CAP
24- LIBERTAD.
El graznido
de los flamencos surcando el inmenso cielo, era el aviso diario, de que la llegada de Matilde estaba próxima. Martín
se precipitó sobre su camastro, intentando ver por el resquicio del único
ventanal que había en aquella cueva, el azulado cielo, y esperó como cada
atardecer ver pasar aquellas rosadas aves, cuyos chillidos era uno de los pocos
sonidos que escuchaba desde aquel recóndito lugar. Tan solo la conversación con
Matilde y el continuo oleaje del mar eran lo que le hacían sentir que estaba
vivo. Por eso, cada vez que aquellas majestuosas aves gruñían al cruzar el
cielo, él corría para ver el rosado colorido de su plumaje, algo que le llenaba
de esperanza pensando que algún día él también podría volar como ellos hacia su
hogar.
Martín las
contempló en silencio, hasta que vio desaparecer la última de las aves, y con
ella el sonido de su canto. Cuando el silencio volvió a reinar en la
mazmorra, bajo de su camastro, cerrando
sus ojos y pensando que otro día había pasado para él. Otro día sin poder ver a
María, ni a su querida Esperanza, y su recuerdo le pesó como una losa.
Pero él
mismo se dio ánimos, pensando que en breve podría mantener la conversación
diaria que desde hacía varios días mantenía con la muchacha. Aquel día la
esperaba más ansioso que de costumbre, pues esperaba respuesta de la carta que
le había entregado para que la llevara a la hacienda Montecristo, pero
extrañamente, aquel día la muchacha no
llegaba y poco a poco, la luz que entraba por la rendija, se fue debilitando
más y más, igual que su ilusión por recibir respuesta. ¿Qué le habría pasado?
¿Por qué tardaba tanto?
De pronto
una inquietud le zozobró el alma. Si algo les ocurriera a Matilde y a su padre,
nadie sabría que él estaba allí, tan solo Leonardo y este se encontraba en
España y la intención era dejarle morir allí. Entonces pensó en lo estúpido que
había sido. Había perdido la oportunidad de explicar en la misiva que envió con
Matilde, que estaba preso, que Leonardo
le retuvo y que le buscaran junto a la playa. ¿Cómo no se le había ocurrido?
Solo pensaba en María y su hija, y no pensó en él, en explicar que estaba
retenido en contra de su voluntad.
Martín
empezó a caminar de un lado al otro. Pensamientos nefastos le nublaban los
sentidos, y empezó a desesperar. Si nadie sabía que él estaba allí, nadie le
traería alimentos, y moriría por inanición. Martín desesperado, intentó forzar
los barrotes, pero fue imposible… ¿Cómo podría hacerlo? No había nada que pudiera
hacer para escapar de allí, tan solo rezar. Desesperado se sentó sobre el
camastro, pidiendo a Dios que no le
abandonara, y que Matilde apareciera en cualquier momento.
Y pasaron
las horas, y la negra capa de la noche cubrió por completo aquel rincón
olvidado del mundo. Martín, tumbado sobre el camastro permanecía con la mirada
perdida en la profunda oscuridad, manteniendo sobre su pecho, la fotografía de
María y la niña aferrada en sus manos. Así pasó varias horas, inmóvil, y en silencio, esperando Dios sabe qué.
De pronto,
un estruendo hizo que reaccionara y el resplandor de un relámpago iluminó la
oscura celda. De nuevo la tormenta en medio de la noche. El cielo crujía y las
gotas de lluvia se escuchaban caer con fuerza sobre la tierra. Martín sabía que
si no ocurría un milagro, nadie vendría a visitarle. Pero entonces, vio un
ligero resplandor, pero ese resplandor no provenía de la pequeña ventana, y eso
hizo que mirara hacia el lugar de donde provenía aquella claridad, y la alegría volvió a sus ojos.
Matilde
entró sigilosa, camino hacia él, con un candil en la mano.
—¡Matilde!—Martín
dio un respingo y se incorporó de su
camastro, acercándose presuroso hacia los barrotes. Al verla junto a él, respiró
aliviado—¿pensé que te había pasado algo?
—Disculpe señor.
Tenía que esperar a que estuviera bien entrada la noche, para poder venir.
Martín
frunció el ceño.
—¿Esperar a
que estuviera bien entrada la noche? ¿Por qué?
—Verá—Matilde
se aproximó a los barrotes. Y antes de explicarle, dejó sobre el frio y húmedo
suelo un hatillo.
—¿Qué es eso
que llevas niña?
Matilde sin
decir nada, sacó de uno de sus bolsillos una llave y abrió la celda donde se
encontraba recluido Martín. Él atónito, no daba crédito a lo que estaba viendo.
—¿Qué haces
Matilde?
Ella, le apremió.
—Señor. Le
he traído ropas limpias, y algo de comida. También he cogido algo del dinero
que tiene mi padre escondido en el viejo jergón.
—Pero…
—Balbuceó Martín sin comprender, mientras miraba el hatillo que Matilde le
había arrimado.
—Vístase rápido,
ha de huir.
Martín se
quedó sin reacción.
—¡Vamos! ¿O
es que no quiere ir con su familia?
Él la miró
sin hablar, aquella niña que permanecía junto a él, le estaba proporcionando
una vía de escape, un regreso a la vida. Martín reaccionó.
—Sí, si
claro. Como no voy a querer regresar. Pero tu…
—Por mí no
pase fatiga. Ande vístase, no pierda más tiempo.
Matilde se
dio media vuelta esperando que Martín se vistiera. Él rápidamente obedeció,
mientras preguntaba.
—¿Pero de dónde
has sacado estas ropas?
—Ya le dije
que mi hermana trabajaba en una casa de posibles, y poco me ha costado a mí
agenciarme un traje de esos. Sus amos ni lo notarán, tienen muchos y estos son
de los más usados.
—Bendita
muchacha—dijo Martín mientras calzaba los zapatos—¿Porque haces esto niña?
—Porque… la
curiosidad es uno de mis muchos defectos, y leí la carta—Martín sonrió.
—Ya te dije
que podías hacerlo.
—Sí, bien lo
sé, pero eso no se hace, eso es de fisgonas, al menos es lo que me repite una y
otra vez mi hermana cuando le intento leer las cartas que le escribe el mozo de
las cuadras. Pero el caso es que la leí, y me dio tanta lástima y tanta rabia
cuando la engreída de la señora de la hacienda no me quiso recibir, que me
prometí ayudarle a que pudiera volver con su esposa y su hija y le diera su
merecido a don Leonardo.
Martín volvió
a sonreír con nerviosismo, no sabía si era por la historia de Matilde, o por
sentir que volvía a ser libre.
—Ya puedes
voltear Matilde.
—¡Deme esas
ropas!—dijo mientras preparaba de nuevo el hatillo.
—Para que
las quieres.
—Para
desaparecerlas. Mi padre no sabe nada de esto. Y yo diré que cuando llegué, no
había nadie en la celda. Que se esfumó, por el arte de birlibirloque. Porque
eso es lo que hará. He podido averiguar, que esta madrugada zarpa hacia España
un buque, que se llama…. —Matilde se quedó pensando unos instantes. —Algo de
Sevilla, o pueblo de Sevilla.
—Será, el
Ciudad de Sevilla.
—Eso. Ciudad
de Sevilla. Por aquellas casualidades del destino, me he enterado de que un comerciante,
iba a partir en el buque, pero que al final no lo va a hacer porque se ha
indispuesto. Por lo visto ha contraído una infección intestinal que lo tiene
pegado al escusado todo el día. Así que he pensado que bien podría ser usted
ese tal…Eladio no sé qué.
Martín
sonrió.
—¿Eladio? ¿Y
cómo has conseguido esa información?
—Una que
tiene sus recursos.
Martín alzó
las cejas. Matilde continuó.
—Bueno, se
lo voy a decir. Uno de los hijos de mis vecinos que trabaja para un mercader,
me lo ha comentado. Este joven siempre me requiebra, y yo me he aprovechado de
eso para sonsacarle y pedirle que me ayude.
—Muchacha.
Nunca olvidaré lo que estás haciendo por mí.
—Ya me lo
agradecerá en otro momento. Pero ahora tiene que marchar.
Martín,
cogió su mochila, y se acercó a Matilde. La muchacha le tendió la tarjeta de
embarque que sacó de su bolsillo, junto con un pañuelo que envolvía algo dentro
de él.
—¿Qué es
esto?
—El dinero
para la travesía. No pretenderá ir sin chavo alguno siendo un señor bien
aposentado.
Martín lo
desenvolvió, y ante sus ojos tenía un buen fajo de billetes.
—¿Pero esto?
Esto… no lo puedo aceptar. Tú lo necesitarás, tu familia...
—No me lo niegue
por favor—Le dijo apartando la mano de Martín que había tendido hacia ella— Ese
dinero es el que cobró mi padre por retenerlo, por el trabajo sucio que le
encomendó ese endriago y no lo debería haber aceptado, ni el trabajo, ni el
dinero ya que solo le ha causado sufrimiento.
—Pero si
Leonardo se entera, tu padre morirá.
—No creo que
se entere. Confío en que usted pueda denunciarlo allí en las Españas y nunca
vuelva a Cuba. Solo traía preocupaciones a mi padre, ya que le obligaba a
trabajar para él.
—Está bien
niña—Martín guardo el dinero y el boleto en el interior de su chaqueta y tendió la mano para acariciar el rostro de la
muchacha.
—Nunca
estaré lo suficientemente agradecido por tu buen corazón.
—Yo quedo
tranquila, sé que es un buen hombre y no podía consentir que viviera de esta
manera, mientras en España le espera su mujer y su hija.
Martín la
miraba en silencio.
—Márchese ya,
o no llegará a tiempo. Y… aproveche que ha dejado de llover.
—Tienes
razón, no me había dado cuenta—entonces le asaltó una duda——Pero… hacia donde
tengo que caminar.
—Usted vaya
bordeando la playa y que esta esté a su derecha, a poco de aquí, llegará al
poblado. Allí puede encontrar algún caballo o incluso alguna calesa que le
lleve al puerto de la Habana.
Martín se
colgó la mochila con sus pertenencias, y le dijo a la muchacha.
—Si alguna
vez necesitas algo de mí, búscame.—Buscó un trozo de aquel raído papel que durante
los últimos días le había traído y le escribió apresuradamente la dirección del
Jaral—No lo olvides, sea lo que sea.
—Sí señor,
lo tendré en cuenta. Pero usted me tiene que prometer que se encargará de que
el señor Leonardo no vuelva jamás a Cuba.
—Lo
intentaré.
La muchacha
cerró los ojos y asintió.
Martín con
el corazón en un puño caminaba hacia la puerta de salida, poco a poco, el aire
limpio del exterior se iba entremezclando con el pesado olor del interior de
aquel lugar. Sus sentidos se relajaron al contacto con aquella brisa, respiraba
libertad, pero cuando por fin iba a cruzar el umbral de su libertad volvió a
mirar a Matilde y le dijo.
—Gracias
Matilde. No lo olvidaré.
—Ni yo a
usted señor.
Y Martín
marchó rápidamente, en busca de su hogar.
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