CAP 22- PENSAMIENTOS QUE AZOTAN EL ALMA.
PALABRAS DE PAPEL
PALABRAS DE PAPEL
Como cada día
durante el tiempo que había permanecido preso, Tomás le traía el sustento, tal
como le había indicado Leonardo. Pero hacía varios días, que Tomás no era quien
cruzaba la puerta que le separaba de la libertad, hacía días que era su hija
Matilde la que hacía esa tarea.
—Buenos días. Le
traigo la comida.
Martín, que
permanecía tumbado sobre el camastro, dio un respingo y se aproximó a los barrotes
de la celda.
—Muchas
gracias—le dijo con amabilidad. Pero aquel día Martín tenía una idea en su
cabeza,
necesitaba pedirle algo a la muchacha. Antes de que esta diese la
vuelta para salir por donde había venido le preguntó con dulzura.
—¿Cómo te llamas niña?
—No puedo hablar
con usted.
—Vamos mujer.
Dame un poco de conversación, aquí no veo a nadie, y llevo muchos días sin
saber nada del mundo exterior. Cuando venía Tomás, al menos comentábamos hechos
cotidianos, hablábamos de cosas banales, pero me servían de distracción. No sé
en el día que vivo, ni si hace frio o calor.
—Señor, aquí en
Cuba siempre hace calor. Y disculpe pero me tengo que ir.
La muchacha dejó
la bandeja en el suelo pegada a las rejas, como era de costumbre y se dirigió
hacia la salida.
—¡Muchacha! Por
favor—llamó con desesperación—no te preguntaré nada si no quieres, pero, necesito que me hagas un favor.
Ella, se quedó
quieta, y giró para verlo. Martín le habló.
—Ven, acércate,
ya ves estoy aquí encerrado, no puedo hacerte daño, solo quiero pedirte un
favor
La muchacha se
acercó lentamente—Sabes…allí en España,tengo una hija pequeña, de pocos meses, ¿quieres
ver su fotografía?
La muchacha sitió
lástima de aquel hombre, que le hablaba con dulzura, y con una mirada tan
profunda como triste. Se aproximó.
Martín se dirigió
a su zurrón y sacó la raída fotografía que tenía de su familia.
—Mira—Se acercó a
los barrotes y se la mostró—es esta… ¿a que es preciosa?—Martín sonrió,
emocionado—se llama Esperanza, y esa esperanza es la que me mantiene vivo, la
que me da fuerzas para seguir luchando por sobrevivir, esperando que algún día,
pueda salir de aquí y volver junto a ella y a mi esposa.
Matilde, miraba
la fotografía, y miró los ojos de Martín, que humedecidos por el recuerdo,
reservaban para su intimidad el brote de su llanto. La muchacha tímidamente
respondió.
—Es muy bonita.
—¡A que sí!—dijo
alegre.
La joven le
devolvió la fotografía. ¿Cuál es el favor que quería pedirme?
Martín se animó.
—Tan solo si
pudieras traerme papel y lápiz, para poder escribir unas cartas por si… algún
día…perdiera la vida y no pudiera volver junto a ellas.
Afligido, miró de
nuevo la fotografía que tenía entre sus manos, acariciaba el rostro de su hija
con delicadeza, mientras seguía hablando.
— A veces, creo
que nunca más saldré de aquí y ese pensamiento me azota el alma. Son tantas las
cosas que nunca les podré decir. Cosas que no podré vivir con ellas. Sus
primeros pasos, sus primeras palabras… —La tristeza abrazó a Martín estrujándolo
como un muñeco de trapo. Matilde le escuchaba atenta, sintiendo esa profunda
melancolía que cubría la celda— Cosas… cosas que siento en mi alma y que de no
dejarlas escritas en un papel, me ahogarían—la miró—¿Me entiendes?
La muchacha
asintió, con pesar.
—¿Eso quiere decir
que me traerás lo que te pido?—una chispa de luz, brotó en los ojos cansados de
Martín. Matilde rompió su silencio.
—Está bien, no se
desazone más. Después, por la noche, cuando venga a traerle la comida, se lo
traeré. No creo que eso sea malo.
—¡Oh, no claro!
No es nada malo y a mí me ayudaría mucho. No sabes cuánto.
—Ahora tengo que
irme, si tardo mucho me regañarán.
—Sí, ve. No quiero
que por mi culpa te lleves una reprimenda.
La muchacha, se
dirigió hacia la salida, pero antes de cerrar la puerta tras de sí, le miró y
le dijo.
—Me llamo
Matilde.
Martín, hizo una
mueca de satisfacción y una triste sonrisa se dibujó en su rostro.
Pasaron varios
días y las visitas de Matilde fueron más continuas, en cuanto tenía un minuto,
o la perdían de vista, Matilde iba a visitar a Martín. Él le explicaba
historias, sueños, situaciones que imaginaba poder vivir cuando volviera al
Jaral.
La muchacha
buscaba por todas partes, papel y carbón, para llevárselo en cuanto le fuera
posible, y cada vez que Martín se lo solicitaba, incluso le había llevado libros
que había encontrado en casa de los señores donde iba de vez en cuando con su
hermana, y alguna que otra vela, que le sirviera para darle compañía. Matilde se
encontraba bien con él y a Martín se el tiempo se le hacía más ameno, durante
el rato que Matilde estaba allí, sentía como se animaba. Un día Martín le
preguntó.
—¿Cómo es que me traes
tantas cosas? Te arriesgas mucho ¿no crees?
—No me arriesgo.
Mi padre lo sabe perfectamente. Él es un buen hombre, sabes. Pero somos muchos en
la familia, y es el único trabajo que tiene, excepto mi hermana que va una vez
a la semana a planchar a casa del señor Santacruz.
—Ya—replicó
Martín. Matilde se acercó a la reja y le hablo en voz queda.
—Si vengo yo, él
no incumple nada, y no le pueden llamar la atención. Así, yo puedo traerte lo
que necesites sin que le estemos perjudicando.
—Eres muy lista
Matilde.
—Supervivencia
diría yo. Y justicia, ya que no me cabe en la cabeza que hace usted aquí encerrado,
estando su familia al otro lado del mundo.
Martín, recordó
las palabras que le dijo Leonardo sobre el encargo que le había encomendado su
abuela.
—Hay personas en
la vida, que hacen el mal, tan solo por hacer. Gente que juega a ser el mismo
Dios.
—No se preocupe,
ya sabe ¿si puedo hacer algo por usted?
A Martín se le
iluminó el rostro.
—¿Te puedo pedir
algo?
—Será algo más, ¿no?
—sonrió la muchacha.
—Sí, está bien.
Algo más. Entenderé si te niegas, ya que es algo diferente. Pero me gustaría
que me hicieras otro gran favor.
—Dígame.
Martín aproximó
el viejo tronco hasta las rejas, y se sentó junto a Matilde.
—Verás, hay otra
cosa que me tiene la conciencia intranquila. Cuando llegué a Cuba, y tras
sufrir el accidente del infanta Beatriz, en la hacienda Montecristo me dieron
cobijo y ayuda. Y esas personas, creerán que soy un desagradecido.
—¿Por qué van a
creer eso?
—Cuando me secuestró
Leonardo y me trajeron aquí, no puede ni tan siquiera despedirme de ellos.
Había ido a hablar con Leonardo, me hizo creer que éramos hermanos y me
desperté aquí.
—¿Cómo pudo
hacerle creer tal cosa a un hombre tan cultivado como usted?
—Es muy largo de
contar.
—Tenemos todo el
tiempo del mundo.
—Tienes razón,
pero ahora escucha. Otro día te lo contaré.
—Está bien, usted
dirá.
—No pude, decirles
nada. Agradecer sus atenciones para conmigo, ni todo lo que habían hecho por
mí. Don Guzmán me trató como a un hijo. Y Sol como si fuera mi hermana. Me
hubiera gustado poder decirles que no hui, si no que me fui obligado por las
circunstancias. Me entiendes.
—Sí, claro que le
entiendo. Pero lo que no comprendo es ¿Qué pinto yo en esta historia?
—Pues que he
pensado—se removió sobre el tronco y acercó su cuerpo hacia la reja— que les
podrías ir a llevar una carta, donde les pueda explicar que me tuve que marchar
y que les agradezco todos sus desvelos, todo lo que hicieron por mí. Que
siempre les estaré agradecido, que por fin, lo recuerdo todo y que si alguna
vez van por España que visiten a mi familia en Puente Viejo, que es allí donde
tengo mi hogar y que lo consideren como suyo. Que cuando vayan les digan que
estuve con ellos, y que les den la tranquilidad que yo no pude darles ya que no
tuve oportunidad. Que le entreguen esta carta… a María Castañeda.
Martín alargó su
brazo y le entregó a Matilde la carta que había escrito para su esposa.
—Léela si
quieres. No digo nada que no puedas leer. Solo les digo que las quiero, y que
siento no poder estar con ellas, y ver crecer a mi hija, poder enseñarle todo lo
que aprendí, y escuchar su risas resonando por el Jaral. Y que amo a mi mujer
por encima de todo y de todos, y que siempre la amaré aunque nunca pueda volver
a estar con ella.
Martín miró a
Matilde. Ella con una tristeza infinita, cogió la carta que le estaba tendiendo
desde el otro lado de la celda.
—No se preocupe.
Lo haré. Llevaré esa carta a la hacienda Montecristo.
—Muchas gracias
Matilde—Una luz volvió a iluminar su rostro—Confío en ti—le dijo sujetando sus
manos—Me quedo mucho más tranquilo.
La muchacha,
guardó la carta entre sus ropas, y se dirigió hacia la puerta. Martín que
permanecía sentado sobre aquel duro tronco de madera gritó.
—¡Matilde!
La muchacha se
giró.
—Gracias.
Ella le sonrió y
desapareció de su vista, dejándolo de nuevo en la más absoluta soledad.
—Señorita. Una de
las muchachas de las casas de la playa, quiere verla.
—¿Una muchacha de
las casas de la playa?
—Sí, la hija
pequeña de Tomás. Matilde.
—No tengo ganas
de ver a nadie, y menos a una andrajosa. ¿Que se le habrá perdido aquí? Dale
unas monedas y dile que no recibo visitas, que si quiere algo que entre por la
cocina. Semejante desfachatez—dijo Sol, sin levantar la mirada del libro que estaba
leyendo.
—Señora, pero…
—Es que no me has
oído, mema. ¡Que se vaya!
—Está bien señora
como usted diga.
La doncella se
dirigió a la puerta dónde esperaba Matilde.
—Mi señora no quiere
recibir a nadie.
—Me lo suponía,
toda esta gentuza se cree que son más que nadie, seguro que te ha dicho que soy
una andrajosa y muchas cosas más, y la que es una andrajosa es ella, con esos
aires.
—Cállate mujer—La
doncella, miró con recelo de un lado al otro por si alguien las estaba
escuchando.
—Mira, ven—la cogió
del brazo y se la llevó hacia la cocina mientras le decía—¿quieres un tazón de cacao?
Matilde iba a
rechazarlo, pero pensó «por qué no? ya que no ha querido recibirme, al menos le
haré gasto»
—Sí, claro. Cómo
no.
La noche caía sobre
la hacienda Montecristo. Sol, permanecía mirando por la ventana, todo estaba en
calma. Don Guzmán, todavía permanecía en su despacho, y ella se sentía más sola
que nunca.
En aquel momento,
entró la doncella para preparar la mesa.
—Señorita, ¿le va
bien que sirvamos la cena?
Sol, dejó caer la
cortina que sujetaba con su mano.
—Sí, y después ve
a avisar a mi padre. A ver si deja ya el trabajo, que lleva metido ahí toda la
santísima tarde.
—Si señorita.
En aquel momento,
la doncella recordó lo que le había entregado Matilde.
—Ah! por cierto
señorita.
—Dime
—La joven. Esa
que vino a casa por la tarde. Me dejó algo para usted.
—¿Algo para mí?
Será que vino a pedir algo. No me interesa nada que venga de esa familia.
—¿Pero no quiere
saber de quién es la carta?
—¿Una carta?
—Sí, una carta
con el papel raído, pero que quien la escribió, tiene una letra de posibles.
—¿Una letra de
posibles? No existen las letras de posibles. Será una buena letra, de alguien
instruido, o cultivado.
—Pues eso será
señorita.
—¿Pero de quién? ¿Quién
la escribe?, si puede saberse, ¡pánfila!
—Pues no lo sé,
ya sabe que no se leer.
—¿Pero te habrá
dicho algo, no?
—No me lo dijo
muy claramente, me comentó que un joven se la había entregado para usted. Pero
si no la quiere, yo voy y la tiro.
Sol, se quedó
pensativa. Una carta de un joven que provenía de una muchacha del poblado de la
playa… aquello no tenía sentido alguno. Pero la curiosidad la venció.
—Bueno, está
bien. Sube la maldita carta, y salgamos de dudas.
—Si señorita, voy
enseguida.
A los pocos
minutos la doncella, estaba frente a ella, tendiendo una bandejita de plata
donde descansaba la misiva.
—¡Qué asco de
papel!—exclamó Sol cuando lo cogió de la bandejita—. ¿De donde lo habrán sacado,
de una letrina?
—Señora, yo no he
hecho nada, está tal cual me la entregó.
—Está bien
retírate. Cuando la cena esté lista me llamas—Y se dirigió hacia la biblioteca.
Sol, cerró la
puerta tras de sí, y se sentó en uno de los grandes butacones. Algo le decía
que aquella carta contenía un mensaje importante.
Los ojos de Sol,
devoraron aquellas letras cuando reconoció el trazado que guardaba aquel pedazo
de papel, sucio y arrugado.
—Es de Martín.
Tuvo que leerla
varias veces para comprender que Martín no se había ido de la hacienda, no la
había abandonado, y eso la hizo sentirse feliz. Comprendió que había sido
retenido en contra de su voluntad.
—Debo ir a
buscarle—musitó. Pero inmediatamente se dio cuenta de su estupidez, al echar a
la portadora de la misiva, había perdido la oportunidad de saber, donde estaba
Martín. Había vuelto a cometer un error, ya que aquella muchacha era la única
que podría decirle donde estaba la persona que le había entregado aquella
carta. Tenía que dar con él, y para eso tenía que encontrarla a ella.
Ni corta ni
perezosa, se dirigió hacia su alcoba, se tenía que cambiar rápidamente de
ropas, e ir al poblado de la playa. Tenía que encontrar a la muchacha para que
le explicara, donde estaba Martín Castro.
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