CAP -3 RECUERDOS DEL PASADO.
El sol filtraba sus rayos por entre las ramas de los árboles. Sentado en la
estación Martín, recordaba con añoranza aquellos últimos años de su vida
en Puente Viejo. Ahora que esperaba en el andén marchar de nuevo hacia tierras
lejanas, sentía como el corazón se le iba haciendo pequeño al paso que las
manecillas del reloj de la estación marcaban los minutos que quedaban para
separarle por un tiempo muy largo o quizá para siempre de su pueblo, el que le
vio crecer, y el que le acogió a la vuelta después de tantos años con los
brazos abiertos, dejando en ese lugar su corazón junto lo que más amaba en su vida. María, su hija Esperanza y Arurora su hermana.
Recordó el día que llegó de nuevo allí. En la diligencia junto a Pedro
Mirañar, aquel personaje tan entrañable como alunado. Martín sonrió para sus
adentros, y miro sin rumbo fijo por el andén. Sintió un pellizco en el corazón, al recordar
la primera vez que vio a María. Aquel ángel celestial, único en el mundo, su gran
amor, por la que daría la vida. Movió su
cabeza de un lado al otro, intentando apartar de su mente la terrible sensación
que le perseguía desde que marchara del Jaral. ¿Y si nunca más volviese a
Puente Viejo? El camino era largo, la travesía complicada, y el futuro
incierto. Debía borrar esos oscuros pensamientos de su cabeza.
Instintivamente, metió con delicadeza la mano en el bolsillo interno de su chaqueta, y palpó hasta encontrar la fotografía que le acompañaría de ahora en adelante, la fotografía de sus dos ángeles, María y Esperanza, y volvió a sonreír. Aquella fotografía que pocos días atrás, Nicolás les hiciera en el salón del Jaral. Acarició con la punta de sus dedos la imagen de sus dos amores, cerró sus ojos con fuerza y un profundo suspiro escapó de su boca.
Instintivamente, metió con delicadeza la mano en el bolsillo interno de su chaqueta, y palpó hasta encontrar la fotografía que le acompañaría de ahora en adelante, la fotografía de sus dos ángeles, María y Esperanza, y volvió a sonreír. Aquella fotografía que pocos días atrás, Nicolás les hiciera en el salón del Jaral. Acarició con la punta de sus dedos la imagen de sus dos amores, cerró sus ojos con fuerza y un profundo suspiro escapó de su boca.
—Dios mío. Protégelas de todo mal—musitó.
En aquel momento, la llamada para el embarque le devolvió a la estación.
Martín se incorporó de su lugar, guardo con mimo la fotografía y cogió su
equipaje dirigiéndose al vagón. Subió los peldaños que le separaban de suelo
firme, caminó hacia el asiento que tenía reservado y dejó su equipaje, para rápidamente asomarse como un chiquillo, por la ventanilla de aquel
compartimento. Martín, intentaba guardar en su retina, todo lo que dejaba
atrás.
El sonido del tren volvió a resonar por el andén, en aquel instante, sintió
como el tren se deslizaba lentamente, sobre las vías y bajo sus pies. Martín,
se quedó mirando con tristeza, como la estación se alejaba lenta e
irremediablemente, viendo, junto con el movimiento del vagón, el pasar de aquellos
parajes, que ya había hecho suyos, y en los que tan trágicos como felices momentos,
habían sido sus días allí.
Recordó el rostro de María, aquella mañana en el salón del Jaral. María le
había abrazado con una fuerza infinita. Le había llenado de besos, de consejos,
de palabras de ánimo, de aliento, y de amor, disimulando el dolor que sentía, y
la desazón que su partida le producía, sabiendo, que tanto ella, como él,
estaban rotos por dentro, que les dolía en el alma, y que en aquel momento, en aquel
adiós, sentían que les arrancaban las entrañas, por inmediata lejanía y por la incertidumbre de no saber
si volverían a verse Jamás, aquella partida, les pesaba como una losa.
—Gonzalo, por favor, escríbenos—decía.
—Lo haré.
—Prométeme que volverás, prométeme que…
—María, tranquila. Volveré, te lo prometo, siempre he vuelto, ¿verdad?
—Sí, sí... Claro, pero… Gonzalo te voy a echar tanto de menos… No quiero
que te marches—Suplicó abrazándolo con fuerza.
—Ya lo hemos hablado. María. Te amo, y ese amor es el que me dará fuerzas
para volver. ¿Tampoco me voy a la guerra, no?
—No hijo, pero cuídate—Interrumpió Rosario que parada en el quicio de la
puerta, también salió a despedirle.
—Mi buena Rosario—Martín se soltó de María y camino hacia ella. La abrazó
con todo su cariño—Cuídemelas, me oye y cuídese también.
Rosario llorando le dijo, mientras le acariciaba su rostro.
—Las cuidaré Martín, te lo prometo. Pero tú vuelve pronto o quizá ya no te
vuelva a ver.
—Rosario, aleje esos pensamientos de su mente, y no llore más. Antes de que
me echen de menos ya estaré de vuelta.
—¡Hermano!—se escuchó tras de sí— ¿pensabas marcharte sin despedirte de mí?
—¡Aurora!—su hermana se precipitó sobre él, él la abrazó con fuerza y Aurora se fundió entre sus brazos, aceptando
aquel abrazo tan sincero y fraternal que siempre le ofrecía su hermano Martín , y que con
su calor, la calmaba y le aplacaba su indómita alma, haciéndola sentir segura y protegida. ¡Como lo iba a añorar!
—Hermano, cuídate. Te he traído esto.
Aurora le tendió su mano, y le entregó unas pequeñas cartulinas. Martín las
miró y descubrió con ilusión dos de los retratos que Nicolás les había hecho tiempo
atrás.
—Llévalas contigo, y cuando sientas nostalgia, o desasosiego míralas, así
te parecerá estar con nosotras, como si estuvieras en el Jaral.
Martín, las cogió, y con los sentimientos a flor de piel, dijo, intentando
disimular su emoción.
—¿Es una prescripción facultativa?
—Sí, es una receta contra la nostalgia—respondió con una amplia sonrisa.
—Gracias hermana, no sé qué hubiera sido mi vida si no te llego a
encontrar.
—Eso digo yo. Que hubieras hecho sin mí.
Los dos hermanos rieron y volvieron a abrazarse. Candela también había
bajado al salón, con paso lento, esperó a que los hermanos se separaran y se
acercó para besar a Gonzalo.
—Cuídate hijo, por favor.
—Se lo prometo Candela. Y tú—se dirigió de nuevo a Aurora—cuida de María y
Esperanza, y de todos en el Jaral.
—Sabes que lo haré.
Con un gesto de resignación y un profundo suspiro dijo.
—Bueno, pues, llegó el momento. Tengo que partir. Menos mal que os dije que
no quería una despedida.
—No podíamos dejarte marchar sin darte el último abrazo—Comentó Candela.
Martín, miró a María, que permanecía inmóvil junto a él, dio media vuelta y
cuando estuvo frente a ella le dijo.
—Háblale a Esperanza de mí, todos los días. Cuando le des la papilla,
cuando le cantes canciones. Que no me olvide.
—Gonzalo mi amor—María no pudo resistir el llanto, que inundaba su
espíritu, cubriendo de tristeza sus ojos, que retenían unas lágrimas que
luchaban por salir. Él la besó, un beso que se quedó prendado en sus almas. Sus
manos temblorosas fueron deslizándose delicadamente por el rostro de María, acariciando sus mejillas,
resbalando hasta su barbilla para levantar su mentón y decirle mirándola más
allá de sus ojos.
—No llores. Volveré.
María entre sollozos le dijo.
—Espero que pronto encuentres las respuestas, y que estas te devuelvan de
nuevo a mí.
La noche anterior, María lo había encontrado tumbado sobre el lecho, perdido en sus pensamientos. Caminó despacio hacia él, intentando retener esa plácida imagen en su memoria.
—¿Qué te pasa mi amor?
—¿Tú que crees María? Sé que tengo que marchar, pero no quisiera alejarme
de vosotras ni por un instante.
La muchacha sacando fuerzas de su interior, se sentó junto a él. Martín se
incorporó hasta quedar sentado junto a ella. María acarició su rostro.
—No lo pienses más, ya lo hemos hablado. Yo estaré bien, me quedo con mi
abuela, con Candela y Aurora. Además está Conrado que no nos dejará, y Mariana
y Nicolás…
—Sí, ya lo sé María, y tus padres y, Don Anselmo y …
María se aproximó a él y le besó con dulzura. Martín dijo en voz queda.
—Que haré yo sin ti, María—mientras apartaba un mechón de su cabello, que
le cubría parte del rostro.
—Te quiero Gonzalo, más que a mi vida, más que a nada en el mundo.
—Lo sé mi amor.
—Pero no hablemos más, Gonzalo, ahora quiero que te olvides de todo y de
todos por un momento, y que nos demostremos sin palabras todo nuestro amor. Que
esta noche sea una noche inolvidable, que podamos recordar, y que cada vez que
lo hagamos sepamos que aunque distantes, aunque estemos en la otra parte del
mundo, estaremos unidos eternamente.
Quiero que sepas que yo siempre
estaré junto a ti, que estaré esperando tu regreso, tardes lo que tardes,
vengas cuando vengas, yo siempre te voy a aguardar—Martín permanecía mudo, mirandola fijamente, envuelto en el susurro de sus palabras, escuchando todas y cada una de las frases que le decía María, quería
retenerlas, guardarlas en su interior.
— Gonzalo, eres mi luz, eres mi aliento, por lo que me levanto cada mañana,
lo que me ayuda a caminar, a reír, a vivir. —María miraba a Martín con una
ternura infinita, todo su amor se acumulaba en sus pupilas, le miraba complacida
de poder reflejarse en aquellos ojos que le habían hecho perder el sentido.
Sonrió tímidamente, casi con dolor, de tanto disimular su entereza.
—Recuerdas… el día que te dije que me dejaras un recuerdo para toda mi
vida.
Martín, sonrió, cerrando los ojos intentando buscar en sus recuerdos aquel
momento tan especial, el primer día que yacieron juntos, en el que se
entregaron en cuerpo y alma. Aquel día nació entre ellos, el amor, un
sentimiento puro, limpio e infinito, indescriptible e inexplicable, un vínculo
que les uniría el resto de sus días, y que del que nunca, ni nada ni nadie les podrían
separar. La recordó, pura, delicada, temblorosa y pasional, aquella noche
fueron aprendiendo el uno del otro, y el verdadero significado del amor. Aquel
amor que habían leído, del que habían oído hablar en tantas ocasiones y que
hasta que no se fundieron en un solo ser, no supieron la importancia de ese
sentimiento, el real significado de aquella palabra. Martín, la miró con
adoración.
—Cómo olvidarlo—susurró mientras acariciaba su rostro y respiraba su aliento.
—Pues volvamos a revivir aquel momento Gonzalo, hagamos de esta noche, otra
noche especial.
—María, tú haces que todo sea especial, haces que mi vida sea especial y
yo…
María puso un dedo sobre sus labios, sellando aquellas palabras. No quería
escuchar, quería sentir, estar con él, no sabía cuánto tiempo tardaría en volver
abrazarle, en besarle de nuevo. Susurró muy cerca de sus labios.
—No digas nada Gonzalo, tan solo bésame.
Martín, se dejó llevar por su aroma, miró aquellos labios que pedían a
gritos saciar su sed, y acercó los suyos buscando los de María. Aquel beso
dulce y suave del principio, se transformó paulatinamente, en un apasionado
beso que los devoraba a ambos, haciéndoles olvidar por unos instantes la realidad que les atenazaba, arrastrados por las emociones que iban despertando sus sentidos, sin pensar que
aquello era una despedida, entregándose al placer del amor.
Las manos de Gonzalo fueron despojando las ropas que envolvían el delicado y
esbelto cuerpo de María, aquel cuerpo que había ido conociendo día tras día, noche
tras noche. Aquel cuerpo que se sabía de memoria y que sin tan siquiera mirarlo
podría llegar dibujarlo o esculpirlo. Su pasión fue en aumento, llegando a ser infinita,
deseando amarla como si fuera la última vez, sentirla como si el mundo se terminara
en aquel preciso instante. Martín, con delicada dulzura, fue deslizando su boca
por su cuello, resbalando hasta su pecho, llenándola de deseo, descansando su
hercúleo cuerpo sobre sus fuertes brazos para no aprisionarla, mientras María
enredaba sus dedos con las cuentas de su collar, y jugueteaba con su pelo
mientras le besaba con excitación, envolviéndolo entre sus brazos, y rodeándolo
con sus largas piernas, hasta finalizar su apasionada consagración danzando al
unísono, con un rítmico y vertiginoso movimiento al compás de suspiros y jadeos
llenos de pasión.
Cuanto la amaba, cuanto la idolatraba, cuanto sufrieron hasta poder
conseguir su unión, y ahora tenía que alejarse de ella, hacia un destino
desconocido. El silbato del tren devolvió el alma de Martín a su ser. Preso de
su melancolía, continuaba en la misma posición de cuando salió de la estación.
La mirada perdida en aquel paisaje, entre aquellos parajes y sobre aquellos montes
que corrían frente a él sin cesar, y la imagen de María, se desvanecía por
momentos entre los árboles dorados por el calor del sol, difuminándose con el paso del viento, un
viento que despeinaba su flequillo, que
revoloteaba rebelde tal y como era él, tal como lo hacía María.
Una lágrima brotó de los castaños ojos de Martín. Una lágrima, que brotaba
de su consternada alma, y que dibujaba en su rostro tras su paso, el profundo
dolor que en aquel momento sentía, al tener que abandonarla, y con ella, a su
hija, a la que no vería dar sus primeros pasos, a la que no escucharía esas
hermosas palabras, que tanto quería escuchar, papa. El corazón se le encogió
como una pasa, y una punzada de dolor le invadió su ser. Las amaba más que a su
vida, pero tenía que cumplir un deber, tenía que marchar en busca de la verdad.
Se lo debía a la memoria de su padre, al que amó y respeto sobre todas las
cosas, y por todo lo que fue y sentía por él. Volvió a mirar la estela de su
camino, ya no se vislumbraba ni rastro de la estación, entonces miró al cielo y
como en una plegaria musitó.
—Padre, estés donde estés, cuida de ellas, no las abandones, pues yo te
prometo, que no te defraudaré.
Y Martín siguió su camino, hacia un futuro incierto, y sin saber, si algún
día, o por cuanto tiempo, podría volver a Puente Viejo.
A más ver..
Espero y deseo que os haya gustado.
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