CAP 18- LEONARDO SANTACRUZ - TRISTÁN CASTRO URRUTIA, EL CUBANO.
La doncella de la Casona golpeó con delicadeza la puerta del despacho de
Doña Francisca.
—¡Pasa! —gritó sin levantar la mirada de papel.
—Señora, un hombre pregunta por usted.
—Un hombre, y sin haber solicitado ser recibido, ¡dile que se vaya!
—Pero, señora, dice que le urge hablar con usted, y me ha dicho, que le
diga, que viene del otro lado del mundo.
—Semejante dislate. Del otro lado del… —Francisca no terminó la frase, levantó
sus ojos de los documentos que estaba revisando e intentó mirar por detrás de
la doncella con curiosidad, por si podía ver de quien se trataba.
—¿Y te habrá dicho al menos como se llama?
—Pues no señora, ¿quiere que le pregunte?
—Eso ya tenías que haberlo hecho, incapaz. Bueno, ¿y que pretende
presentándose a esta hora y así sin más? ¿O tampoco lo sabes?
—Señora yo…
—Anda quítate de mí vista. Y dile que estoy muy ocupada, que venga otro
día.
—Como quiera la señora.
Y la doncella salió del despacho, para al inmediatamente volver a entrar.
—¡Señora!
Francisca airada, dejó de leer, levantó su mirada de furia hacia la criada
y gritó malhumorada.
—Pero…¿¡Qué quieres ahora!? ¿Qué es lo que no has entendido cuando he dicho,
retírate? ¡No ves que tengo mucho trabajo!
—Señora es que…
Una voz varonil interrumpió a la criada.
—Es que, no me voy a ir de aquí, sin saludar a mi abuela.
Francisca se quedó petrificada. Un joven apuesto, bien parecido se acercaba
hacia ella con los brazos extendidos. Francisca Montenegro se sacó los
espejuelos que usaba para su lectura y miró a aquel joven que en aquel momento,
entraba en su despacho.
—¿Mi nieto? ¿Qué broma es esta? ¿Quién es usted?
—Si señora, su nieto. Tristán Castro, el hijo de Pilar Urrutia.
A Doña Francisca se le mudó el semblante, dio un respingo y se incorporó de
su butacón. Sin dejar de mirar aquel joven que había dicho llamarse Tristán
Castro ordenó a se dirigió a su doncella.
—Tú…que haces ahí como un pasmarote… ¡márchate!
La muchacha hizo una genuflexión y salió sin rechistar. La doña, con paso
firme, se dirigió hacia la puerta y la cerró al instante. Leonardo, caminó
hacia la butaca del despacho y sin que nadie le diera permiso se sentó,
sacándose el sombrero y cruzando sus piernas.
Francisca que todavía permanecía de pie dijo exasperada.
—¡Pero usted quien se cree que es, para irrumpir en mi despacho, decir
semejante desvarío para luego sentarse en uno de mis butacones tan plácidamente!
—Míreme bien doña Francisca. ¿No tengo algún que otro rasgo familiar, a
pesar de ser Cubano, abuelita?
Francisca hecha una hidra, caminó hacia su sillón, y mirándole de frente le
espetó.
—¡No me vuelvas a llamar así!
—¿Ahora me tutea?
—No tan rápido abuelita. Primero tenemos que hablar de un asunto que
tenemos, usted y yo… a medias.
A Francisca se le erizó todo el bello del cuerpo, Leonardo dejó el sombrero
sobre el secreter, mientras sonreía al ver la expresión de perplejidad de
Francisca. Ella, con su mirada desafiante se dirigió a él, altiva.
—No me hagas reír. Mi hijo Tristán no tuvo más hijos que la descerebrada de
mi nieta Aurora, ¡nadie más!
—¿Y entonces su nieto Martín, al que me consta que usted quiere tanto? Ese al
que me ordenó que lo hiciera... ¡desaparecer!
Rápidamente Francisca se alzó y dando un golpe con ambas manos sobre la
mesa dijo.
—No vuelva a decir algo así. ¿Qué es lo que pretende?
—Es la segunda vez que me grita, y que me da órdenes—Leonardo se incorporó
de su butaca y acercó su rostro hacia ella—Señora, no está en disposición de
gritarme, ni de enojarme si quiera. Usted tiene más que perder que yo—volviendo
a su posición inicial continuó diciendo— ¿Y a qué le parece que haya venido?—Leonardo
la miró fijamente a los ojos, y entrecerrando su mirada penetrante como si
fuera un cuchillo, le dijo con una voz que heló la sangre de doña Francisca Montenegro—
a cobrar señora. He venido a que me
pague los buenos cuartos que me prometió, por... hacer desaparecer a su querido
nieto.
Francisca, se dirigió hacia él.
—No verás ni un solo céntimo, hasta que no hayas concluido tu parte. Y por
lo que intuyo, no lo has hecho.
Leonardo, se carcajeó, y caminó rodeando la mesa del despacho, hasta que dar
justo al lado de ella.
—No me intimida señora. Recuerde, soy un asesino a sueldo, ancianas como
usted no son nadie para mí. Así que, a partir de ahora soy yo el que pone las
reglas del juego. Ahora va a ser usted quien me tenga que obedecer a mí… de lo
contrario…
Francisca en aquel momento comprendió que estaba a su merced, masticando su
miedo, se enfrentó con gallardía, no podía cometer el error de que Leonardo la
sintiera débil. Aguantó r como un jabato su envite y respondió.
—De lo contrario… ¿qué?, que harás, de lo contrario. ¿Me matarás?
Leonardo se volvió a carcajear, haciendo que Francisca se sintiera más
temerosa y desconcertada. Él respondió.
—Señora, no me tiente, no sabe de lo que soy capaz por unas cuantas perras.
Pero… de momento, me será más útil viva, igual que su querido nieto Martín, y
ahora mismo, les dirá al servicio que me instalen en una de las habitaciones
más confortables y después…
—Después ¡que!
Leonardo sonrió, mientras caminaba hacia la puerta.
—Después mi querida abuelita… ya lo veré—Leonardo le guiñó un ojo, y salió
por la puerta—Ah! ahora voy a ver a mi afligida familia, que estarán destrozados después de
saber que su adorado Gonzalo o Martín como quieran llamarle, ha muerto engullido
por las frías aguas del océano. Una
verdadera lástima, ¿verdad?
Y Leonardo se marchó de la casona.
Doña Francisca Montenegro, se quedó siguiendo con su mirada, la estela de
aquel hombre que ella misma había contratado y que ahora mismo pasaba a ser su
prioridad. Debía acabar con él pasase lo que pasase, sabía mucho, eso le hizo
sentir débil, usada, ninguneada, aquel joven estaba abusando de ella, y nadie
se aprovechaba de Francisca Montenegro.
—Me las pagarás, cubanito.
Francisca gritó.
—¡¡Mauricio!! ¡¡Mauricio!!
Minutos después, Leonardo llegó al Jaral, se había estado informando,
preguntando a los lugareños sobre la
vivienda donde podría encontrar a la viuda de Martín Castro y a su hermana
Aurora, y se dirigió hacia allí, tenía curiosidad de saber de la familia de Martín,
aquel joven que tenía retenido en Cuba, y que en aquel lugar, curiosamente le
llamaban Gonzalo.
En el interior del Jaral, María se encontraba dando la papilla a Esperanza,
cuando una sirvienta le anunció su llegada. El asombro de María fue descomunal.
—¿Has dicho Tristán Castro?
En aquel momento Rosario y Candela entraban en el salón.
—¿Por qué mientas a tu tío María?—preguntó Candela.
María la miró aturdida.
—Porque Matilde me ha dicho, que, Tristán espera en la puerta para entrar.
La confitera perdió el color. Rosario se dirigió a la muchacha.
—Pero que dices niña.
—Si doña Rosario. Es un apuesto caballero, bien vestido que me ha dicho que
quiere ver a María. Y me ha dado su nombre. Dice que se llama Tristan Castro.
Candela se dejó caer en el sofá. Rosario se sentó junto a ella, cogiendo
sus manos entre las suyas. María ordenó.
—Pues, ve y dile que entre. A ver quién es, ese Tristán Castro, y salgamos
de dudas.
Candela agarró con su mano, el anillo que llevaba colgado en su cuello, la
alianza de Tristán y sus lágrimas no pudieron mantenerse en aquellos dulces
ojos. Candela cerró los ojos, recordando a su esposo, y espero a que las voces
desvelaran la identidad de aquel hombre que decía llamarse como su amado
Tristán.
Leonardo, por fin entró en el salón.
—Buenas tardes—saludó muy educadamente, descubriendo su cabeza y sujetando
el sombrero con su mano dijo— Busco a María Castañeda.
Las tres mujeres se miraron la una a la otra. ¿Quién era aquel joven
muchacho que acababa de franquear su salón? María, que había dejado de dar la
papilla a Esperanza, caminó hacia él tendiéndole la mano.
—Soy yo. ¿Y Usted es…?
Leonardo miró a María, al cruzar sus ojos, sintió en su interior un
pellizco, era hermosa, aún con aquella tristeza posada en su rostro parecía
encantadora.
—Un placer María. Yo soy Tristán
Castro Urrutia, el hermano de Martín Castro.
María sintió como desfallecía. Solo el escuchar el nombre de su esposo en
boca de aquel extraño, la hizo estremecer, aquel hombre decía ser su hermano,
María sorprendida por aquellas palabras, balbuceo.
— ¿Cómo que Tristán Castro?
—Sí, María, soy el hijo de Pilar Urrutia, y vengo de Cuba—Rosario masculló.
—¡Era verdad! ¡Mi Martín tenía razón, Tristán tuvo un hijo con Pilar!
Candela no podía retener sus lágrimas y lloraba en silencio, y María le
miraba sin comprender. Leonardo, al ver la inquietud en los rostros de aquellas
tres mujeres continuó.
—Si me permiten que les explique.
Rosario, reaccionó.
—Pase, siéntese. Comprenda que para nosotras, es toda una sorpresa, no
sabíamos ni que las sospechas de mi Martín fueran ciertas.
Leonardo sonrió. María le miraba incrédula, tenía ante ella la causa de todo su mal. La persona a la que
su esposo había ido a buscar y por la que había perdido la vida en aquel maldito
naufragio. Le miró con recelo.
—¿Y cómo ha podido dar con nosotros si nadie le dio razón?—le preguntó.
Leonardo ya sentado en la butaca, y más relajado explicó.
—Verás María… porque, ¿puedo tutearte no? Al fin y al cabo somos familia,
eres mi cuñada.
María asintió, mientras decía.
—Por favor, sigue.
—Mi madre Pilar, estaba muy enferma, tanto que los médicos nos dijeron que
le quedaban tan solo unos pocos días de vida. Y decidí junto con ella, llevarla
de vuelta a su hogar, donde quería morir en paz.
Cuando ella, empeoró me aproximé de nuevo al hospital para que el doctor me
diera algo más fuerte que calmar su dolor y fue allí donde me dieron razón de
unos telegramas que habían llegado de España. Fue entonces cuando descubrí que
mi hermano, Martín, viajaba rumbo a Cuba, y que en pocos días lo tendríamos
allí.
María se removió en su asiento, al recordar aquellos días en que Gonzalo
había enviado los telegramas a Cuba, en busca de respuestas. Leonardo
prosiguió.
—Mi madre se emocionó tanto que incluso revivió por la ilusión de que el
hijo de Tristán Castro, al que tanto amó, llegara a verla. Pensaba que él le
podría dar razones del silencio de Tristán. Pero fue inútil, él nunca llegó a
Cuba, ya que mi pobre hermano, al que tenía tantas ganas de conocer y estrechar
entre mis brazos… —Leonardo se detuvo, simuló una tristeza que no sentía, esperando
la reacción de las mujeres del Jaral—El buque donde viajaba…
María interrumpió.
—Sí, no siga ya lo sabemos, naufragó—María que durante la conversación se
había sentado, movió la cabeza intentando alejar aquel recuerdo tan doloroso y se
levantó para caminar dando la espalda a la comitiva.
Leonardo, volvió a ver en María la tristeza, y el dolor del que pierde a un
ser querido, y de nuevo sintió aquella extraña sensación. María le preguntó.
—Y dígame, ¿porque decidió venir hasta aquí, si ya no podría ver a su
hermano?
María le hablaba de espaldas con la mirada perdida en el infinito.
—María hija—replicó Rosario.
La muchacha se dio la vuelta para responder enojada.
—Abuela, ¡es que no entiendo a que ha venido! Yo no quiero al hermano de
Gonzalo, le quiero a él. Quiero a mi esposo, quiero a Gonzalo, quiero que sea
él el que cruce el umbral de la puerta, y que sea él, Gonzalo, el que me de
estas explicaciones, que él me da.
—Si molesto me marcho ahora mismo. No quiero ser la causa de que…
—¡Usted ya ha sido la causa, por usted mi esposo murió! Y no hay vuelta
atrás—le dijo mirándolo fijamente a los ojos.
—¡María!—volvió a reprobar su actitud Rosario.
Leonardo, perdido en los lánguidos y hermosos ojos de María, comprendió
aquel sentimiento y dijo.
—Déjela señora, entiendo a mi cuñada. Yo también reaccionaría igual si
estuviera en las mismas circunstancias que ella.
Y dirigiéndose a María comentó.
—María, yo no tengo la culpa de nada. Yo solo quería conocer a mi familia,
la que se me ha negado desde la infancia, y a la que por desgracia no he podido
conocer. Tan solo quería venir a dar las gracias en persona, a mi otra hermana,
que según los telegramas que llegaron a Cuba, me queda en el mundo. He venido,
a conocer la vida que llevaban mis tíos, abuelos, simplemente, conocer a mi
familia…—Leonardo miró a Esperanza—a ver a mi sobrina que ni sabía que existía,
y a conocer a mi cuñada, quería tener un recuerdo del que fuera mi padre, saber
dónde se crio, cuál fue su vida… pero siento que se te hayas tomado así. No era
mi intención.
María sintió lástima de aquel joven, y antes de que Leonardo diera un paso
en dirección a la puerta dijo.
—Disculpa, no quería ofenderte. Es que tan solo recordar el motivo por el
que Gonzalo marchó del Jaral me corroe las entrañas, si no hubiera sido por
aquella carta que escribiera doña Pilar ahora seguiría vivo entre nosotros.
Leonardo había logrado otro triunfo, llamar la atención de la que fuera su
familia, y en especial la de María. Ella se aproximó a él y le indicó que se
sentara.
—Por favor Tristán, siéntate y disculpa, estoy muy alterada.
—Gracias, no te lo tendré en cuenta, comprendo tu dolor—respondió el joven.
Durante varias horas, Leonardo explicó la historia de su madre, y la
decisión que había tomado para viajar hasta allí. María preguntó más calmada.
—¿Tristán, tienes donde alojarte?
Él, sonrió tímidamente, y con
amabilidad respondió.
—Si, como no. Estoy en casa de mi abuela.
—¿En la Casona, en casa de doña
Francisca? —Preguntó Candela.
—Sí, hasta allí llegue y ella me pidió muy cariñosamente que me alojara
allí mismo.
—Ándese con ojo, Tristán—aconsejó Rosario—doña Francisca Montenegro no es
de fiar, es más mala que toda riqueza y posesiones tiene, y mire que estas, son
muchas.
Leonardo miró a Rosario, aquello que le había comentado le intrigó, quizá
si eso era cierto, cambiarían los planes que tenía para con Francisca. Entonces
fue cuando, sin más, Leonardo se despidió de las tres mujeres.
—Lo tendré en cuenta, no se preocupe, pero ahora me tengo que marchar. Ha
sido un placer conocerlas.
—Igualmente Tristán—respondió María—sabes que si lo deseas aquí serás
bienvenido.
—Muchas gracias, cuñada. Señoras.
Y Leonardo, se dirigió hacia la Casona.
María se quedó mirando la puerta, estaba inquieta. Rosario la miraba,
conocía a su nieta, por lo que le comentó.
—¿Qué te ocurre niña?
—Abuela, no me gusta ese hombre.
—Porque dices eso María—preguntó la confitera.
—No me recuerda para nada a mi tío Tristán, y por si no se han dado cuenta,
no ha preguntado por Aurora en ningún momento.
—María, Tristán si que ha hablado de ella.
—Sí, pero de pasada. ¿No creen que si ustedes vinieran desde Cuba con intención
e ver a su única hermana, no hubieran preguntado al menos por ella con más
insistencia? y ¿dónde podría encontrarla? ¿A caso eso no sería lo más
importante? ¿Además, porque fue directamente a la Casona? ¿Cómo conocía ese
lugar? Muchas preguntas me asaltan en mi cabeza. No me fio abuela, no me fio.
Rosario miró a Candela, y ella a la mujer.
En aquel mometo, los recuerdos revoloteaban por el salón del Jaral. Aquel
joven había revuelto todos los fantasmas del pasado. En aquel momento, as tres
mujeres, estaban ausentes, tan solo permanecían sus cuerpos inmóviles,
estáticos, su mente a leguas de distancia vagaban por su memoria recordando
episodios más felices y llenos de amor.
Leonardo, se sentía pletórico, todo iba como había imaginado. Buscón en el bolsillo interior de su chaqueta y sacó un puro habano, lo encendió y absorbió profundamente le humo del tabaco, que instantes después, dejó escapar por su boca, con sumo placer. Iba caminando
hacia la Casona, pensando en todo lo acontecido en las últimas horas. Había llegado a Puente Viejo, y
había ido a ver tal como le había prometido a Martín, a su mujer y a su hija.
Mientras él permanecía encerrado,recomiéndose por dentro, en aquel mugriento y alejado lugar .
Leonardo, había experimentado una sensación que nunca había sentido, y había puesto los ojos en María. Su candidez y la valentía que encontró
en sus palabras le habían encandilado, y tenía marcado un objetivo, una nueva meta que conquistar. En aquel momento,una pérfida sonrisa, se dibujó en su
rostro mientras musitaba.
—Ay, Martín Castro. Creo que no te mataré, no, me serás más útil vivo, y
lo siento, pero ya no voy a volver a Cuba, ahora, todo ha cambiado, y tengo otros
planes para mí, y para ti claro. A partir de ahora, se acabó el trabahar, a partir de ahora llevará una vida lujosa, ya que aquí tendré tu herencia, cuando muera
tu abuelita, como digno hijo del querido heredero de Francisca Montenegro Tristán
Castro. Pero, lo que más me atrae, sobre todas las cosas, es, tu dulce y cálida
mujer, María, hermosa como pocas, y con una mirada—Leonardo cerró sus ojos para poder
visualizar a María, mientras seguía susurrando—una mirada, tan pura, que te acaricia el
corazón, por no hablar de tu hija, tan hermosa como su madre—respiró
profundamente añadiendo—creo que ya he encontrado mi lugar. Lo siento por ti,
Martín Castro, me caías bien, pero te pudrirás en aquella mazmorra, aunque te
mantendré con vida, ya que si tú vives, doña Francisaca no hará nada contra mí, y
yo, disfrutaré de tu dinero, de tu esposa y de tu hija.
Volvió a dar una profunda calada al habano, y continuó caminando plácidamente bajo la luz de la luna Leonardo Santacruz, se
dirigió hacia la Casona, donde y desde aquel instante sería su nuevo hogar.
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