14 de enero de 2015

RELATO - PENSAMIENTOS QUE AZOTAN EL ALMA - PALABRAS DE PAPEL


CAP 22- PENSAMIENTOS QUE AZOTAN EL ALMA. 
PALABRAS DE PAPEL


Como cada día durante el tiempo que había permanecido preso, Tomás le traía el sustento, tal como le había indicado Leonardo. Pero hacía varios días, que Tomás no era quien cruzaba la puerta que le separaba de la libertad, hacía días que era su hija Matilde la que hacía esa tarea.

—Buenos días. Le traigo la comida.

Martín, que permanecía tumbado sobre el camastro, dio un respingo y se aproximó a los barrotes de la celda.

—Muchas gracias—le dijo con amabilidad. Pero aquel día Martín tenía una idea en su cabeza,
necesitaba pedirle algo a la muchacha. Antes de que esta diese la vuelta para salir por donde había venido le preguntó con dulzura.

 —¿Cómo te llamas niña?

—No puedo hablar con usted.

—Vamos mujer. Dame un poco de conversación, aquí no veo a nadie, y llevo muchos días sin saber nada del mundo exterior. Cuando venía Tomás, al menos comentábamos hechos cotidianos, hablábamos de cosas banales, pero me servían de distracción. No sé en el día que vivo, ni si hace frio o calor.

—Señor, aquí en Cuba siempre hace calor. Y disculpe pero me tengo que ir.

La muchacha dejó la bandeja en el suelo pegada a las rejas, como era de costumbre y se dirigió hacia la salida.

—¡Muchacha! Por favor—llamó con desesperación—no te preguntaré nada si no quieres,  pero, necesito que me hagas un favor.

Ella, se quedó quieta, y giró para verlo. Martín le habló.

—Ven, acércate, ya ves estoy aquí encerrado, no puedo hacerte daño, solo quiero pedirte un favor
La muchacha se acercó lentamente—Sabes…allí en España,tengo una hija pequeña, de pocos meses, ¿quieres ver su fotografía?

La muchacha sitió lástima de aquel hombre, que le hablaba con dulzura, y con una mirada tan profunda como triste. Se aproximó.

Martín se dirigió a su zurrón y sacó la raída fotografía que tenía de su familia.

—Mira—Se acercó a los barrotes y se la mostró—es esta… ¿a que es preciosa?—Martín sonrió, emocionado—se llama Esperanza, y esa esperanza es la que me mantiene vivo, la que me da fuerzas para seguir luchando por sobrevivir, esperando que algún día, pueda salir de aquí y volver junto a ella y a mi esposa.

Matilde, miraba la fotografía, y miró los ojos de Martín, que humedecidos por el recuerdo, reservaban para su intimidad el brote de su llanto. La muchacha tímidamente respondió.

—Es muy bonita.

—¡A que sí!—dijo alegre.

La joven le devolvió la fotografía. ¿Cuál es el favor que quería pedirme?

Martín se animó.

—Tan solo si pudieras traerme papel y lápiz, para poder escribir unas cartas por si… algún día…perdiera la vida y no pudiera volver junto a ellas.

Afligido, miró de nuevo la fotografía que tenía entre sus manos, acariciaba el rostro de su hija con delicadeza, mientras seguía hablando.



— A veces, creo que nunca más saldré de aquí y ese pensamiento me azota el alma. Son tantas las cosas que nunca les podré decir. Cosas que no podré vivir con ellas. Sus primeros pasos, sus primeras palabras… —La tristeza abrazó a Martín estrujándolo como un muñeco de trapo. Matilde le escuchaba atenta, sintiendo esa profunda melancolía que cubría la celda— Cosas… cosas que siento en mi alma y que de no dejarlas escritas en un papel, me ahogarían—la miró—¿Me entiendes?
La muchacha asintió, con pesar.

—¿Eso quiere decir que me traerás lo que te pido?—una chispa de luz, brotó en los ojos cansados de Martín. Matilde rompió su silencio.

—Está bien, no se desazone más. Después, por la noche, cuando venga a traerle la comida, se lo traeré. No creo que eso sea malo.

—¡Oh, no claro! No es nada malo y a mí me ayudaría mucho. No sabes cuánto.

—Ahora tengo que irme, si tardo mucho me regañarán.

—Sí, ve. No quiero que por mi culpa te lleves una reprimenda.

La muchacha, se dirigió hacia la salida, pero antes de cerrar la puerta tras de sí, le miró y le dijo.

—Me llamo Matilde.

Martín, hizo una mueca de satisfacción y una triste sonrisa se dibujó en su rostro.




Pasaron varios días y las visitas de Matilde fueron más continuas, en cuanto tenía un minuto, o la perdían de vista, Matilde iba a visitar a Martín. Él le explicaba historias, sueños, situaciones que imaginaba poder vivir cuando volviera al Jaral.

La muchacha buscaba por todas partes, papel y carbón, para llevárselo en cuanto le fuera posible, y cada vez que Martín se lo solicitaba, incluso le había llevado libros que había encontrado en casa de los señores donde iba de vez en cuando con su hermana, y alguna que otra vela, que le sirviera para darle compañía. Matilde se encontraba bien con él y a Martín se el tiempo se le hacía más ameno, durante el rato que Matilde estaba allí, sentía como se animaba. Un día Martín le preguntó.

—¿Cómo es que me traes tantas cosas? Te arriesgas mucho ¿no crees?

—No me arriesgo. Mi padre lo sabe perfectamente. Él es un buen hombre, sabes. Pero somos muchos en la familia, y es el único trabajo que tiene, excepto mi hermana que va una vez a la semana a planchar a casa del señor Santacruz.

—Ya—replicó Martín. Matilde se acercó a la reja y le hablo en voz queda.

—Si vengo yo, él no incumple nada, y no le pueden llamar la atención. Así, yo puedo traerte lo que necesites sin que le estemos perjudicando.

—Eres muy lista Matilde.

—Supervivencia diría yo. Y justicia, ya que no me cabe en la cabeza que hace usted aquí encerrado, estando su familia al otro lado del mundo.

Martín, recordó las palabras que le dijo Leonardo sobre el encargo que le había encomendado su abuela.

—Hay personas en la vida, que hacen el mal, tan solo por hacer. Gente que juega a ser el mismo Dios.

—No se preocupe, ya sabe ¿si puedo hacer algo por usted?

A Martín se le iluminó el rostro.

—¿Te puedo pedir algo?

—Será algo más, ¿no? —sonrió la muchacha.

—Sí, está bien. Algo más. Entenderé si te niegas, ya que es algo diferente. Pero me gustaría que me hicieras otro gran favor.

—Dígame.

Martín aproximó el viejo tronco hasta las rejas, y se sentó junto a Matilde.

—Verás, hay otra cosa que me tiene la conciencia intranquila. Cuando llegué a Cuba, y tras sufrir el accidente del infanta Beatriz, en la hacienda Montecristo me dieron cobijo y ayuda. Y esas personas, creerán que soy un desagradecido.

—¿Por qué van a creer eso?

—Cuando me secuestró Leonardo y me trajeron aquí, no puede ni tan siquiera despedirme de ellos. Había ido a hablar con Leonardo, me hizo creer que éramos hermanos y me desperté aquí.

—¿Cómo pudo hacerle creer tal cosa a un hombre tan cultivado como usted?

—Es muy largo de contar.

—Tenemos todo el tiempo del mundo.

—Tienes razón, pero ahora escucha. Otro día te lo contaré.

—Está bien, usted dirá.

—No pude, decirles nada. Agradecer sus atenciones para conmigo, ni todo lo que habían hecho por mí. Don Guzmán me trató como a un hijo. Y Sol como si fuera mi hermana. Me hubiera gustado poder decirles que no hui, si no que me fui obligado por las circunstancias. Me entiendes.

—Sí, claro que le entiendo. Pero lo que no comprendo es ¿Qué pinto yo en esta historia?

—Pues que he pensado—se removió sobre el tronco y acercó su cuerpo hacia la reja— que les podrías ir a llevar una carta, donde les pueda explicar que me tuve que marchar y que les agradezco todos sus desvelos, todo lo que hicieron por mí. Que siempre les estaré agradecido, que por fin, lo recuerdo todo y que si alguna vez van por España que visiten a mi familia en Puente Viejo, que es allí donde tengo mi hogar y que lo consideren como suyo. Que cuando vayan les digan que estuve con ellos, y que les den la tranquilidad que yo no pude darles ya que no tuve oportunidad. Que le entreguen esta carta… a María Castañeda.

Martín alargó su brazo y le entregó a Matilde la carta que había escrito para su esposa.

—Léela si quieres. No digo nada que no puedas leer. Solo les digo que las quiero, y que siento no poder estar con ellas, y ver crecer a mi hija, poder enseñarle todo lo que aprendí, y escuchar su risas resonando por el Jaral. Y que amo a mi mujer por encima de todo y de todos, y que siempre la amaré aunque nunca pueda volver a estar con ella.

Martín miró a Matilde. Ella con una tristeza infinita, cogió la carta que le estaba tendiendo desde el otro lado de la celda.

—No se preocupe. Lo haré. Llevaré esa carta a la hacienda Montecristo.

—Muchas gracias Matilde—Una luz volvió a iluminar su rostro—Confío en ti—le dijo sujetando sus manos—Me quedo mucho más tranquilo.

La muchacha, guardó la carta entre sus ropas, y se dirigió hacia la puerta. Martín que permanecía sentado sobre aquel duro tronco de madera gritó.

—¡Matilde!

La muchacha se giró.

—Gracias.

Ella le sonrió y desapareció de su vista, dejándolo de nuevo en la más absoluta soledad.




—Señorita. Una de las muchachas de las casas de la playa, quiere verla.

—¿Una muchacha de las casas de la playa?

—Sí, la hija pequeña de Tomás. Matilde.

—No tengo ganas de ver a nadie, y menos a una andrajosa. ¿Que se le habrá perdido aquí? Dale unas monedas y dile que no recibo visitas, que si quiere algo que entre por la cocina. Semejante desfachatez—dijo Sol, sin levantar la mirada del libro que estaba leyendo.

—Señora, pero…

—Es que no me has oído, mema. ¡Que se vaya!

—Está bien señora como usted diga.

La doncella se dirigió a la puerta dónde esperaba Matilde.

—Mi señora no quiere recibir a nadie.

—Me lo suponía, toda esta gentuza se cree que son más que nadie, seguro que te ha dicho que soy una andrajosa y muchas cosas más, y la que es una andrajosa es ella, con esos aires.

—Cállate mujer—La doncella, miró con recelo de un lado al otro por si alguien las estaba escuchando.

—Mira, ven—la cogió del brazo y se la llevó hacia la cocina mientras le decía—¿quieres un tazón de cacao?

Matilde iba a rechazarlo, pero pensó «por qué no? ya que no ha querido recibirme, al menos le haré gasto»

—Sí, claro. Cómo no.


La noche caía sobre la hacienda Montecristo. Sol, permanecía mirando por la ventana, todo estaba en calma. Don Guzmán, todavía permanecía en su despacho, y ella se sentía más sola que nunca.

En aquel momento, entró la doncella para preparar la mesa.

—Señorita, ¿le va bien que sirvamos la cena?

Sol, dejó caer la cortina que sujetaba con su mano.

—Sí, y después ve a avisar a mi padre. A ver si deja ya el trabajo, que lleva metido ahí toda la santísima tarde.

—Si señorita.

En aquel momento, la doncella recordó lo que le había entregado Matilde.

—Ah! por cierto señorita.

—Dime

—La joven. Esa que vino a casa por la tarde. Me dejó algo para usted.

—¿Algo para mí? Será que vino a pedir algo. No me interesa nada que venga de esa familia.

—¿Pero no quiere saber de quién es la carta?

—¿Una carta?

—Sí, una carta con el papel raído, pero que quien la escribió, tiene una letra de posibles.

—¿Una letra de posibles? No existen las letras de posibles. Será una buena letra, de alguien instruido, o cultivado.

—Pues eso será señorita.

—¿Pero de quién? ¿Quién la escribe?, si puede saberse, ¡pánfila!

—Pues no lo sé, ya sabe que no se leer.

—¿Pero te habrá dicho algo, no?

—No me lo dijo muy claramente, me comentó que un joven se la había entregado para usted. Pero si no la quiere, yo voy y la tiro.

Sol, se quedó pensativa. Una carta de un joven que provenía de una muchacha del poblado de la playa… aquello no tenía sentido alguno. Pero la curiosidad la venció.

—Bueno, está bien. Sube la maldita carta, y salgamos de dudas.

—Si señorita, voy enseguida.


A los pocos minutos la doncella, estaba frente a ella, tendiendo una bandejita de plata donde descansaba la misiva.

—¡Qué asco de papel!—exclamó Sol cuando lo cogió de la bandejita—. ¿De donde lo habrán sacado, de una letrina?

—Señora, yo no he hecho nada, está tal cual me la entregó.

—Está bien retírate. Cuando la cena esté lista me llamas—Y se dirigió hacia la biblioteca.

Sol, cerró la puerta tras de sí, y se sentó en uno de los grandes butacones. Algo le decía que aquella carta contenía un mensaje importante.

Los ojos de Sol, devoraron aquellas letras cuando reconoció el trazado que guardaba aquel pedazo de papel, sucio y arrugado.

—Es de Martín.

Tuvo que leerla varias veces para comprender que Martín no se había ido de la hacienda, no la había abandonado, y eso la hizo sentirse feliz. Comprendió que había sido retenido en contra de su voluntad.

—Debo ir a buscarle—musitó. Pero inmediatamente se dio cuenta de su estupidez, al echar a la portadora de la misiva, había perdido la oportunidad de saber, donde estaba Martín. Había vuelto a cometer un error, ya que aquella muchacha era la única que podría decirle donde estaba la persona que le había entregado aquella carta. Tenía que dar con él, y para eso tenía que encontrarla a ella.
Ni corta ni perezosa, se dirigió hacia su alcoba, se tenía que cambiar rápidamente de ropas, e ir al poblado de la playa. Tenía que encontrar a la muchacha para que le explicara, donde estaba Martín Castro.

A más ver.






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