24 de mayo de 2015

RELATO- MATILDE, LA HIJA DEL PESCADOR.

CAPITULO 27- MATILDE, LA HIJA DEL PESCADOR.


El sonido  del caballo golpeando sobre el seco camino, resonaban en su cabeza como resonaban las palabras de su consciencia. « ¿Por qué no habría querido atender a la hija de aquel pescador?»

—Maldita suerte la mía—refunfuñaba al ritmo del galope— ¿Y porque no habrá dejado escrita las señas del lugar dónde se encuentra? ¿Y por qué nos escribe a nosotros en vez de hacerlo a su familia allá en las Españas? ¿Cómo es que esa infeliz tenía su carta? Tengo que encontrar a esa muchacha.

Muchas eran las preguntas que le aporreaban la cabeza de Sol.

Por fin,  vio a lo lejos la silueta del pequeño poblado, y antes de llegar a  las primeras casas de la playa comenzó a llover violentamente. La muchacha, dirigió al equino hacia el primer cobertizo que se encontró a su paso, y se apeó de su caballo.

Sol comprendió que en aquellas condiciones, era imposible buscar por aquel lugar. De noche y con esa tormenta sería mejor que volviera al día siguiente. Pero no quería esperar más, la ansiedad por saber el paradero de Martín, la mantuvo inmóvil sujetando al animal por sus riendas, y esperando a que amainara.

Sus pensamientos la llevaron a  recordar aquellas palabras que con tanta ternura había dejado plasmadas en aquel pedazo de papel, pero inmediatamente a su rostro volvió a asomar un gesto de rabia, pues aquellas hermosas palabras no iban dirigidas a ella, aquellas palabras las había escrito pensando en su niña Esperanza, y en María Castañeda, su adorada mujer.

—Maldita entrometida—dijo entre dientes.

En aquel momento, una voz la trajo de nuevo al cobertizo.

—¿Hay alguien ahí?—sonó tras ella.

Sol, dio media vuelta y se encontró con una muchacha que llevaba en su mano un candil encendido.

— ¡Señorita! ¿Se ha perdido?

—No  muchacha, me ha pillado la lluvia y me he cobijado aquí.

Sol, la miró con curiosidad. ¿Y si aquella muchacha era la que andaba buscando? El tono de Sol se volvió más afable.

—¿Vives aquí niña?—le preguntó intentando ganarse a la joven.

—Si señorita. Me llamo Matilde, y ahora mismo me recogía.  Al ir a cerrar la puerta he escuchado como llegaba un caballo. Nosotros no tenemos animal, así que me he acercado a ver de quien se trataba.

—Pues…—Sol, pensó con rapidez— Quizá sí que me puedas ayudar, Matilde, y si lo haces puedo ser muy generosa contigo.

La muchacha se acercó y levantó el candil para ver el rostro de quien le hablaba. En cuanto la luz iluminó aquel rostro angelical de Sol, se dio cuenta de que era la señorita de la hacienda Montecristo, e inmediatamente supo que era lo que  la había traído hasta allí.

—Dígame,  de que se trata, señorita—dijo mientras la observaba con recelo. Se preguntaba que hacía una señorita como ella allí, mojada hasta los huesos, en vez de enviar como era costumbre al servicio. Matilde continuó hablando. 

—Pero…que descortés estoy siendo—dijo la muchacha, para poder darse tiempo y pensar con más claridad— Quiere pasar dentro de la casa, y tomar un caldo o algo caliente, está empapada.

—No, no deja, mujer. —dijo con rapidez. Solo pensar que tenía que sentarse y tomar algo en aquella mugrienta casa, le ponía los bellos de punta.

Sol, continuó hablando con simulada gratitud. —Gracias, estoy buscando a una joven que esta mañana se ha personado en mi hacienda, es muy importante que dé con ella.

La muchacha seguía mirándola. Había algo en ella que le hacía recelar.

—¿A que me miras tanto muchacha?

—Nada, señorita. Pero es que…que ya la ha encontrado. 

—¿Ya la he encontrado? —se sorprendió—acaso...

—Si.Soy yo, señorita ¿Para qué me busca?

A Sol se le iluminó el rostro. Una zozobra le llenó el pecho de emoción, y las palabras casi no salían de su boca. Soltó al caballo y dio dos pasos hacia la muchacha.

—¿De verdad eres tú? O ¿solo lo dices por la recompensa que te he prometido?

—No señorita, yo he llevado esta mañana una carta a la hacienda. Me la había dado un apuesto joven.

—Es cierto entonces—exclamó agitada.

—Sí, señorita, claro... ¿Porque habría de mentirle?

—Está bien, Matilde, dime—dijo acercándose más a la joven—¿Dónde está? Necesito encontrar a ese joven, a Martín Castro—él es… —titubeó unos instantes, pero inmediatamente dijo henchida orgullo—mi prometido.

Sol se sentía alentada, emocionada, por fin volvería a estar junto a él, y nunca más le dejaría marchar.

Matilde la miró confundida, aquella joven que tenía frente a ella, le había desvelado una relación que le alteró todos los sentidos. «¿Su prometido?» aquella palabra le desveló que Sol mentía. El recuerdo de las conversaciones que había mantenido con Martín, hacían más evidente que la muchacha en cuestión, no era franca con ella, Matilde sabía que lo que Sol acababa de decirle no era cierto. Martín,le había hablado de su familia constantemente, no tenía otro pensamiento que fuera el amor que sentía hacia su familia. Sabía que Martín estaba casado y que  adoraba a su mujer y a su hija y que ambas estaban en España hacia donde se dirigía para volver a recuperar su vida. ¿Porque la señorita de la hacienda Montecristo, le habría dicho aquello? Matilde que era muy avispada, rápidamente reaccionó.

—Pues Martín… a Martín lo encontré por casualidad.

—¿Cómo que por casualidad?

—Verá señorita, hace unos días paseando por la ladera del río, me encontré en una especie de cueva que quedaba oculta de miradas indiscretas. No sé bien ni como, ni porque, me percaté de aquella entrada entre las rocas, pero sí le diré que sentí  curiosidad por entrar en ella. Quizá el destino quiso que entrara y me encontrara a aquel joven encerrado en ella.

—¿En una cueva? ¿Martín está en una cueva?—Preguntó sorprendida. No entendía porque Martín se encontraría allí. Inmediatamente, dió un respingo y  dijo caminando hacia el exterior—Pues llévame allí rápido.

—¡Pero señorita, está lloviendo a mares!

—¡Da igual tengo que verle… entiendes!—gritó.

Matilde se quedó inquieta, aquella violenta reacción le pareció preocupante. Pensó en Martín, tenía que entretener a aquella joven ya que barruntaba que si llegaba a descubrir que se dirigía hacia puerto para embarcar, solo le traería problemas. 

Para no levantar sospechas, asintió pero en su cabeza ya se había perfilado  un plan.

—Está bien, señorita. Vamos. Pero, será mejor que vayamos andando, así que deje el caballo aquí.

—¿Andando? Sería mucho mejor que yo fuera a caballo. Anda tú si quieres niña.

—Mejor que no señorita—dijo la avivada muchacha—iremos andando, el sonido  del caballo desvelaría nuestra presencia y los guardianes de Martín podrían encerrarnos a nosotras también.

—¿Encerrarnos? ¿A caso está retenido?—preguntó Sol alterada. Había sospechado que así era, pero no tenía la certeza de que fuera cierto, y ahora Matilde se lo había confirmado.

— Por eso la falta de noticias. Por eso no podía comunicarse con nosotros—musitó.

—Si señorita.—mintió deliberadamente Matilde—Martín está retenido, encerrado en una oscura y mugrienta celda.



Sol permanecía quieta, lívida, no pudo decir nada, solo pensaba en él, en cómo habría podido estar en un lugar como el que le acababa de relatar Matilde, ¿quien le retuvo y porqué? y en el qué le diría cuando por fin lo tuviera frente a ella. 

Matilde continuó.

—Sígame.

Sol siguió a la muchacha, y se perdieron entre la oscuridad de la noche cubiertas por las cálidas gotas que golpeaban sus cuerpos a gran velocidad.


Matilde, dio varios rodeos, antes de llegar al lugar donde había estado Martín. Subía y bajaba la ladera del rio, caminaba sobre rocas, y descendía, para segundos más tarde volver a subir.

—Muchacha, hemos pasado por aquí dos veces—dijo Sol que iba a unos metros detrás de ella—¿ Me estás tomando el pelo?

—No, señorita, es que con la lluvia me estoy haciendo un lío. Ya le he dicho que la entrada esta muy escondida, que la encontré por casualidad.

La muchacha quería hacer tiempo para que Martín pudiera marchar en el navío que le llevaría de nuevo a su hogar, presentía que aquella mujer quería todo lo contrario, y temía que al descubrir que Martín ya no estaba allí, haría cábalas y marcharía rápidamente hacia puerto.

Sol que estaba cansada de tanto ir y venir, receló de la muchacha. 

—Sí, pero eso sería la primera vez. Supongo que luego ya sabrías el camino, y lo que estás haciendo es entretenerme para que no le encuentre, estás haciendo tiempo, y no se porque, o acaso te crees que soy tonta.

—No, señorita, claro que no.—respondió la muchacha, sin dejar de caminar.

En aquel momento Sol, paró en seco, y sacó un arma que guardaba en la faltriquera. Le gritó.

—Muchacha, detente. ¿No serás tú, cómplice de los cancerberos que custodian a Martín?

Matilde al escuchar aquel grito miró a Sol.  En aquel momento comprendió que aquella joven le estaba apuntando con un arma. Con un miedo atroz, y los ojos abiertos como platos  extendió sus brazos como intentando parar la bala que suponía iba a ir dirigida a ella. Sabía que la paciencia de aquella mujer se había agotado y que ya  no la podía retener más.

—Por piedad señorita, yo no soy nada de eso que usted me dice, es que con esta espesa lluvia y de noche me estoy confundiendo.

—Pues antes de caminar, fíjate por donde pasas. Y no me mires así, que de momento, no pienso dispararte aquí, sin saber dónde está Martín.

Matilde volvió a respirar.

—Vamos, camina—le espetó Sol—y deja de dar rodeos. Llévame hasta él.


Matilde tomó camino hacia la cueva, y Sol la siguió con el arma en su mano. Ambas continuaron caminando  hasta llegar al lugar donde había estado retenido Martín. Por fin, Matilde la había llevado a la cueva.

—Ya hemos llegado señorita—dijo en voz queda.


Sol, en cuanto vio la entrada, se adelantó a la muchacha y corrió  hacia el interior. Poco le importaban los guardianes, ni pensó en la posibilidad de que algún peligro le aconteciera, solo pensaba en que volvería a estar junto a Martín.

 Matilde fue tras ella, pensando que  Sol, sin saberlo, le serviría de coartada para poder demostrar que cuando llegaron a la celda, Martín había desaparecido.


A más ver.

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