cogió su toquilla, se la puso sobre sus hombros y salió  tras ellos, hacia casa de Catalina.


—¡¡Catalina!! —llamó la muchacha tras cruzar la puerta de su casa.

—Estoy aquí Margarita. Ahora bajo.

—Está bien. Te espero—respondió desde la entrada.

Al momento, Catalina bajó con Laura. Margarita sintió una gran alegría al volver a ver a la mujer.

—¡¡Laura!!—se abalanzó hacia ella.

—Margarita, hija—respondió la mujer.

Las dos se fundieron en un abrazo.

—¿Cómo está Laura? no puede ir a buscarla porque…

—No te disculpes hija, ya me lo ha contado todo Catalina.

—¿Ha estado bien?—preguntó la joven.

—Perfectamente, no te lo puedes ni imaginar—Laura miró a Catalina y esta comprendió que quería quedarse a solas con Margarita.

—Bueno, Margarita, mientras hablas con ella, yo voy arreglando el hato. Que se nos hace tarde—y Catalina volvió a subir a las habitaciones dejando a las dos mujeres a solas. Margarita rompió el silencio.

—Pero Laura, siéntese, dígame. ¿Ha ocurrido algo? La noto misteriosa.

—Pues sí, Margarita. Te lo cuento porque se que puedo confiar en ti.

—Pues claro, ya lo sabe.

—Mira antes de nada, toma—Laura, levantó su falda y sacó de entre sus ropas la copa que llevara Margarita a la casa de Marta.

—Pero, ¿qué hace con eso? ¿Sabe que es peligroso?

—Lo sé, pero no pude esconderla y la llevo junto a mí desde que me la diste. Ahora necesito que te la lleves, se que te vas a Toledo así que necesito que durante unos días te la lleves de la villa. Todavía la andan buscando, y temo que me la encuentren.

—Porque la van a encontrar, nadie sabe que la tiene usted.

—Margarita—dijo Laura alargando su mano y acariciando la suave mejilla de la joven—Estoy en peligro, me buscan y seguro que me van a encontrar.

—¿Quién la busca?

—No te lo puedo explicar. Solo te diré que …—Laura miró hacia ambos lados vigilando que nadie las escuchara—Aunque me busquen y me encuentren, soy Feliz.

—Por Dios Laura, como puede decir eso.. . ¿Feliz, cuando la están buscando?

—Si, Margarita, porque Dios ha escuchado mis plegarias y no me ha abandonado.

La joven no entendía nada.

—¿Y qué es eso que le causa tanta felicidad?—al terminar esa pregunta a Margarita le llegó una imagen a su cabeza, lo único que le podría producir felicidad era…—Laura, ¿ha encontrado a sus hijos?

—No, Margarita, a mis hijos no. He encontrado, a mi hija, a mi pequeña Ana.

Margarita abrió los ojos como platos.

—¿A su hija?

—Sí, Margarita.

—Y…si no es mucho preguntar ¿Dónde la encontró? ¿Está aquí en la villa? ¿En qué casa vive?

Laura rió.

—Está en palacio.

—¿En palacio? Entonces ¿la conozco?

—Creo que sí. Es la criatura más dulce y delicada que he visto en mi vida.

Margarita escuchaba con atención, intentando adivinar de quien se trataba.

—Por mucho que lo pienso no sé de quién se puede  tratar.

Laura volvió a mirar por todos lados,  y susurró.

—Se trata de … Irene.

—¡¡La señorita Irene!! —dijo alzando la voz, sorprendida.

Laura, hizo un gesto para que no elevara la voz.

—Perdone—se disculpó Margarita—pero, es que … no pensaba yo que Irene…

—Sí, no tengo la menor duda.

—¿Y ella lo sabe? ¿Ha podido hablar con ella?

—Si—respondió feliz—He podido hablar con ella, besarla, acariciarla… después de tantos años. Dios ha sido benévolo conmigo, y me ha concedido el privilegio de estar con ella y poder decirle todo lo que llevaba enterrado en mi corazón. Ahora tan solo me queda encontrar a mis dos hijos. Aunque, creo a uno de ellos también lo he encontrado.

—¿También lo ha encontrado?—dijo sorprendida—Pero que es lo que ha estado haciendo, menos mal que no he estado ausente una semana.

Laura, sonrió.

—Y dígame Laura, ¿su hijo también está en palacio?

—No, Margarita. A este lo vi en casa de Marta, al que creo que es mi hijo lo vi en el mismo lugar, donde tú me dejaste.

Margarita, estaba desconcertada por lo que estaba contando Laura.

—¿En casa de Marta? ¿Está segura de lo que me dice?

—No estoy segura, pero todo encaja.

Laura, cogió a Margarita por su mano y la llevó hacia la mesa. Se sentaron  y continuó explicándole.
Al poco tiempo de irte hacia palacio, recibí una extraña visita—Margarita se removió en su silla—Un enmascarado, entró en la casa buscándote—Ella, inmediatamente supo quién era.

—¿El Águila Roja, vino a buscarme… a mi?

—Sí, el mismo. Al principio no le reconocí. Bueno, nunca le había visto. Pero después estuvimos hablando sobre el objeto que buscaba y que temía que llevaras contigo, me comentó que corrías un grave peligro si te encontraban con él.—Margarita, agudizó el oído. Laura, habló melancólica—Pero el destino no me dejó reconocerlo en aquel momento, entonces no me di cuenta, pero aquellos ojos... esos ojos que brillaban bajo el embozo, me estremecieron—Margarita recordó los ojos del Águila, a ella ahora también la estremecían, pero de diferente manera—. Fue después, en cuanto se  marchó, lo comprendí.

Margarita pensaba, pero por mucho que quisiera comprender, lo que aquella mujer le intentaba transmitir, no tenía sentido alguno. Margarita le interrumpió.

—Laura, me está poniendo nerviosa. Cuénteme por Dios, que bajará Catalina y me tendré que ir a Toledo, sin saber lo que me está explicando. ¿Qué es lo que comprendió?

—Margarita, en mi blasón hay dibujada un águila roja. ¿Entiendes?

—Pero… —Margarita pensó con rapidez. Lo que le estaba contando aquella mujer podía cambiar la vida de…¡¡Gonzalo!! Margarita, miró a Laura con estupor—¿Está segura de lo que dice? Como puede decir que es su hijo, si no le ha visto el rostro siquiera.  Nadie sabe quien se esconde tras el Águila Roja.

Laura la miró con ternura.

—Yo creo que sí. Creo que es él—Laura clavó sus chispeantes ojos en los de ella, en aquel momento Laura sentía una luz interior. Algo le decía que estaba en lo cierto.

—Margarita—le dijo Laura inquieta—Me tienes que ayudar. Debo verle, necesito verle de nuevo para poder saber si realmente es él.

Margarita se quedó dubitativa. No podía decir lo que sabía. Y antes de hablar con el Águila debía estar muy segura de que todo aquello era cierto.

—Pero, yo no le conozco—replicó—, él se presenta sin más. Cuando hay un problema o una injusticia, aparece sin que nadie le llame. No sé cómo ponerme en contacto con él. 

Laura la miró suplicante.

—Hija, prométeme que me ayudarás.—Margarita con sus manos enredadas en las de Laura, le miraba con estima—hija, debes hacerlo pronto porque creo que en este momento ya habrán dado la orden y me estarán buscando por toda la villa.

—¿Quién le estará buscando?

—Los mismos que me tuvieron encerrada toda la vida. Margarita, prométeme que intentarás ponerte en contacto con el Águila Roja. Si al menos pudiera verle de nuevo. Si pudiera mirarle a los ojos otra vez.

 En aquel momento entró Gonzalo.

—¡Ah, Margarita. Estás aquí!

Ella, con un nudo en el estómago le respondió tímidamente.

—Sí, Gonzalo. Estaba con…

—¡Gonzalo! —interrumpió Catalina que acababa de bajar con su hatillo— Te puedes llevar esto—Catalina le tendió el fardo—, me ha comentado Cipri que mi carreta está rota. Claro, como hace tanto que no la revisaba, de eso se encargaba Floro, imagínate desde cuando estaba ahí “retestiná”, es normal que se niegue a rodar—Catalina hablaba sin parar.

—Pues sí, hemos estado mirando de arreglarlo pero ha sido imposible—respondió Gonzalo—, le hemos engrasado los ejes pero no, se niega a rodar como tú has dicho, mucho tiempo quieta.

Catalina, se acercó a él, y comentó.

—Gonzalo, sintiéndolo mucho y si no os importa, tendremos que ir con vosotros.

Gonzalo miró a Margarita, ella haciendo un mohín dijo.

—A mi no me importa Cata, ya lo sabes.

—Pues por mí no hay problema tampoco—dijo Gonzalo volviendo a mirara a Catalina—. Dame eso Catalina que lo llevo a la carreta, y por favor, vámonos que tenemos que partir de inmediato, en realidad venía a buscaros.

Laura, se había quedado mirando a Gonzalo fijamente, no sabía el motivo ni la razón pero aquel joven tan atento, aquel porte, sus cabellos, y sus ojos le recordaban a alguien. Margarita se dio cuenta de lo que estaba pensando Laura, y tenía que impedir por todos los medios que aquella mujer se ofuscara con Gonzalo y pudiera perjudicarle. Primero tendrían que averiguar si ciertamente él era su hijo y después, solo después, le pondría al corriente de todo aquello. No podía dejar que Laura sin quererlo le delatara. Así que interrumpió despertando a Laura de su letargo.

—Anda, Gonzalo, coge el hato y  ya puedes ir con Cipri. Nosotras ahora mismo vamos a la cuadra.

 —Está bien, me lo llevo—Gonzalo sujetó el hatillo y antes de salir se disculpó.

—Señora—se dirigió a Laura— perdone que no me haya presentado, soy Gonzalo de Montalvo,  y me disculpará pero como verá tenemos un poco de prisa, pues hemos de partir de inmediato de lo contrario nos caerá la noche encima.


—Está disculpado joven.

—Os espero en la cuadra, no tardéis.

—Descuida—respondió Catalina.


Gonzalo salió presto hacia la cuadra. Margarita cerró los ojos  y respiró aliviada. Laura por el contrario, sintió que de nuevo se le escapaba una oportunidad de entre sus dedos. Catalina dijo.

—¡Ay, que se me ha olvidado la manta! Tira “parriba” otra vez.

En cuanto Catalina subió a la alcoba, Laura comentó.

—Ese hombre es…

—Mi cuñado—dijo Margarita inquieta.

—Me ha recordado a…

—Laura, tiene que estar tranquila. Mire, ahora nosotras nos tenemos que ir y mientras estemos ausentes le diré a Sátur, el criado de mi cuñado, que le traiga comida y que vele por usted hasta que regresemos. Entonces, cuando volvamos de Toledo, le prometo que yo misma le ayudaré a buscar al Águila Roja, para que pueda hablar con él.

—Sí, está bien hija, pero es que tu cuñado me ha parecido…

—Laura…—interrumpió de nuevo— posiblemente, ahora todo el mundo, puede parecerle a su hijo. Tenemos que estar muy seguras de ello, de lo contrario crearíamos una gran confusión y sembraríamos mal estar si al final resulta que no lo es, sería muy perjudicial para todos.

Laura, le palmeó en sus manos.

—Tienes mucha razón hija. Quizá esté obsesionada, y vea en todos los jóvenes que tienen la edad aproximada a ellos, a uno de mis hijos. Son tantas las ganas de encontrarlos después de tantos años—volvió a decir con melancolía.

—No se preocupe Laura, pero ahora, debe quedarse aquí, en casa de Catalina, protegida de todos. En cuanto vuelva, seguro que los encontramos.

—Está bien—respondió Laura—te esperaré y me esconderé hasta tu regreso. Pero recuerda que tú debes esconder el Santo Grial, al menos hasta que pase un tiempo, y dejen de buscarme. Tiene que estar a salvo.

—Descuide Laura, lo guardaré. Y ya verá como nosotras, en un abrir y cerrar de ojos estamos de vuelta.

Catalina había bajado de nuevo.

—Margarita tiene razón. En un abrir y cerrar de ojos volvemos a estar en la villa. Mientras tanto ya sabe, usted debe quedarse aquí.

—Tranquilas que no pienso moverme. Catalina, Margarita, que tengáis buen viaje, id con Dios.

—A más ver— respondieron ambas, mientras salían hacia la cuadra.


Minutos después Sátur franqueaba la puerta de casa de Catalina. Laura que permanecía escondida en el piso superior, bajó en cuanto escuchó que el criado la llamaba.

—¡¡Señora!! Soy Sátur ¿Está usted ahí? Le traigo viandas.

Ella, bajó los escalones vigilando, andaba despacio, no tenía prisa alguna, pero si temía que la pudieran encontrar. Antes de decirle nada miró desde la distancia para comprobar que realmente estaba solo. Cuando se cercioró, siguió bajándolas hasta llegar frente a él.

—Hola joven, soy Laura.

En aquel momento, Saturno García se quedó inmóvil, con la mirada fija en aquella mujer que caminaba lentamente hacia él. Era ella, la habían estado buscando durante días y ahora la tenía ahí, frente a él. Un grito ahogado salió de los labios del postillón.

—¡Usted!

Tenía ante él,  a Laura de Montignac. La madre de su amo.





CAP 41- HERNÁN Y LA ERMITA DEL 
PRADO DEL DUQUE


Hernán salió decidió hacia los calabozos. Durante la marcha iba pensando en la misteriosa mujer, y no comprendía aquel súbito interés del monarca hacia ella. ¿Por qué quería que la buscara? No le había dicho motivo alguno, y él nunca osaría preguntar el porqué. Movió su cabeza intentando alejar aquellas preguntas de su mente. En aquel momento, solo le importaba encontrarla, algo le decía que esa mujer podía aclarar muchas cosas de su infancia. No podía ser casualidad que tocase aquella melodía, la melodía que antaño acunaba sus sueños, la que recordó cuando el Águila Roja lo  retuvo en la Torre de las ánimas. Las imágenes volvían a su mente dibujando pinceladas de colores cuando recordaba la sonrisa de su madre, aunque minutos más tarde lo hundía en una profunda melancolía al no poder recordar su rostro.

Hernán paro su caballo y se apeó junto al camino, necesitaba caminar, necesitaba pensar en todo aquello,  se adentro por el bosque sin rumbo fijo, llevando en sus manos las riendas de su corcel. Sus pasos le llevaron hasta el prado del duque, un lugar alejado de todo y de todos, y vio a lo lejos la pequeña ermita donde tiempo atrás los aldeanos quisieron crucificarle. Miró a su alrededor, y comprobó que no había nadie. Sin saber cómo, se dirigió con inusual calma, hacia el templo. Quizá allí, lejos de todo lo que era su mundo, sería el mejor lugar para poder meditar y  encontrarse a sí mismo. 

Al llegar frente a la ermita ató su caballo y caminó cabizbajo con pasos lentos hacia el gran portón de madera, lo empujo y este cedió ante él. Hernán, antes de franquear miró en su interior, allí tampoco había nadie, la ermita estaba desierta. El comisario entró sigiloso cerrando la puerta tras él.

La tamizada luz que se filtraba por los alargados vanos, iluminaba la rectangular estancia, envolviéndolo todo el templo de una celestial y mística paz.  Al final y frente a él, el sencillo altar de piedra donde cubierto con un desamparado manto blanco esperaba paciente la llegada del sacerdote. Detrás del presbiterio y cubriendo toda la fría pared, se distinguían unos preciosos murales, desconchados eso si,  por el paso del tiempo. En uno de ellos, el de la izquierda, se observaba la figura del Arcángel San Miguel, la imagen del bello guerrero simbolizaba el triunfo contra la maldad. El arcángel, espada en mano y con gesto amenazador, sometía bajo sus pies a un derrotado Lucifer que gemía de dolor. Junto a Satanás, un tumulto de personas apelotonadas imploraban con sus brazos extendidos el perdón divino. Los rostros desgarradores de aquellos personajes, mezclados con el clásico olor de las velas y el incienso,  erizaron el bello del comisario.

Siguió perfilando son su mirada toda la inmensidad de aquel mural que daba vida y embellecía la modesta ermita. En el lado contrario, se podía observar a un franciscano de mirada dulce y cálida. El monje portaba en una mano un lirio, mientras que entre sus brazos abrazaba y acunaba a un hermoso y sonrosado niño que le sonreía mientras tendía su mano para alcanzar su mentón.

En el centro del mural y detrás del altar mayor destacaba la enorme figura de la Virgen, rodeada de alegres ángeles que revoloteaban a su alrededor, tirando delicadamente de la nube donde ella se posaba ayudándola a ascender por un haz de luz hacia el reino de los cielos.

Hernán, se quedó unos instantes contemplando el rostro de aquella virginal imagen, primero miró sus ojos y después se posó en su sonrisa. Un escalofrío le recorrió su cuerpo, llegando a penetrar en su alma.  En aquel momento, quiso salir de allí.






—Pero, ¿que estoy haciendo aquí contemplando todo esto?—renegó.

Caminó con rapidez hacia la puerta, el eco de las  espuelas acompañó sus pasos y estos resonaron llegando hasta el rincón más recóndito de la bóveda, transformando aquel sonido en algo parecido a una voz. Hernán, de pronto se quedó inmóvil, por un momento le pareció escuchar su nombre y volvió a mirar hacia atrás, clavando su mirada en los ojos de la imagen que desde aquel mural le sonreía en silencio. En aquel momento, la imagen, pareció cobrar vida propia, iluminada por aquellos diminutos rayos de luz parecía que le llamaba, pedía que volviera hacia ella. Hernán, no podía comprender lo que estaba sintiendo, pero caminó absorto hasta que llegó al altar donde se postró de rodillas.

—Tengo hacer un esfuerzo para recordar a mi madre, tenía edad suficiente para recordar su rostro—susurró, sin dejar de mirar las frías losas de piedra— ¿Porqué he borrado su rostro de mi memoria? Debes ayudarme, necesito recordar cómo era, que pasó y porqué.

Elevó su mirada hacia la angelical divinidad, buscando una respuesta a su pregunta. Peinó con su mirada aquella figura observándola con detenimiento,  hasta que sus ojos toparon con las manos de la imagen. Hernán, se dio cuenta de que entre sus manos guardaba un cáliz.

—«¡El santo Grial!»—. El comisario, rió con sorna mientras decía—Qué ironía, te pido ayuda y tú haces que observe que en tus manos guardas, el Santo Grial—Hernán se incorporó exasperado, ando unos pasos hacia el altar, y dirigiéndose a la imagen habló enojado— ¡Por ese cáliz que llevas entre tus manos he matado… ¿sabes?! Cumplía órdenes de un Cardenal—rió—de un siervo de Dios, ¡de tu Dios!—Dijo señalando a la imagen— ¡Sí! no me sonrías, he matado por él y por mucho menos.

Hernán, cerró sus ojos, mientras murmuraba embriagado de una furia interior que le dominaba por completo.— Sabes, es patético estar aquí, esto no me sirve de nada. Donde se ha visto a un comisario postrado frente a un dibujo, porque eres solo eso, un dibujo.

Hernán, se repuso y volteó para salir del templo, pero algo del mural donde con anterioridad había observado la imagen de aquel franciscano le llamó la atención. Algo en su interior le retuvo de nuevo y lo volvió a mirar con celo. Aquel franciscano protegía entre sus brazos al hijo de Dios, mientras su madre se elevaba a los cielos.— Entonces recordó a Agustín, el también era un monje franciscano, recordó a su madre muerta en la cama, y a su hermano llorando desconsolado en sus brazos. «Confiad en mí, yo os protegeré» «pero ahora debéis separaros». La voz de Agustín resonó en su interior y sintió el opresor y a la vez delicado abrazo de su hermano rodeando su cuello, en el mismo momento que Agustín los separaba «Es por vuestro bien, Hernán, algún día lo comprenderás» Volvió a mirar el mural, gimió—Agustín ¿por qué me engañaste?¿por qué nos separaste? Todavía siento el llanto de mi hermano y su mirada pidiendo que no me alejara de él. Yo, le prometí que le cuidaría, que velaría por él—sollozó—y no me dejaste cumplir la promesa—se lamentó—. Desde entonces estoy perdido, me he tenido que forjar a base de golpes y de dolor ¡Solo! —El comisario lloraba, la congoja que hervía en su interior iba apoderándose de su garganta y abrasando su alma. El recuerdo le dolía, pero necesitaba recordar detalles de aquel fatídico día. Necesitaba saber. Volvió a mirar con rabia contenida la imagen de la Virgen y gritó.

—¡Tú, que tanto dicen que ayudas a los que están perdidos… a los desamparados! ¿Por qué nos abandonaste? ¿Y mi hermano? ¿Vive aún? ¿Dónde está?

Las lágrimas fluyeron por sus ojos y se entregó al llanto. En aquel momento, al comisario poco le importaba el estado lamentable y de abatimiento en el que se encontraba. Durante muchos años se había retenido ese sentimiento que iba minando su espíritu y nunca  había hablado con nadie de su familia ni de sus sentimientos. En aquel momento, sentía un hondo pesar, sentía como su alma había estado devorada por la vida, aquella vida vacía que le había tocado vivir. Volvió a mirar al franciscano. Agustín, al igual que aquel monje les había protegió y había luchado contra todos, para salvarles la vida, si, de eso no había la menor duda, pero… ¿De quién tenía Agustín que protegerlos? ¿Porque le dijo que su madre estaba muerta, si realmente no lo estaba? Y ¿Por qué tenía tanto interés el Rey de encontrar el paradero de la única persona que probablemente sabía dónde se encontraba su madre y podría llevarle junto a ella?

Hernán, alzó su rostro hacia la bóveda, extendió sus brazos de par en par y derrotado gritó.

—¡¡Por qué!! ¿Por qué no recuerdo nada más? ¿Cómo dejas que recuerde perfectamente la imagen de mi madre muerta en aquel camastro, y a Agustín llevándose a mi hermano con él, y no me dejas recordar nada más?—Se martirizaba por no poder recordar las facciones de su madre—¡¡Su rostro, tan solo quiero ver su rostro!!

Entonces, volvió a recordar la conversación que mantuvo con Agustín, el día que estuvo en los calabozos, el día que tenía que acabar con su vida por orden del Cardenal, cuando mirándole a los ojos no tuvo el  valor suficiente y  le salvó la vida. La voz de Agustín, volvió a sonar en su interior «al menos yo os salvé» « traté de instruirte» «tu madre se avergonzaría de ti»

—¡¡Basta!!— Se incorporó lleno de furia, desenvainó la espada y la alzó sobre su cabeza, mirando aquella dulce y celestial imagen— ¡¡Me dejaste, solo, perdido entre la maldad y el sufrimiento!! ¡¡Me has hecho tal y como soy!! ¡¡¿Por qué…por qué me has dejado vivir?!! ¡¡Contéstame!!— Hernán, dejó caer su brazo, arrastrando junto a él su espada y dejándose vencer, se hincó de rodillas sollozando como un niño abandonado— y ahora…—volvió a mirar la imagen con los ojos repletos de lágrimas—te imploro ayuda… igual que esas personas que tiene a sus pies tu arcángel—Hernán, apenas podía hablar, se sentía cansado, la congoja le atrapaba las palabras que querían salir por su boca, el desgarro que anidaba en su interior le impedía poder seguir hablando. Al final balbuceó.

—Necesito saber… si es cierto que mi madre y mi hermano viven. ¡Y si es cierto! ¿Cómo podré reconocerlos? ¿Tiene algo que ver aquella mujer que tocó nuestra melodía?

Hernán cerró sus ojos y musitó— No puedo más… yo que nunca te he rezado y que siempre he sembrado el dolor allá por donde he pasado…te pido…—suspiró profundamente y de sus labios salió su súplica—¡Ilumíname!

Un auto reflejo hizo que Hernán abriera los ojos implorando esa súplica, y reparara en las palabras que estaban alojadas en una banda dorada, que aquellos ángeles juguetones portaban en volandas sobre la imagen de la Virgen.— «Interius te et spectante inveniet homo veritatem, et veritas liberabit vos¹»—Hernán asombrado por aquella frase, se quedó obnubilado abandonado a sus recuerdos.

  
¹Busca en tu interior y hallarás la verdad, y esa verdad te hará libre.



CAP 42- TOLEDO


Hacía un buen rato que habían salido de la villa, y todavía encontraban ciudadanos que cansados tras su larga jornada de trabajo iban y venían por el camino de vuelta a sus hogares. Pero en aquella carreta, no había cansancio alguno, al contrario, la carreta estaba repleta de alegría. Gonzalo llevaba las riendas del carro y Cipri permanecía junto a él, Catalina y Margarita iban sentadas detrás junto a la carga, y charlaban animadamente. Los cuatro ocupantes, entre el vaivén de la carreta y las ocurrencias de Catalina que amenizaban el viaje reían sin parar. Ella, como una chiquilla, iba contando anécdotas de cuando eran niños y todos reían al recordar lo que en un tiempo vivieron y compartieron juntos, cuando el mundo que imaginaban era del color del arcoíris. Ahora y después de tanto tiempo, por fin volvían a vivir unos momentos de relajación y felicidad y así se disponían a recorrer la distancia que les faltaba hasta Toledo.

Durante el trayecto, fueron pasando pueblos, senderos y lugares, hasta que llegaron a Brunete, su primera parada. Allí, explicaron el percance que habían sufrido con el carruaje de Catalina  y ayudaron a buscar y a organizar un segundo convoy hacia la ciudad de Toledo. Después de varias horas, de largos saludos, besos y  arrumacos por todos y cada uno de los miembros de la familia de Catalina, los cuatro amigos continuaron la marcha hacia su destino, seguidos de la segunda carreta.

Llevaban varias horas de viaje a sus espaldas, y aunque quedaba muy poco para llegar a Toledo, el cansancio se hacía latente en sus cuerpos. Sin embargo, aquellos bellos parajes y la ilusión por esa nueva aventura junto a la fiesta de la boda de su amigo, les hacían volatilizar la fatiga acumulada por el traqueteo del largo viaje. Poco a poco, el crepúsculo se abrió paso a través de los claros del camino, cubriendo de ocre todo su alrededor,  guiándoles como una estela de polvo dorado hasta que llegaron a las puertas de Toledo. A pocos metros y frente a ellos se alzaba la puerta del puente de Alcántara, un maravilloso puente que les separaban de la magnánima villa. Gonzalo, detuvo el carruaje, por fin habían llegado.

—Ahí está—dijo risueño—¡Toledo!


 Todos los ocupantes miraron hacia donde Gonzalo les indicaba, Catalina y Margarita se pusieron en pié para poder contemplar el esplendor de aquella gran ciudad. El sol gravitó  sobre el Alcázar, dibujando en el horizonte su perfil regio y majestuoso. A sus pies el río Tajo teñido de oro y plata, circundaba la ciudad. La brisa húmeda del río, trajo hacia ellos el repicar de las campanas, a la vez que un grupo de aves rompía el vuelo cruzando el azafranado cielo. Todo aquello hizo que se estremecieran.

—Es… precioso—Dijo Margarita.

Gonzalo la miró sonriente al ver que Margarita tenía sus enormes y expresivos ojos clavados en la espectacular visión que desde allí se podía observar. Gonzalo, centro su atención en el rostro de Margarita, que como una niña observaba obnubilada el Alcázar. La luz del ocaso iluminaba su rostro que en aquel momento lo empolvaba de un dorado cautivador. Su negro y ondulado cabello se balanceaba al compás del suave viento que empezaba a avivarse igual los latidos de su corazón. Sus desenfadados rizos iban cubriendo y descubriendo sus ojos con un suave compás. Sin saber porque, sus ojos se posaron en los labios de Margarita, aquella perfilada y carnosa boca que permanecía entreabierta, invitaba a soñar con el néctar de sus besos. Gonzalo sintió en su interior un estallido de indefinidas sensaciones. 

—Muy bonito todo, pero… ¿es que nos vamos a quedar toda la noche a las puertas de la ciudad? Yo empiezo a tener  fresquillo—comentó Catalina arropándose los hombros con la mantilla.

—Tienes razón Catalina, anda Gonzalo, sigamos hasta la posada —continuó Cipri removiendo sus posaderas en la dura madera del asiento de la carreta— que ya falta poco para poder descansar y tomar algo, que empiezo a tener hambre.

—Mira tú este, en lo que está pensando. ¡En comer!—respondió Catalina con su habitual guasa. Margarita apartó el cabello de su rostro con un delicado gesto, puso uno de sus mechones tras la oreja al tiempo que sonreía las ocurrencias de su amiga.

—¡Ay, como eres Cata!—sonrió la muchacha—si el hombre tiene hambre, ¿que se le va ha hacer?

—¡Que Gonzalo!,—volvió a preguntar Catalina dándole unos golpecitos con el reverso de su mano— ¿nos quedamos aquí toda la noche?

—¿Qué? —preguntó el maestro volviendo en  sí, al sentir los pequeños golpes en su hombro.

—¿Qué si hemos venido a Toledo a una boda o a contemplar el Tajo?

Gonzalo rió.

—Anda, tira, que estás “ennortáo”—dijo Catalina, mientras guiñaba un ojo a Margarita al comprobar que Gonzalo se había quedado absorto contemplado a su amiga. Esta, esperó a que los dos hombres se dieran la vuelta y comenzaran de nuevo la marcha, para hacerle una señal con su mirada, mientras se sentaba junto a la carga. Catalina alzó los hombros sin entender que es lo que quería decirle su amiga y Margarita cerró sus ojos mientras negaba con la cabeza.

Momentos más tarde cruzaban la semicircular y fortificada plaza de armas, que defendía y protegía la ciudad, y prosiguieron hasta la plaza del pozo. Gonzalo detuvo el carro y se apeó de él, para dirigirse a una herrería.

—¿Adónde vas Gonzalo?—preguntó Cipri.

—Vuelvo enseguida. Voy a preguntar al herrero por la posada de Cristobal.

—Está bien—respondió el posadero.

Al momento estaba de regreso.

—¿Qué te han dicho Gonzalo? —preguntó Margarita.

—Que estamos muy cerca, tenemos que seguir un poco más y girando a la derecha encontraremos la posada.

—¿Cómo se llama la hospedería de Cristobal?—preguntó Margarita.

—“El ciervo dorado”—respondió Catalina.

Y dando un salto, subió al carro continuando su cabalgadura por la ciudad.

Instantes más tarde llegaron frente a la posada y dejaron las carretas en la cuadra contigua  a la hospedería. Gonzalo, tiró con fuerza las riendas.

—¡Sooo!—y bloqueó las ruedas de la carreta—Aquí es. Ya hemos llegado.

Todos se pusieron en pie. Cipriano bajo y se dirigió al segundo carro para indicar lo que debían hacer. Gonzalo fue hacia la parte trasera de la carreta y ayudó a bajar a Catalina, que le agradeció el hecho y se caminó hacia donde estaba Cipriano. El maestro, tendió sus manos para ayudar a Margarita, ella agradecida se sujetó a sus hombros mientras él sujetaba su talle con sus fuertes y compactas manos. Sin prisa y sin dejar de mirar los ojos de Margarita alzó a su cuñada para instantes más tarde dejarla muy lentamente sobre el suelo. Por unos instantes sus cuerpos se rozaron, las manos de Gonzalo no soltaban la menuda cintura de su cuñada, sentía bajo sus ropas el transpirar de su delicada piel. Sus rostros quedaron presos de sus miradas, en una cárcel de mariposas que revoloteaban en su interior. Cipriano rompió la magia de aquel momento.

—Gonzalo, ¿vamos a buscar a Cristobal?

El maestro soltó la figura de Margarita y esta miró con turbación a Cipriano.

—Yo… voy con Catalina—dijo la joven.

—Margarita—intervino Cipri. —será mejor que vosotras vengáis con nosotros a la posada, y organicéis las alcobas, María y Andrés que esperen aquí. Dile a Catalina que la esperamos.

Margarita miró a Gonzalo esperando su aprobación.

—Sí, buena idea—dijo el maestro—os esperamos aquí.

 Al momento las dos mujeres estaban junto a ellos y se dirigían hacia la entrada de la hospedería.

La posada estaba repleta de clientes, reían, bebían, jugaban a cartas y comían. El murmullo que había en su interior hacía que tuvieran que gritar para escucharse entre sí. Cipri, no pudo controlar su mirada que tras su olfato, fue a posarse en un plato de perdiz estofada. Catalina, también sentía que la boca se le hacía agua cuando pasó junto a la mesa de un mercader que mojaba un pedazo de pan con sus gruesos dedos en una suculenta salsa.

—Hum, que buena pinta tiene ese plato—se relamió Cipri.

—Anda, tira “pa lante”—recriminó Catalina dándole un cariñoso empujón—porque eso, ni mirarlo, que no llevamos maravedís suficientes como para permitirnos ese lujo.

Margarita rió junto con Catalina y continuaron tras Gonzalo. A pocos pasos se detuvieron frente al pequeño mostrador y esperaron unos instantes pero no salió nadie a atenderles.

—¿Donde está Cristobal? ¿Es que no sabía que llegábamos hoy?—protestó Catalina.

El maestro dio media vuelta para responder.

—Nos esperaba, pero no sabía cuando llegaríamos, de todas maneras esto está repleto, así que voy  a mirar en la cocina por si estuviera allí. Vosotros esperaros aquí un momento.

—De acuerdo—respondió Cipriano.

Antes de que Gonzalo se encaminara hacia la cocina, una voz grave y profunda se elevó por encima de todo aquel bullicio llamando la atención de los presentes.

—¡¡Gonzalo de Montalvo!! ¡¡Detente, granuja!!

Todos se quedaron inmóviles tras escuchar aquellas palabras lanzadas a gritos. Gonzalo, dibujó en su rostro un gesto rudo, elevando su desafiante mirada mientras apartaba con delicadeza Margarita que estaba frente a él. Esta miró a su cuñado asustada.

—Gonzalo, déjalo. Anda, ve a por Cristobal.

Él no le hizo caso, y sin mediar palabra  caminó para dirigirse hacia la persona que le había llamado. Margarita sintió cierto temor por lo que le podía suceder. Todos miraron hacia el lugar hacia donde se dirigía el maestro temiendo lo peor. Entre los comensales, vieron como se alzaba la figura de un varón de la misma edad que Gonzalo y se dirigía hacia ellos. El hombre, cubierto con un sombrero emplumado de cuero negro, y una gran capa sobre sus hombros, caminaba abriéndose paso a  grandes zancadas. Gonzalo, caminó unos pasos con la mirada fija en aquel hombre. A pocos metros de él, aquel desconocido, se sacó el sombrero dejando al descubierto su identidad, y  sorprendentemente el maestro cambió su gesto rudo por otro afable. Gonzalo le sonrió abiertamente.

—¡Lope de Baños! ¡Truhan!

Gonzalo y aquel hombre, se habían abierto paso entre la muchedumbre, hasta que se encontraron a mitad de camino.

—¡A mis brazos hermano!—dijo el desconocido. Ambos se unieron en un fuerte abrazo. Cipri, Cata y Margarita se miraron sin comprender nada y permanecieron en la misma posición esperando descubrir quién era aquel misterioso hombre que conocía tan bien al maestro. Tras varias palmadas en la espalda y unas leves palabras, los dos hombres se separaron. A pesar de la escasa luz que había en aquel rincón de la posada, Margarita sintió que las piernas se debilitaban por momentos, cuando pudo ver el rostro de la persona que tan amigablemente abrazaba a su cuñado. Margarita le había reconocido.

—¿Ese es Cristobal?,—preguntó Catalina con cara de sorpresa—no le recordaba así la verdad, aunque hace mucho que no le veo, pero tenía la sensación que era más bajito y más...

—No, Catalina, a ese tampoco le conozco yo. Además, ¡cómo va a estar sirviendo con capa, guantes y sombrero!—contestó Cipriano.—Pues, tienes razón, no había pensao en eso, mira.

Gonzalo y Lope continuaban hablando animadamente.

—¿Qué haces por aquí? —preguntó Gonzalo.

—Bueno, esa no es la pregunta—respondió Lope— la pregunta es… ¿qué haces tú, por aquí? se que no te mueves de la villa, ni de tu escuela.

—Y ¿cómo sabes tú eso?

—Me lo contó Cristobal en una de sus misivas.

—No podía faltar a mi promesa, y aquí estoy.— respondió el maestro.

—Eres un hombre de palabra Gonzalo, y eso te honra.

—Anda, ven, voy a presentarte a mis amigos—apremió Gonzalo.

Ambos se dirigieron hacia el grupo que esperaba impaciente.


—Bueno, bueno, bueno… —se escuchó una voz tras ellos—veo que ya os habéis encontrado—dijo un hombre de mediana estatura, de pelo rizado, nariz chata y mirada honesta, que portaba en sus manos varios platos de comida. El hombre los dejó en una de las mesas y limpiándose las manos con un trapo que llevaba colgando del mandil se acercó sonriente.

—¡Cristobal!—se alegró Cipri de verle. En cuanto el anfitrión llegó a ellos, le abrazó fuertemente—¿Cómo estás viejo amigo?—preguntó Cipri.

—Yo bien, ya ves, a punto de liarme la soga al cuello de por vida. Hasta que la muerte nos separe—En aquel momento, Cristobal sintió la necesidad de presentar sus condolencias por el fallecimiento de su mujer— Por cierto, Cipriano, siento mucho lo de Inés.

Cipri cambió su gran sonrisa por melancolía y respiró profundamente mirando de reojo a Catalina, mientras le decía.

—Gracias amigo, pero ahora no vamos a entristecernos, ¿verdad?— presionó sus grandes manos sobre los hombros de Cristobal y cambiando radicalmente de tema le dijo—Por cierto ¿Has reconocido a Catalina, verdad?—El hombre sonrió amablemente.

—Como no la voy a conocer, si está tan hermosa como siempre. Eres igual que la abuela.

—Eres un adulador, por mucho que pase el tiempo tú sigues igual. Ya hablaré yo con tu futura, y le daré unas explicaciones de como son los hombres de la familia González—rieron los cuatro.

Cristobal, besó a Catalina, y mirando a su alrededor preguntó.

 —¿Y Floro? ¿No ha podido venir?

—¿Es que nadie te ha dicho que hace un tiempo que se fue a las Américas?

—No, no sabía nada.

—Pues sí, se fue  y ya ves, todavía no ha regresado… —y antes de que Catalina pudiera  decir nada más, Gonzalo llegó al grupo interrumpiendo la conversación.

—¡Cristóbal!

—¡Gonzalo!—se fundieron en un cálido abrazo—, dudaba de que pudieras asistir a mi boda—le dijo Cristobal.

—Sabes que no me la perdería por nada del mundo, tenía una promesa que cumplir.

—Has traído aquello.

El maestro sonrió cómplice y golpeó varias veces sobre su pecho.

—Lo tengo aquí guardado.

—¡Ese es mi amigo!

Lope, había llegado tras Gonzalo al grupo de amigos que intercambiaba saludos y abrazos. Al llegar junto a ellos, se fijó especialmente en Margarita.  Esta, sintiendo aquella mirada tan profunda sobre su piel y temiendo que la reconociera, disimuló su nerviosismo sonriendo por aquel encuentro. Ella, le miraba de soslayo, quería ver sus manos y así comprobar que efectivamente era él. Pero aquel hombre, tal como había dicho Cipri, llevaba guantes.

Lope, que se dio cuenta de aquella sutil mirada, se acercó lentamente a Margarita hasta que se puso frente a ella y sin dejar de mirarla un solo instante preguntó al maestro que continuaba hablando animadamente con Cristobal.

—¡Gonzalo! ¿no me vas a presentar a esta preciosidad?

En aquel momento, todas las alertas del maestro de irguieron. De golpe, dejó de lado la animada conversación que mantenía con Cristobal y dándose la vuelta, alzó su rostro curvando sus cejas para contemplar en silencio a Lope que permanecía peligrosamente cerca de su cuñada mirándola con deseo. Inmediatamente miró a Margarita que parecía asustada e incómoda por la presencia de su amigo. El maestro habló.

— Cristóbal, Lope, esta es Margarita—cambiando el tono de voz, acentuó— mi cuñada.

Lope, se sacó los guantes con prontitud y adelantándose a Cristobal, cogió con delicadeza la suave mano de Margarita que permanecía lacia sobre su falda, se la aproximó a sus labios y sin dejar de mirar sus ojos  le dijo acariciando con su boca la suave piel del reverso de su mano antes de besarla.

— No hay mayor placer, que reflejarme y perderme en los ojos de una bella mujer.

Margarita, se incomodó ante aquel descaro y quiso retirar su mano de la de Lope. Al hacerlo se dio cuenta de la enorme cicatriz que cubría gran parte de su mano. Cristobal había advertido la expresión contrariada de Gonzalo, y la tensión que empezaba a reinar en aquel rincón de la cantina, por lo que se interpuso entre Lope y Margarita.

—Un placer, Margarita, no te recordaba—la miró de arriba abajo—… así.

Ella, le sonrió con pudor, incómoda y turbada por el descubrimiento de la cicatriz en la mano de aquel hombre.

—Así…¿cómo?—preguntó tímida.

—Pues, así. Tan…

—Tan bella—intervino Lope.

Gonzalo todavía mantenía los ojos clavados en su seductor amigo, atendía a todos sus movimientos, sentía en su interior una inmensa zozobra que no le dejaba relajarse. Cristobal, continuó hablando con Margarita.

—Aunque tengo que decir, que Gonzalo me habló mucho de ti cuando estuvimos en Flandes…

Margarita miró con sorpresa a su cuñado.

—Y tengo que decir—interrumpió Lope—que se quedó corto al hablarnos de tu hermosura Margarita.

Gonzalo se molestó por el descaro de Lope y por escuchar lo que sus amigos estaban desvelando abiertamente, hablaban de sus sentimientos, sentimientos que en situaciones extremas y durante los años que pasaron juntos en la guerra les había revelado, pero que le molestaba que ahora salieran a la luz, pues todavía los guardaba escondidos muy dentro de él. El maestro miró de reojo a Margarita, pero ella apenas escuchaba los comentarios de aquellos dos hombres, tan solo pensaba en salir de allí. Catalina, viendo la expresión de su amiga y la osadía de Lope, intervino.

—¿Sr. Lope, usted también ha estado en Flandes?

—Sí, allí fue donde nos conocimos. Si no hubiera sido por ellos, yo no estaría aquí. Y por favor, no me llame de usted. Los amigos de mis amigos, amigos míos son.

—Muchas gracias.—respondió Catalina visiblemente halagada. Cipriano la miró, contrariado.

Margarita, se dirigió  a Cristobal y le preguntó.

—Discúlpame Cristobal, pero ¿podrías enseñarnos cuáles son nuestras habitaciones? Necesito retirarme un momento, estoy muy cansada y tenemos que ir en busca de Andrés y María que se han quedado en la cuadra junto a los caballos.

—Margarita tiene razón—dijo Catalina. Disculpe Lope, pero todavía tenemos que acomodarnos y nos gustaría descansar un poco antes de cenar. Así que será mejor que Cristobal nos vaya indicando cuales son las habitaciones.

—No te preocupes por tu familia, ya iré yo a avisarles—dijo Cipriano.

—Gracias Cipri. Yo voy con Margarita y Cristobal.

—Nos vemos después.

Gonzalo seguía mirando a su cuñada, y esta le sonrió tranquilizando al maestro. Las dos mujeres siguieron a Cristobal que las acompañó hasta sus aposentos.

Cristobal abrió la puerta. Era una habitación amplia con dos camas, una junto a la otra.

—Espero que sea de vuestro agrado.

—Muchas gracias primo—respondió Catalina—dentro de un ratillo bajamos a cenar.

—Allí os espero.

Tras cerrar la puerta, Margarita se tendió sobre la cama mirando hacia el techo.

—¡Has visto que hombre más apuesto!—cuchicheó Catalina emocionada. Margarita hizo un guiño de desaprobación.

—Sí, tú en cuanto te miento un hombre, giño que guiño.

Margarita la miró serena, y le señaló un lugar junto a ella en la cama.

—Catalina, ven siéntate—la mujer se sentó preocupada al ver la angustia en el rostro de su amiga.

—¿Qué te pasa? me estás poniendo nerviosa—preguntó.

—Ese hombre… ese hombre fue el que me encontré en el bosque, al que le robé el caballo y al que herí en la mano con la daga.

—¡Margarita! Esa herida de su mano... ¿se la has hecho tú? ¡Pero qué bruta!

—Si, por eso me pone nerviosa. ¿Has visto como me mira?

—Ya me gustaría a mí, que me miraran de esa manera. Si es que te comía con los ojos.

Margarita la miró enojada.

—Catalina, en serio. Me mira así, porque me ha reconocido y me acusará a la guardia, y puede que hasta me detengan.

—¡Porque te ha reconocido dice! Chiquilla, si era de noche y llevabas enfundá la capa hasta los ojos. Mira zagala, te mira así porque le has dao ahí en to el corazón. Te ha visto tan joven y tan lozana. Que se la ha subido, lo que no se le tiene que subir.

—¿Ya estamos? —dijo mientras se incorporaba.

—¿Ya estamos qué?  ¿Acaso te ha dicho algo Gonzalo? Porque mucha miradita, mucha miradita, pero no dice ná. Y  mira, es Lope es buen mozo y  iría muy bien para ti.

—¡Cata, deja ya de buscarme marido! Ya cometí un error haciéndote caso con Juan. Así que no voy a caer en el mismo error. Que si tienes que casarte, que sola no te puedes quedar, que se te pasará el arroz, que una mujer sola, bla, bla, bla.. ¡Que te quede claro! no pienso casarme.

—¿Cómo que no volverás a casarte?¡pero qué dices!

—Lo que oyes.

—A ti el viaje te ha trastornado. Además querida, en toda boda hay otra posterior, y quien te dice que no sea la tuya.

—¡Déjame Cata!

—Pero tú le has visto, ese pedazo de hombre, esos ojos morunos, esas espaldas, ese porte. Además —dijo en voz queda—según nos ha dicho Cristobal ese hombre… es poeta.

Margarita se sentó de nuevo sobre la cama.

— Cata, ¡ya basta! Ni que sea el mismísimo rey de las Españas. Tú ya sabes que no quiero más hombre que …

—Tu “cuñao”, vamos que no quieres más hombre “pa ti” que Gonzalo, ¿no es eso?—preguntó, interrumpiendo a su amiga. Margarita bajó su mirada hacia el suelo

—Lo que yo te diga—continuó la doncella— Sigues ahí “empeciná”. Pero claro, como no, si está lo del …—Catalina dibujó un medio círculo sobre su vientre.

Margarita, la miró y sujetándole la mano le dijo airada.

—Ni se te ocurra decir nada.

—Tú sabes que no diría nunca nada Margarita, no te pongas así mujer. Pero si no responde Gonzalo, tendrás que buscar un marido, no te parece. Que vas a hacer cuando vaya pasando el tiempo y no puedas ocultar esa nueva vida que llevas dentro.

Margarita volvió a incorporarse y caminó por la alcoba. En aquel momento sonaron unos golpes suaves sobre la vieja madera de la puerta.

—¿Si?—preguntó rápidamente Catalina.

—Catalina, puedes venir un momento—Cipriano contestó al otro lado de la puerta.

A Catalina se le iluminó el rostro. La mujer llena de gozo se incorporó de la cama. Ahora ya no tenía porque fingir el amor que sentía por Cipri en presencia de Margarita. Por lo que habló abiertamente.

—Un momento Cipri.

Miró a su amiga y le dijo pasando las palmas de sus manos sobre su falda, y presionando sus cabellos.

—¿Estoy bien?

Margarita sonrió al ver la emoción y el rubor en el rostro de su amiga.

—Muy bien Catalina.

—Ahora vengo.

Abrió la puerta. Cipriano que esperaba paciente le dijo.

—Vamos a bajar a comer algo, Cristobal a desalojado la cantina y ahora sí que podemos estar tranquilos.

—Me parece bien—Miró a Margarita—¿Tu qué dices?

—No tengo mucha hambre.

—Pero bueno, el comer y el rascar todo es empezar—comentó Catalina, y volvió a mirar a Cipri.

—Ahora mismo bajamos.

—Está bien, voy bajando—Cipri, dio media vuelta dirigiéndose hacia las escaleras para bajar a la cantina.

—¡Cipri!—llamó Catalina—¿sabes donde están mis primos?

—Tus primos están al final del pasillo.

—Gracias. —Catalina guiñó un ojo a Cipriano, y este le devolvió un beso soplando sobre la palma de su mano. La mujer cerró la puerta en el mismo momento que Gonzalo abría la suya.

—¿Qué haces Cipri?

El hombre escondió su mano tras la espalda.

—Nada, que iba a estar haciendo yo.

El maestro miró hacia el lugar donde enviaba ese beso y sin comprender nada, dijo señalando la habitación de Margarita y Catalina.

—Voy a decirles que vamos a comer algo.

—¡Gonzalo!— le dijo Cipri sujetándole por su brazo, mientras se rascaba la cabeza—se lo acabo de decir.

El maestro le miró entrecerrando sus ojos sorprendido al relacionar aquellas palabras que acababa de decir con el gesto anterior.

—Ese beso era para… ¿Catalina?—dijo señalando su puerta.

—¿Qué beso, Gonzalo? Estaba soplando una cosa que se me había pegado en la mano—respondió Cipri.

Creyendo adivinar aquella actitud, dijo sonriendo al sentir la incomodidad de Cipri.

—Anda, pues si ya se lo has dicho vamos a la cantina.

—¡Vamos!—respondió este  más calmado dirigiéndose hacia las escaleras.



 Andrés y María los primos de Catalina, Cipriano, Lope, Gonzalo, y Cristobal que se había sentado con ellos a charlar, se encontraban alrededor de una gran mesa. Las risas de Catalina y Margarita, llegaron a todos los comensales. Habían bajado de la alcoba y se dirigían hacia ellos.

—Venid, y comed lo que queráis, debéis estar hambrientas y estos bribones si os descuidáis no os dejarán ni un mendrugo de pan—les había ofreció Cristobal.

Las dos mujeres tomaron asiento y se sirvieron algunas viandas. Tras la cena todos los presentes reían al recordar sus anécdotas de juventud. Gonzalo preguntó.

—Bueno, Cristobal, creo que ya va siendo hora de que  nos digas tu secreto. ¿Quién es la afortunada?

Todos miraron a Cristobal, esperando la contestación. Cristobal,  sonrió.

—Os dejaré hacer una pregunta para que adivinéis de quien se trata.

—¿Qué adivinemos?—preguntó Catalina—es que… ¿acaso la conocemos?

Cristobal, con picardía volvió a sonreír.

—Claro que tiene que ser alguien que conozcamos, y desde muy pequeños—dijo el maestro.

—¿Porque lo dices Gonzalo?—preguntó Cipri.

—Porque ha querido que Margarita sea la madrina, y eso quiere decir que la novia conoce a Margarita, y normalmente la madrina es alguien muy especial para el novio o la novia ¿ no es así?

—Tu sabes mucho—rió Cristobal.

—Por algo es maestro—dijo Catalina.

—¿Morena o Rubia?—preguntó Cipri.

—Morena.

—Es ¿ mayor o menor que yo?—preguntó Margarita. Cristobal respondió, sonriente.

—Igual que tu. Ni un año más, ni uno menos.

Catalina y Margarita se miraron con los ojos abiertos de par en par.

—Ya lo sé—se aventuró Catalina.

—No será…—dijo Margarita.

—No será ¿quién?—preguntó Gonzalo.

—¡Adela! ¿Cristobal es Adela?—preguntó emocionada Margarita.

Cristobal asintió y Margarita llena de alegría y felicidad abrazo a Catalina.

—En cuanto supo que estabas en la Villa, quiso que fueras la madrina ¿Te acuerdas de ella? —preguntó Cristobal.

—Pues claro, como no me voy a acordar ¿ Dónde está?

—Está en casa de su familia, en la plaza del pozo.

—¿Y porque no está aquí con nosotros? nos hubiera gustado verla—preguntó Catalina.

—Pues, porque es costumbre no ver a la novia el día antes de la boda.

—¿Y qué costumbre es esa? —preguntó Lope.

—Una costumbre de mi familia—respondió el novio.

—Bueno Cristobal, que tu no la veas me parece bien—comentó Margarita— pero yo… bueno nosotros que tenemos que ver con esa superstición familiar. A mi personalmente, me encantaría verla, hace muchos años que no la he visto, no sabía nada de ella, perdí la pista cuando….

Hubo un silencio. Todos recordaron aquellos días de dolor y desdicha que vivieron en la villa.

—¿Cuándo qué? —preguntó Lope rompiendo el silencio.

Gonzalo contestó incómodo.

—Cuando Margarita se marchó a Sevilla.

Ella le miró llena de tristeza, recordando el dolor de aquellos días pasados. Recordando todo lo que había descubierto en torno a su vida y a su amor por él. Cristobal, para animar la conversación propuso.

—¿Por qué no te acercas a verla? se pondrá loca de contenta, no sabía cuando llegabais.

Margarita sonrió

—¿Quieres decir que le hará ilusión?

—Pues claro mujer. Anda ve—volvió a decirle Cristobal.

—¿Me acompañas Catalina? —preguntó a su amiga—Cristobal tiene razón. Además tengo muchísimas ganas de verla y muchas cosas que hablar con ella.

Catalina, vio en aquella nocturna escapada, una oportunidad para que Margarita estuviera un tiempo a solas con Gonzalo, si él le acompañaba, podrían hablar y sabía que su amiga estaba deseando hablar con él, por lo que dijo.

—Margarita hija, mira yo también tengo muchas ganas de verla, pero después de tantas horas en esa carreta créeme que estoy molía y muy cansada. Así que con permiso creo que me voy a retirar.  Si acaso, mañana nos levantamos prontico y la vamos a visitar.

Sin dar tiempo a reacción Lope intervino.

—Pues no se hable más Margarita—se incorporó de la silla y cogiendo a Margarita de la mano le dijo— Yo mismo te acompañaré a verla, no son horas de que una mujer tan bella, camine por sola la calle.



Margarita no supo qué hacer, por lo que contestó.

—Quizá tiene razón Catalina, y como es tarde Adela ya se haya retirado a descansar.

Pero Lope insistió.

—No acepto una negativa. Has dicho que te hacía mucha ilusión verla y la plaza del pozo está aquí cerca, podemos ir dando un paseo, seguro que a ella le hará la misma ilusión que a ti, y si cuando llegamos allí no nos puede recibir, volvemos dando una vuelta.

—Sí, mujer. Lope te puede acompañar. Por lo que nos ha contado conoce Toledo. Con él no te perderás—animó Cipri. Catalina le miró censurando sus palabras. Cipri, no entendió aquella mirada de reproche.

Margarita miró a su cuñado. Gonzalo, con las mandíbulas apretadas, miraba fijamente  el vaso con el que estaba saboreando el vino que les había ofrecido su amigo y que ahora sostenía entre sus manos presionándolo con fuerza. Ella no supo decir que no, y ante la insistencia de Lope y la pasividad de su cuñado, cedió a su ofrecimiento.

—Está bien. Pero vamos y venimos.

Lope se carcajeó.

—Pues claro mujer. Vamos y venimos, porque… venir hemos de venir no te parece, en algún lugar hemos de acostarnos a descansar, a no ser que quieras deambular toda la noche o acostarte en el monte mirando las estrellas—Sin dejar de hablar, cogió la mantilla de Margarita y se la puso sobre los hombros. Ella le sonrió con timidez y agradecimiento. Gonzalo, alzó la mirada sin  mover un ápice de su cuerpo para observar en silencio la escena. En su interior había experimentado una dolorosa sensación que le producía una mezcla de envidia y ansiedad que le alteraba, y le alertaba sobre Lope y sin decir nada, dejó que marcharan hacia la plaza del pozo.

Catalina, se despidió de los presentes y junto con sus primos subieron hacia las habitaciones, Cipriano ayudó a recoger la mesa y se despidió también. Tan solo Gonzalo se quedó en la cantina. 

Una vez se quedaron solos Cristobal, rompió el silencio.

—¿Todavía la amas?

Él no contestó. Todavía permanecía con el vaso entre sus manos, la mirada perdida y un gesto atribulado en su rostro. Cristobal quiso calmar a su amigo.

—Tranquilo Gonzalo—le dijo dejando su mano sobre el hombro del maestro—Los dos sabemos que Lope es un mujeriego, pero también sabemos que a Margarita no le pasará nada.

—Lo sé—respondió esquivo— lo sé.

El maestro se incorporó de su asiento y sin más se despidió de su amigo.

—Me retiro a descansar y tu deberías hacer lo mismo. Mañana es un día muy especial para ti.

Cristobal comprendió la necesidad de su amigo, sabía que ahora necesitaba estar solo y meditar sobre lo ocurrido. A pesar del tiempo conocía esa mirada en su rostro y sabía que en su interior luchaba contra ese sentimiento de rabia e impotencia por no demostrar abiertamente esos sentimientos que durante tantos años había ido anidando en su corazón.

—Sí, tienes razón —respondío—, yo también me retiro a descansar.

—Con Dios, Cristobal.

— Con Dios, Gonzalo.






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