1 de diciembre de 2014

RELATO- UNA ILUSIÓN - UN JURAMENTO



CAPITULO 16- UNA ILUSIÓN- UN JURAMENTO



Candela entró en el salón del Jaral, junto a Severiano, que se había acercado para rendir visita a María. La mujer al ver el salón vacío llamó a la muchacha mientras ofrecía asiento al invitado.

 —¡María, hija! Siéntese por favor, ahora mismo le digo que venga.

—No quisiera molestar.

—Tranquilo, debe estar con Esperanza. Voy a acercarme a la habitación y le digo que está usted aquí, espere, por favor.

Severiano hizo lo que le había indicado Candela, se desabrochó la chaqueta, y se sentó cómodamente esperando en silencio la llegada de su hija. Pero fue Rosario la que entró antes de que María llegara junto a él.

La mujer venía del pueblo, donde había bajado a comprar viandas para la cena. Al entrar en el salón, a Rosario se le vino el mundo encima. Por muchos años que hubieran pasado, Severiano continuaba igual, y aunque su vestimenta le confiriera una situación distinguida y de buena economía, ella lo reconoció al instante, aquel truhan que esperaba apoltronado en su salón era el granuja que engañó a Emilia. Aquella cara, la miserable sonrisa y lo que le había hecho a su hijo y a la bondadosa de su nuera, nunca se lo podría perdonar. Él, al verla, se levantó de un salto. Era a la única persona que no esperaba encontrar allí.

—¡Rosario!—se sorprendió.

La mujer permanecía parada frente a él, con la mirada de antipatía calvaba en la suya, sin pensarlo ni un instante, Rosario, le pidió explicaciones.

—¿Qué haces tú aquí, sinvergüenza? ¿A qué has venido Severiano?

Él, al sentir aquellas palabras llenas de rabia y desaprobación, respondió altivo.

—Señora, sin faltar. Como verá estoy en casa de mi hija. He venido a verla, a ella y a mi nieta.

Rosario miró a su alrededor por si alguien le había escuchado, al comprobar que estaban solos,  se acercó rápidamente hacia él y amenazante le increpó.

—¡No se te ocurra volver a decir semejante cosa! María es la hija de mi Alfonso y de Emilia. A ti no se te ha perdido nada aquí. Tú no tienes ninguna hija, y menos una nieta.

Severiano, se carcajeó.

—¡No me diga!—Severiano le habló con el semblante rígido, amenazador. Se acercó hasta quedar a un palmo de su rostro y le espetó—Todo el mundo en Puente Viejo, sabe que María, la dueña del Jaral, es mi hija.  El cándido de su hijo, no es su padre, él me ha hecho un favor, que le agradeceré de por vida, la ha educado, la ha alimentado, la ha cuidado, pero la hija es mía, y ahora, me la llevaré de este pueblucho de mala muerte, hecha una señora. —Giró sobre sus pasos y continuó diciendo—Y tengo que reconocer, que ha hecho un buen trabajo, la muchacha es dulce y elegante con modales exquisitos, además de hermosa como ninguna otra, eso último me lo debe a mí, es igualita a mi madre, que en paz descanse. Sí señor, un buen trabajo, mucho mejor de cómo lo hubiera hecho yo, no se lo voy a negar.

—Maldito hijo de mala madre. Tú no te vas a llevar a nadie, ni se te pase por la sesera—Rosario caminó dos pasos hasta llegar cerca de él para decirle casi al oído—antes de que le digas algo a mi nieta… te mato. Te lo juro como que existe un dios, que te mato.

—No me haga reír, Rosario. Mírese. Antes de que usted pudiera mover una mano, yo habría acabado con su vida, no ve que tan solo es una vieja decrépita.

Rosario estaba fuera de sí, pero no pudo seguir con la conversación porque en aquel momento, entró María cargando a Esperanza.

—Buenas tardes don Severiano. ¡Abuela, está usted aquí!

—Si María acabo de llegar —dijo Rosario cambiando el tono de voz.

—Mire, le presento a Severiano que según Candela ha pasado a saludarme.

—Ya lo conocía, niña.

—Es cierto. Que Severiano es un antiguo Puente Vejero—Y dirigiéndose a él preguntó— ¿En qué puedo ayudarle?

—No, María. Severiano es del pueblo de al lado, es de Munia—Intervino Rosario, queriendo dejar las cosas claras.

Severiano cambió el tono de su voz, y más relajado se dirigió a María.

—Nada, hija—dijo mirando de soslayo a Rosario y marcando énfasis en la última palabra—tan solo me he acercado por aquí, para seguir charlando de lo que hablamos en casa de Mariana.

Rosario intervino.

—¿Habéis estado en casa de mi hija?—preguntó alarmada.

—Pues sí, buena Rosario—respondió de inmediato Severiano—junto con Emilia. Por cierto, hacía mucho tiempo que no la veía—y agudizando sus ojos mirando a Rosario continuó diciendo—sigue estando igual de hermosa, pareciera que no pasan los años por ella.

Rosario respondió.

—Todo es por el gran amor que se profesan ella, y mi hijo Alfonso. Se aman con locura, igual que aman a su hija María y a su nieta Esperanza. Forman una bella y unida familia, y son felices a rabiar, ¡sabe!

A María, le extrañó el tono con el que su abuela se dirigía a Severiano, le hablaba de una manera muy extraña, pero no tenía el cuerpo, ni la mente para pensar en aquellas cuestiones tan banales. En su cabeza solo anidaba una idea desde que descubriera la vuelta al mundo de Severiano, tan solo pensaba en la suerte que podía haber corrido Gonzalo, él podría estar vivo, igual que le pasó a Severiano y si lo estaba, ¿dónde podría estar?

—Abuela, veo que conoce bien a Severiano por cómo le habla.

—Si, hija, como no lo voy a conocer. Él era muy amigo de tu padre, y pasó una larga temporada en casa. Lo traté como a un hijo y mis hijos como hermanos ¿Lo recuerdas Severiano?

Severiano, la miró, sin decir nada. María intervino

—Si, abuela, ya me lo comentó Severiano. Y también me explicó mi madre, que le habían dado por muerto, en el viaje que hizo a las américas, y la pobre casi se desmaya al verlo, claro la pobre, como no iba ha hacerlo. ¿Verdad Severiano?

Él cerró los ojos y sintió en silencio. Rosario le miró altiva.

—Y por lo que veo, no ha sido así—Respondió Rosario.

—¡Gracias a Dios!—dijo Severiano respondiendo a la mirada y a las palabras de la mujer—¿es que acaso no se alegra?

María dejó a Esperanza en el cochecito y se sentó.

—Como no se va a alegrar. Igual que me alegro yo.

Rosario miró a su nieta con sorpresa y preocupación.

—No me mire así abuela. ¿No es una excelente noticia?

—¿Cual hija?

—Pues… que Severiano no haya muerto, y esté de vuelta en Puente Viejo ¿no le parece abuela?

Rosario no comprendía la felicidad de María ante aquel descubrimiento. Sería que Severiano le había dicho la verdad y ella se había alegrado al conocer a su verdadero padre. No podía ser… Pero entonces, ¿Por qué estaba tan contenta? El día anterior la sentía morir y ahora… ¿Sería cierto que María ya sabía que él era su padre y por eso se alegraba y lo recibía como tal? La cabeza se le llenó de dudas, miedos e incertidumbre. Rosario respondió

—María, la vida en sí, es una alegría sin duda, pero no entiendo tu alegría por la llegada de Severiano, si ni tan siquiera le conoces hija.

—¡Abuela!—increpó María al oír aquel comentario. Severiano intervino.

—No se lo tengas en cuenta. Las abuelas, ya se sabe… y en este caso la tuya, tiene razón. No me conoces de nada…— miró a Rosario y dijo— ¡Aún! —Continuó—Pero verá, Rosario, su nieta, va por otros derroteros, ¿verdad hija?

—Pues sí. Mire abuela, si Severiano ha vuelto a Puente Viejos después de casi veinte años de darlo por muerto en las traicioneras aguas del atlántico. ¿Quién no nos dice que Gonzalo, pueda volver dentro de unos años, o quizá unos meses también? ¡O que esté vivo, en algún lugar del mundo! Quizá se salvara del naufragio, y esté en alguna isla pérdida, o en algún pueblecito de Cuba. La historia que me contó mi madre me ha dado a entender que si pasó una vez—miró a Severiano—podría pasar de nuevo.

—Pero mi niña—intervino Rosario—esto…esto, no es lo mismo Martín…—y con una tristeza infinita, que le brotaba de su fatigada alma, dijo aguantando su congoja—Martín ha muerto, María. No lo encontraron después del naufragio, es imposible que sobreviviera.

—¡Abuela!— interrumpió María con la voz quebrada—déjeme, déjeme que me agarre a una esperanza, que tenga un motivo de ilusión para poder vivir, y poder seguir adelante cada día—las lágrimas volvieron a copar los dulces ojos de María, que luchaba por avivar ese pequeño hilo de esperanza—Necesito creer que está vivo en algún lugar. Necesito respuestas, necesito saber más sobre lo sucedido...mientras no vea su… cuerpo, yo…




Severiano intervino en la conversación.

—María. No llores, no desesperes. Si tú quieres, yo mismo encabezaré su búsqueda allende los mares. Lo buscaremos el tiempo que haga falta. Tienes todo mi apoyo y mi fortuna a tu disposición, y créeme si te digo, que no lo gastarás por mucho que derroches en tu empeño.

María le miró con gratitud, y una luz iluminó su rostro. Le respondió.

—Pero… eso que dice, no podría consentirlo, yo no quisiera que usted…

Severiano, se incorporó y se sentó junto a María. Rosario le miraba con desprecio, no le gustaba lo más mínimo lo que estaba viendo, lo que por edad y la experiencia de la misma vida intuía, pero no era el momento y ni el lugar más indicado para hablar cara a cara con aquel bribón. Movió su cabeza en señal de desaprobación y miró hacia otro lado escuchando sin querer las palabras de Severiano.

—María, no admito un no por respuesta. Mira, hija—le sujetó la mano—Yo, tuve una hija hace muchos años, casi podría decirse que ahora sería como tu—Rosario miró rápidamente a Severiano. ¿Qué pretendía hacer, hablando de aquella manera? Su prudencia la detuvo y continuó expectante escuchando sus palabras por si tenía que intervenir—Ahora tendrá tu edad más o menos, pero debido a mi fatalidad, ya que todos me dieron por muerto, nunca la vi crecer, no supe nada de ella, ni gocé de sus primeros años de vida, de sus primeros pasos, de nada de lo que por naturaleza me pertenecía disfrutar.

—Semejante granuja—musitó Rosario, frotándose las manos con desazón.

María miraba a Severiano con lágrimas en los ojos, viendo reflejada en su relato la historia de Gonzalo.

—Dios mío… cuanto habrá sufrido usted.

—Si te digo la verdad. Nunca lo supe, nunca supe que tenía una hija, hasta que llegué aquí de nuevo. Y ahora mi único anhelo es encontrarla, pero hace ya tiempo que estoy rondando por los alrededores y no la he encontrado, ni a ella, ni a su madre. Por eso, María. Quiero que tú, al menos, puedas buscar a tu esposo, y este si realmente sigue vivo, pueda volver a casa a disfrutar de lo que yo nunca pude hacer. Cuenta conmigo, hija, que no te quede ninguna duda al respecto. Tengo contactos y moveremos cielo y tierra para dar con él.

—No me gusta, que alimente una esperanza en María. Todos sabemos que es imposible que mi Martín esté vivo, por mucho que usted insista en alentar ese despropósito—intervino colérica Rosario.

—Abuela, ¿porque no? Sí, es cierto que todo indica que Gonzalo ha muerto. Pero en mi interior, en el fondo de mi corazón, hay algo que me dice que no. Que no lo está.

Rosario no dijo nada, solo movió su cabeza negando las palabras que había dicho Severiano.

—Muchas gracias Severiano, por todo lo que me ofrece, no sé si yo.

—No se hable más María, ya está todo dicho—Sacó su reloj del bolsillo y se sorprendió de la hora que era—¡Válgame dios!, que tarde se ha hecho. Bien, pues mañana empezaremos con los preparativos para la búsqueda de tu esposo. Espero que no me niegues la ayuda. Ya te he dicho que no sé dónde estará mi hija, si vivirá por estos lares, o bien ya no se encuentra entre nosotros. Así que como pienso quedarme una temporada larga por aquí, y no tengo más hijos… además, siendo como eres hija de Emilia, que para mí, fue más que una hermana, quisiera agradecerle todo lo bueno que vivimos en nuestra juventud a través de ti.

—Pues muchas gracias Severiano, no sé cómo se lo voy a agradecer.

—No tienes que agradecer nada.

Severiano sonrió mientras se incorporaba del sofá. María le indicó el camino.

—Y ahora, sígame por favor, le acompaño a la puerta.

—Con gusto—Se dirigió a Rosario y saludó amablemente—Ha sido un placer volver a verla Rosario, salude a su hijo de mi parte.

Rosario le miró con una inmensa animadversión.

—Con Dios—respondió Rosario con una obligada muestra de respeto. Y Severiano salió del salón siguiendo los pasos de María—Dios mío, bastante desdicha tenemos en esta familia, como para que ahora hayas permitido que vuelva Severiano—dijo mientas miraba al techo en señal de plegaria—a que ha venido este malnacido.





La luna llena se había escondido tras los nubarrones que asomaban por detrás de la gran casona de Leonardo Santacruz. La casa, permanecía dormida, igual que lo estaba Martín. Leonardo había avisado a dos de sus secuaces y se dirigían sigilosos transportando el cuerpo de Martín, hacia el lugar donde debería permanecer por mucho tiempo.

Al llegar al lugar indicado, comprobaron que no hubiera nadie merodeando por los alrededores. Inmediatamente después, bajaron de la calesa a Martín y lo llevaron en volandas al interior de aquella húmeda y fría mazmorra. Leonardo les había acompañado, y les dio órdenes precisas de cómo proceder hasta que el mismo les avisara.

—Debéis venir cada día dos veces. Traedle comida y agua. Recordar, grabároslo a fuego, no puede morir, hasta que yo, os de la orden. Ha de permanecer vivo, es mi salvo conducto, o de lo contrario yo mismo acabaré con vuestras vidas y con las de vuestras familias, y sabéis que no hago chaza, que lo que digo es verdad.

Los hombres habían dejado a Martín en el suelo de aquella fría celda. Tan solo un camastro sobre unas tablas, y una vieja mesa, sería toda su decoración. Leonardo inspeccionaba el entorno. De pronto preguntó.

—¿Habéis traído la mochila que trajo consigo a mi residencia?

—Sí señor. Aquí está.

Los hombres enseñaron la mochila que siempre acompañaba a Martín y Leonardo la tiró al suelo junto al cuerpo.

—Cerrad la celda. Y ya sabéis que tiene que mantenerse con vida, o peligrará la vuestra.

Martín desde el suelo, había empezado a reconocer voces, poco a poco el sentido volvía a se ser, el láudano estaba perdiendo su fuerza y la razón volvía a surgir en él. El muchacho Intentó alzarse pero no pudo. Había escuchado la última frase de Leonardo, aquel que creyó por unos instantes su hermano, y armándose de valor le gritó desde el suelo.

—¡Que estás haciendo, bastardo!

Leonardo, calló en seco y giró su cuerpo para ver a Martín, como le retaba desde el suelo.

—Bienvenido de nuevo al mundo. ¿Has descansado bien?

Martín con la cara casi pegada al suelo, miró de un lado al otro comprobando que estaba en un negro agujero quien sabe en qué apartado lugar. Haciendo un gran esfuerzo se arrastró hacia la madera que había en aquel oscuro rincón y apoyándose en ella, intentó de nuevo incorporarse, sus piernas le temblaban fruto de la droga que había ingerido en la copa de champany, pero su fuerza natural le dio las suficientes hasta que se incorporó.

—Bueno, veo que ya estás recuperado ¿Cómo estás querido hermanito?— preguntó.

Martín, que se encontraba más entero, dio dos zancadas y de golpe quedó pegado a las rejas de aquella celda justo a dos pasos de Leonardo que le miraba desde el exterior.

—Agallas no te faltan Martín, pero debes cuidarte, hasta mi regreso, tendrás que acostumbrarte a estar aquí.

—Bastardo, hijo de mala madre—dijo alargando sus brazos para poder agarrarlo por la pechera—¿A dónde crees que vas?

Leonardo, le miró desafiante.

—¿Realmente crees que estás en disposición de pedirme algo, a mí? Explicaciones quizá?

Martín manoteaba intentando darle alcance.—No te esfuerces, no puedes hacerme daño. Estás…—Leonardo, se aproximó a él y le dijo maliciosamente—¡preso! y yo He de partir hacia España.

Martín le miró frunciendo el ceño. No entendía nada.

—¿a España?—le preguntó.

—Si, mi querido hermanito. A España, voy a ver a tu querida mujercita y a tu dulce  niña— y mirándolo de soslayo le peguntó—¿quieres que les de algún recado de tu parte?

—Ni te acerques a ellas mal nacido.

—Está bien, no les diré nada al respecto. Pero si que me acercaré, tu no eres nadie para dar órdenes.

Martín comprendió que no tenía medios para plantarle cara, ni para luchar contra él, estaba en desventaja, atrapado en aquella mugrienta celda, y no podía malgastar la poca fuerza que le quedaba en esfuerzos vanos. .

—Pero… —preguntó más sumiso,  casi como una súplica—dime al menos ¿porque haces esto...? Si es por dinero, yo te daré lo que quieras, pero no puedes dejarme aquí. Llévame contigo a España, y te prometo que nadie sabrá que me secuestraste, te lo prometo.

Leonardo le miraba con una sonrisa socarrona. Martín continuaba hablando.



—¡Necesito volver! ¡Déjame ir! en Puente Viejo me esperan mi mujer y mi hija.

—¡Bravo!—exclamó Leonardo— veo que recuerdas perfectamente. Recordarás pues que viniste a Cuba, en busca de respuestas sobre unas cartas que os llegaron al jaral. Bien pues, todo era una treta, de Francisca Montenegro, tu abuelita. Ella te conoce bien, o eres muy previsible. Tu abuela, sabía perfectamente cómo iba a ser tu actitud frente a la última carta de Pilar, mi supuesta madre. Sabía que vendrías hacia aquí, y aquí te esperé, así que ahórrate el esfuerzo de intentar salir de la celda donde pasarás algunos años, procura descansar. Puedes pensar, y así reconstruir tu olvidada vida. Hasta la vuelta hermanito.

Dicho esto, Leonardo dio media vuelta y se dirigió a la salida. Martín impotente ante aquella nueva situación, se dio cuenta de que todo había terminado, que no sabía dónde se encontraba, y que en cuanto se marcharan aquellos hombres se quedaría olvidado en aquel rincón del mundo. Gritó.

—¡¡¡Leonardo!!! ¡no me dejes aquí! ¡¡Leonardo vuelve.!!—pero Martín comprendió que ya no le escuchaba, que todo había sido en balde. 

— ¡Maldita sea,  Francisca Montenegro!—imprecó golpeando contra los barrotes de aquella celda.

Miró a su alrededor, y ha pesar de la escasa luz que se filtraba por una pequeña ventana que había en su celda, vio que su mochila estaba allí, tirada en el suelo, en un rincón. Dio gracias a Dios y corrió hacia ella. Era lo único que le unía a su pasado, rezaba para que las fotografías estuvieran en aquel zurrón. Se sentó en el catre de madera, la abrió y sus manos buscaron a tientas en su interior. Sus manos tocaron su collar de cuentas, y rápidamente lo sacó. 

De un salto se incorporó y se dirigió al único lugar dónde los escasos momentos de claridad, le dejarían observar lo que portaba en sus manos. Inmediatamente supo que aquel objeto, era su collar, del que nunca se desprendía desde que se lo regalara la sobrina de uno de los evangelizadores que vivió con ellos durante su infancia en la selva, el collar de la suerte, el que llevara junto a él,   a Puente Viejo, tras su regresó desde las américas , el que le  salvó la vida en varias ocasiones, en la de morir por el precipicio al rescatar a aquella niña que viajaba con ellos en su  carreta, en la gripe española, en el garrote vil, y en el momento en que Fernando Mesía ordenara su muerte y lo enterrara con vida. Su collar siempre había estado allí, colgado de su cuello y junto a su corazón. Lo miró de nuevo, y lo sujetó con fuerza entre sus puños, apretando hasta sentir dolor, cerró sus ojos buscando respuestas, y meditó. Inmediatamente después, abrió su mano lentamente, cogió el collar se lo colgó a su cuello..

—Ahora sé quién soy, vuelvo a ser Martín Castro Balmes, el hijo de una gran mujer, y del mejor de los hombres, que lucharon contra todos y contra todo para conseguir su amor. Lo mismo que voy a hacer yo. Ellos no desfallecieron, en su propósito, ni yo voy a hacerlo en el mío.  Desde ahora, y aquí, prometo ante el Dios todo poderoso, que tan mal me está tratando, ese dios que juega conmigo a voluntad, que no descansaré hasta ver pagando por todo esto, a Leonardo Santacruz, y juro por el alma de mi madre, Pepa Balmes, que volveré a Puente Viejo, me cueste lo que me cueste. 

Martín sintió desde lo más profundo de su ser, un sentimiento que siempre había mantenido controlado, un sentimiento que se empezaba a dibujar como el icono que le acompañaría durante toda su estancia en aquella celda privado de libertad. El odio que en aquel momento sentía por una mujer.

—«Prepárese para pagar por todo el daño que está haciendo, a mí, y a toda mi familia. Francisca Montenegro, porque Martín Castro, el hijo de la partera, jura que volverá a Puente Viejo»


A más ver.













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