CAPÍTULO 20- ALFONSO CASTAÑEDA, CORAZÓN PURO, APASIONADO AMOR
Raimundo, vio como Alfonso llegaba sombrío a la posada. Había entrado por
la puerta del hostal y sin saludar siquiera, se dirigió a las escaleras, que subió
de dos en dos. Raimundo, siguió en el mismo lugar que se encontraba, y frunció
el ceño, extrañado al ver que Alfonso no le dirigía la palabra.
Don Anselmo que estaba departiendo con él, también se dio cuenta de aquella
llegada. Miró a Raimundo y comentó.
— ¿Que le habrá pasado a Alfonso, que llega con el semblante mohíno?
—No, se, y poco nos podrá contar ya que ha subido raudo hacia las
habitaciones.
—¿Acaso sabes de dónde venía?
—Pues solo se, que me ha contado que iba tras Emilia, que tenía que decirle
no sé qué cosa. Me ha comentado que la ha visto rara últimamente, pero…—se encogió
de hombros.
—Bueno, no nos preocupemos antes de la cuenta, ya nos lo
explicará—respondió don Anselmo intentando restar importancia al momento.
—No, se don Anselmo, encuentro todo esto realmente misterioso, pero no
quedan más cáscaras que esperar a que venga mi hija o a que Alfonso decida
bajar.
—Bien, pues. Yo me marcho que me espera el comité de caridad en la
parroquia, y ya me has entretenido mucho, con tu cháchara.
—Pero si ha sido usted que no ha parado de relatar.
—Bueno, no seré yo quien discuta contigo, que ahora no tengo tiempo.
—Está bien, don Anselmo, ¡huya, huya!
—Empecinado cabezota. Habrase visto. —Don Anselmo, cogió su sombrero— ya
seguiremos charlando en otra ocasión, y se dirigió hacia la iglesia.
Raimundo, sonrió viendo la desesperación de don Anselmo, cuanto le gustaba
enredarse entre sus frases, y contradecirle en todo, o casi todo. Raimundo se
incorporó de su silla y recogió los dos vasos que habían sido usados encaminándose
hacia la barra. Matías continuaba hablando y sirviendo las mesas, a aquella hora,
el restaurante estaba bastante lleno.
Raimundo, tras la barra, vio cómo su hija de acercaba a pasos lentos, hacia
la puerta de entrada. Se limpió ambas manos con el trapo de algodón, y espero
hasta que Emilia estuvo a su alcance.
—Emilia, hija, ¿qué tienes?—preguntó acercándose a ella.
—¡Padre!—le miró a los ojos—¿Ha visto a Alfonso?
—¿Y tú no?
—Contésteme.
—Si le he visto hace un rato, subió como una exhalación hacia las
habitaciones.
Emilia, arrastro sus ojos, y los dirigió hacia la escalera, tocó levemente
y con ternura, la mano de su padre, dándole unos pequeños golpecillos y caminó
en busca de su esposo. Raimundo, se quedó mirando la lánguida estela de su hija
mientras le preguntaba.
—Emilia, ¿qué ha pasado?¿qué os ha pasado para que lleguéis de esta guisa?
Ella, sin mirarle si quiera, respondió.
—Padre, ahora no, por favor. Ahora no—y se dirigió hacia su alcoba.
Alfonso permanecía encerrado en la habitación. Emilia llegó ante la puerta,
se sentía extraña, tenía miedo a lo que podría suceder a partir de aquel
momento, pero tenía que intentar hablar con Alfonso, su Alfonso, parte de su
vida, parte de su amor. Lentamente dirigió la mano temblorosa hacia la maneta
de la puerta y la abrió con sumo cuidado. La habitación estaba en penumbra,
pero la silueta de Alfonso se dibujaba entre las sombras. Él abatido, seguía
sentado en la silla que tenían junto a la mesa que había en uno de los rincones
de la alcoba, de espaldas a la puerta y ensimismado como estaba no sintió como
Emilia se acercaba sigilosamente hacia él.
Ella, quedó detrás de su marido, no sabía si tocarle, o hablarle. ¿Qué
sería lo mejor? De pronto, escuchó un sollozo, Alfonso estaba llorando, eso la
derrumbó. No podía permitir que la duda implantada por aquel endriago, marcara
a fuego sus palabras en el puro y noble corazón de Alfonso. Emilia le susurró.
—Alfonso, mi amor.
Él, se irguió en su silla, y con ambas manos se limpió las lágrimas que
caían por sus mejillas. Emilia, dirigió sus pasos a la silla que estaba justo a
su lado. Alfonso, no se movió. Emilia continuó hablando con dulzura y con toda
la ternura, de la que fue capaz de reunir.
—Alfonso—acercó su mano hacia el mentón de su esposo, intentando que los
ojos de Alfonso se posaran en los suyos. Él, sin apenas fuerza, se dejó hacer,
pero no la miró. Emilia, con el corazón en un puño habló en voz queda.
—Alfonso, por Dios, dime algo. Háblame. Grítame si eso te hace bien, pero
por favor, no enmudezcas, no soporto tu silencio.
Alfonso, con la mirada perdida hacia la ventana de la alcoba, respondió sin
moverse un ápice de su posición, su voz sonó fatigada, compungida.
—Déjame solo, Emilia.
—No lo voy a hacer, nunca te voy a dejar. Alfonso, mírame—le reclamaba. Él
continuaba en la misma posición—Te quiero más que a mi vida, no podría vivir
sin ti. Eres mi luz, lo que me da
fuerzas cada día, como crees que podría apartarme de ti ni un solo instante.
Alfonso, al escuchar la ternura en la voz de Emilia, guio sus ojos hasta
encontrarla, deseaba que aquellas palabras fueran ciertas, pero en su interior
algo se había roto. Ella, que le conocía muy bien, continuó diciendo.
—Por favor, Alfonso. Has de creerme—imploraba— Severiano, me…
—¡No le mientes!—gritó colérico mientras se incorporaba de la silla. Emilia
le siguió, y sujetando su fornido brazo, le obligó a parar, dando un paso, se
puso frente a él, y dijo más enérgica.
—Alfonso Castañeda. Ahora mismo me vas a escuchar, por favor. Creo que todo
el mundo teniente derecho a explicarse, y yo quiero explicarte lo que pasó,
para que puedas entender por qué actué como lo hice. —Alfonso se zafó de
Emilia, la miró con enojo, receloso e intentó salir de allí. Ella continuó
hablando, interponiéndose entre él y la puerta, tenía que impedir a toda costa
que la maldad de Severiano rompiera su matrimonio. —Si no lo haces, si haces
caso a su ponzoña, se habrá salido con la suya—Emilia lloraba, sus lágrimas
habían copado sus ojos, y el llanto ahogaba las palabras.
— ¿No te das cuenta que ha sido una treta para separarnos? ¿Vas a darle ese
gusto Alfonso Castañeda?¿Vas a anteponer lo que te dice un sinvergüenza a lo
que te dice tu mujer? ¿Acaso te he engañado alguna vez?¿Qué razón tendría ahora
para hacerlo?—Él evitaba su mirada, ella insistía en reflejarse en sus ojos.—
Alfonso, te quiero más que a mi vida, y él lo sabe. Te juro… te juro por lo que
más quieras, que no ha pasado, ni pasará nada, entre los dos. Has de creerme
por favor. Alfonso, dime que me crees. Todo ha sido una artimaña.
Él, la escuchaba con los ojos llenos de lágrimas, se sentía abatido,
traicionado, roto. La escasa luz de la ventana iluminó el rostro de Emilia,
lloraba desconsoladamente, imploraba ser escuchada y gritaba que le amaba. Entonces,
un pellizco hizo que su corazón se estremeciera, que la viera tal y como era. Sus
ojos buscaron los de su esposa, la amaba más que a su vida, Emilia era el aire
que respiraba, era sus piernas que le permitían caminar, era sus brazos que le
permitían trabajar, era su corazón que le permitía amar.
Entonces, fue, cuando sus
ojos buscaron sus labios, aquellos labios tan dulces, que tanto le calmaban, y que
ahora le suplicaban, y le clamaban amor. Alfonso recordó cuanto la quería,
cuanto la necesitaba, cuánta razón tenía. Porque creer en un ser como
Severiano, y no creer en ella. Comprendió que los celos le habían jugado una
mala pasada, que Emilia merecía ser escuchada, en vez de darle la espalda y
regalarle a Severiano el placer de ver como entre ellos crecía la desconfianza.
Pero que desconfianza, si Emilia era integra, recta, justa, honesta, además de
hermosa como ninguna, y sabía, le había demostrado durante todos los años de
matrimonio, que le amaba a él, ¿qué estaba haciendo?
De pronto, con un impulso salvaje, la rodeó entre sus hercúleos brazos, la
atrajo hacia él y la besó con pasión. Emilia recibió aquel beso con la fuerza
de un huracán. Y en aquel momento, reconoció a Alfonso, a su Alfonso Castañeda.
Era él, de nuevo era él, y la tenía entre sus brazos, y le demostraba todo su
amor, un amor puro como su alma. Alfonso, con una fogosidad desmedida, la llevó
hasta su lecho entre besos y caricias.
Emilia, ávida de su amor, de nuevo encontró
a su esposo bajo aquel frenesí, reconoció y recibió con deseo sus caricias, se
fundió en su respiración, se moldeó bajo su cuerpo, y sintió toda la fuerza de
su pasión. Ambos se entregaron en cuerpo y alma, como hacía tiempo que no lo
hacían, en aquella alcoba, donde la luz se filtraba con sigilo, mirando a
escondidas, para no molestar durante aquel ardiente momento, donde Alfonso y
Emilia, continuaron demostrándose sin palabras, todo el amor que sentían, el gran
amor que se profesaban, y que con el paso de los años, se había tatuado en su
piel.
Ahora sabían que por mucho que se empeñara, por mucho que se interpusiera
Severiano, aquel amor que sentía el uno por el otro, nunca, nada ni nadie lo
podrían desmembrar.
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