8 de diciembre de 2014

RELATO- INSIDIA- LA VILEZA DEL RENCOR


CAP 17- INSIDIA- LA VILEZA DEL RENCOR



Alfonso bajo las escaleras que le conducían al comedor de la posada. Aquella tarde había advertido que a su esposa algo le inquietaba, y por mucho que le preguntó, solo encontró respuestas banas sin sentido alguno, excusas que dirigían su preocupación a la desgracia de su hija María.

Por eso, al sentir la cama vacía, saltó de ella, para ir en busca de su amada Emilia, para poder prestarle toda su atención, temiendo que no se encontrara bien, por si necesitaba hablar con él, o simplemente, para calentarle una tila o un poco de leche, como había hecho en más de una ocasión cuando Emilia lo necesitaba para poder conciliar el sueño.

Pero, al llegar a recepción, escuchó como Emilia hablaba con alguien. Sin saber porque, Alfonso  paró en seco,  y sin pretenderlo escuchó parte de la conversación, las últimas dos frases que salieron de la boca de las dos mujeres.

—Bueno, pues, ¿qué le tengo que decir a mi Patrón?

—dile…dile, que iré. 

Alfonso, inmóvil como estaba, frunció el ceño sin entender nada de aquellas palabras. ¿A dónde tenía que ir Emilia? Había quedado con el patrón de aquella mujer que pernoctaba en la posada y que poco más sabía de ella.

Entonces, escuchó como Isabel, se dirigía hacia sus habitaciones y se escondió tras el mostrador, esperando a que pasara. Una vez la muchacha desapareció de su vista, volvió a su posición inicial y desde allí, oculto en las sobras de la noche, observó la extraña actitud de Emilia, tras los cristales, vio como sorbía la manzanilla, mientras miraba sin mirar, a un punto fijo en el horizonte.

No sabía que pensar, Emilia no había querido compartir con él nada de todo aquello, pero de lo que estaba seguro, era que Emilia tenía algo en mente, algo que la preocupaba en tal medida que no le permitía conciliar el sueño. ¿Que sería lo que le sucedería?, si días atrás estaba de lo alegre y picarona, como si la felicidad se hubiera posado de nuevo sobre ella.

Alfonso, con la tristeza y la preocupación, reflejada en su rosto, dio media vuelta y subió a su habitación. Era mejor así, quería que ella le explicase, que compartiese sus desvelos, pero comprendió que sabiendo como era su mujer, lo mejor en aquel momento, era que la dejara sola, y que se retirara a descansar, como así hizo.

A la mañana siguiente, Emilia desayunó muy temprano. Alfonso, que también había madrugado, la observaba tras la barra del bar. Con disimulo, miraba sus movimientos, sus gestos, la sentía inquieta. Por fin Emilia se acercó a él.

—Alfonso, me marcho un momento, que he quedado con Elvira la mujer de Pablo el chacinero, para bajar a Munia.

—¡Elvira!, ¿la mujer del chacinero?  ¿Y qué tienes tu qué hacer con ella?

—Alfonso, me ha pedido que vaya con ella, para comprar unas orzas de morcillas de la capital que quitan el sentido, y las quiero comprar para hacer las lentejas de mañana y algunos platos que tanto gustan aquí.

—Pero, es que no te las trae Manuel, como de costumbre,  o la misma Dolores, en el colmado de los Mirañar.

—No, Alfonso, Elvira conoce a este proveedor, porque es primo de su marido, así que iré a él directamente y nos ahorraremos a los intermediarios.

Alfonso, sintió que Emilia le mentía, y una sensación de mal estar le recorrió todo su cuerpo. En aquel momento, entró Raimundo acompañando a Matías, iban a proseguir con las clases de escritura y lectura, que le estaba dando el hombre, para que el mozalbete se pudiera defender de todo lo que le aconteciera en su vida.

Emilia aprovechó tal aparición para besar a Alfonso y salir a escape de la casa de comidas.

—Bueno, yo me voy que llego tarde.

En cuanto Emilia cruzó la puerta, Alfonso desabrochándose el mandil, le dijo a su suegro.

—Raimundo, hágame el favor.

—Pero muchacho, ¿qué te pasa que te ha cambiado el color?

Alfonso le dio el delantal.

—Raimundo, me tiene que hacer un favor.

EL hombre asintió y continuó escuchando con atención.

—Quédese aquí por favor, se me ha olvidado decirle una cosa a Emilia.

Raimundo le miró inquisitivo.

—Alfonso, ¿tú te crees que me he caído de un guindo? ¿Qué está ocurriendo?, ¿porque mi hija se marcha tan aprisa y tú ahora quieres ir tras ella? ¿A caso le ha sucedido algo a mi nieta?

—No, nada ha pasado a María, ni a Aurora ni la niña. No se inquiete.

—¿Entonces, a que viene esa cara?

—No lo sé, Raimundo, no sé lo que pasa, su hija está muy misteriosa, por eso necesito seguirla, quiero saber que es lo que le pasa, y si la sigo allá a donde vaya, lo averiguare.

Raimundo, le miró. Sabía que le decía la verdad.

—Anda, ve. Ya me quedo yo vigilante, descuida, pero en cuanto vuelvas me cuentas lo que sea.

—Así lo haré, descuide. Y gracias suegro.

Alfonso salió tras ella en dirección a Munia, y Raimundo quedó preso de su curiosidad.


Poco tiempo después, y una vez en Munia, Emilia subía las escaleras de la posada dónde había quedado con Severiao. Caminó lentamente los pocos metros que le separaban de la puerta donde debería estar esperándola. La mujer, se quedó quita frente a ella, quería respuestas, quería que le explicara que le había hecho volver a Puente Viejo, y porque le había estado enviando presentes como si fuera su pretendiente.

Recordó a Alfonso, se sentía mal por haberle engañado de aquella manera, ¡pero como podía decirle que Severiano estaba allí, en Puente Viejo! Sabía perfectamente que de haberlo sabido Alfonso, hubiera sido peor. Emilia quería evitar por todos los medios que Alfonso se disgustara y que volviera el fantasma del pasado a abrir una brecha entre los dos. Creía que en cuanto hablara con él, en cuanto averiguara que es lo que pretendía volviendo a Puente Viejo, tendría el valor para explicárselo todo.

—Esto es un sinsentido—musitó.—No sé que estoy haciendo aquí—Emilia dio media vuelta para irse por donde había venido, pero en aquel momento, la puerta de la habitación de Severiano se abrió tras ella. Y en aquel momento escuchó su voz.

—Pasa Emilia, te estaba esperando.

Alfonso había seguido hasta allí a Emilia, descubrió que había viajado sola, que nadie la acompañaba, la siguió hasta la posada, y subió las escaleras tras ella. Llegó en el preciso momento en que Emilia cruzaba la puerta de una de las habitaciones. Sigilosamente y sin comprender nada, caminó muy despacio, sobre el suelo de madera de la posada hasta quedar justo pegado a la puerta de aquella alcoba.

—«¿Que hacía Emilia en aquel lugar? Y ¿Porque le había engañado?»

Alfonso guardo silencio intentando escuchar la conversación, y las primeras palabras que escuchó, le dejaron atónito, el corazón le dio un vuelco y empezó a palpitar como lo haría un caballo desbocado. El mundo se hundió a sus pies.

—Hola Emilia. Cuanto tiempo sin vernos.

Emilia estaba nerviosa, eran muchas las sensaciones que sentía en aquel momento, recuerdos de todo tipo le llegaban a su mente.

—Ponte cómoda por favor, quiero que te sientas como en nuestros mejores tiempos.

Al escuchar aquellas palabras, sintió unas ganas tremendas, de gritarle, de lanzarle todo tipo de improperios, pero necesitaba calma, necesitaba tiempo, para que él le explicara porque había vuelto a Puente Viejo. Y con una fingida cortesía le saludo.

—Hola Severiano.

—Estás igual de hermosa que entonces—le dijo mientras se aproximaba a ella con lentitud— tal y como yo te recordaba. ¿Has podido deshacerte de tu marido?

Alfonso, tras la puerta, temblaba como una hoja, la sangre le bullía con la fuerza de un huracán…y la turbación que sentía le quemaba por dentro.

—¡Severiano!— musitó. La furia interior le subió de los pies a la cabeza, Emilia estaba a solas con él, en su alcoba, le había mentido deliberadamente, y él le preguntaba si había podido deshacerse de él. El peso de la traición le cayó sobre su desorientado corazón, y aunque su corazón le decía que eso no podía estar sucediendo, la razón le decía que  los hechos eran los que eran, y las palabras eran las que escuchó.

Con la impetuosidad que siempre había tenido, y la excitación del momento,entró como una fiera herida en la habitación de Severiano.

Severiano y Emilia, dirigieron sus ojos hacia la puerta. Emilia creyó morir.

—¿Así que, este es el proveedor de orzas que tenías que encontrar en Munia? ¿O me vas a decir que es Elvira?

Emilia, se había quedado pálida como la cal, al ver a Alfonso en aquella habitación. Severiano alzó sus cejas sorprendido pero con una sonrisa de satisfacción.

—¡Alfonso!—dijo Emilia, con los ojos abiertos como platos.

—Sí, Alfonso, tu marido. Al que has engañado, pero que no es ningún idiota. Y ¿Qué tienes tu qué hacer con este…para que tengas que deshacerte de mí, y verlo a escondidas?

—Pero Alfonso, esto no es…

Severiano intervino.

—Hola Alfonso, cuanto tiempo sin verte.

—Déjate de guasa, y de formalidades. Tu nunca has sabido de lo último.

—Pero, hombre, no te pongas así. Aunque desde luego que pensaba que teníais un matrimonio consolidado y que confiaba el uno en el otro, pero mira... a la primera de cambio, Emilia no te ha dicho de sus intenciones, y ha venido a verme ocultándote la verdad.

—Eso no ha sido así—replicó Emilia, colérica.

—¿Ah no? Entonces, ¿porque has venido?

—Eso, ¿dime porque has venido Emilia?—pidió explicaciones Alfonso.

Ella, aturdida por aquella situación, dijo enojada.

—Porque, él me dijo que viniera, que quería verme para...

—No sigas Emilia—le dijo Alfonso—no quiero saber más. Eso me lo acaba de confirmar.

—Alfonso—se acercó suplicante a su marido. Este se apartó de ella.

—¿Él es, el motivo que te tenía tan alegre estos días atrás, y tan extraña estas últimas horas?¿Severiano?

—Pero Alfonso, como puedes decir eso. Yo no sabía que él estaba aquí—gimoteó Emilia.

Severiano intervino.

—¿Cómo que no lo sabías? Si hace unos días merendamos juntos, incluso recordamos viejos tiempos, venga mujer, díselo, ya no importa nada.

Alfonso, lo miró con ira, estaba fuera de sí. Emilia volvió a acercarse a su marido para explicarle el mal entendido, pero Alfonso estaba hundido, aquello que había descubierto le había roto el corazón.

—Alfonso,no le creas. No creerás que yo…



—Emilia, solo creo que lo que veo. Y lo que veo, es lo que es.

—Alfonso, yo no sabía…

—Emilia—Alfonso miró a su mujer buscando respuestas, quería la verdad—Me estás diciendo que no sabías que había vuelto, y él me dice que merendasteis juntos. Dime tú, la verdad, dime si está mintiendo.

Emilia, con lágrimas en sus ojos, al verse víctima de aquel error no pudo mentirle de nuevo y asintió.

—Sí, es cierto.

Alfonso dejó caer los brazos que sujetaban los  de su mujer, y caminó abatido hacia la puerta. Emilia le siguió.

—Pero... Alfonso, yo te lo quería decir.

—A sí. ¿Cuándo pensabas decírmelo, cuando?—gritó.

—Alfonso, mi amor, mírame—Emilia estaba junto a él, sus manos cogieron el rostro demacrado de Alfonso y le obligó a que sus ojos se clavaran en los suyos, le amaba más que a su vida, y el dolor que sentía su esposo en aquel instante, era el mismo que sentía ella por él.

—¿Me crees capaz de engañarte con Severiano?

El con el amor infinito que siempre había sentido por ella, le dijo afligido.

—Emilia, me has mentido.

—Pero ahora te he dicho la verdad.

—Pero no toda—intervino Severiano—se lo has dicho a medias.

Alfonso le volvió a mirar con un odio infinito.

—No me mires así. Ella no te ha dicho la verdad.

—¡¡Ah no!! ¿Qué es lo que no le he dicho? ¡Dime! ¿Qué es lo que le he ocultado?

—Hay Emilia, que poca memoria tienes—dijo irónicamente y dirigiéndose a Alfonso espetó—que la merienda, fue en compañía de mi hija, y mi nieta.

Alfonso no pudo más. Apartó a Emilia a un lado y antes de llegar junto a él, el puño nervudo de Alfonso, había asestado un golpe en el mentón de Severiano haciendo que este, perdiera el equilibrio y callera al frio suelo de la habitación.

—¿A qué has venido Severiano? —le gritó—No voy a permitirte que te acerques ni a mi hija, ni a mi nieta. ¡Lo has entendido!

Severiano desde el suelo, se tocó el labio que le estaba sangrando y se miró la mano. Desde la misma posición que se encontraba dijo.

—Mi querido Alfonso, no cambiarás nunca, eres un cándido, y siempre lo has sido—se incorporó, y se acercó a él, dejando que sus frentes se rozaran la una contra la otra. Severiano clavó la mirada en la profundidad de la de Alfonso.

—Tarde. Ya lo he hecho. Tengo una bonita y estrecha relación con mi hija. Y he venido a buscar lo que es mío, por naturaleza.

—¡¡Ni se te ocurra, me oyes!! Antes de que te acerques a María, o a Esperanza… te mato, has entendido bien.  ¡¡Te mato!!

Alfonso miró de nuevo a Emilia y volvió a mirar a Severiano.

—Ahí le tienes, quédate con él. Yo me vuelvo a Puente Viejo.

Se recompuso su chaqueta y salió como una centella hacia su hogar.

Emilia, no podía reaccionar, estaba apoyada en una silla de la cómoda. Con los ojos llenitos de lágrimas, se dirigió lentamente a Severiano.

—¡Sabía que no tramabas nada bueno! Y no me equivoqué, eres un caradura. Pero escucha bien lo que te voy a decir—Severiano con una pérfida sonrisa en los labios la escuchó—¡Nunca, óyeme bien! Nunca te voy a permitir llevarte a nuestra hija. De Alfonso y mía. Tú, no pintas nada en nuestra familia. Y al menor indicio, a la mínima intención. No será Alfonso quien te mate. Lo haré yo misma.
Emilia, se llevó la mano a su boca y cerrando el puño se besó el pulgar mientras prometía.

—¡Te lo juro por mi vida!

Dio media vuelta y salió tras Alfonso.

—Con Dios Emilia—gritó Severiano—Ve preparando los cartuchos de la escopeta, porque yo no me voy de Puente Viejo, sin mi hija, pase lo que pase.


Cotinuará

A más ver!

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