24 de noviembre de 2014

RELATO- MENTIRAS PIADOSAS- CAYENDO EN LA RED

CAP 13- MENTIRAS PIADOSAS- CAYENDO EN LA RED


Emilia acompañó a María al Jaral. Intentaba por todos los medios calmar a su hija, ya que la mentira que ella misma había lanzado hacia Severiano, le había afectado en gran medida. Con los nervios del momento, Emilia no pensó en las consecuencias que sus palabras podrían causar, en el corazón tan golpeado de su hija, por eso insistía tanto en que lo que había ocurrido con Severiano, no tenía nada que ver con su esposo. Pero Emilia, no consiguió sacarle de la cabeza la idea de que Gonzalo pudiera estar vivo en algún lugar de América.

Una vez, dejó a María en el Jaral, caminó recordando todo lo ocurrido, y sintiéndose culpable por esa nueva esperanza que no pudo sacar del corazón de su hija, caminó lentamente hacia la posada, sintiendo una mezcla de sensaciones que la tenían tan triste como consternada. Temía llegar, temía que Alfonso viera la angustia reflejada en su rostro, la llegada de Severiano no vaticinaba nada bueno, y en su interior sospechaba que hubiera venido a malmeter en su vida y a ganarse el cariño de María.

Cuando Emilia llegó a la plaza, ya había anochecido. La casa de comidas, permanecía iluminada y desde su exterior observó como Alfonso, charlaba alegremente con Matías, mientras ambos recogían el restaurante acompañados por las historias  que Raimundo, les   explicaba desde una de las mesas del rincón.

La mujer, se detuvo frente a la ventana, con una congoja en su alma.

—«Porque has tenido que venir Severiano. Ahora que a pesar de todas los duros golpes que nos ha dado la vida, estamos tan unidos y tan tranquilos»

Matías, desde el interior del restaurante se dio cuenta que Emilia estaba parada frente a la ventana. Había advertido que Emilia estaba mirándoles con una tristeza infinita, y no quiso alertar a Alfonso. Con una excusa salió al exterior. Emilia no se había dado cuenta, de que Matías había salido a su encuentro, pues se había sentado en la banqueta que quedaba entre la posada y la entrada a la casa de comidas. El muchacho, se dirigió a ella con delicadeza.

—Doña Emilia—dijo con voz queda, mientras le tocaba el hombro para llamar su atención.

Ella, inmediatamente y recomponiendo el semblante le miró.

—Matías hijo. ¿Qué haces aquí?—fingió una alegría que no sentía.

—Eso dígamelo usted, que se va a quedar escarchada.

Emilia, le miró con cariño, y le sonrió.

—Matías, que cosas tienes.  No me voy a quedar escarchada, porque ahora mismo, voy a entrar contigo para dentro.

Se incorporó y le agarró del brazo guiando al muchacho hacia el interior.

Al verlos aparecer, Alfonso fue a su encuentro.

—Emilia, mujer. Cuanto has tardado.

Alfonso la besó, y Emilia sintió ese beso más puro y tierno que nunca. Necesitaba sentir el calor de su esposo. Era un hombre maravilloso, al que nunca quisiera perder, por nada del mundo.

—Mi amor, he acompañado a María al Jaral y me he entretenido charlando con Candela y Rosario—le dijo sin apartar sus ojos de los de él.

Había mentido, pero era una mentira piadosa. No quería bajo ningún concepto que Alfonso supiera que Severiano había vuelto. No sin antes haber hablado con él y saber cuál era su intención.

—Emilia hija.

—¡Padre! —saludo.

—Alfonso tiene razón, ya estábamos dispuestos a lanzarnos al monte a buscarte—sonrió.

—Qué cosas tiene, padre. Venga, que hemos de preparar la cena, y estáis aquí, de chachara mano sobre mano. Venga, a trabajar.

—Habráse visto semejante tunanta— dijo Alfonso, mientras la cogía por la cintura y la atraía hacia sí— si eres tú la que ha estado toda la tarde de jarana.

—¿Me has echado de menos mi amor?—preguntó Emilia, acariciando su rostro.

—¿Tu qué crees?




—Anda Matías, dejemos a estos tortolos, que pasen los años que pasen, siempre están igual.

—¿Y eso es malo don Raimundo?

—Nada de eso zagal—se apresuró a responder Alfonso—Todo lo contrario.

El muchacho sonrió mirándoles de soslayo. Emilia respondió alegre.

—Eso padre, vaya yendo, y tú con él Matías, que nosotros ahora mismo os alcanzamos—Alfonso y Emilia se miraron cómplices. Mientras Matías y Raimundo se dirigían hacia la cocina sonriente.

Emilia abrazó con fuerza a Alfonso y llenó sus pulmones de aquel aire que tanto le gustaba, que tan a gusto le hacía sentir. El aroma del hombre de su vida. Alfonso Castañeda. Este miró a su mujer con una ternura infinita y ella le besó con pasión.






Habían pasado varios días desde que Martín encontrara la bolsita de terciopelo. Durante aquel tiempo, había estado analizando cada palabra, cada paso, cada gesto que tanto Sol, como don Guzmán habían dicho o hecho a su alrededor.

Cuando nadie le veía, buscaba por toda la casa algún indicio, algún dato que pudiera aclarar por qué había encontrado aquella bolsa escondida en la estantería de la biblioteca. Porque nadie le dijo nada de aquello. Pero no encontró nada que calmara su frustración. Tan solo quedaba por mirar en la alcoba de Sol, pero no podía hacerlo, pues ella casi siempre estaba por allí.

Y al igual que cada noche, al quedarse solo en su alcoba, repasaba una y otra vez, las imágenes de aquellas fotografías, y repitiendo sin parar ese nombre que había recordado al ver a aquella mujer, la que creía su hermana. Aurora, pero era incapaz de experimentar ninguna otra sensación.

Y llegó el día de la fiesta del tabaco.  La gran velada estaba preparada para recibir a las mejores familias de Cuba, y como manda el protocolo. Martín acompañó junto a Sol y a don Guzmán a la recepción de los invitados.

Uno a uno fueron llegando grandes personajes del país,  y unas horas después terminaban de disfrutar de una apetitosa y exquisita cena. Inmediatamente, pasaron todos al salón donde habían traído a los mejores músicos del momento. Martín permanecía sentado junto a un grupo de hacendados, y sus mujeres, la mayoría de todos ellos, disfrutaban de unos grandes puros habanos, y las mujeres reían y bebían jerez, mientras le preguntaban sobre el naufragio y como ocurrió su salvación del hundimiento del Infanta Beatriz.

Muchos de ellos también se interesaban sobre su procedencia, y las mujeres le sonreían picaronas comentando entre ellas, lo apuesto y galante que era Martín.  Él ya estaba muy cansado de repetir siempre lo mismo, de sonreír hacia todos que le sonreían, de saludar a quien le saludaba, deseaba marchar de allí, pero sabía que era la noticia de actualidad y no podía más que contentar a los presentes, se lo debía a su anfitrión. Pero entonces cuando creía que iba a gritar de tanto agobio.

Sol salió en su busca.

—Si me disculpan señores. Me llevo a Martín pues tal como manda el protocolo abriremos el baile de inmediato, ya poden ir a buscar a sus esposas o novias. Caballeros.

Agarró el musculoso brazo de Martín y se dirigieron al centro de la sala. Martín inmóvil junto a ella, le dijo en voz queda.

—Sol, no se bailar.

—¿Cómo no vas a saber? Tú, déjate llevar por la música, yo te guiaré, aunque lo habitual es que sea el hombre el que guie a la mujer—la muchacha sonrió.

Sol, miró a la orquesta y dio la orden inclinando su cabeza. La música empezó a sonar, y Sol abrazada a Martín, empezó a bailar, juntos giraban dando vueltas sobre sí mismos, al ritmo de aquella melodía, tan hermosa como alegre.

Giraban y giraban, ocupando el centro de aquella sala, todo el mundo estaba pendiente de ellos, y Martín se dio cuenta de que sin esfuerzo alguno, acompasaba los pasos de Sol como si siempre lo hubiera hecho. Ella le sonreía, con aquella sonrisa amplia, hermosa. Él se dejaba ir, se había relajado, e incluso disfrutaba del momento, quizá el vino que había bebido durante la cena, o la copa de brandy que acababa de tomar, pero el caso es que había perdido la noción del tiempo, y solo se veía reflejado en los ojos de Sol. Era muy bella, y dulce, el aroma que desprendía se arremolinaba en su interior como un vendaval, y ella continuaba agarrada a su cuerpo, y sus ojos le invitaban a soñar.

La música cesó y de nuevo volvió a la sala. Sol, se había dado cuenta de las sensaciones que Martín había sentido, lo había notado en sus manos, sentido en su piel y visto en sus ojos, y en la manera que la había mirado. Él continuaba con aquella extraña sensación, cuando llegó don Guzmán junto a ellos.

—Querida hija, creo que me voy a llevar a Martín.

—Pero padre, ahora que estábamos pasándolo bien.

—No seas chiquilla, son obligaciones que tenemos los hombres de contentar a los invitados, como tú debes hacer lo mismo con las damas.

 Sol, sin dejar de sentir plena satisfacción, asintió.

—Está bien, padre.—dirigiéndose a Martín le dijo—Nos veremos luego.

Don Guzmán le habló, mientras caminaban hacia un lugar en el salón.

—Martín, quiero presentarte a alguien.

—Como usted quiera don Guzmán, todo por salir de aquí unos momentos. Si no llega a venir, creo que me hubiera echado a gritar.

—¿Es que no te agrada la compañía de mi hija?

—No por Dios, como puede decir eso. Lo decía por todo… esto.

Don Guzmán sonrió, sabía que Martín no era de festejos fastuosos, se lo había notado durante aquellos meses que hacía que vivía con ellos. Y llegaron frente al hombre que quería conocerle.

—Martín, te presento a Leonardo Santacruz.

—Encantado de conocerle—saludó Martín.

—Es un placer—respondió aquel joven que don Guzmán le había presentado.

—Leonardo ha insistido en conocerte personalmente, así que te dejo en buena compañía hijo, yo seguiré atendiendo a todos mis invitados. Con permiso.

Los dos jóvenes saludaron y cuando don Guzmán se alejó. Martín se dirigió a Leonardo.

—¿Usted dirá? ¿Por qué quería conocerme?

—Me gustaría hacerle una pregunta, si a usted le parece bien.

Martín alzó sus cejas, sin comprender aquella petición.

—Por supuesto, si está en mi mano, le contestaré. Pero por hoy estoy bastante cansado de explicar la misma historia sobre todo lo que rodea al naufragio del Infanta Beatriz. Ya he dicho que no recuerdo nada.

—No, no. Discúlpeme—sonrió—, es una pregunta más… personal.

Con otra mueca, característica de él, le invitó a continuar.

—Sea, pregunte sin miedo.

Leonardo miró fijamente a Martín. Este era un gallardo muchacho, alto, bien plantado, de cabellos oscuros y ojos profundos, con una mirada penetrante, su tez morena contrastaba con el blanco y almidonado cuello de su camisa. De elegante porte, parecía de alta cuna. Leonardo preguntó.



—Es usted ¿Martín Castro Balmes?

Martín, se irguió por completo. Aquel nombre, le dejó perplejo.

—¿Cómo ha dicho?

—Si usted es Martí, Martín Castro. El español que venía en el Infanta Beatriz en busca de una mujer.
Al ver la incertidumbre y la zozobra que cubrió por completo el semblante de Martín, Leonardo se disculpó.

—Discúlpeme usted, si he sido muy brusco, en mi pregunta. Vera, desde que el Infanta Beatriz naufragó, ando buscando a un joven que viajaba en el buque. Él venía desde España, y tenía que buscarme una vez llegara a la Habana. Por eso he preguntado si usted, quizá…

Martín, ya no prestaba atención a las últimas palabras. Tan solo repetía mentalmente aquel nombre. Martín Castro Balmes. Inmediatamente, miró a Leonardo. Aquel hombre, buscaba a alguien que venía de España, y según don Guzmán él partió de allí. Miró a su alrededor y dejó la copa sobre una de las mesas, para a continuación invitar a Leonardo a que le acompañara.

—Leonardo, le apetecería que salgamos de aquí, quizá en el porche estaremos mejor y me podrá explicar, porque piensa que yo puedo ser ese hombre al que busca.

—Está bien, vayamos al porche.

Los dos hombres salieron hacia el exterior. Sol que estaba charlando entre un grupo de mujeres permanecía pendiente de todos los movimientos de Martín. Al darse cuenta de que salía de la sala acompañado de Leonardo, miró a su padre, pero este no se percató, ya que permanecía animado en medio de una conversación. Tenía que pensar deprisa, pues temía lo peor, ¿y si descubría quien era en realidad?

Una vez en el porche, los dos jóvenes ocuparon unas butacas que había junto al ventanal. La noche era apacible, y las estrellas destellaban en el infinito cielo. Leonardo fue el primero en romper el silencio.

—Bien, usted me ha traído aquí. ¿Qué quiere que le explique?, pero, en primer lugar, creo que nos tendríamos que tutear, casi somos de la misma edad.

—Bueno, pues… tienes razón. Leonardo. Bien. Fuera formalismos, y si me permite, fuera la chaqueta, no soporto estar embutido en estos ropajes.

—Está bien, por mí no se incomode.

Martín se sacó su chaqueta y ocupó la butaca junto a Leonardo. Volvió a acomodarse en su asiento y habló.

—Me has preguntado si era… Martín Castro.

—Sí, eso te pregunté.

—Bien que yo recuerde me llamo Martín y efectivamente vengo de España, pero no recuerdo nada más, quizá sí que pudiera ser él, por eso te he traído aquí fuera, quiero que me expliques que tenías que hacer con ese tal Martín.

Leonardo estaba consiguiendo su propósito, había implantado la duda en él, sabía perfectamente que tenía que continuar por ese camino si quería conseguir la confianza plena de aquel joven, para poder cumplir las órdenes recibidas. Habló.

—Verás. Pilar, mi madre, tuvo hace mucho tiempo una relación con el padre de Martín Castro, que podría bien ser el tuyo. Durante muchos años, y durante muchos meses, ella envió misivas que nunca tuvieron respuesta, hasta que cansada de su desidia, dejó de hacerlo. Pasaron años…—Leonardo, miró al horizonte apesadumbrado—hasta que un día… enfermó gravemente.

Martín escuchaba atento aquel relato que Leonardo le estaba explicando.

—Por favor, continua—pidió casi suplicante. Leonardo continuó.

—El doctor, nos comunicó que a causa de una pulmonía mal curada de juventud, este último enfriamiento acabaría con su vida. Y entonces ella decidió volver a escribir una última carta a su amado.

—Qué triste historia. Pero… ¿es que ese hombre nunca se puso en contacto con vosotros?—preguntó Martín.

—Nunca tuvimos respuesta alguna. Por eso enviamos una carta a España, mi madre quería morir en paz, y explicarle que de aquel amor…

Martín miró la tristeza de Leonardo y dijo antes de que terminara la frase.

—Naciste tú.

Leonardo asintió, sin articular palabra.

—Entonces, esperabas encontrarte con el tal Martín para acompañarle junto a tu madre, para decirle que… tú y Martín…

—Sí, Martín es mi hermano. Por eso vine a la fiesta, para poder conocerle y poder explicarle…
Martín estaba atónito, no podría creer lo que acababa de escuchar, si él fuese el Martín que estaba buscando, estaba frente a su hermano.

Entonces apareció Sol.

—Querido mío. Así que estás aquí. Me disculparás Leonardo, pero me lo tengo que llevar. Los invitados empiezan a desfilar y tenemos que despedirlos. ¿Lo comprendes verdad?

Leonardo se levantó y con una inclinación de cabeza asintió lo que Sol le indicaba. Martín, no podía negarse a ir con ella, pero quería continuar charlando con aquel joven, quería preguntarle muchas cosas, que quizá le ayudaran a comprender. Resignado, saludó a Leonardo sin antes decirle.

—¿Nos volveremos a ver?

—Por supuesto, Martín. Dalo por hecho.

—Me encantará continuar con nuestra conversación.

—¿Que conversación?—Preguntó Sol inquieta.

—Hablábamos de las culturas del país. Me explicaba cosas de su hacienda. Cosas interesantes que continuaremos en otra ocasión.

 Leonardo comprendió que Martín no quería que Sol supiera lo que le estaba explicando y saludó sin más.

—Así será.

Sol arrastró a Martín lejos de Leonardo, y una sonrisa maliciosa afloró al rostro de aquel hombre que acababa de conocer. Leonardo, respiró profundamente llenándose los pulmones con aquel aire tan puro que allí se respiraba. Todo iba como estaba previsto. Sin duda Martín, había caído en su red, ahora solo faltaba dar el último toque, el toque de gracia. Y todo habría acabado para él.


Continuará






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