CAP 15- INSOMNIO- LA GRAN MENTIRA
Aquella noche Emilia no podía conciliar el sueño,
daba vueltas y más vueltas porque cada vez que cerraba sus ojos veía de nuevo a
Severiano.
—Dios mío, para que has vuelto.
Alfonso, dormía junto a ella. La mujer le miró, la
ternura que desprendía aquel rostro que descansaba junto a ella, le hizo
sonreír con ternura. Le amaba, le quería como a nadie en el mundo. Alfonso la
hacía feliz. Cerró los ojos con complacencia queriendo retener aquella imagen
tan placida y hermosa en lo más profundo de su ser, pero en su cabeza sonó una
carcajada que abrió paso a la nítida imagen de Severiano, que reía
estrepitosamente.
—Maldito bastardo. Tengo que saber a qué has
venido.
Emilia, se incorporó lentamente, se calzó, y
tapando su cuerpo con una toquilla que tenía a los pies de la cama, se dirigió
hacia la cocina para prepararse una manzanilla y poder así conciliar el sueño.
Al salir de la cocina con la taza en su mano, se
encontró con la Isabel, la joven que hacía unos días se había instalado en la
posada.
—¡Ay, Isabel, que susto me ha dado mujer! ¿Se
siente mal, necesita algo?
La muchacha sonrió de una manera extraña.
—No doña Emilia, solo, que la he oído bajar y he
venido a darle esto.
Isabel alargó su mano y le dio una nota.
—¿Para mí? ¿Y que es, si puede saberse?
Isabel respondió.
—Tendrá que averiguarlo usted misma. Solo le diré,
que me la ha dado mi patrón.
—¡Su patrón! ¿Y me lo tiene que entregar a estas
horas? ¿A caso es urgente?
—No lo creo señora, pero me ha dicho que espera
respuesta y que se lo entregara cuando estuviera sola, y ahora lo está, ¿verdad?
—Bueno, si mujer, pero…
—Ábralo y dígame, lo que le tengo que decir a mi
patrón.
Emilia dejó la taza que llevaba en su mano y cogió
la nota. La abrió, y la leyó en silencio.
El rostro de Emilia iba transformándose a medida
que iba leyendo las palabras que contenía aquella misiva. Su tez se volvió
pálida como la cal y tuvo que sentarse para poder continuar leyendo la nota.
Cuando hubo terminado, miró a Isabel y preguntó.
—¿Has sido tú, quien…
—Sí, doña Emilia, por su puesto, ¿quién sino?
Emilia dejó caer sus manos sobre la mesa y se
quedó angustiada por el significado de aquella nota. Isabel le preguntó.
—Bueno, pues, ¿qué le tengo que decir a mi Patrón?
Ella, la miró, estaba ausente, consternada.
Respondió casi como un autómata.
—dile…dile, que iré.
Isabel sonrió y se despidió de ella, dirigiéndose
a su habitación. Emilia se quedó sola, en aquel frio lugar, que ahora se le
advertía grande y vacío. Y una lágrima brotó de sus hermosos ojos.
Martín había llegado a su alcoba. Cerró su puerta
para que nadie, pudiera molestarle. Se sentía mal, estaba colérico con su
actitud, y necesitaba ver a Leonardo lo antes posible. Se aproximó al lugar
donde había escondido sus pertenencias y sacó la bolsita verde. Necesitaba verla
de nuevo, necesitaba recordar si aquella mujer que permanecía sentada junto a
él, era María. Se dirigió a su bufete y se sentó en la cómoda silla que lo
presidía. Sacó con mucho mimo las fotografías que contenía la bolsa, y las dejó
sobre la mesa una junto a la otra. Y allí estaba, inmóvil, tal como estaba él
en aquel momento. Sus ojos buscaron entre las arrugas del papel y el deterioro
que habían sufrido por el agua, el rostro de aquella mujer, y aunque no pudiera
verlo, percibió una gran felicidad, atrapada en aquel papel, una felicidad que
antes no había advertido, pues su rostro, el de él, sonreía feliz, y se intuía
que el de aquella mujer, también lo hacía. Sus cabezas unidas, apoyadas una
junto a la otra, era indicio de una estrecha relación, una relación que intuía,
iba más allá de una buena amistad, ya que lo que sostenían ambos en su regazo,
era la figura de un bebé. Un desasosiego se apodero de su ser, cuando miró con
detenimiento cada recodo de la imagen. De pronto Martín, sintió en su interior
un sentimiento de ternura y dejó la fotografía sobre la mesa, y la miró desde
la distancia. Sin darse cuenta, se encontró acariciando suavemente con su dedo,
el estropeado rostro de aquella pequeña criatura, y entonces fue cuando comprendió
que esa fotografía no podía ser otra que la fotografía de una familia, de su
familia.
Y con una inevitable necesidad, volvió a
pronunciar su nombre.
—María… Dios mío, solo se tu nombre, pero no
recuerdo nada más de ti. Supongo que este rorro será nuestro hijo, pero como saber
si sois parte de mí.
Martín, se quedó mirando la imagen durante unos
instantes y al punto se incorporó de la silla, dirigiéndose con premura hacia
su ropero. Sacó su mochila y guardó en ella, las pocas pertenencias que había
encontrado en el interior de la bolsita, y salió de su habitación. Andaba
rápido, y con un solo propósito, tenía que ir en busca de Leonardo. Así que se
dirigió a las cocheras, sin encontrarse a nadie en su recorrido.
—Manuel—preguntó al cochero—¿Sabes por casualidad
donde vive Leonardo?—El hombre alzó las cejas—Si, ¿Un joven, bien parecido que ha asistido hoy a
la fiesta del tabaco?
—Pues verá usted, señorito. No sé bien de quien me
habla.
—Un joven de mi misma edad más o menos, que según
me comentó tenía una hacienda por los alrededores. No recuerdo su apellido,
Leonardo… Santa..—Martín estaba haciendo un gran esfuerzo por recordar su
nombre. Manuel, le interrumpió.
—¡Ah! Santacruz. El señorito, Leonardo Santacruz.
Martín lo miró con alegría.
—Eso… Santacruz. Leonardo Santacruz. ¿Sabes dónde
vive? O ¿dónde puedo encontrarlo?
—Pues sí, claro, patrón. Leonardo Santacruz, es el
propietario del nuevo hotel que hay en Cojimar.
A las afueras de la Habana.
—¿Cómo se llega hasta allí?
—Pues verá señor. Tiene que ir rodeando la ladera
del monte, y después todo recto, hacia el mar.
—Y… ¿A qué distancia está de aquí? ¿Cuánto podría
tardar en llegar?
—Dependerá del caballo que elija señor, pero uno
que corra bien, y a galope, sobre una media hora más o menos.
—Está bien, ensíllame un caballo, por favor.
—Martín se quedó pensativo, mientras Manuel iba a cumplir lo ordenado.
—¡Manuel!—llamó.
—¿Señor?
—Ensíllame el más veloz.
—Enseguida, señor pero… permítame que le diga, que
a estas horas…
—Manuel—le dijo intentando que el hombre
obedeciera sin más— Ve rápido por favor.
—Sea pues. Como guste.
La claridad de la luz de la luna llena le guio
durante todo el camino. Martín cabalgaba sobre el hermoso caballo que Manuel le
había preparado, galopaba a todo lo que daba el animal. Sin apenas conocer el
camino, se dirigía por intuición según las indicaciones que le había facilitado
el bueno del cochero.
Acostumbrado como había estado siempre a guiarse
por la selva. Martín se sorprendió ante aquella facilidad que tenía para orientarse
por la noche, tan solo mirando las estrellas, por lo que en poco más de media
hora estaba ante la gran casona de Leonardo Santacruz.
Se apeó del caballo y a grandes zancadas subió las
escaleras que le llevaban a la entrada principal. Golpeó con energía sobre la
gran puerta blanca que le impedía la entrada al interior. Inmediatamente, un
lacayo, abrió el portal.
—¿Se encuentra en casa Leonardo?
Dijo, sin presentarse atropelladamente. El criado,
le miró con recelo.
—Señor, mire usted la hora que es. El señor ya
está descansando.
Martín, entró casi a empujones, como un vendaval
en la casona.
—Pero, señor… ya le he dicho que…
—Por favor, dígale que estoy aquí. Dígale que
Martín, el español, está aquí.
Pero no hizo falta. Leonardo le había oído llegar
y bajaba las escaleras para recibirle. Todo se había adelantado, los
acontecimientos habían dado un giro espectacular, tenía que cambiar rápidamente
sus planes, pero le iría bien tenerle allí.
—¡Eduardo!—llamó a su criado, atándose el batín—No
te preocupes, ya le atiendo yo.
—Señor, siento que…
—Nada, Martín es… casi como un hermano—dijo mirándolo
fijamente mientras se acercaba a él—Puedes retirarte.
Eduardo obedeció y Leonardo le invitó a pasar al
despacho.
—¿Qué ha ocurrido para que vinieras esta misma
noche?, cuando me he ido de la fiesta, estabas tranquilo y ahora mismo te
siento azorado.
—pues sí, Leonardo. Me tendrás que disculpar
pero…—Martín le miró. Leonardo supo que lo que tenía que contarle sería de
enjundia, por lo que le invitó a tomar una copa.
—Te apetece un brandy y hablamos con más
tranquilidad.
Martín hizo una mueca de gratitud con la boca, y
asintió.
—Está bien. Creo que la necesitaré.
Se dirigieron al despacho y Martín habló mientras
Leonardo servía las copas.
—Leonardo, necesito que me cuentes todo lo que
sabes sobre mi supuesta vida anterior. Por lo que me acaba de suceder, presumo
que puedo ser ese Martín que andas buscando. Necesito respuestas y creo que tú
me las podrás dar.
Leonardo, le miró de soslayo, y sorbió de su copa.
—Está bien, ponte cómodo tenemos mucho de qué
hablar.
Martín se acomodó, con la mirada ávida por saber.
—¿Qué quiere que te cuente? Poco se de ti, tan
solo lo que me explicaste en tus misivas.
—¿Yo, te escribí?
—Si. Ya te conté que tu padre y mi madre…
—Sí, perdona, eso ya lo sé... Pero dime. Mi nombre
es Martín...
—Martín Castro.
Martín bebió de su copa. Respiró hondo y preguntó.
—¿Sabes si estoy casado? ¿Si tengo hijos? ¿Si mi
hermana se llama Aurora?
Leonardo no sabía que contarle, pero como todo su
plan iba a la perfección explicó lo que sabía por mediación de doña Francisca
Montenegro, necesitaba pensar con rapidez y hacer que Martín creyera su farsa
para ganarse su confianza.
—Poco se de ti. Pero sé que enviaste varias cartas
al hospital donde estaba ingresada mi madre, en ella comentabas que erais los
hijos de Tristán.
—¿Éramos?
—Sí, ambos. Te presentaste como Martín y Aurora
Castro. Hijos de Tristán.
Martín, sintió un escalofrío que le recorrió toda
su espalda, haciendo que se irguiera en su butacón.
—¡Tristán Castro!—dijo con voz queda.
A su mente volvieron recuerdos de su niñez. Cuando
jugaba a ser un soldado, en el jardín de la casona, cuando le llevaba de la
mano paseando por Puente Viejo, cuando le trajo su caballo de madera,
precisamente de Cuba.
—Sabes el nombre de donde procedía la carta—preguntó
sin levantar la mirada de su copa.
Leonardo respondió, mirando y analizando cada
gesto de Martín.
—Puente Viejo, tus cartas o telegramas, llegaban
de Puente Viejo.
Entonces todas las piezas en su mente, ocuparon su
lugar.
—¡Puente Viejo! —repitió como si todos los
recuerdos de su vida cayeran sobre él en aquel preciso momento.
Martín, ensimismado, con la mirada fija sobre su
copa, recordó, de nuevo a su padre, él abrazo cálido y tierno que sentía cada
vez que se refugiaba en él, una sensación de añoranza broto de sus entrañas, y
un brillo afloró en sus ojos, los cerró con delicadeza, dejando que aquellos
recuerdos brotaran con fluidez y con una nitidez casi real. Recordó su grave voz,
que tantas veces le había calmado en sus noches de infancia, le había mimado
leyendo aquellos cuentos de soldados, y sus conversaciones hasta altas horas de
la madrugada, sus consejos. Recordó sus lágrimas cuando hablaban de su madre.
Pepa la partera, una gran mujer, con la que pudo compartir algunos momentos de
su tierna infancia. Martín sonrió, con una profunda melancolía, sentía un nudo
inmenso en su garganta que le aprisionaba para salir, y fue entonces cuando recordando a su madre
muerta, cuando recordó el día que volvió a Puente Viejo, y el motivo por que
volvió allí. Recordó a don Anselmo, el párroco de la villa, a Emilia y Alfonso,
Raimundo su abuelo, a Rosario y Candela a su hermana Aurora y a María. María…
una joven pizpireta que vio en la plaza nada más llegar a ella.
—¿Martín, me oyes?—interrumpió Leonardo.
—Disculpa, es que… estaba recordando.
—Me he dado cuenta. Y me alegra comprobar que
recuerdas tu pasado.
—Tengo que decirte que, al nombrar a…—Martín se
emocionó, no podía hablar.
—Nuestro padre.
Martín levantó su mirada y miró a aquel muchacho
que permanecía junto a él, y que acababa de recordarle que les unía un vínculo inquebrantable,
para toda la vida, el vínculo de la misma sangre. Leonardo sonrió mientras
decía.
—Si has recordado que Tristán es tu padre, ahora sé
que por fin, estoy frente a mi hermano, que no murió en aquel naufragio. Puedo
decir que tu si eres Martín Castro.
Martín movió la cabeza asintiendo en silencio.
Miró a Leonardo conmovido por aquella situación. El recuerdo de su vida, y la
buena nueva, al descubrir que tenía delante de él, a su hermano.
—Pues sí. Leonardo. Estoy empezando a recordar. No
sé el motivo de mi viaje, pero lo que sé, es que me has ayudado a recordar, al
menos, quien soy. Ahora sé que podré volver a casa tranquilo, y que según me
explicas, lo que me trajo a Cuba fue a buscarte a ti.
—Celebremos pues. Que nos hemos encontrado¸—dijo
Leonardo poniéndose en pie, y abriendo sus brazos para abrazar a Martín—esto lo
tenemos que celebrar hermano.
Martín, se incorporó de su butacón, y abrazó a
Leonardo. Instantes después. Leonardo llamó al servicio. Martín se sentía
cansado y comentó.
—Pero, mañana ya celebraremos, es tarde y tengo
que volver a la hacienda Montecristo.
—De ninguna manera, voy a permitir que mi hermano
permanezca ni un minuto más lejos de mí. Tenemos mucho de qué hablar, y si está
en mi mano, te ayudaré a recordar, aunque yo poco puedo hacer al respecto.
Hasta hace poco, no sabía que tenía más familia. Me creí solo en el mundo.
—Pues ya ves que no—dijo Martín, y se abrazaron
complacidos.
—Deseaba algo el señor—dijo el mayordomo, tras
abrir la puerta del despacho.
—Sí, Eduardo—habló Leonardo cogiendo del hombro a
Martín—tráenos una botella del mejor Champany. ¡El mejor de Francia!—y dirigiéndose
a Martín le comentó—Te gustará.
—Enseguida señor.
Al momento, Eduardo estaba de vuelta, con una
botella del mejor Champany y dos copas de cristal de bohemia.
—Déjalo ahí, yo mismo lo serviré. Puedes
retirarte.
—Está bien señor.
Eduardo, cerró la puerta tras salir del despacho.
Leonardo se dirigió a la mesa donde había dejado la bandeja y mientras
descorchaba la botella decía.
—Querido hermano. Me has disipado toda duda. Ahora
ya sabemos ambos quien somos y que lazos nos unen.
De espaldas a Martín, Leonardo servía ambas copas,
pero de uno de los botellines que tenía en mueble bar, vació unos polvos
blancos en la copa de su supuesto hermano. Sonriente dio media vuelta y se la
ofreció para brindar.
—Mi querido hermano. Por nuestro futuro, y porque
nuestros sueños y propósitos se conviertan en realidad.
—Brindo por ello—brindó eufórico Martín al poder
por fin respirar tranquilo.
Ambos bebieron de sus copas.
De pronto Martín tuvo una pesada sensación de
cansancio.
—Me disculparás pero… no sé lo que me está pasando,
de pronto me siento muy cansado—Martín estaba haciendo un esfuerzo por mantenerse
despierto—. Casi no puedo abrir los ojos.
En aquel momento, la visión se empezó a nublar, no
podía articular palabra, todo giraba a su alrededor. Miró a Leonardo, que
sonreía frente a él, pero llevaba algo en su mano. Martín no entendía nada,
intentaba distinguir que era lo que le mostraba Leonardo, y en un momento de
lucidez lo vio. Leonardo le estaba apuntando con una pistola. Este le espetó.
—Eres un ingenuo, un incauto. Ha sido más fácil de
lo que creía. Y ahora ya estás en mi poder. Lo siento amigo, tengo que matarte.
—Pero… ¿qué estás haciendo? ¿Somos hermanos?... ¿Acaso
quieres dinero? ¿La herencia que por su puesto te pertenece?
—Cállate, y bebe.
Martín intentaba asimilar lo que estaba
escuchando, era evidente que aquel hombre, no era su hermano, y que le había
puesto algo en la copa.
—¿Por qué haces esto? ¿Qué mal te he hecho yo?
—Eres unos melindres. ¿Quién crees que me ha
pedido que te mate?
Martín pensó con rapidez, pero sus recuerdos
todavía tenían lagunas.
—No entiendo nada, Leonardo. Ven con migo a Puente
Viejo, y te prometo.
—No estás en disposición de prometer nada. Y te
diré quién ha sido.
Martín le miró atónito. No podía creer lo que
veían sus ojos.
—A sido Doña Francisca Montenegro, ahora, ella
tendrá lo que quería, tu cadáver y yo recibiré mi recompensa, su dinero
—¡Francisca! —dijo con un hilo de voz. Leonardo
continuó hablando.
—Y sí, claro que quiero la herencia, y la tendré,
si no toda un gran pellizco, que me permita vivir el resto de mi vida
holgadamente. Pero… quiero que sepas, que ni a ti, ni a mí, nos une sangre
alguna. Tú estás aquí, porque tu querida abuelita me prometió mucho dinero por
acabar con tu vida, yo fui quien envió la carta de la supuesta madre enferma, Pilar,
para que tú, sabiendo que eres defensor de las causas justas, y del honor de
los tuyos por encima de todo, viajarías hasta aquí, para enmendar la falta de
tu padre, y así lejos de Puente Viejo, pudiera acabar con tu vida, y así salir
por fin de la vida de su ahijada, tu querida María.
Martín intentó ponerse en pie, pero el láudano había
hecho mella en él, y calló de rodillas al suelo, donde segundos después se
desplomó inconsciente.
Leonardo, guardo su revólver y dijo en voz queda.
—Por ahora mi querido hermanito, desaparecerás y
todo se hará a mi manera. A partir de ahora soy yo, el que toma las riendas del
juego, Francisca Montenegro. Abuelita, no sabe dónde se ha metido. Ni de lo que
soy capaz, no lo sabe.