10 de noviembre de 2014

RELATO- EL VACÍO DE TU AMOR Y LA FUERZA DEL DESTINO.

CAP 8 -  EL VACÍO DE TU AMOR 

Y LA FUERZA DEL DESTINO



El grito desgarrador de María, rompió el silencio de la noche.

—¡¡Gonzalo!!

La muchacha se había incorporado de un salto sobre su lecho, con el cuerpo bañado en sudor frío, respiraba agitadamente, sujetándose con su temblorosa mano su maltrecho corazón, mientras lloraba desesperadamente sumida en un profundo dolor. A sus gritos acudieron raudas las tres mujeres del Jaral, Aurora, Rosario y Candela, mientras Esperanza se echaba a llorar.

—¡María!

—¡Dios mío! ¡Dios mío Aurora!, he vuelto a soñar con él—dijo entrecortadamente, sin apenas poder emitir sonido alguno por la angustia que le subía por la garganta como un torbellino y salía como cuchillas por su boca—Lo tenía tan cerca—María miró a su prima, sin parar de llorar— yo… le llamaba, quería socorrerlo, pero él… Aurora, él no me escuchaba, estaba solo en la inmensidad del océano, y he vuelto a ver como el oscuro mar… se lo tragaba sin que yo pudiera hacer nada por evitarlo. Dios mío, mi amor, mi pobre amor…—gimió rota por el llanto. Aurora abrazada a ella, intentaba calmarla sin conseguirlo.

Como casi todas las noches, desde la desaparición de Gonzalo, María despertaba entre las pesadillas, pesadillas que continuamente arremetían contra ella en los pocos momentos de descanso que abatida por el cansancio conseguía a lo largo de la noche. Sobresaltada, entre llantos y desconsuelos, una y otra vez revivía lo que creía que había sucedido a su amado esposo, en el Infanta Beatriz.

Aurora sentada junto a ella, la abrazaba con todo su cariño, mientras María se deshacía entre la angustia que le producía aquel recuerdo, y se hundía intentando desaparecer junto al recuerdo de su gran amor, en brazos de su prima.

Habían pasado varias semanas y todo apuntaba a que Gonzalo era uno de que habían perecido en aquel terrible accidente. Martín Castro, se encontraba entre los desaparecidos en aquel naufragio, y nunca más supieron de él.  Desde aquel mismo día, que llegó la carta del ministerio de la marina, dándolo por desaparecido, El Jaral se vistió de dolor, y durante todos aquellos largos y fríos días, esperaban sin respuesta alguna noticia, que dijese que por fin, habían encontrado a Gonzalo.

Su recuerdo permanecía en cada rincón de la casa, vagando por el pesado aire que se respiraba en ella, y causando un gran vacío a todos los que la transitaban. En aquel lugar reinaba la desesperación, por toda aquella incertidumbre, que no les permitía cerrar el trágico capítulo de lo acontecido. María quería que su recuerdo permaneciera vivo, lo sentía revoloteando a su alrededor. Ella, necesitaba avivar la esperanza, creer que estaba vivo en algún lugar recóndito, pero cada día que transcurría, cada amanecer guillotinaba la leve esperanza, a la que quería aferrarse con todas sus fuerzas, la esperanza de la vuelta de Gonzalo.


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—Buenos días—sonrió Sol al ver aparecer a Martín para acompañarla en el desayuno— ¿descansaste bien?

—Si gracias, estupendamente—respondió con educación y una gran sonrisa en su rostro.

Martín se sentó junto a ella, y desayunaron a la vez que charlaban alegremente. Sol, hablaba sin parar y él la escuchaba tranquilamente. Habían consolidado una hermosa amistad, y ella se sentía feliz junto a Martín.

—Muchacho—se escuchó en el butacón que quedaba justo frente al gran ventanal.

—¿señor? No me había percibido de su presencia.

—Ya me he dado cuenta. Estabais de lo más risueños—dijo el hombre mientras reía.

—Sí, señor, su hija es encantadora—Don Guzmán se sintió henchido de orgullo, y sonrió en respuesta a aquellas palabras—¿Querrás venir conmigo a cabalgar por la finca? Te quiero llevar a ver unos prados que tengo reservados para la plantación de tabaco que tengo por explotar. ¿Sabes tú algo de cultivos?

—Pero padre—interrumpió Sol—Martín, todavía está débil, no creo que sea prudente que cabalgue con usted, espere a que se recupere del todo, y recuerde que Don Manuel, le ordenó reposo absoluto, por el hematoma que tenía en su cabeza.

—No sufras Sol—respondió Martín con su dulce voz—no pasará nada, me siento mejor, créeme.
—Pero yo quiero que te quedes conmigo y que charlemos como cada día—le dijo sujetando su mano. Martín la miró con cariño y palmeando su blanca mano, dijo.

—Creo que tengo que empezar a hacer una vida normal.

—Está bien pues—dijo don Guzmán, cerrando su periódico mientras se incorporaba para dirigirse a las caballerizas—Voy a ordenar que ensillen los caballos.

—Enseguida le alcanzo—dijo Martín, sorbiendo el café.

A Sol le cambió el rictus. Martín se dio cuenta y rápidamente aclaró.

—Mi querida Sol, eso no quiere decir que me vaya a ir, inmediatamente de la hacienda.

—Martín, si te fueras… yo…—Los ojos de la muchacha buscaron los de él. Se hizo el silencio, y el tiempo se paró. Martín, sin dejar de mirarla, la interrumpió.

—Algún día tendré que hacerlo, ¿no te parece?—terminó su café y continuó diciéndole mientras se incorporaba para ir a vestirse para ir a las caballerizas—.Pero primero debo recordar a que he venido aquí, porque viajaba en el Infanta Beatriz, y lo más importante quien soy yo en realidad.

Soledad, se levantó y se dirigió hacia el barrándole el paso.

—Que importa eso, Martín—se acercó lentamente a él—, lo que realmente importa es que estás aquí, que estás vivo, que nos salvamos de una gran tragedia—Las suaves manos de Sol acariciaron el rostro de Martín, mientras decían— Que más nos puede importar. Tienes un techo donde vivir, aquí no te faltará de nada, y si tu quisieras, una vida…—su voz se tornó acaramelada— que podemos compartir.

Martín sonrió, dulcemente. Sus ojos clavados en los de Sol respondieron.

—Todo eso, es muy tentador, pero primero y ante todo, debo saber que hago aquí, quizá tenga una familia que esté esperándome en algún lugar, quizá piensen que he muerto en el naufragio y estén penando por mí. —Martín sujetó las manos de Sol, y las alejó de su rostro mientras le decía con voz queda— Debo saberlo, Sol, necesito saberlo. Lo comprendes verdad.

La muchacha, con el rostro muy cerca del de él, le miró con la tristeza implantada en su rostro, y le respondió con resignación.

—Claro que lo comprendo, ¿quién no lo podría hacer?

Martín respiró profundamente y dijo apartándose de ella.

—Bien, pues me voy en busca de tu padre, no quiero hacerle esperar más.

—Está bien, os esperaré aquí.

—Hasta más ver.

Y se dirigió hacia su alcoba para vestirse para la ocasión.

Una vez en su alcoba y al calzarse las botas de montar, se fijó en la mochila que tenía arrinconada a los pies del ropero. Se incorporó y se dirigió hacia ella. La abrió lentamente, intentando que al hacerlo quizá alguna sensación le llegara a aflorar en su mente, algún recuerdo del pasado, pero no fue así, Martín rebuscó entre sus cosas, pero no halló gran cosa, una bolsa con monedas, y poca cosa más. Abrió su ropero y rebuscó entre sus ropas. Pero no había nada, no entendía cómo había podido viajar sin documentación, o posiblemente se había perdido en aquel hundimiento.

Miró entre sus bolsillos, entre los cajones del secreter, pero no halló nada. De pronto los golpes repetitivos en su puerta le recordaron que don Guzmán le estaba esperando.

—¡Adelante!—una doncella entró en la alcoba.

—Señor, Don Guzmán le espera en las cuadras.

—Sí, dile que voy sin demora.

—Si señor.

—Muchacha!—llamó a la joven.

—Si, dígame.

—¿Quién se encarga de mis ropas y de ordenar y adecentar mi alcoba? ¿Eres tú?

—No señor, su alcoba la adecenta la señorita.

Martín se giró sorprendido y dejó de buscar en los cajones, mientras miraba a la joven.

—¿Sol?, ¿Sol es quien ordena mi alcoba?

—Sí señor, ella es la que se encarga personalmente.

—Está bien, muchacha—respondió sorprendido—. Le preguntaré a ella pues. Puedes retirarte.

La muchacha salió de la alcoba. Y Martín, instantes después salió corriendo escaleras abajo.



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Aquella tarde, María se había acercado a la ribera del río, quería estar sola con su dolor, y se escondía de las gentes acercándose a aquel lugar, caminando hacia aquel rincón tan suyo, aquel lugar donde Gonzalo corría a refugiarse siempre que le asaltaba algún problema de enjundia o sentía alguna desazón. María, llegó a aquel lugar, tenía ante ella, el gran árbol, que tantas veces había cobijado a Gonzalo, caminó hacia la gran roca que reposaba a sus pies, y se sentó en ella, recordando que años atrás había sido testigo mudo de la entrega su profundo y gran amor. 

Sintiendo los besos de Gonzalo en ella, recordando cada una de las caricias que derrocharon en aquel lugar, se arrebujó en su chal buscando el calor de sus brazos y se encogió haciéndose pequeña ante aquel hermoso y triste recuerdo, dejando escapar a placer su llanto. María, sin darse cuenta, acariciaba la fría piedra, tan fría como se sentía ella en aquel momento, tan sola como estaba ahora mismo allí. Recordó sus palabras, recordó su limpia y profunda mirada, aquellos ojos pardos que tanto le gustaba contemplar, su hermosa sonrisa, sus palabras de amor, todos y cada uno de los momentos vividos con Gonzalo, todos los momentos de dicha que le regaló en aquel lugar.

—Te quiero con toda mi alma.

—Y yo como la vida mía.

—Gonzalo, nuestros destinos están unidos. No nos empeñemos por separarnos.

Una inmensa rabia se apoderó de ella, estaba enojada con él. El desconsuelo no le daba tregua, y se sentía morir, de dolor y de amor, de un amor que no podría volver a gozar. Gritó.



—¿Porque me has dejado, porque? ¡¡Me prometiste que no me dejarías nunca!!! Me juraste que nadie te arrancaría de mí... y no sé dónde estás…—María alzó la mirada al cielo—Dios mio, porque has sido tan cruel, porque me lo has quitado, porque te lo llevaste lejos de mi…. — se dejó caer sobre la piedra, escondiéndose entre sus brazos, a solas con su dolor.… Gonzalo, mi amor, te necesito para vivir.

Al cabo de unos minutos, una mano le tocó su hombro, y una voz le volvió a aquel lugar.

—¿Muchacha, puedo ayudarla en algo?

María alzó la vista hacia aquella voz. Ante ella, encontró a un apuesto caballero, de cierta edad, de porte distinguido, que se había acercado para darle consuelo.

—No, no pasa nada. Muchas gracias—dijo María, con un soplo de voz.

El hombre, sacó del bolsillo interior de su chaqueta un pañuelo blanco que le cedió para que secara sus lágrimas. Ella en principio se negó.

—No se preocupe, señor, no hace falta—dijo limpiándose las lágrimas con el reverso de la mano.

—Insisto—alargó su mano y le regaló una amplia sonrisa. María miró al forastero y encontró en aquellos ojos algo que le resultaba familiar.

—Muchas gracias—dijo sin apartar su mirada de él.

El hombre preguntó.

—¿Necesita compañía? ¿Quiere que la acompañe a algún lugar? Está anocheciendo y una muchacha como usted no debería ir sola por estos parajes.

—Estoy acostumbrada a vagar por aquí.

—insisto, permita que la acompañe.

Ante la amable insistencia, María, por consideración hacia aquel forastero, aceptó su compañía.—María se incorporó de aquella roca, y caminó junto al desconocido.

—¿Hacia dónde nos dirigimos?—preguntó el elegante caballero.

—Yo vivo en el Jaral, ¿pero usted? ¿No es de Puente Viejo verdad? Nunca le había visto antes.

—No, no soy de Puente Viejo, pero estuve hace muchos años aquí, y dejé muchas cosas importantes en él, y las he venido a recuperar.

María sintió una sensación extraña, pero continuó hacia el Jaral en compañía de aquel desconocido.


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Emilia Ulloa, se agachó tras el mostrador para coger unas botellas de vino y cambiarlas por las vacías,  y una sonrisa bobalicona volvió a aflorar en su rostro.

—«Otra vez? Será truhan... Pero si piensa que le voy a ir con el cuento, y dejar de disfrutar de estos detalles, anda listo…, me encanta que será así.»

—¡Emilia!—gritaba Alfonso desde una mesa—¿Viene el vino o qué?

Alfonso estaba sentado con Nicolás, don Anselmo, Raimundo y Conrado, y todos reclamaban la atención de Emilia. Ella rio con picardía mientras le gritaba.

—Ya voy, regañón, si tuvieras las botellas a punto, no tendrías que estar esperando—cogió la cajita que había junto a las botellas y se la guardó con disimulo en su bolsillo. Al acercarse a la mesa y servir los chatos, le dio un beso a Alfonso, diciendo.

—Pero que rebonito eres.

Todos en la mesa sonrieron por aquel gesto. Alfonso comentó.

—Emilia, no hay quien te entienda, me dices regañón y ahora me das un beso—y dirigiéndose a los demás dijo—mujeres.

Ella le miró, con su sonrisa picarona, y Alfonso no entendió nada.

Raimundo respondió.

—No hay quien las entienda. Que suerte tiene don Anselmo, al no tener que lidiar con ninguna.

—Serás granuja.

Todos rieron a la vez.


Emilia en cuanto tuvo un momento, se dirigió hacia recepción para en soledad abrir aquella cajita que tanta curiosidad le había suscitado. Desde que despareciera Gonzalo, la vida se había tornado oscura, y sin aliciente, el dolor de su joven hija, y la mirada tierna de su nieta, que crecería sin un padre amoroso como lo había sido Gonzalo, no le daban tregua, y aquella congoja habitaba junto a ella, anidada en su corazón. Pero últimamente, y desde hacía unas semanas, en cada rincón, en cada recoveco de la casa de comidas, se encontraba una cajita con algún detalle dentro de ella, Emilia sabía que Alfonso lo hacía para hacerla sentir feliz, sabía que con aquellos pequeños detalles, le alegraría el día, y que por un instante le devolverían la alegría de vivir.

Emilia, igual que una niña que recibe sus regalos el día de navidad, sujetó la cajita con sus manos y con la ilusión saliendo por sus pupilas se disponía a abrirla, cuando una mujer entró en la posada.

—Buenas tardes, doña Emilia.

Esta guardó rápidamente la cajita.

—Buenas tardes, señorita Isabel. ¿Ya de retirada? ¿A recibido noticias de su patrón?

—Si, Emilia, muchas gracias. De eso vengo, he recibido nuevas, así que tendrá que preparar otra habitación para dentro de unos días.

—Está bien—dijo Emilia—dígame para cuando la necesita y la reservaremos.

—En principio supongo que será para la semana que viene, pero me lo tiene que confirmar.

—Bueno, no se preocupe, la semana que viene marchan varios clientes, así que tendrá habitación que escoger.

Isabel, rió y alargó su mano

—¿Me da la  llave de la mia?

—Hay, si disculpe… que torpeza la mía. Salió airosa Emilia.

—No pasa nada, veo que tiene entre manos algo más importante que mi persona.

Emilia disimuló.

—No, por dios. Esto no es nada... Una cajita, nada más—dijo quitando importancia al asunto. Isabel sonrió mientras cogía su llave para dirigirse a su alcoba.

—Pues que descanse doña Emilia.

—Buenas noches, Isabel.

Emilia se quedó de nuevo sola, miró de un lado al otro y abrió lentamente la cajita. Pero lo que contenía aquella vez, le heló la sangre, transportándola de un golpe a otros tiempos ya remotos, momentos vividos en aquel mismo lugar, que la llenaron de angustia y desazón.




—Pero… ¿qué es esto?

Emilia Ulloa se encontraba mirando un anillo, un anillo tan grande como precioso, el mismo anillo que había tenido entre sus manos, hacía muchos años ya. Con la mirada perdida en el horizonte, dejó escapar un hilo de voz.

—¡Dios mío! No puede ser.


*****************continuará**********************

Espero que os haya gustado.. volveré cual MARTÍN CASTRO. 
A más ver.






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