30 de noviembre de 2014

RELATO. INSOMNIO- LA GRAN MENTIRA.


CAP 15- INSOMNIO- LA GRAN MENTIRA




Aquella noche Emilia no podía conciliar el sueño, daba vueltas y más vueltas porque cada vez que cerraba sus ojos veía de nuevo a Severiano.

—Dios mío, para que has vuelto.

Alfonso, dormía junto a ella. La mujer le miró, la ternura que desprendía aquel rostro que descansaba junto a ella, le hizo sonreír con ternura. Le amaba, le quería como a nadie en el mundo. Alfonso la hacía feliz. Cerró los ojos con complacencia queriendo retener aquella imagen tan placida y hermosa en lo más profundo de su ser, pero en su cabeza sonó una carcajada que abrió paso a la nítida imagen de Severiano, que reía estrepitosamente.

—Maldito bastardo. Tengo que saber a qué has venido.

Emilia, se incorporó lentamente, se calzó, y tapando su cuerpo con una toquilla que tenía a los pies de la cama, se dirigió hacia la cocina para prepararse una manzanilla y poder así conciliar el sueño.

Al salir de la cocina con la taza en su mano, se encontró con la Isabel, la joven que hacía unos días se había instalado en la posada.

—¡Ay, Isabel, que susto me ha dado mujer! ¿Se siente mal, necesita algo?

La muchacha sonrió de una manera extraña.

—No doña Emilia, solo, que la he oído bajar y he venido a darle esto.

Isabel alargó su mano y le dio una nota.

—¿Para mí? ¿Y que es, si puede saberse?

Isabel respondió.

—Tendrá que averiguarlo usted misma. Solo le diré, que me la ha dado mi patrón.

—¡Su patrón! ¿Y me lo tiene que entregar a estas horas? ¿A caso es urgente?

—No lo creo señora, pero me ha dicho que espera respuesta y que se lo entregara cuando estuviera sola, y ahora lo está, ¿verdad?

—Bueno, si mujer, pero…

—Ábralo y dígame, lo que le tengo que decir a mi patrón.

Emilia dejó la taza que llevaba en su mano y cogió la nota. La abrió, y la leyó en silencio.

El rostro de Emilia iba transformándose a medida que iba leyendo las palabras que contenía aquella misiva. Su tez se volvió pálida como la cal y tuvo que sentarse para poder continuar leyendo la nota.

Cuando hubo terminado, miró a Isabel y preguntó.

—¿Has sido tú, quien…

—Sí, doña Emilia, por su puesto, ¿quién sino?

Emilia dejó caer sus manos sobre la mesa y se quedó angustiada por el significado de aquella nota. Isabel le preguntó.

—Bueno, pues, ¿qué le tengo que decir a mi Patrón?

Ella, la miró, estaba ausente, consternada. Respondió casi como un autómata.

—dile…dile, que iré. 

Isabel sonrió y se despidió de ella, dirigiéndose a su habitación. Emilia se quedó sola, en aquel frio lugar, que ahora se le advertía grande y vacío. Y una lágrima brotó de sus hermosos ojos.







Martín había llegado a su alcoba. Cerró su puerta para que nadie, pudiera molestarle. Se sentía mal, estaba colérico con su actitud, y necesitaba ver a Leonardo lo antes posible. Se aproximó al lugar donde había escondido sus pertenencias y sacó la bolsita verde. Necesitaba verla de nuevo, necesitaba recordar si aquella mujer que permanecía sentada junto a él, era María. Se dirigió a su bufete y se sentó en la cómoda silla que lo presidía. Sacó con mucho mimo las fotografías que contenía la bolsa, y las dejó sobre la mesa una junto a la otra. Y allí estaba, inmóvil, tal como estaba él en aquel momento. Sus ojos buscaron entre las arrugas del papel y el deterioro que habían sufrido por el agua, el rostro de aquella mujer, y aunque no pudiera verlo, percibió una gran felicidad, atrapada en aquel papel, una felicidad que antes no había advertido, pues su rostro, el de él, sonreía feliz, y se intuía que el de aquella mujer, también lo hacía. Sus cabezas unidas, apoyadas una junto a la otra, era indicio de una estrecha relación, una relación que intuía, iba más allá de una buena amistad, ya que lo que sostenían ambos en su regazo, era la figura de un bebé. Un desasosiego se apodero de su ser, cuando miró con detenimiento cada recodo de la imagen. De pronto Martín, sintió en su interior un sentimiento de ternura y dejó la fotografía sobre la mesa, y la miró desde la distancia. Sin darse cuenta, se encontró acariciando suavemente con su dedo, el estropeado rostro de aquella pequeña criatura, y entonces fue cuando comprendió que esa fotografía no podía ser otra que la fotografía de una familia, de su familia.

Y con una inevitable necesidad, volvió a pronunciar su nombre.

—María… Dios mío, solo se tu nombre, pero no recuerdo nada más de ti. Supongo que este rorro será nuestro hijo, pero como saber si sois parte de mí.

Martín, se quedó mirando la imagen durante unos instantes y al punto se incorporó de la silla, dirigiéndose con premura hacia su ropero. Sacó su mochila y guardó en ella, las pocas pertenencias que había encontrado en el interior de la bolsita, y salió de su habitación. Andaba rápido, y con un solo propósito, tenía que ir en busca de Leonardo. Así que se dirigió a las cocheras, sin encontrarse a nadie en su recorrido.

—Manuel—preguntó al cochero—¿Sabes por casualidad donde vive Leonardo?—El hombre alzó las cejas—Si,  ¿Un joven, bien parecido que ha asistido hoy a la fiesta del tabaco?

—Pues verá usted, señorito. No sé bien de quien me habla.

—Un joven de mi misma edad más o menos, que según me comentó tenía una hacienda por los alrededores. No recuerdo su apellido, Leonardo… Santa..—Martín estaba haciendo un gran esfuerzo por recordar su nombre. Manuel, le interrumpió.

—¡Ah! Santacruz. El señorito, Leonardo Santacruz.

Martín lo miró con alegría.

—Eso… Santacruz. Leonardo Santacruz. ¿Sabes dónde vive? O ¿dónde puedo encontrarlo?

—Pues sí, claro, patrón. Leonardo Santacruz, es el propietario del nuevo hotel que hay en Cojimar.  A las afueras de la Habana.

—¿Cómo se llega hasta allí?

—Pues verá señor. Tiene que ir rodeando la ladera del monte, y después todo recto, hacia el mar.

—Y… ¿A qué distancia está de aquí? ¿Cuánto podría tardar en llegar?

—Dependerá del caballo que elija señor, pero uno que corra bien, y a galope, sobre una media hora más o menos.

—Está bien, ensíllame un caballo, por favor. —Martín se quedó pensativo, mientras Manuel iba a cumplir lo ordenado.

—¡Manuel!—llamó.

—¿Señor?

—Ensíllame el más veloz.

—Enseguida, señor pero… permítame que le diga, que a estas horas…

—Manuel—le dijo intentando que el hombre obedeciera sin más— Ve rápido por favor.

—Sea pues. Como guste.


La claridad de la luz de la luna llena le guio durante todo el camino. Martín cabalgaba sobre el hermoso caballo que Manuel le había preparado, galopaba a todo lo que daba el animal. Sin apenas conocer el camino, se dirigía por intuición según las indicaciones que le había facilitado el bueno del cochero.

Acostumbrado como había estado siempre a guiarse por la selva. Martín se sorprendió ante aquella facilidad que tenía para orientarse por la noche, tan solo mirando las estrellas, por lo que en poco más de media hora estaba ante la gran casona de Leonardo Santacruz.

Se apeó del caballo y a grandes zancadas subió las escaleras que le llevaban a la entrada principal. Golpeó con energía sobre la gran puerta blanca que le impedía la entrada al interior. Inmediatamente, un lacayo, abrió el portal.

—¿Se encuentra en casa Leonardo?

Dijo, sin presentarse atropelladamente. El criado, le miró con recelo.

—Señor, mire usted la hora que es. El señor ya está descansando.

Martín, entró casi a empujones, como un vendaval en la casona.

—Pero, señor… ya le he dicho que…

—Por favor, dígale que estoy aquí. Dígale que Martín, el español, está aquí.

Pero no hizo falta. Leonardo le había oído llegar y bajaba las escaleras para recibirle. Todo se había adelantado, los acontecimientos habían dado un giro espectacular, tenía que cambiar rápidamente sus planes, pero le iría bien tenerle allí.

—¡Eduardo!—llamó a su criado, atándose el batín—No te preocupes, ya le atiendo yo.

—Señor, siento que…

—Nada, Martín es… casi como un hermano—dijo mirándolo fijamente mientras se acercaba a él—Puedes retirarte.

Eduardo obedeció y Leonardo le invitó a pasar al despacho.

—¿Qué ha ocurrido para que vinieras esta misma noche?, cuando me he ido de la fiesta, estabas tranquilo y ahora mismo te siento azorado.

—pues sí, Leonardo. Me tendrás que disculpar pero…—Martín le miró. Leonardo supo que lo que tenía que contarle sería de enjundia, por lo que le invitó a tomar una copa.

—Te apetece un brandy y hablamos con más tranquilidad.

Martín hizo una mueca de gratitud con la boca, y asintió.

—Está bien. Creo que la necesitaré.

Se dirigieron al despacho y Martín habló mientras Leonardo servía las copas.

—Leonardo, necesito que me cuentes todo lo que sabes sobre mi supuesta vida anterior. Por lo que me acaba de suceder, presumo que puedo ser ese Martín que andas buscando. Necesito respuestas y creo que tú me las podrás dar.

Leonardo, le miró de soslayo, y sorbió de su copa.

—Está bien, ponte cómodo tenemos mucho de qué hablar.

Martín se acomodó, con la mirada ávida por saber.

—¿Qué quiere que te cuente? Poco se de ti, tan solo lo que me explicaste en tus misivas.

—¿Yo, te escribí?

—Si. Ya te conté que tu padre y mi madre…

—Sí, perdona, eso ya lo sé... Pero dime. Mi nombre es Martín...

—Martín Castro.

Martín bebió de su copa. Respiró hondo y preguntó.

—¿Sabes si estoy casado? ¿Si tengo hijos? ¿Si mi hermana se llama Aurora?

Leonardo no sabía que contarle, pero como todo su plan iba a la perfección explicó lo que sabía por mediación de doña Francisca Montenegro, necesitaba pensar con rapidez y hacer que Martín creyera su farsa para ganarse su confianza.

—Poco se de ti. Pero sé que enviaste varias cartas al hospital donde estaba ingresada mi madre, en ella comentabas que erais los hijos de Tristán.

—¿Éramos?

—Sí, ambos. Te presentaste como Martín y Aurora Castro. Hijos de Tristán.

Martín, sintió un escalofrío que le recorrió toda su espalda, haciendo que se irguiera en su butacón.

—¡Tristán Castro!—dijo con voz queda.




A su mente volvieron recuerdos de su niñez. Cuando jugaba a ser un soldado, en el jardín de la casona, cuando le llevaba de la mano paseando por Puente Viejo, cuando le trajo su caballo de madera, precisamente de Cuba.

—Sabes el nombre de donde procedía la carta—preguntó sin levantar la mirada de su copa.

Leonardo respondió, mirando y analizando cada gesto de Martín.

—Puente Viejo, tus cartas o telegramas, llegaban de Puente Viejo.

Entonces todas las piezas en su mente, ocuparon su lugar.

—¡Puente Viejo! —repitió como si todos los recuerdos de su vida cayeran sobre él en aquel preciso momento.

Martín, ensimismado, con la mirada fija sobre su copa, recordó, de nuevo a su padre, él abrazo cálido y tierno que sentía cada vez que se refugiaba en él, una sensación de añoranza broto de sus entrañas, y un brillo afloró en sus ojos, los cerró con delicadeza, dejando que aquellos recuerdos brotaran con fluidez y con una nitidez casi real. Recordó su grave voz, que tantas veces le había calmado en sus noches de infancia, le había mimado leyendo aquellos cuentos de soldados, y sus conversaciones hasta altas horas de la madrugada, sus consejos. Recordó sus lágrimas cuando hablaban de su madre. Pepa la partera, una gran mujer, con la que pudo compartir algunos momentos de su tierna infancia. Martín sonrió, con una profunda melancolía, sentía un nudo inmenso en su garganta que le aprisionaba para salir,  y fue entonces cuando recordando a su madre muerta, cuando recordó el día que volvió a Puente Viejo, y el motivo por que volvió allí. Recordó a don Anselmo, el párroco de la villa, a Emilia y Alfonso, Raimundo su abuelo, a Rosario y Candela a su hermana Aurora y a María. María… una joven pizpireta que vio en la plaza nada más llegar a ella.

—¿Martín, me oyes?—interrumpió Leonardo.

—Disculpa, es que… estaba recordando.

—Me he dado cuenta. Y me alegra comprobar que recuerdas tu pasado.

—Tengo que decirte que, al nombrar a…—Martín se emocionó, no podía hablar.

—Nuestro padre.

Martín levantó su mirada y miró a aquel muchacho que permanecía junto a él, y que acababa de recordarle que les unía un vínculo inquebrantable, para toda la vida, el vínculo de la misma sangre. Leonardo sonrió mientras decía.

—Si has recordado que Tristán es tu padre, ahora sé que por fin, estoy frente a mi hermano, que no murió en aquel naufragio. Puedo decir que tu si eres Martín Castro.

Martín movió la cabeza asintiendo en silencio. Miró a Leonardo conmovido por aquella situación. El recuerdo de su vida, y la buena nueva, al descubrir que tenía delante de él, a su hermano.

—Pues sí. Leonardo. Estoy empezando a recordar. No sé el motivo de mi viaje, pero lo que sé, es que me has ayudado a recordar, al menos, quien soy. Ahora sé que podré volver a casa tranquilo, y que según me explicas, lo que me trajo a Cuba fue a buscarte a ti.

—Celebremos pues. Que nos hemos encontrado¸—dijo Leonardo poniéndose en pie, y abriendo sus brazos para abrazar a Martín—esto lo tenemos que celebrar hermano. 

Martín, se incorporó de su butacón, y abrazó a Leonardo. Instantes después. Leonardo llamó al servicio. Martín se sentía cansado y comentó.

—Pero, mañana ya celebraremos, es tarde y tengo que volver a la hacienda Montecristo.

—De ninguna manera, voy a permitir que mi hermano permanezca ni un minuto más lejos de mí. Tenemos mucho de qué hablar, y si está en mi mano, te ayudaré a recordar, aunque yo poco puedo hacer al respecto. Hasta hace poco, no sabía que tenía más familia. Me creí solo en el mundo.

—Pues ya ves que no—dijo Martín, y se abrazaron complacidos.

—Deseaba algo el señor—dijo el mayordomo, tras abrir la puerta del despacho.

—Sí, Eduardo—habló Leonardo cogiendo del hombro a Martín—tráenos una botella del mejor Champany. ¡El mejor de Francia!—y dirigiéndose a Martín le comentó—Te gustará.

—Enseguida señor.

Al momento, Eduardo estaba de vuelta, con una botella del mejor Champany y dos copas de cristal de bohemia.

—Déjalo ahí, yo mismo lo serviré. Puedes retirarte.

—Está bien señor.

Eduardo, cerró la puerta tras salir del despacho. Leonardo se dirigió a la mesa donde había dejado la bandeja y mientras descorchaba la botella decía.

—Querido hermano. Me has disipado toda duda. Ahora ya sabemos ambos quien somos y que lazos nos unen.

De espaldas a Martín, Leonardo servía ambas copas, pero de uno de los botellines que tenía en mueble bar, vació unos polvos blancos en la copa de su supuesto hermano. Sonriente dio media vuelta y se la ofreció para brindar.

—Mi querido hermano. Por nuestro futuro, y porque nuestros sueños y propósitos se conviertan en realidad.

—Brindo por ello—brindó eufórico Martín al poder por fin respirar tranquilo.

Ambos bebieron de sus copas.

De pronto Martín tuvo una pesada sensación de cansancio.

—Me disculparás pero… no sé lo que me está pasando, de pronto me siento muy cansado—Martín estaba haciendo un esfuerzo por mantenerse despierto—. Casi no puedo abrir los ojos.

En aquel momento, la visión se empezó a nublar, no podía articular palabra, todo giraba a su alrededor. Miró a Leonardo, que sonreía frente a él, pero llevaba algo en su mano. Martín no entendía nada, intentaba distinguir que era lo que le mostraba Leonardo, y en un momento de lucidez lo vio. Leonardo le estaba apuntando con una pistola. Este le espetó.

—Eres un ingenuo, un incauto. Ha sido más fácil de lo que creía. Y ahora ya estás en mi poder. Lo siento amigo, tengo que matarte.




—Pero… ¿qué estás haciendo? ¿Somos hermanos?... ¿Acaso quieres dinero? ¿La herencia que por su puesto te pertenece?

—Cállate, y bebe.

Martín intentaba asimilar lo que estaba escuchando, era evidente que aquel hombre, no era su hermano, y que le había puesto algo en la copa.

—¿Por qué haces esto? ¿Qué mal te he hecho yo?

—Eres unos melindres. ¿Quién crees que me ha pedido que te mate?

Martín pensó con rapidez, pero sus recuerdos todavía tenían lagunas.

—No entiendo nada, Leonardo. Ven con migo a Puente Viejo, y te prometo.

—No estás en disposición de prometer nada. Y te diré quién ha sido.

Martín le miró atónito. No podía creer lo que veían sus ojos.

—A sido Doña Francisca Montenegro, ahora, ella tendrá lo que quería, tu cadáver y yo recibiré mi recompensa, su dinero 

—¡Francisca! —dijo con un hilo de voz. Leonardo continuó hablando.

—Y sí, claro que quiero la herencia, y la tendré, si no toda un gran pellizco, que me permita vivir el resto de mi vida holgadamente. Pero… quiero que sepas, que ni a ti, ni a mí, nos une sangre alguna. Tú estás aquí, porque tu querida abuelita me prometió mucho dinero por acabar con tu vida, yo fui quien envió la carta de la supuesta madre enferma, Pilar, para que tú, sabiendo que eres defensor de las causas justas, y del honor de los tuyos por encima de todo, viajarías hasta aquí, para enmendar la falta de tu padre, y así lejos de Puente Viejo, pudiera acabar con tu vida, y así salir por fin de la vida de su ahijada, tu querida María.

Martín intentó ponerse en pie, pero el láudano había hecho mella en él, y calló de rodillas al suelo, donde segundos después se desplomó inconsciente.

Leonardo, guardo su revólver y dijo en voz queda.


—Por ahora mi querido hermanito, desaparecerás y todo se hará a mi manera. A partir de ahora soy yo, el que toma las riendas del juego, Francisca Montenegro. Abuelita, no sabe dónde se ha metido. Ni de lo que soy capaz, no lo sabe.


Continuará....


27 de noviembre de 2014

RELATO- PASIÓN ROTA- EL RECUERDO DE MARÍA.




CAP 14- PASIÓN ROTA- EL RECUERDO DE MARÍA.


Los invitados se habían marchado, el servicio retiraba las bandejas con los restos de comida que había sobre las mesas. Don Guzmán todavía estaba charlando con unos cuantos rezagados en su despacho, al ver que Martín y Soledad se habían quedado solos, se acercó a ellos.

—Bueno, pues ya terminó.

—Ya era hora—respondió Martín, aflojándose la corbata.

Sol sonrió, mirándole de reojo.

—¿Es que acaso no te ha gustado la fiesta?—preguntó el hombre.

—Oh! Si claro, no se lo tome a mal, don Guzmán—respondió apurado— Lo decía porque…

—Lo decía porque ha sido el centro de atención, padre. Tanto de los caballeros como de las damas.

Don Guzmán sonrió.

—Bien pues, podéis ir a descansar si lo deseáis. Pero, Martín yo venía a decirte, si querías unirte a nosotros, ya que me quedaré un poco más con mis invitados—se acercó al muchacho y dijo en voz queda— vamos a jugar unas partidas de póker.

Martín con un gesto cansado, declinó su invitación.

—No, gracias don Guzmán, se lo agradezco, pero no es momento de jugar al póker, realmente estoy cansado de tanta conversación, ahora mismo necesito tranquilidad.

—Sí, padre, doy fe, lleva explicando lo del naufragio toda la noche.

—Está bien, como queráis. Entonces, hasta mañana.

—Hasta mañana padre—Sol se aproximó a su progenitor y alzándose de puntillas le besó en la mejilla.

—Que descanse don Guzmán—se despidió Martín.

El hombre, se dirigió hacia su despacho, y cerró la puerta tras él. Sol, giró sobre sí misma y miró a Martín.

—¿Quieres que salgamos a ver las estrellas? Es una noche preciosa, y así nos relajaremos para poder descansar. A veces, si uno está muy fatigado, le es más difícil conciliar el sueño.

Martín, la miró, en silencio.

—Anda, Martín, no te hagas de rogar.

Él, al ver aquella chispa en sus ojos no pudo negarse a sus deseos, sentía una mezcla se sensaciones, entre atracción, cariño, y gratitud.

—Está bien, pero solo unos minutos. Estoy muy cansado, de verdad, tengo los músculos engarrotados, de la tensión que me han hecho pasar todos aquellos invitados pudientes. Con gusto me hubiera ido corriendo.

—Lo sé—rio Sol—por eso es mejor que me acompañes, ya verás, no te arrepentirás.

—Está bien pues, vamos—dijo él.

—Pero…—Sol, se digirió hacia una mesa del salón— No sin antes llevaremos una botella de ron, para tomarnos unas copitas—propuso la muchacha, con voz queda guiñándole un ojo.

Martín la miró sorprendido.

—¿Nos tomaremos? ¿Es que tú, piensas beber ron?—bromeó.

—Tu sígueme.—respondió mientras reía llena de vida. Sol, llevaba dos copas en una mano, mientras en la otra agarraba con fuerza la botella de ron—¿Vamos?

Martín, sonrió moviendo la cabeza, Sol era como una brisa de aire fresco, como una alegre muchachita inocente y feliz, y aunque él, continuaba analizando cada paso que daba, desde que encontró aquella bolsita, cuando miraba a la muchacha, su corazón le decía que aquella joven era incapaz de haber cometido tal engaño.

Caminó tras ella, en realidad quería evadirse de todo aquel recuerdo del naufragio que había estado repitiendo una y otra vez, durante toda la velada. Y pese a que Leonardo y su historia ocupaban gran parte de su pensamiento, en aquel momento, le apetecía descansar, reír, pasear, o simplemente conversar de cosas banales.

»Mañana será otro día»—pensó, y continuó caminando tras la muchacha, que correteaba delante de él.

Al salir al exterior, sintió como el calor de la noche se pegaba a su piel. Era un noche cálida que invitaba a disfrutar de aquel maravilloso espectáculo que formaban las chispeantes estrellas. Sorprendentemente Sol, no se había sentado en la butaca que momentos antes compartiera con Leonardo. La muchacha había bajado las blancas escaleras del porche y se dirigía hacia la explanada que quedaba un poco más alejada de la hacienda.

—¿A dónde vas?—gritó Martín.

—Tú sígueme. Te voy a llevar a un lugar que te va a encantar.

Él continuo caminado tras Sol, hasta que ella se paró.

—Mira el cielo. A que es bello—le dijo en cuanto sintió que estaba junto a ella.

Martín miró hacia el infinito. En aquel lugar, las estrellas eran tan copiosas que no dejaban resquicio alguno, entre unas y otras. Eran, como polvo de plata, formando dibujos abstractos llenos de pequeños resplandores, ofreciendo un espectáculo, inusual.

Sol, se dio cuenta de que Martín estaba absorto disfrutando de aquella visión tan cautivadora. Se sentó en el frondoso suelo y llenó las dos copas de ron, ofreciéndole una a Martín mientras le decía.

—Ven siéntate aquí junto a mí, y contemplemos en silencio esta maravilla de la naturaleza—él obedeció, y sorbió de la copa. Sol continuaba hablando—Cuando me siento triste, o sola, vengo a contemplar las estrellas.

—¿Acompañada por una botella de ron?—se chanceó  Martín, a la vez que volvía a sorber de aquel excelente ron, que esta vez sintió mucho más  fuerte, y tuvo que hacer grandes esfuerzos para tragar y evitar toser tras su deglución. Martín miró su copa con el ceño fruncido.

—¿Te burlas de mí?—preguntó  Sol, con fingida molestia.

—No, mujer, era chanza—Se disculpó. Y volviendo a mirar al infinito dijo—Desde luego es un precioso lugar. Nunca hubiera imaginado poder contemplar una visión tan maravillosa.

Sol respondió coqueta.

—Aquí, en cuba, hay muchas cosas maravillosas que puedes descubrir… si tú quieres, claro.

Martín la miró. Aquellos ojos azules relucían con el brillo de la luna llena.

—Ah sí… ¿cómo cuáles?—dijo siguiéndole el juego.

—Pues…por ejemplo… tenemos una cura infalible para el agotamiento.

—¿Infalible? —Soltó una carcajada—¿infalible cómo qué? ¿Una buena cama y unas horas de descanso? Eso creo que está en todas partes del mundo, no solo en Cuba.—dijo mientras cerraba los ojos moviendo la cabeza de un lado al otro. Realmente estaba más agotado de lo que imaginaba y ya era hora de retirarse a descansar.

Sol, le miró pícara, pero él no se dio cuenta de nada permanecía con los ojos cerrados, frotando sus fuertes hombros. De pronto ella dijo.

—¡Quítate la camisa!

Martín, la miró sorprendido, alzando las cejas, a la vez que sonreía por aquella ocurrencia.

—¿Qué quieres que me quite qué?

—La camisa, te he dicho que te quites la camisa. No te voy a hacer nada. Tan solo quiero darte un masaje para relajar tus músculos, ya te he dicho que teníamos un secreto infalible para el agotamiento. Deja y verás.

—Pero Sol como pretendes que…

Pero la muchacha ya le estaba desabrochando su camisa.

—Anda, no te hagas de rogar... Será un momento y luego nos vamos.

Sin darse cuenta, Sol había conseguido su propósito, le había desabrochado su camisa y permanecía esperando que Martín terminara el trabajo, mientras ella se situaba de rodillas detrás de él. Martín, se desabrochó los puños y se quitó la camisa como había pedido Sol.

—¿Contenta?

—Tu relájate y déjate llevar—acercándose a su oído, le susurró— Si cierras los ojos, sentirás como los músculos se van relajando y ya verás cómo te encontrarás mucho mejor.

—Está bien, a ver como se te dan esos masajes.

Tal como le había indicado la muchacha, cerró los ojos y se dejó hacer.

Las manos de Sol, empezaron a masajear su cuello una y otra vez, con cuidado, con mimo, bajando acompasadas por sus anchos hombros, y deslizándose por su fuerte espalda, dibujando sobre su piel, círculos que a él, le producían un gran placer. Martín se sentía a gusto y mucho más relajado. Sol, fue acariciando la espalda suavemente…, lentamente…, midiendo cada uno de sus gestos y controlando la presión de sus manos y sus dedos, quería que Martín se evadiera del mundo y que tan solo se concentrara en sus carias, que tan solo pensara en sus manos, que tan solo la sintiera a ella.

Él, empezó a sentir una mezcla de cálidas sensaciones. El aroma de la hierba húmeda de la noche, el sonido de los grillos, la calidez de la luna, mezclado con el perfume de Sol, le transportaba a un lugar muy lejano de allí, el ron que había tomado, mezclado con aquellas sensaciones le estimularon los sentidos, las cálidas manos que le acariciaban su piel, le hacían sentir chispas electrizantes de placer, consiguiendo que todo su cansancio fuera desvaneciéndose lentamente, llevándolo a un estado de embriaguez y gozo. Martín, no sentía nada a su alrededor, tan solo las manos de Sol, y una sensación de paz y de satisfacción se mezclaron en su interior.



De pronto, todo su cuerpo se irguió al sentir como los húmedos labios de Sol, se deslizaban con dulzura por su cuello, dando pequeños besos y suaves mordiscos, que le hicieron estremecer. Su largo cabello ensortijado, cayó como una cascada sobre su pecho desnudo, haciéndole sentir un escalofrío de placer. Los besos de Sol, fueron subiendo lentamente hasta llegar al óvulo de su oreja, dónde ella, presa de su pasión, volvió a mordisquear delicadamente, y empezó a juguetear con su lengua. Martín sintió su aliento, escuchó un suave gemido y notó su respirar. Un impulso hizo que dejara su posición y buscara sus labios para saciar aquel deseo incontrolado que había suscitado en él. De pronto, se encontraron el uno frente al otro. El resplandor de la luna iluminó el cabello de Sol, era tan bella. Martín la miró intentando perderse en sus ojos, ella deseosa de sus labios, esperaba ese beso tan anhelado. Él, cogió su rostro entre sus manos y la besó, el beso apasionado fue cada vez más profundo, dando paso, a un fluir de deseos incontrolados. La deseaba y la besaba como si no existiera un mañana. Sus manos buscaban sus cálidos cuerpos para saciar su frenesí, pero, cuando la noche fue presa de su pasión Martín sintió en su corazón un pellizco tan profundo como intenso, y entonces miles de imágenes brotaron en su mente, iban y venían a placer, hasta que todas ellas formaron la imagen nítida de una mujer, una mujer joven, morena, que le sonreía, y le besaba tan apasionadamente como lo estaba haciendo ahora. Una bellísima mujer que clavada en sus ojos le decía cuanto le amaba, una mujer que desde la distancia, asomaba por entre las sombras, para darse a conocer. En aquel momento, pudo verle el rostro. Martín, que había detenido en seco su desenfreno, se apartó de la muchacha como una exhalación, quedando arrodillado frente a ella, con la mirada perdida entre las sombras de la noche, buscando aquel rostro angelical.  Sol, sin comprender lo que le había sucedido, se incorporó quedando sentada junto al muchacho.

—¿Te pasa algo Martín?

Y su voz salió de su alma, subió por su pecho, para escapar por sus labios formando su nombre.

—¡María!

Sol, se quedó inmóvil, comprendiendo que Martín había recordado a alguien de su pasado. Posiblemente sería la mujer de la fotografía que había escondido junto a sus pertenencias. Un sentimiento de celos se apoderó de todo su ser. Él, que continuaba en la misma posición, miró a Sol, cogió su camisa y se incorporó mientras decía.

—No entiendo que es lo que ha podido suceder, no tiene sentido. Perdóname, ha sido un impulso, no pretendía…

Sol se incorporó, para sujetarle los brazos, quería volver a besarlo para poder sacar de su mente aquel recuerdo que con tanta virulencia había llegado a él.

—Pero Martín, no tienes que disculparte, ha sucedido, no tienes que pedir perdón—le decía mientras intentaba acariciar su rostro.

Él se apartó, mientras se ponía la camisa.

—Sol, por suerte nos hemos dado cuenta a tiempo.

—Dado cuenta a tiempo… ¿a tiempo de qué?

—De cometer un error—alzó la voz enojado con él mismo.

—¿Un error? Pero tus besos eran ciertos, los he sentido apasionados.

Martín negaba con la cabeza. Ella continuaba a su alrededor intentando que la mirara.

—Martín, por favor, ¿qué ha pasado para que me dejes así? ¿Quién es esa María que has nombrado? Martín, mírame por Dios.

—Lo siento Sol, no era mi intención hacerte sentir mal, de verdad que lo siento. Pero no puedo seguir con esto. Ha sido fruto del cansancio y del alcohol. Necesito estar solo, necesito pensar.

Martín dio media vuelta y caminó con rapidez hacia la hacienda, tal como le había dicho, necesitaba estar solo, necesitaba pensar. Quería llegar a su alcoba y mirar esas fotografías que tenía guardadas a buen recaudo. Aquella mujer que acababa de ver, sin duda alguna sería la mujer que estaba junto a él. Pensó en Leonardo, tenía que verle, él podría despejar muchas más incógnitas sobre su vida en España y sobre ese nombre. María, esa era ahora y siempre, aunque ahora no lo recordara, su prioridad.

—Pero... Martín. ¡A dónde vas! ¡Vuelve! ¡No me dejes aquí!

Pero Martín ya no la oía. Y Sol se quedó sola en la explanada, con una rabia infinita, que se acrecentaba al recordar el motivo de su abandono, el nombre que Martín había pronunciado con tanta devoción.

—Me las pagarás Martín Castro. A mí nadie me deja así. Siempre he conseguido todo lo que he querido, y tú no vas a ser una excepción—y arreglándose las ropas espetó— A Sol de Estrada y Menocal, nadie la abandona y menos por una mujer.

A más ver.


25 de noviembre de 2014

¿QUIEN ES LA HERMANA QUE BUSCA SEVERO? ¿SOL-EDAD?


Mis queridas compis..

Al hilo de lo que todo el mundo se va preguntando respecto a la hermana de Severo, la niña rubita llamada Sol y a la que busca en Puente Viejo, y a la que separaron de sus brazos desde la más tierna infancia. Tengo mi teoría al respecto, quizá un poco loca.. que no se sujeta con nada.. pero que  voy a intentar explicar, y que tengo que deciros, que esta idea que me asalta en las mientes...  miedo me da.. tan solo, de pensarlo.

Al principio, y al ver las escenas,  ya me pareció, o imaginé por donde pudieran ir los tiros. Alguna trama que implicara a la Doña para que alguien viniera a vengarse de ella, pero que al final cuando se averiguara la verdad, Severo comprendería, que Francisca, no tiene nada que ver con aquella separación, y tenga qeu plegar alas. Me explico.

Por orden de Salvador Castro, las monjas del orfanato "tal" tenían que mantener a esa niña encerrada en el convento, durante un tiempo. La niña, pudiera ser hija de alguna doncella, de algún familiar venido a menos, o incluso de alguna familia adinerada que perdieran la vida en algún viaje. A resultas de esta desgracia, quedan los dos hijos huérfanos, pero Salvador que es un hombre con sucios y bajos instintos,  se prenda de la niña y la quiere para él.

Así que decide una vez separada Sol de su hermano, y estando ya en el convento, pagar a las monjas por la niña y llevársela a la Casona.. cambiando así su nombre y pasando a ser Soledad Castro Montenegro.. el hermano nunca la encontraría y él la tendría cuando quisiera.


Aunque sabemos que Severo,  está buscando por todo Puente Viejo..y ha tenido que estar encerrado en algún lugar horrible por lo que le comenta a su compañero, que ellos dos se salvaron el uno al otro...o algo parecido, así que si viene a PV en busca de su hermana.. y quiere vengarse de la doña...  algún dato tendrá.

Francisca siempre la rechazó, porque al principio le tendría inquina ya que era la niña de los ojos de Salvador, y no era por amor, era por la herencia de su amado hijo Tristán, que la tendría que repartir con la niña.

Salvador la tendría amenazada si explicaba algo de lo sucedido ( ahora no se me ocurre el que) para que nunca dijera que no era su hija.

Recordemos que Rosario guarda también un secreto de la doña, y que todavía no sabemos cual es.. y si es ese?? y por eso cuidaba tanto a Soledad. Al final Francisca si que de alguna manera se encariñó con Soledad pero no era su hija. Si no la hermana desaparecida de Severo.

Tengo que reconocer que hay alguna cosa que no concuerda ya que de ser así mi pregunta sería:

—Cómo no va a recordar una niña de la edad de Sol que es arrancada de los brazos de su hermano Severo??  dicen que loss shocks pueden dejarte sin memoria.. así que tendría que agarrarme a eso..

—Como puede decir Francisca que es su hija, si la niña parece que tiene 7 u 8 años. Es que no paseaba entonces por Puente Viejo.. se mantenía encerrada en la Casona... ?? no puede salirle una hija de la noche a la mañana con 7 u 8 años..

—Y Tristán hubiera recordado cuando entró en su vida, ya que es más  mayor que ella.

En fin.. que me he contestado a las preguntas.. Creí que podría ser Soledad, pero ahora que lo acabo de leer.. me vienen a la mente muchas preguntas de difícil respuesta.

Bien, pues.. espero vuestros comentarios..

A más ver.









24 de noviembre de 2014

RELATO- MENTIRAS PIADOSAS- CAYENDO EN LA RED

CAP 13- MENTIRAS PIADOSAS- CAYENDO EN LA RED


Emilia acompañó a María al Jaral. Intentaba por todos los medios calmar a su hija, ya que la mentira que ella misma había lanzado hacia Severiano, le había afectado en gran medida. Con los nervios del momento, Emilia no pensó en las consecuencias que sus palabras podrían causar, en el corazón tan golpeado de su hija, por eso insistía tanto en que lo que había ocurrido con Severiano, no tenía nada que ver con su esposo. Pero Emilia, no consiguió sacarle de la cabeza la idea de que Gonzalo pudiera estar vivo en algún lugar de América.

Una vez, dejó a María en el Jaral, caminó recordando todo lo ocurrido, y sintiéndose culpable por esa nueva esperanza que no pudo sacar del corazón de su hija, caminó lentamente hacia la posada, sintiendo una mezcla de sensaciones que la tenían tan triste como consternada. Temía llegar, temía que Alfonso viera la angustia reflejada en su rostro, la llegada de Severiano no vaticinaba nada bueno, y en su interior sospechaba que hubiera venido a malmeter en su vida y a ganarse el cariño de María.

Cuando Emilia llegó a la plaza, ya había anochecido. La casa de comidas, permanecía iluminada y desde su exterior observó como Alfonso, charlaba alegremente con Matías, mientras ambos recogían el restaurante acompañados por las historias  que Raimundo, les   explicaba desde una de las mesas del rincón.

La mujer, se detuvo frente a la ventana, con una congoja en su alma.

—«Porque has tenido que venir Severiano. Ahora que a pesar de todas los duros golpes que nos ha dado la vida, estamos tan unidos y tan tranquilos»

Matías, desde el interior del restaurante se dio cuenta que Emilia estaba parada frente a la ventana. Había advertido que Emilia estaba mirándoles con una tristeza infinita, y no quiso alertar a Alfonso. Con una excusa salió al exterior. Emilia no se había dado cuenta, de que Matías había salido a su encuentro, pues se había sentado en la banqueta que quedaba entre la posada y la entrada a la casa de comidas. El muchacho, se dirigió a ella con delicadeza.

—Doña Emilia—dijo con voz queda, mientras le tocaba el hombro para llamar su atención.

Ella, inmediatamente y recomponiendo el semblante le miró.

—Matías hijo. ¿Qué haces aquí?—fingió una alegría que no sentía.

—Eso dígamelo usted, que se va a quedar escarchada.

Emilia, le miró con cariño, y le sonrió.

—Matías, que cosas tienes.  No me voy a quedar escarchada, porque ahora mismo, voy a entrar contigo para dentro.

Se incorporó y le agarró del brazo guiando al muchacho hacia el interior.

Al verlos aparecer, Alfonso fue a su encuentro.

—Emilia, mujer. Cuanto has tardado.

Alfonso la besó, y Emilia sintió ese beso más puro y tierno que nunca. Necesitaba sentir el calor de su esposo. Era un hombre maravilloso, al que nunca quisiera perder, por nada del mundo.

—Mi amor, he acompañado a María al Jaral y me he entretenido charlando con Candela y Rosario—le dijo sin apartar sus ojos de los de él.

Había mentido, pero era una mentira piadosa. No quería bajo ningún concepto que Alfonso supiera que Severiano había vuelto. No sin antes haber hablado con él y saber cuál era su intención.

—Emilia hija.

—¡Padre! —saludo.

—Alfonso tiene razón, ya estábamos dispuestos a lanzarnos al monte a buscarte—sonrió.

—Qué cosas tiene, padre. Venga, que hemos de preparar la cena, y estáis aquí, de chachara mano sobre mano. Venga, a trabajar.

—Habráse visto semejante tunanta— dijo Alfonso, mientras la cogía por la cintura y la atraía hacia sí— si eres tú la que ha estado toda la tarde de jarana.

—¿Me has echado de menos mi amor?—preguntó Emilia, acariciando su rostro.

—¿Tu qué crees?




—Anda Matías, dejemos a estos tortolos, que pasen los años que pasen, siempre están igual.

—¿Y eso es malo don Raimundo?

—Nada de eso zagal—se apresuró a responder Alfonso—Todo lo contrario.

El muchacho sonrió mirándoles de soslayo. Emilia respondió alegre.

—Eso padre, vaya yendo, y tú con él Matías, que nosotros ahora mismo os alcanzamos—Alfonso y Emilia se miraron cómplices. Mientras Matías y Raimundo se dirigían hacia la cocina sonriente.

Emilia abrazó con fuerza a Alfonso y llenó sus pulmones de aquel aire que tanto le gustaba, que tan a gusto le hacía sentir. El aroma del hombre de su vida. Alfonso Castañeda. Este miró a su mujer con una ternura infinita y ella le besó con pasión.






Habían pasado varios días desde que Martín encontrara la bolsita de terciopelo. Durante aquel tiempo, había estado analizando cada palabra, cada paso, cada gesto que tanto Sol, como don Guzmán habían dicho o hecho a su alrededor.

Cuando nadie le veía, buscaba por toda la casa algún indicio, algún dato que pudiera aclarar por qué había encontrado aquella bolsa escondida en la estantería de la biblioteca. Porque nadie le dijo nada de aquello. Pero no encontró nada que calmara su frustración. Tan solo quedaba por mirar en la alcoba de Sol, pero no podía hacerlo, pues ella casi siempre estaba por allí.

Y al igual que cada noche, al quedarse solo en su alcoba, repasaba una y otra vez, las imágenes de aquellas fotografías, y repitiendo sin parar ese nombre que había recordado al ver a aquella mujer, la que creía su hermana. Aurora, pero era incapaz de experimentar ninguna otra sensación.

Y llegó el día de la fiesta del tabaco.  La gran velada estaba preparada para recibir a las mejores familias de Cuba, y como manda el protocolo. Martín acompañó junto a Sol y a don Guzmán a la recepción de los invitados.

Uno a uno fueron llegando grandes personajes del país,  y unas horas después terminaban de disfrutar de una apetitosa y exquisita cena. Inmediatamente, pasaron todos al salón donde habían traído a los mejores músicos del momento. Martín permanecía sentado junto a un grupo de hacendados, y sus mujeres, la mayoría de todos ellos, disfrutaban de unos grandes puros habanos, y las mujeres reían y bebían jerez, mientras le preguntaban sobre el naufragio y como ocurrió su salvación del hundimiento del Infanta Beatriz.

Muchos de ellos también se interesaban sobre su procedencia, y las mujeres le sonreían picaronas comentando entre ellas, lo apuesto y galante que era Martín.  Él ya estaba muy cansado de repetir siempre lo mismo, de sonreír hacia todos que le sonreían, de saludar a quien le saludaba, deseaba marchar de allí, pero sabía que era la noticia de actualidad y no podía más que contentar a los presentes, se lo debía a su anfitrión. Pero entonces cuando creía que iba a gritar de tanto agobio.

Sol salió en su busca.

—Si me disculpan señores. Me llevo a Martín pues tal como manda el protocolo abriremos el baile de inmediato, ya poden ir a buscar a sus esposas o novias. Caballeros.

Agarró el musculoso brazo de Martín y se dirigieron al centro de la sala. Martín inmóvil junto a ella, le dijo en voz queda.

—Sol, no se bailar.

—¿Cómo no vas a saber? Tú, déjate llevar por la música, yo te guiaré, aunque lo habitual es que sea el hombre el que guie a la mujer—la muchacha sonrió.

Sol, miró a la orquesta y dio la orden inclinando su cabeza. La música empezó a sonar, y Sol abrazada a Martín, empezó a bailar, juntos giraban dando vueltas sobre sí mismos, al ritmo de aquella melodía, tan hermosa como alegre.

Giraban y giraban, ocupando el centro de aquella sala, todo el mundo estaba pendiente de ellos, y Martín se dio cuenta de que sin esfuerzo alguno, acompasaba los pasos de Sol como si siempre lo hubiera hecho. Ella le sonreía, con aquella sonrisa amplia, hermosa. Él se dejaba ir, se había relajado, e incluso disfrutaba del momento, quizá el vino que había bebido durante la cena, o la copa de brandy que acababa de tomar, pero el caso es que había perdido la noción del tiempo, y solo se veía reflejado en los ojos de Sol. Era muy bella, y dulce, el aroma que desprendía se arremolinaba en su interior como un vendaval, y ella continuaba agarrada a su cuerpo, y sus ojos le invitaban a soñar.

La música cesó y de nuevo volvió a la sala. Sol, se había dado cuenta de las sensaciones que Martín había sentido, lo había notado en sus manos, sentido en su piel y visto en sus ojos, y en la manera que la había mirado. Él continuaba con aquella extraña sensación, cuando llegó don Guzmán junto a ellos.

—Querida hija, creo que me voy a llevar a Martín.

—Pero padre, ahora que estábamos pasándolo bien.

—No seas chiquilla, son obligaciones que tenemos los hombres de contentar a los invitados, como tú debes hacer lo mismo con las damas.

 Sol, sin dejar de sentir plena satisfacción, asintió.

—Está bien, padre.—dirigiéndose a Martín le dijo—Nos veremos luego.

Don Guzmán le habló, mientras caminaban hacia un lugar en el salón.

—Martín, quiero presentarte a alguien.

—Como usted quiera don Guzmán, todo por salir de aquí unos momentos. Si no llega a venir, creo que me hubiera echado a gritar.

—¿Es que no te agrada la compañía de mi hija?

—No por Dios, como puede decir eso. Lo decía por todo… esto.

Don Guzmán sonrió, sabía que Martín no era de festejos fastuosos, se lo había notado durante aquellos meses que hacía que vivía con ellos. Y llegaron frente al hombre que quería conocerle.

—Martín, te presento a Leonardo Santacruz.

—Encantado de conocerle—saludó Martín.

—Es un placer—respondió aquel joven que don Guzmán le había presentado.

—Leonardo ha insistido en conocerte personalmente, así que te dejo en buena compañía hijo, yo seguiré atendiendo a todos mis invitados. Con permiso.

Los dos jóvenes saludaron y cuando don Guzmán se alejó. Martín se dirigió a Leonardo.

—¿Usted dirá? ¿Por qué quería conocerme?

—Me gustaría hacerle una pregunta, si a usted le parece bien.

Martín alzó sus cejas, sin comprender aquella petición.

—Por supuesto, si está en mi mano, le contestaré. Pero por hoy estoy bastante cansado de explicar la misma historia sobre todo lo que rodea al naufragio del Infanta Beatriz. Ya he dicho que no recuerdo nada.

—No, no. Discúlpeme—sonrió—, es una pregunta más… personal.

Con otra mueca, característica de él, le invitó a continuar.

—Sea, pregunte sin miedo.

Leonardo miró fijamente a Martín. Este era un gallardo muchacho, alto, bien plantado, de cabellos oscuros y ojos profundos, con una mirada penetrante, su tez morena contrastaba con el blanco y almidonado cuello de su camisa. De elegante porte, parecía de alta cuna. Leonardo preguntó.



—Es usted ¿Martín Castro Balmes?

Martín, se irguió por completo. Aquel nombre, le dejó perplejo.

—¿Cómo ha dicho?

—Si usted es Martí, Martín Castro. El español que venía en el Infanta Beatriz en busca de una mujer.
Al ver la incertidumbre y la zozobra que cubrió por completo el semblante de Martín, Leonardo se disculpó.

—Discúlpeme usted, si he sido muy brusco, en mi pregunta. Vera, desde que el Infanta Beatriz naufragó, ando buscando a un joven que viajaba en el buque. Él venía desde España, y tenía que buscarme una vez llegara a la Habana. Por eso he preguntado si usted, quizá…

Martín, ya no prestaba atención a las últimas palabras. Tan solo repetía mentalmente aquel nombre. Martín Castro Balmes. Inmediatamente, miró a Leonardo. Aquel hombre, buscaba a alguien que venía de España, y según don Guzmán él partió de allí. Miró a su alrededor y dejó la copa sobre una de las mesas, para a continuación invitar a Leonardo a que le acompañara.

—Leonardo, le apetecería que salgamos de aquí, quizá en el porche estaremos mejor y me podrá explicar, porque piensa que yo puedo ser ese hombre al que busca.

—Está bien, vayamos al porche.

Los dos hombres salieron hacia el exterior. Sol que estaba charlando entre un grupo de mujeres permanecía pendiente de todos los movimientos de Martín. Al darse cuenta de que salía de la sala acompañado de Leonardo, miró a su padre, pero este no se percató, ya que permanecía animado en medio de una conversación. Tenía que pensar deprisa, pues temía lo peor, ¿y si descubría quien era en realidad?

Una vez en el porche, los dos jóvenes ocuparon unas butacas que había junto al ventanal. La noche era apacible, y las estrellas destellaban en el infinito cielo. Leonardo fue el primero en romper el silencio.

—Bien, usted me ha traído aquí. ¿Qué quiere que le explique?, pero, en primer lugar, creo que nos tendríamos que tutear, casi somos de la misma edad.

—Bueno, pues… tienes razón. Leonardo. Bien. Fuera formalismos, y si me permite, fuera la chaqueta, no soporto estar embutido en estos ropajes.

—Está bien, por mí no se incomode.

Martín se sacó su chaqueta y ocupó la butaca junto a Leonardo. Volvió a acomodarse en su asiento y habló.

—Me has preguntado si era… Martín Castro.

—Sí, eso te pregunté.

—Bien que yo recuerde me llamo Martín y efectivamente vengo de España, pero no recuerdo nada más, quizá sí que pudiera ser él, por eso te he traído aquí fuera, quiero que me expliques que tenías que hacer con ese tal Martín.

Leonardo estaba consiguiendo su propósito, había implantado la duda en él, sabía perfectamente que tenía que continuar por ese camino si quería conseguir la confianza plena de aquel joven, para poder cumplir las órdenes recibidas. Habló.

—Verás. Pilar, mi madre, tuvo hace mucho tiempo una relación con el padre de Martín Castro, que podría bien ser el tuyo. Durante muchos años, y durante muchos meses, ella envió misivas que nunca tuvieron respuesta, hasta que cansada de su desidia, dejó de hacerlo. Pasaron años…—Leonardo, miró al horizonte apesadumbrado—hasta que un día… enfermó gravemente.

Martín escuchaba atento aquel relato que Leonardo le estaba explicando.

—Por favor, continua—pidió casi suplicante. Leonardo continuó.

—El doctor, nos comunicó que a causa de una pulmonía mal curada de juventud, este último enfriamiento acabaría con su vida. Y entonces ella decidió volver a escribir una última carta a su amado.

—Qué triste historia. Pero… ¿es que ese hombre nunca se puso en contacto con vosotros?—preguntó Martín.

—Nunca tuvimos respuesta alguna. Por eso enviamos una carta a España, mi madre quería morir en paz, y explicarle que de aquel amor…

Martín miró la tristeza de Leonardo y dijo antes de que terminara la frase.

—Naciste tú.

Leonardo asintió, sin articular palabra.

—Entonces, esperabas encontrarte con el tal Martín para acompañarle junto a tu madre, para decirle que… tú y Martín…

—Sí, Martín es mi hermano. Por eso vine a la fiesta, para poder conocerle y poder explicarle…
Martín estaba atónito, no podría creer lo que acababa de escuchar, si él fuese el Martín que estaba buscando, estaba frente a su hermano.

Entonces apareció Sol.

—Querido mío. Así que estás aquí. Me disculparás Leonardo, pero me lo tengo que llevar. Los invitados empiezan a desfilar y tenemos que despedirlos. ¿Lo comprendes verdad?

Leonardo se levantó y con una inclinación de cabeza asintió lo que Sol le indicaba. Martín, no podía negarse a ir con ella, pero quería continuar charlando con aquel joven, quería preguntarle muchas cosas, que quizá le ayudaran a comprender. Resignado, saludó a Leonardo sin antes decirle.

—¿Nos volveremos a ver?

—Por supuesto, Martín. Dalo por hecho.

—Me encantará continuar con nuestra conversación.

—¿Que conversación?—Preguntó Sol inquieta.

—Hablábamos de las culturas del país. Me explicaba cosas de su hacienda. Cosas interesantes que continuaremos en otra ocasión.

 Leonardo comprendió que Martín no quería que Sol supiera lo que le estaba explicando y saludó sin más.

—Así será.

Sol arrastró a Martín lejos de Leonardo, y una sonrisa maliciosa afloró al rostro de aquel hombre que acababa de conocer. Leonardo, respiró profundamente llenándose los pulmones con aquel aire tan puro que allí se respiraba. Todo iba como estaba previsto. Sin duda Martín, había caído en su red, ahora solo faltaba dar el último toque, el toque de gracia. Y todo habría acabado para él.


Continuará






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