CAPITULO 5- LOS REZOS DE LA DOÑA-
VE CON DIOS Y QUÉDATE CON ÉL.
Tras varios días de travesía,
Martín permanecía, en la proa del Infanta Beatriz, la brisa arremolinaba sus
cabellos, y la sal del mar cubría su piel con delicada viscosidad, haciendo que
el bello de su piel se erizara por aquella sensación. Como cada noche, Martín
subía a cubierta para contemplar las estrellas, y así encontrar en ellas las
palabras y la compañía de María, esa compañía que sentía tan lejana. El
recuerdo de aquellas bellas palabras que María le dijo entre sollozos, la última
vez que estuvo en el Jaral, le acompañaban en aquel viaje.
—Cuando anochezca…, contemplaré
las estrellas, tú haz lo mismo allá donde estés, y tus ojos se encontrarán con
los míos en el firmamento, y nuestras almas se encontrarán por un instante.
Cuanta falta le hacía, cuanto la
añoraba. Las risas de dos enamorados paseando por cubierta, le recordó los
momentos de felicidad que vivieron en el Jaral, después de todo lo sufrido y
tras la lucha incansable por conseguir vivir su amor, habían conseguido. Volvió
a recordar lo que él le dijera:
—Mi vida, ni la más feroz de las
tempestades, ni el más vil de los malvados me impedirá volver junto a ti. Te lo
juro.
Respiró, intentando encontrar el
perfume de María, pero solo consiguió aspirar aquel aire húmedo del océano, tan
inmenso y tan profundo. Miró a su alrededor, intentando apartar de su mente y
aliviar su corazón compungido por la melancolía de saberse tan lejos de su
amor, de su hija y de su familia toda.
Aquella noche, la gente en el
navío estaba feliz, inquieta y entusiasmada. El capitán les había anunciado
durante la cena, que estaba previsto la llegada al puerto de la Habana al
amanecer del nuevo día. Por ese motivo, la mayoría de los pasajeros, optó pasar
por cubierta para despedirse de la noche en altamar, la última noche que
contemplarían el océano desde aquel navío.
Todos deambulaban por cubierta,
unos reían, otros paseaban, algunos estaban sentados cubiertos con mantas
contemplando el mar, todo acompañado de la música de la orquesta que amenizaba
la sala de baile por ser una ocasión especial. Pero aquella noche era más
oscura de lo habitual. Apenas unas pocas estrellas salían a contemplar la
travesía. La luna jugaba al escondite
con el mar camuflando su luz tras unas espesas y negras nubes, que poco a poco
iban ganando terreno.
De pronto sonó un estruendo y el
cielo abrió sus puertas dando paso a una gigantesca luz, que iluminó todo el
entorno, la brisa de la noche comenzó a azotar con más virulencia, y las gotas
de lluvia comenzaron a caer estrepitosamente sobre el navío.
Era el preámbulo de una
descomunal tormenta, el principio del fin. Sin ni tan siquiera imaginarse lo
que les acontecería horas más tarde, todos los presentes, corrieron a ponerse a
cubierto para no empaparse de aquella fría lluvia. Poco a poco, el barco empezó
a balancearse de un lado al otro, víctima del oleaje que empezaba a acrecentar
su natural fuerza, moviendo el navío a placer, como un juguete en manos de un
niño.
Martín hizo lo propio, y corrió hacia
su camarote. Los pasillos del navío por los que debía pasar, permanecían
repletos por los pasajeros que no disponían del suyo, eran emigrantes que
viajaban a la intemperie del navío. Los marineros intentaban poner orden, pues tan
solo era una tormenta tropiacal, y deberían desalojar aquellos pasillos para
permitir el tránsito por ellos. Les obligaban a salir al exterior, y ellos se
negaban a ello.
Martín en aquel momento
comprendió que aquel barco llevaba más pasajeros de la cuenta, y. Durante todos
los días de travesía no se había percatado, pues estaba sumido en sus
pensamientos, en sus recuerdos y en lo que tendría que hacer una vez llegado a
puerto.
De pronto y en medio de aquel
alboroto, el grito huracanado de un trueno, rompió el bullicio de aquellas
personas, y durante unos instantes el silencio reinó en el Infanta Beatriz,
pero de la misma manera que llegó el silencio volvió el murmullo, y todas
aquellas personas empezaron a murmurar asustadas, las más agoreras, intentaban
salir de allí y buscar un refugio, otras se santiguaban implorando a dios que
nos les abandonara, mientras otras, las menos, quitaban importancia a lo
sucedido, intentando dar cordura a aquella situación.
Martín, durante un instante
permaneció parado entre aquellos extraños que viajaban junto a él, escuchando
entre murmullos las conversaciones que a su alrededor se compartían.
—Ya decía yo… era un mal
presagio. Perdimos el ancla... y eso siempre tiene consecuencias.
—No sea usted agorero—respondía
un hombre que intentaba calmar a su hija, que temblaba como una hoja, no se
sabe bien por el frio al estar empapada o bien por el temor que se veía en su
rostro.
—He escuchado que se avecina un
huracán.
—Dios mío—comentó una mujer que
al oírlo corrió en busca de su familia, mientras gritaba sus nombres.
La histeria se estaba haciendo
latente, y poco a poco todos los pasajeros, hasta los más templados comenzaron
a mirar con desazón, comprendiendo que si era cierto todos aquellos rumores se
avecinaban horas de terror.
Martín miró a su alrededor, y en
aquel preciso momento, recordó las palabras que su abuela, doña Francisca
Montenegro, de dedicó la última vez que le recibió en la Casona.
—Que realices un viaje tan largo…
me colma de esperanza.
—Que quiere usted decir?
—Que esas travesías por el
océano, suelen ser azarosas, y con un poco de fortuna, hallarás la muerte en
ella, y no regresarás ¡jamás! Eso dejaría libre a María, y a mí, completamente
feliz. Rezaré por ello.
Un fuerte zarandeo, acompañado
del griterío por la convulsa excitación colectiva que se estaba desatando en el
Infanta Beatriz, lo trajo de nuevo al navío. La gente empezaba a inquietarse.
Martín, respiró profundamente, queriendo apartar aquellos negros augurios de su
querida abuela, de su mente, aquellas palabras que recordó con la misma claridad
del sol, influenciado por todo lo que le rodeaba, y tras escuchar todos los
comentarios que se amontonaban a su alrededor, recelo, el miedo, y la
incertidumbre sobre lo que presentía que podía suceder, se había instalado en
su corazón.
Caminó entre la gente, y se
dirigió con paso ligero hacia su camarote. De pronto y mientras bajaba por las
escaleras que le conducían a su estancia, se escuchó un estruendo junto con un zarandeo
que hizo que Martín tuviera que sujetarse de la barandilla para no caer, aquel
estruendo no provenía del exterior, no era de la tormenta, algo había explotado
dentro del mismo Infanta Beatriz. En un momento, la gente empezó a tomar
consciencia de la situación, y llenos de pavor, empezaron a correr de un lado
al otro despavoridos, unos buscando a sus familiares como la mujer que momentos
antes tenía junto a él, y otros buscando los botes salvavidas, sin comprender
que si lo que les estaba dando alcance era un huracán, poco podrían hacer
subidos a aquellas barquichuelas. El caos fue general.
Martín, casi sin poder andar, por
el tumulto de las personas que corrían escaleras arriba, intentaba abrirse paso
hasta llegar a su estancia. Tenía que llegar allí, tenía que recoger sus pocos
enseres, las cartas de Pilar, el dinero y lo poco que llevaba con él. Escuchó,
que se había producido un incendio en una de las alcobas por un quinqué que
había caído sobre unas cortinas, y que habían explotado los conductos del agua.
Martín, intentaba pensar con claridad, tenía que mantener la calma y la
templanza para dirigir sus pasos sobre seguro, dudaba entre subir a cubierta o
llegar a recoger sus pertenencias, necesitaba pensar con tranquilidad, una
tranquilidad que en aquel momento no tenía, pues se había dado cuenta, que
estaba a la merced del destino, y casi siempre, le había sido contrario y le
había hecho sufrir.
Instintivamente, tocó la
fotografía que llevaba en el interior de su chaqueta, y acto seguido metió su
mano en el bolsillo del pantalón, y buscó a tientas hasta que sintió entre sus
dedos las cuentas de marfil, respiró aliviado, al comprobar que llevaba el rosario
que le había regalado María. Aquel rosario que siempre le acompañaba y que de
tantos infortunios, y tragedias le había librado. Lo sacó de su bolsillo y se
lo colgó al cuello, junto a su collar. Corrió hacia su camarote penetrando en aquel
humo intenso que subía por los pasadizos hacia cubierta, como si se tratara de
una gran chimenea, y que poco a poco, avanzaba implacable hacia el exterior. Y Martín,
se perdió entre sus negras fauces sintiendo como el agua humedecía sus pies.
El llanto de Esperanza, despertó de
un sobre salto a María, inmediatamente se levantó de su lecho, y corrió hacia
la cuna. Esperanza lloraba desconsoladamente, María le hablo con mimo y ternura,
mientras le acariciaba el rostro, pero la niña no cesaba de llorar, y María la
tomó en brazos, para acurrucarla junto a ella mientras caminaba por la alcoba, a
la vez que le tarareaba una nana. Sus pasos se habían detenido junto a la
ventana, allí le habló con sosiego mientras contemplaba las estrellas.
—No llores mi amor. Mira, ves que cielo más
bonito. En algún lugar del océano, ahora mismo tu padre estará mirándolas también,
y está junto a nosotras—Miró su rostro, tan angelical— Ves mi cielo, ¿ves,
aquella que reluce tanto?
Esperanza, como si comprendiera
lo que su madre le estaba explicando, pareció que le prestaba atención, y dejó
de llorar por un instante, mirándola con aquellos grandes ojos. María
contemplaba con embeleso el rostro de su hija, aquel ser que era parte de él, del
gran amor de su vida, y que le recordaba tanto a Gonzalo.
María la besó con dulzura y amor,
buscando en aquel beso la caricia de su esposo, el beso que él podría darle si
se encontrara allí, junto ella, y la niña volvió a llorar. Estaba inquieta,
estaba nerviosa, y María era incapaz de calmar su llanto.
La puerta de la alcoba se abrió,
y Aurora entró anudándose su bata mientras decía.
—Que le pasa a la niña? María,
déjame ver.
—No sé, estaba dormida
plácidamente y mira, no para de llorar.
—Trae déjamela—Aurora la cogió
entre sus brazos, en el preciso momento que Rosario entraba en la alcoba.
—Abuela, también usted?
—No te preocupes hija, que le
pasa a la niña?
Aurora miró a Rosario.
—Nada, habrá sido un mal sueño.
—Pero los niños chicos sueñan
Aurora?—preguntó María.
—Pues claro que si—respondió
Rosario. Menudas noches nos diste tú de pequeña, o la misma Aurora. Sueñan y
presienten situaciones, circunstancias que los mayores nunca sentiríamos.
De pronto la ventana se abrió de
par en par, dando un golpe al hacerlo. María, languideció, y un estremecimiento
le recorrió todo su cuerpo. Aurora y Rosario se miraron en silencio, y
Esperanza enmudeció. Todas pensaron en lo mismo. Todas pensaron en Martín.
—Voy a cerrar la ventana—dijo
Rosario para salir de aquel trance.
—Deje abuela, ya lo haré
yo—respondió María, adelantándose a la mujer—ha vuelto aire, y no vaya usted a
coger frio—. Rosario miró a su nieta, y comprendió la angustia que se había
apoderado de su ser.
María caminó lentamente hacia la
ventana, con el miedo instalado en su cuerpo, ¿ sería aquello una señal, una premonición
? Al cerrar la ventana, alzó sus ojos hacia el firmamento, y vio como una nube
se acercaba rápidamente hacia la estrella que minutos antes había contemplado con
Esperanza, cubriéndola por completo a sus ojos. Sintió como la caricia de
Gonzalo, se posaba en sus mejillas, y como el viento se la llevaba de la misma
manera que llegó, en sus entrañas sintió un mordisco, y tuvo la sensación que
aquella negrura había roto el canal mágico que la unía con Gonzalo. La brisa
fresca le hizo reaccionar, esa brisa fresca que le cubrió todo su cuerpo, le
recordó las palabras de su madrina, esas palabras que nunca podía apartar de su
memoria desde que Gonzalo partiera allende los mares, la ponzoña que había
vertido sobre ella, había minado su corazón, y el veneno que desprendía el alma
negra de doña Francisca, renacía en aquel momento.
—En la casona serás bien
recibida. Yo me comprometo da cuidar de ti y de tu hija.
—No necesito que nadie me cuide.
Ya me cuidará Gonzalo.
—Querida la vida está llena de
percances.
María no pudo evitarlo, y echo a
llorar. Aurora que había dejado a la
niña con Rosario, se acercó a ella.
—María, piensas en mi hermano
¿verdad?
Ella le miró, y las dos se
abrazaron en silencio. Aurora sentía la misma zozobra que su prima, y cerró los
ojos suplicando que nada malo le sucediera a su hermano, a la vez que animaba a
María.
—Vamos, ñoña, estás añorada, pero
no temas, en cuanto llegue a Cuba, se pondrá en contacto con nosotras... ¿No es
eso lo que te dijo por teléfono el otro día?
Las muchachas se habían separado,
y Aurora le estaba secando las lágrimas con sus manos.
—Sí, eso me dijo—respondió
compungida—disculpa prima, es que tengo un mal presentimiento, y las palabras
de mi madrina no me las quito de las mientes.
—Pues estate tranquila, no pasará
nada. El Infanta Beatriz, es un barco seguro, ha hecho muchas travesías, ¿porque
tendría que ser esta la nefasta? Mira prima, por nuestros cálculos mañana a más
tardar, tendrá prevista su llegada, así que conociendo a mi hermano, en cuanto
ponga un pie en Cuba, y si encuentra un teléfono claro está, lo tendrás colgado
al aparato... y la sorpresa que se llevará cuando le digas que por fin, ya
tenemos teléfono en el Jaral, que podrá llamar cuantas veces quiera.
—Hay Aurora, tú siempre me
animas.
—Como no podría ser de otra
manera, prima. Verás como cuando oigas su voz, se te pasa todo. ¡Y olvídate de
las palabras de mi abuelita!, solo son veneno, pues la rabia le corroe, al
veros tan felices, no le hagas ningún caso.
—Tiene razón Aurora— dijo Rosario,
con voz queda. La mujer había dormido a la niña y se dirigía hacia la cuna para
dejarla descansar.
—Abuela, la ha dormido?
—Pues claro, mi amor. Después de
la tempestad viene la calma... y ella ahora está calmada. Ahora solo falta que
te calmes tú.
María sonrió, y abrazó a su
abuela.
—Gracias abuela. Gracias a las
dos, no sé qué haría sin usted y mi prima, ahora que no tengo a Gonzalo y todo
se me hace un mundo… le echo tanto de menos.
—María, tranquila, mi hermano
volverá sano y salvo, ya lo verás.
—Dios te oiga Aurora. Dios te
oiga.
Y las tres miraron el dulce sueño
de Esperanza.
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Continuará.... espero que os haya gustado.
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