CAPITULO 27- MATILDE, LA HIJA DEL PESCADOR.
El sonido del caballo golpeando sobre el seco camino, resonaban en su cabeza
como resonaban las palabras de su consciencia. « ¿Por qué no habría querido
atender a la hija de aquel pescador?»
—Maldita
suerte la mía—refunfuñaba al ritmo del galope— ¿Y porque no habrá dejado escrita
las señas del lugar dónde se encuentra? ¿Y por qué nos escribe a nosotros en vez de
hacerlo a su familia allá en las Españas? ¿Cómo es que esa infeliz tenía su
carta? Tengo que encontrar a esa muchacha.
Muchas eran
las preguntas que le aporreaban la cabeza de Sol.
Por fin, vio a lo lejos la silueta del pequeño poblado, y antes de llegar a las primeras casas de la playa comenzó a llover violentamente. La muchacha, dirigió al
equino hacia el primer cobertizo que se encontró a su paso, y se apeó de su
caballo.
Sol
comprendió que en aquellas condiciones, era imposible buscar por aquel lugar.
De noche y con esa tormenta sería mejor que volviera al día siguiente. Pero no
quería esperar más, la ansiedad por saber el paradero de Martín, la mantuvo inmóvil
sujetando al animal por sus riendas, y esperando a que amainara.
Sus
pensamientos la llevaron a recordar
aquellas palabras que con tanta ternura había dejado plasmadas en aquel pedazo
de papel, pero inmediatamente a su rostro volvió a asomar un gesto de rabia,
pues aquellas hermosas palabras no iban dirigidas a ella, aquellas palabras las
había escrito pensando en su niña Esperanza, y en María Castañeda, su adorada
mujer.
—Maldita
entrometida—dijo entre dientes.
En aquel
momento, una voz la trajo de nuevo al cobertizo.
—¿Hay
alguien ahí?—sonó tras ella.
Sol, dio
media vuelta y se encontró con una muchacha que llevaba en su mano un candil
encendido.
— ¡Señorita!
¿Se ha perdido?
—No muchacha, me ha pillado la lluvia y me he
cobijado aquí.
Sol, la miró con curiosidad. ¿Y si aquella muchacha era la que
andaba buscando? El tono de Sol se volvió más afable.
—¿Vives aquí niña?—le preguntó intentando ganarse a la joven.
—Si
señorita. Me llamo Matilde, y ahora mismo me recogía. Al ir a cerrar la puerta he escuchado como
llegaba un caballo. Nosotros no tenemos animal, así que me he acercado a ver de
quien se trataba.
—Pues…—Sol,
pensó con rapidez— Quizá sí que me puedas ayudar, Matilde, y si lo haces puedo
ser muy generosa contigo.
La muchacha
se acercó y levantó el candil para ver el rostro de quien le hablaba. En cuanto
la luz iluminó aquel rostro angelical de Sol, se dio cuenta de que era la
señorita de la hacienda Montecristo, e inmediatamente supo que era lo que la había traído hasta allí.
—Dígame, de
que se trata, señorita—dijo mientras la observaba con recelo. Se preguntaba que
hacía una señorita como ella allí, mojada hasta los huesos, en vez de enviar
como era costumbre al servicio. Matilde continuó hablando.
—Pero…que
descortés estoy siendo—dijo la muchacha, para poder darse tiempo y pensar con más claridad— Quiere
pasar dentro de la casa, y tomar un caldo o algo caliente, está empapada.
—No, no
deja, mujer. —dijo con rapidez. Solo pensar que tenía que sentarse y tomar algo
en aquella mugrienta casa, le ponía los bellos de punta.
Sol,
continuó hablando con simulada gratitud. —Gracias, estoy buscando a una joven
que esta mañana se ha personado en mi hacienda, es muy importante que dé con
ella.
La muchacha
seguía mirándola. Había algo en ella que le hacía recelar.
—¿A que me
miras tanto muchacha?
—Nada,
señorita. Pero es que…que ya la ha encontrado.
—¿Ya la he encontrado? —se sorprendió—acaso...
—Si.Soy yo, señorita ¿Para qué me busca?
A Sol se le
iluminó el rostro. Una zozobra le llenó el pecho de emoción, y las palabras
casi no salían de su boca. Soltó al caballo y dio dos pasos hacia la muchacha.
—¿De verdad
eres tú? O ¿solo lo dices por la recompensa que te he prometido?
—No
señorita, yo he llevado esta mañana una carta a la hacienda. Me la había dado
un apuesto joven.
—Es cierto
entonces—exclamó agitada.
—Sí,
señorita, claro... ¿Porque habría de mentirle?
—Está bien,
Matilde, dime—dijo acercándose más a la joven—¿Dónde está? Necesito encontrar a ese joven, a
Martín Castro—él es… —titubeó unos instantes, pero inmediatamente dijo henchida orgullo—mi prometido.
Sol se sentía alentada, emocionada, por fin volvería a estar junto a él, y nunca más le dejaría marchar.
Matilde la
miró confundida, aquella joven que tenía frente a ella, le había desvelado una
relación que le alteró todos los sentidos. «¿Su prometido?» aquella palabra le desveló que Sol mentía. El recuerdo de las conversaciones que había mantenido
con Martín, hacían más evidente que la muchacha en cuestión, no era franca con ella, Matilde sabía que lo que Sol acababa de decirle no era cierto. Martín,le había hablado de su familia constantemente, no tenía otro pensamiento que fuera el amor que sentía hacia su familia. Sabía que Martín estaba casado y que adoraba a su mujer y a su hija y que ambas estaban
en España hacia donde se dirigía para volver a recuperar su vida. ¿Porque la
señorita de la hacienda Montecristo, le habría dicho aquello? Matilde que era
muy avispada, rápidamente reaccionó.
—Pues Martín…
a Martín lo encontré por casualidad.
—¿Cómo que
por casualidad?
—Verá
señorita, hace unos días paseando por la ladera del río, me encontré en una especie
de cueva que quedaba oculta de miradas indiscretas. No sé bien ni como, ni porque,
me percaté de aquella entrada entre las rocas, pero sí le diré que sentí curiosidad por entrar en ella. Quizá el
destino quiso que entrara y me encontrara a aquel joven encerrado en ella.
—¿En una
cueva? ¿Martín está en una cueva?—Preguntó sorprendida. No entendía porque Martín se encontraría allí. Inmediatamente, dió un respingo y dijo caminando hacia el exterior—Pues llévame allí
rápido.
—¡Pero
señorita, está lloviendo a mares!
—¡Da igual
tengo que verle… entiendes!—gritó.
Matilde se
quedó inquieta, aquella violenta reacción le pareció preocupante. Pensó en
Martín, tenía que entretener a aquella joven ya que barruntaba que si llegaba a
descubrir que se dirigía hacia puerto para embarcar, solo le traería problemas.
Para no levantar sospechas, asintió pero en su cabeza ya se había perfilado un plan.
—Está bien,
señorita. Vamos. Pero, será mejor que vayamos andando, así que deje el caballo
aquí.
—¿Andando?
Sería mucho mejor que yo fuera a caballo. Anda tú si quieres niña.
—Mejor que
no señorita—dijo la avivada muchacha—iremos andando, el sonido del caballo desvelaría nuestra presencia y los guardianes de Martín podrían encerrarnos a
nosotras también.
—¿Encerrarnos?
¿A caso está retenido?—preguntó Sol alterada. Había sospechado que así era,
pero no tenía la certeza de que fuera cierto, y ahora Matilde se lo había
confirmado.
— Por eso la falta de noticias. Por eso no podía comunicarse con nosotros—musitó.
—Si
señorita.—mintió deliberadamente Matilde—Martín está retenido, encerrado en una
oscura y mugrienta celda.
Sol
permanecía quieta, lívida, no pudo decir nada, solo pensaba en él, en cómo
habría podido estar en un lugar como el que le acababa de relatar Matilde, ¿quien le retuvo y porqué? y en
el qué le diría cuando por fin lo tuviera frente a ella.
Matilde continuó.
—Sígame.
Sol siguió a
la muchacha, y se perdieron entre la oscuridad de la noche cubiertas por las
cálidas gotas que golpeaban sus cuerpos a gran velocidad.
Matilde, dio
varios rodeos, antes de llegar al lugar donde había estado Martín. Subía y bajaba la ladera del rio, caminaba sobre rocas, y
descendía, para segundos más tarde volver a subir.
—Muchacha,
hemos pasado por aquí dos veces—dijo Sol que iba a unos metros detrás de ella—¿ Me estás tomando el pelo?
—No,
señorita, es que con la lluvia me estoy haciendo un lío. Ya le he dicho que la entrada esta
muy escondida, que la encontré por casualidad.
La muchacha quería hacer tiempo para que
Martín pudiera marchar en el navío que le llevaría de nuevo a su hogar, presentía que aquella mujer quería todo lo contrario, y temía que al descubrir que Martín ya no estaba allí, haría cábalas y marcharía rápidamente hacia puerto.
Sol que estaba cansada de tanto ir y venir, receló de la muchacha.
—Sí, pero
eso sería la primera vez. Supongo que luego ya sabrías el camino, y lo que estás haciendo es entretenerme para que no le encuentre, estás haciendo tiempo, y no se porque, o acaso te
crees que soy tonta.
—No,
señorita, claro que no.—respondió la muchacha, sin dejar de caminar.
En aquel
momento Sol, paró en seco, y sacó un arma que guardaba en la faltriquera. Le gritó.
—Muchacha, detente. ¿No serás
tú, cómplice de los cancerberos que custodian a Martín?
Matilde al
escuchar aquel grito miró a Sol. En
aquel momento comprendió que aquella joven le estaba apuntando con un arma. Con
un miedo atroz, y los ojos abiertos como platos
extendió sus brazos como intentando parar la bala que suponía iba a ir
dirigida a ella. Sabía que la paciencia de aquella mujer se había agotado y que ya no la
podía retener más.
—Por piedad
señorita, yo no soy nada de eso que usted me dice, es que con esta espesa
lluvia y de noche me estoy confundiendo.
—Pues antes
de caminar, fíjate por donde pasas. Y no me mires así, que de momento, no pienso dispararte aquí, sin saber dónde está
Martín.
Matilde
volvió a respirar.
—Vamos,
camina—le espetó Sol—y deja de dar rodeos. Llévame hasta él.
Matilde tomó camino hacia la cueva, y Sol la siguió con el arma en su mano. Ambas continuaron
caminando hasta llegar al lugar donde
había estado retenido Martín. Por fin, Matilde la había llevado a la cueva.
—Ya hemos
llegado señorita—dijo en voz queda.
Sol, en
cuanto vio la entrada, se adelantó a la muchacha y corrió hacia el interior. Poco le importaban los guardianes, ni pensó en la posibilidad de que algún peligro le aconteciera, solo pensaba en que volvería a estar junto a Martín.
Matilde fue
tras ella, pensando que Sol, sin
saberlo, le serviría de coartada para poder demostrar que cuando llegaron a la
celda, Martín había desaparecido.
A más ver.
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