CAP 11- MIEDO EN EL ALMA- EL ROSARIO DE MARÍA
El aroma que desprendía el bizcocho recién sacado del horno, envolvía la
pequeña estancia en casa de Mariana. Emilia, junto a ella, preparaba con esmero
la llegada de María, querían que se sintiera bien, y que durante unos minutos
olvidara la tragedia en la que estaba sumida. Pero Mariana, había advertido en
Emilia una desazón inusual, y por ello, una vez dispuesto el bizcocho, invitó a
Emilia a sentarse junto a ella.
—Ven, Emilia.
La mujer, se sorprendió.
—¿Dónde quieres que vaya Mariana?—dijo sonriendo guasona.
—Aquí, siéntate conmigo, antes de que llegue María.
Emilia obedeció, preguntándose qué le ocurriría a su querida cuñada, y la siguió
hacia aquel rincón tan acogedor, situado en una esquina del pequeño salón,
junto a la pequeña ventana, por donde el sol iluminaba todas y cada una de las
fotografías que había ido colgando Nicolás, aportando a aquella pared de piedra
fría, un poquito de calidez y momentos felices vividos por la familia, y que atrapados
en aquellas estáticas imágenes, sonreían sin saber el futuro que les deparaba
el destino.
—¿Te pasa algo Mariana?—preguntó, intentando cambiar la situación que intuía
se avecinaba, mientras se sentaba lentamente.
—Eso me lo dirás tú.
—¿Yo? Pero qué cosas tienes—sonrió nerviosa.
—Emilia, no disimules conmigo, sé que te pasa algo, y ha de ser de
enjundia, por la cara que traes desde que has llegado aquí.
—Eso son tontas tuyas. Yo no tengo ninguna cara.
Mariana, acercó su mano al mentón de Emilia, y con dulzura le dijo.
—Emilia, te conozco desde que éramos niñas, y sé que algo barruntas. Dímelo
y te podré ayudar. Los problemas si se comparten parecen más pequeños. Y yo
quiero ayudarte, igual que lo hiciste tú, cuando yo lo pasé tan mal. En aquel
momento tú eras la que me decías que compartiera con vosotros mi pesar.
Emilia la miró, sus ojos brillaban, no por las palabras de Mariana, que
agradecía, sino por la incertidumbre que se había apoderado de ella, desde el
momento que tuvo entre sus manos la cajita con aquella sortija.
Suspiró profundamente y respondió.
—Mariana, te agradezco tu interés, pero no es nada malo.
—Bueno—se apresuró a decir Mariana—algo más, sabemos ya… no es nada malo,
quiere decir que es algo. Cuéntame mujer.
Emilia dudo, pero sabía que podía confiar en Mariana, y que aquella idea
que le rondaba por la cabeza la tenía desazonada. Miró sus manos que
permanecían enlazadas junto a las de Mariana, sintiendo las acaricias de su
cuñada, llenas de ternura, y decidió explicarle aquella zozobra.
—Verás, Mariana. Hace unos días, pocos días después de la tragedia de
Gonzalo, empecé a encontrar por los rincones de la casa de comidas, algún que
otro presente escondido para que yo lo encontrara.
Mariana, sonrió.
—¿Y eso te tiene amoscada?—Mariana le regaló una amplia sonrisa— Mi hermano
siempre te ha querido bien, y de seguro que estos detalles, los hará para que
vuelvas a sonreír. Si es que Alfonso te quiere mucho mujer.
—Sí, Mariana, yo pensé lo mismo. Pero no son de tu hermano—dijo nerviosa.
Mariana, se removió en su asiento, al tiempo que curiosa le preguntaba.
—¿Ah no? Y entonces, ¿quién crees que te deja esos presentes?
—Pues, no lo sé Mariana—Emilia se incorporó de la silla y caminó por la
estancia.
—Pero mujer—continuó Mariana—¿Cómo puedes pensar que no es mi hermano? ¿A
caso se lo has preguntado?
—No, no Mariana. Como voy a hacer tal cosa. Imagínate, si le digo que estoy
recibiendo regalos de alguien, y realmente no son de él.
—Si claro, tienes razón—respondió Mariana, acercándose a su cuñada—y ¿tienes
idea de quién te podría estar haciendo esos regalos? ¿Y qué regalos son esos si
puede saberse?
Emilia, se giró para mirar a su cuñada.
—Pues… un perfume de jazmín como a mí me gusta, un pañuelo bordado con mis
iniciales…cosas.
—Pero, Emilia, mujer ¿Y por esos presentes sabes que no ha sido mi hermano?
Él sabe tus gustos mejor que nadie, y si mal no recuerdo, ya lo hizo en su
momento, cuando te estaba galanteando... ¿Te acuerdas?
Mariana volvió a sonreír al recordar aquellos años.
—Ese es el problema.
—¿Cuál¿, El que ya lo hizo?
—No Mariana, que he recordado aquel momento, aquellos tiempos, aquellos
años—Una tristeza nubló el rostro, y habló más calmada, con la mirada perdida
en el horizonte— y cuando encontré el último regalo, el mundo se me vino
encima.
Mariana la miró con preocupación.
—Emilia, mujer, me estas asustando. ¿Qué es lo que encontraste?
—¡Un anillo, Mariana! Un precioso y enorme anillo—los ojos de las dos
mujeres se quedaron mirando fijamente. Emilia intuía quien podría ser aquel
admirador secreto, y Mariana empezó a comprender.
—Pero, Emilia. Un anillo…
—Si Mariana,—interrumpió Emilia agitada— un anillo como el que me regaló
Severiano.
—¿Quieres decir que…Severiano, puede estar en Puente Viejo?
—Y no solo eso, si no que ha estado entrando en la casa de comidas, y me ha
ido dejando esos regalos por todos los rincones.
—Eso quiere decir, que te ha estado vigilando, y esperando que no hubiera
nadie para entrar furtivamente y dejarlos ahí.
—Mariana. Tengo un miedo atroz.
—Dios mío, Emilia, eso no puede ser. Lo hubiéramos visto, alguien en el
pueblo lo hubiera visto.—Por un momento reinó un pesado silencio, mezclado con el
dulce aroma del bizcocho que esperaba sobre la mesa. Mariana rompió el momento
con una pregunta.
—¿Qué piensas Emilia?
—Mariana…Creo que ha venido a por mi hija.
En aquel momento la puerta de la casa se abrió. María entró con Esperanza
en su cochecito. Al entrar en el saloncito, las dos mujeres disimularon su desazón
y saludaron con una fingida sonrisa a María.
—¡Hola hija mía!, ¿cómo estás cariño?
—Bien madre—respondió mientras la besaba.
—Hola tesoro—dijo Mariana—¿cómo está mi princesita?—preguntó asomándose al
cochecito.
—Pues con el traqueteo del camino, se ha quedado dormidita.
—Anda pasa, no te quedes ahí—dijo Emilia mientras empujaba el cochecito mirando
embelesada a su nieta y Mariana le indicaba la mesa.
—Ven siéntate aquí.
—Espera tita. Espero que no te disguste, pues he traído a un invitado.
—¿Un invitado?
—Sí, es un galante caballero que conocí el otro día, ha sido muy amable
conmigo, y me ha acompañado hasta aquí. Como ha sido tan amable, pensé en
invitarle a merendar con nosotras. ¿No te importa verdad tía Mariana? Además
madre, dice que la conoce.
Emilia y Mariana se miraron con un nudo en el estómago, el corazón de
Emilia se encogió y empezó a palpitar como un caballo desbocado. Mariana
respondió.
—¡Pues claro que no me importa, sobrina! Anda, dile que pase.
Emilia y Mariana se quedaron de pie, frente a la mesa, mientras María salía
de la casa en busca de aquel misterioso caballero. Instantes después, Severiano
cruzaba el umbral de la puerta, María le condujo frente a su madre y su tía, e
hizo las presentaciones.
—Madre, tía Mariana, este caballero es Severiano, Severiano Menéndez Garcés.
Las dos mujeres estaban paralizadas, sus sospechas se había hecho realidad.
Emilia, sintió como las piernas le flaqueaban y por un momento pensó que iba a
perder el sentido, pero se sujetó con fuerza al cochecito de Esperanza que
tenía junto a ella, disimulando los sentimientos que en aquel momento fluían libres
por todo su ser.
Severiano, sintiendo todo aquel amasijo de sensaciones que inundaban a
placer en el interior de Emilia, se acercó a ellas y muy amablemente saludó.
—Buenos días señoras, Mariana. —Inmediatamente después, se acercó
lentamente a Emilia sin apartar sus ojos de ella. Cogió su mano entre las suyas
y se la acercó a sus labios. —Emilia, ¿Te acuerdas de mi verdad?
De la boca de Emilia Ulloa, tan solo salió un gemido.
—¡Severiano!—y todo desapareció de su alrededor.
—Señor, me envía la señorita Sol para que le diga, que la cena se va a
servir en breve.
Martín, miró hacia la voz que le hablaba, y que le había traído de nuevo
bajo aquel gran porche blanco, que sujetado por ocho columnas le guarecía de la
lluvia que había comenzado a caer en aquel rincón de mundo.
—Ah!, si Blanca. Disculpa. Dile que enseguida les acompaño.
—Si señor.
La muchacha tras la genuflexión de rigor, salió hacia el salón a dar
respuesta. Martín, cerró los ojos e intentó llenarse de aquel aroma tan
primitivo, el olor a tierra mojada, mezclada con el olor de la frondosa
vegetación que rodeaba la hacienda. Se incorporó de su butaca y caminó con
lentitud, por aquel enorme pórtico. Aquella olor a hierba mojada, a coco y a
mar, le recordaban aromas que le hacían sentir algo especial. Quizá había
estado allí anteriormente, o en algún lugar, rodeado de palmeras y vegetación,
quizá su familia estaría allí. No sabía que pensar, y tenía ganas de saber,
pero comprendió que aquel no era el momento y decidió acompañar a sus
anfitriones, que tanto habían hecho por él.
Sol, estaba radiante, como cada noche, lucía sus mejores galas, y todo era
por él. Martín lo intuía, pero prefería no pensar en ello. Le sonrió.
—Buenas noches—saludó al entrar en el salón.
—Buenas noches hijo—respondió don Guzmán.
—Buenas noches Martín—contestó alegre Sol—has llegado a punto para cenar.
Todos sonrieron con complacencia y se dispusieron alrededor de la mesa. Al
finalizar la suculenta cena, don Guzmán habló.
—Estás muy callado hoy hijo. ¿Te ocurre algo?
—No, señor, no se preocupe. Estoy bien.
—Eso no es cierto—interrumpió Sol—Padre, he intentado que me cuente, pero
no me hace caso, pruebe usted.
Don Guzmán le miró, sabía que desde la conversación que tuvieron en sus
tierras algo le inquietaba.
—Martín, ¿es por lo que hemos hablado esta mañana?
—¿Que han hablado padre?—volvió a interrumpir Sol. Martín advirtió la
inquietud de la muchacha y respondió.
—De mis recuerdos Sol, o mejor dicho de la falta de ellos—con la melancolía, fruto de la incertidumbre Martín miró a don Guzmán y comentó.—En cierto modo
si, don Guzmán, en cierto modo la conversación de esta mañana me ha hecho
pensar, pero… eso no es todo.
El hombre, sintiendo aquella congoja, invitó a Martín a tomar una copa para
poder hablar más distendidos.
—Pues, vamos al pequeño salón y tomemos un brandy mientras me cuentas.
Todos, se dirigieron hacia allí. Sol les sirvió unas copas de brandy
tal como había indicado su padre.
—Tú dirás—dijo Guzmán, mientras le indicaba que tomara asiento.
Martín, miró la copa que Sol le había preparado y que sujetaba entre sus manos, sorbió de ella. Aquel sabor, que fue sintiendo en su boca, le
recordó el brandy que había bebido alguna vez en el Jaral, junto a Tristán, su padre.
Aunque él, en aquel preciso momento, solo percibiera su aroma y su sabor.
—¿Este brandy?
—Si hijo, acaso no te gusta.
—Si, por supuesto, es exquisito, pero… yo ya lo he bebido antes.
—Pues hijo, es un brandy excesivamente caro, ¡elixir de los dioses! Le llaman
los entendidos. Y sin duda, la persona que te lo ofreció no era cualquier
menesteroso, debería ser alguien sibarita de refinado paladar, pocas botellas
de este brandy circulan por ahí.
—Pues eso es, don Guzmán—saltó Martín—voy recordando episodios, olores,
sabores de una vida que no recuerdo, de un vacío que no lleno y que necesito
recuperar.
—Pero es bueno que vayas recordando esas pequeñas cosas Martín—comentó Sol,
sentándose junto a él.
—Sí, claro. Pero…
—¿Pero?—preguntó Sol.
Martín la miró.
—Hoy me ha asaltado una gran duda.
—¿Cuál hijo?—preguntó Guzmán.
—Cuando ha estado usted hablando con el padre Gonzalo, les he entendido
todo, ¡y hablaban en latín!—Guzmán le miró con sorpresa. Martín continuaba
relatando.—El hábito del sacerdote me ha resultado muy familiar, sus gestos,
sus explicaciones, y he tenido miles de sensaciones, es como…. Es como si yo
mismo hubiera formado parte de él.
—No te entiendo Martín, ¿qué quieres decir, con eso de que formabas parte
de él? —Preguntó Sol alarmada.
Martín les miró con la angustia prendida en sus ojos.
—¿Y si yo fuese un sacerdote?
Sol. Cambió de color, y don Guzmán se incorporó de su asiento.
—¡Cómo vas a ser un sacerdote!
—Y ¿cómo sé que no lo soy? Lo perdí todo, en aquella tragedia,
documentación, pertenencias, recuerdos. Pero he sentido una cercanía con ese
sacerdote, con su hábito incluso con su nombre.
Todos permanecieron en silencio, escuchando todo lo que comentaba Martín. Sol
miró de soslayo a su padre y él hizo lo propio.
—Don Guzmán, me puede decir lo que pasó en el Infanta Beatriz.
—Pues hijo mío—dijo Guzmán conmovido, volviéndose a sentar cerca de él—Yo
poco te puedo decir, tan solo que te diste un golpe con nuestra embarcación y
si no llega a ser por mi hija no lo cuentas.
—Lo sé, y le estoy muy agradecido por ello. —Martín miró a Sol—Y tú, que me
puedes contar tú. ¿Cómo salimos los dos del buque?, ¿Cómo es que no estabas con tu
padre y estabas conmigo? ¿Es que nos conocimos en la travesía? ¿Te conté algo
sobre mí? ¿Cómo fue que te encontré?
—Martín, tranquilo, ya te lo he dicho. Todo era un caos, yo me encontraba
sola porque me había separado de mi padre unos minutos, y fue cuando llegué
corriendo a buscarle a él cuando nos encontramos los dos en el comedor del
barco, entonces explotaron los cristales de los ventanales, y tú me empujaste
bajo la mesa, en ese preciso momento, se escuchó un estruendo y el barco se partió en dos. El
mar engulló al Infanta Beatriz, y ambos caímos al mar, cuando volvimos a vernos
solo estábamos los dos, flotando en el inmenso mar. Luego ya sabes lo que pasó.
—Pero, ¿no me vieron durante la travesía, paseando por cubierta, o comiendo
en el comedor? ¿Viajaba en primera, me acompañaba alguien, recuerdan algo? Por Dios,
no puedo con esto.
—Pues no hijo, no podemos ayudarte.
—Martín, cálmate por favor. Esto no es bueno para tu memoria. Ya sabes lo
que ha dicho el doctor.
Martín, recapacitó ante las palabras de Sol, y comprendió que no tenía
sentido volver a hablar de lo mismo, estaba claro que no sabían nada de él y
que tendría que esperar a que su cabeza quisiera descubrir lo que por ahora,
mantenía velado.
—Está bien, no quiero ser desconsiderado. Ya iré recordando poco a poco. Me
imagino, claro.
—Así será, ya lo verás Martín. Cuando menos te lo pienses.
—Puede que tengas razón Sol—Martín dejó la copa que llevaba en su mano y
dijo— Ahora si me disculpan, me gustaría ir a descansar.
—Tienes nuestro permiso.
—Buenas noches.
—Que descanses Martín—sonrió Sol.
Martín, se dirigía hacia sus aposentos, pero antes de subir la gran
escalinata de mármol blanco que le llevaría hasta allí, pasó frente a la
biblioteca, y pensó en ir a buscar algo de lectura, para que le hiciera olvidar, sus olvidados recuerdos y poder descansar de aquel abatimiento en el que estaba
inmerso.
Entró en la estancia y miró la gran colección de libros que allí
descansaban, observando en silencio todos aquellos tomos colocados con delicado
orden. Le llamó la atención un libro que había en una de las estanterías, se
acercó a él.
—La isla del tesoro—dijo en voz queda.
Alzó su mano y tiró del libro hacia él. Al hacerlo, calló al suelo una
bolsita de terciopelo verde esmeralda, vertiendo parte de lo que ocultaba en su
interior. El muchacho se agachó a recogerla para volver a depositarla de nuevo en
su lugar. Pero la bolsita se había abierto al chocar contra el suelo, y mostraba parte de una especie de collar y unas cuentas de marfil.
Martín, al verlo, se quedó paralizado, con la mirada clavada en las cuentas. A su mente llegaron atropelladamente, imágenes distorsionadas, pero que las sentía puras, y con mucha luz. Acercó su mano temblorosa hasta rozar aquellas pequeñas cuentas y tiró de ellas hasta sacarlas de la bolsita .
Martín, al verlo, se quedó paralizado, con la mirada clavada en las cuentas. A su mente llegaron atropelladamente, imágenes distorsionadas, pero que las sentía puras, y con mucha luz. Acercó su mano temblorosa hasta rozar aquellas pequeñas cuentas y tiró de ellas hasta sacarlas de la bolsita .
—¡Un rosario!—escapó de su boca.
La luz de la sala iluminó aquel hermoso y blanco rosario, que
inmediatamente dibujó en su mente, la imagen de una mujer, que penetró en su cabeza, como una cuchilla de blanco fuego.
—«Te he traído un obsequio.
—¡Un rosario!
—Sí, bueno, no es un rosario, es... mi rosario, el que llevé en mi primera
comunión. La cruz y la cadena son de plata y las cuentas de marfil»
Martín, sintió como el corazón se le aceleraba, como la sangre corría por
sus venas llegando a su cabeza a borbotones, y se dejó caer. Sentado en el
suelo, con el rosario en la mano, pensaba desordenadamente, ¿Qué significaba aquello?
¿Porque había recordado aquellas palabras, que le producían una paz infinita y
al mismo tiempo, aquella desazón? Todo le daba vueltas, y sin darse cuenta, se
encontró rozando con sus labios aquel blanco rosario, y en aquel instante
sintió una suave caricia en su angustiado corazón. ¿Porque sentía aquella
zozobra? Que hacía aquel rosario que
tanto le hacía sentir, guardado allí, entre aquellos libros de aquella enorme
librería. Y ¿Quién sería esa mujer que había surgido como un ángel en sus
recuerdos?
20-11-2014
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